Lujuria pasó sus manos por su pecho, manos fantasmas que se sentían y a la vez no, esperando a que el deseo activara las verdaderas trampas ocultas en aquel tacto antinatural. “Sólo piénsalo” dijo una voz en su cabeza, esa voz en su cabeza. Las manos se esfumaron junto con esa sensación de lucha frente a algo grande como lo era la lujuria misma; nunca estuvo cerca, pero descuidarse era estúpido. Con un fuerte gruñido dio un paso hacia el borde del edificio en ruinas, aquel que usaban como punto de encuentro de “tregua” en circunstancias como esta, aquel que el mismo había destrozado en cada oportunidad con sus propias manos creando aquella montaña de escombros y pilares con sombras de un pasado de una gloriosa arquitectura, aquellas que se erigieron en la gloria de Lucifer. Un paso más al frente y cayó al vació de la nada misma, allí donde las almas que no servían ni para ser usados sólo eran torturadas por el calor y el frío de las entrañas de su mundo, donde la misma oscuridad se devoraba a sí misma. Miles a su paso rabioso fueron reducidos a pulpas, masas sin forma, y aun así no representaban una gran cantidad; mientras se marchaba sangre multicolor y otras asquerosidades se escurrían por sus brazos, al final de su caminata a su lugar de soledad estaría limpio de las impurezas físicas, absorbidas por su propio ser oscuro.

La visita de Lujuria sólo era una advertencia de que estaba dejando pasar demasiado tiempo, y él conocía lo valioso que era esto incluso para criaturas atemporales como ellos. Comenzaban a entender que él se estaba convirtiendo en el enemigo a vencer, y no faltaría demasiado para que decidieran coordinarse en su contra; no sería la única ni la última vez que lo hicieran, el mismo había participado en batallas en común con ellos, pero esta vez se trataba de su poder, y no permitiría que fuera arrebatado de sus manos, al menos no vivas. Debía ser hoy, debía ser ahora.

Caminó por el suelo en espiral sin prisa. - ¡Esbirros!- Susurró mientras llegaba al centro de aquella habitación. Las sombras a su alrededor comenzaron a moverse, agitarse con aquella desorganizada ímpetu que caracterizaba a quienes le servían; espectros apenas visibles se alzaron de entre la oscuridad, formas irregulares pero una sed palpable. Para cualquiera sería una sensación escalofriante puesto que cada uno de esos espíritus emanaba el deseo de consumirte, pero Haser, tan acostumbrado a ello y con conciencia de su poder, los ignoraba. No usaría a aquellos más fuertes pues no era la idea hacer parecer que quería comenzar una batalla, sólo necesitaba ser lo suficientemente molesto. Tocó aquella gran figura en el centro, con los rostros dorados que resguardaban promesas juradas por los grandes antes de que si quiera la luz pensara en hacer su desagradable aparición. Los rostros se iluminaron bajo su tacto, y los esbirros que había llamado comenzaron a tener formas más sustanciales; neblina morada y roja los envolvió mientras ellos cantaban una y otra vez:

¿Qué hacemos?
¿Qué ordena?
¿Qué pide?
¿Qué desea?
¿Qué hacemos?

Complacientes voces, coros susurrando a su alrededor con ondas de adulación y miedo en sus tonos, eran muchas y aun así era como el sonido de una brisa soplando en las superficies de roca. Pero Haser sabía que la brisa era un placer demasiado hermoso que el infierno nunca se permitiría otorgarle a sus desafortunados residentes. La conversación con Lujuria volvió a su cabeza, azotando cada uno de sus instintos y enviando a través de él oleadas de furia, todo eso lo tenía con sus dedos aun vibrando en rabia incluso cuando se había desahogado, pero era inevitable, él era la Ira, ¿Qué podría esperarse de él salvo estar en el constante borde de su propia mierda? Era un ciclo, y él era parte de ello aunque lo odiara.

-Hazlo de una maldita vez y hazlo bien.- Gruñó para sí mismo, su aliento chispeando al salir de su boca. Una sacudida en el ambiente le advirtió del deleite de los demonios a su alrededor, estaban extasiados y asustados a partes casi iguales por las despedidas de poder que daba, pero siempre el miedo era más grande y no se atrevían a nada. La neblina se hizo más pesada a su alrededor, y sintió el cambio en el ambiente tan pronto el paisaje se difuminó y comenzó a dibujar siluetas ajenas a las acostumbradas, pero contornos de familiaridad surcaron sus ojos.

La entrada de la ciudad de Dios, según los humanos claro… El Vaticano.

Una multitud de personas entraban y salían del terreno Santo ajenas a su presencia, completamente invisible a la vista de los mortales a menos que estos estuvieran tocados; por Dios o por ellos. No necesitaba manchar terreno santo, no quería la ira de Dios sobre él, sólo el reconocimiento de sus fieles sirvientes del cielo, un ángel o un arcángel con el suficiente poder para lidiar con demonios inferiores alimentados, que destacara mínimamente para sus planes de usarlo como pieza para que los demás desistieran de luchar por sus hermanos o en su contra, si él tenía la suficiente fuerza de domar y corromper a un ser de luz, usándolo como una garantía en guerras futuras no habría quien lo detuviera en su camino a apoderarse del infierno en ausencia del gran Ángel caído. Se relamió los labios, la anticipación le podría costar muy caro pero él estaba determinado. Pensó en Gabriel, medianamente en Sariel y tanteo las posible e infinitas posibilidades mientras enviaba ondas a su alrededor, los esbirros hasta ahora escondidos emergieron de nuevo de las sombras que proyectaban los humanos, se incrustaron en sus cuerpos como parásitos y succionaron la paciencia, la cordura y la sumisión a las doctrinas morales y espirituales tan ligeramente arraigadas en ellos.

Entonces el primer grito retumbó y con un movimiento suave de su mano su cuerpo adoptó la imagen de la inocencia en medio de aquel despertar de su poder. Caos, sublime y desorganizado, tan impredecible, tan imperfecto. Los gritos ensordecedores de agonía y el tormento; el golpe de un conocido, la pedrada de un desconocido, la violencia, la sangre, el homicidio. Lo humanos, criaturas insensatas creyéndose especiales por poder elegir cayendo tan fácilmente en trucos básicos de demonios inferiores. ¿De qué te sirven tus decisiones si todo su destino recae en las manos de seres como él? Seres que los odian y repudian, seres que sólo los utilizan o los crean con el propósito de dejarlos a merced de un destino que nunca estará a su favor. Ellos deberían suplicar morir siempre que puedan, y rezar porque su destino final no sea el cielo, pues el infierno ganará la guerra final con el despertar del poder de sus habitantes.

La multitud que antes caminaba a su alrededor creyéndose dignos y valiosos ahora se golpeaban entre ellos con lo que pudieran, no revisaban si su oponente era un adulto o un bebé, se arrojaban entre ellos cosas y destruían lo que encontraran a su paso víctimas de sus ondas de odio, tan fuertes tan intensas que aquellos demonios que los poseían enloquecían en su festejo de poder y drenaban todo aquello que se interpusiera con la necesidad de estallar en rabia. Quienes no habían sido poseídos sucumbían rápido, corrían y exigían calma pero era en vano todo. Lo parásitos se habían alojado tan profundo que nada humano podría sacarlos de allí.

Un hombre grande cayó a su lado y en medio de su ahogada respiración por la sangre que brotaba de su boca balbuceaba rugidos iracundos, sus ojos estaban desbordados de odio e inyectados por la sed de aplacar los deseos del pecado por el que había sido contaminado. Luchaba con todas su fuerzas para alcanzarlo a él ahora en su forma visible y pura; quería destrozarlo y Haser lo aplaudía por ello. Lágrimas se derramaron por sus mejillas artificiales hechas con ilusiones, no porque las sintiera si no porque las necesitaba para completar su acto, lo hacían lucir en shock aunque por dentro estaba deleitándose con la pequeña pantomima que habían montado. De nuevo sus dedos vibraron, quería unirse a ellos, unirse a la destrucción, a los golpes limpios, al cráneo contra el suelo crujiendo ante la presión, dientes desgarrando la carne viva; un pequeño infierno.

Que comience…