Sucio (Harry/Draco)

Draco Malfoy muere tras ser condenado en Azkaban, pero poco tiene eso de cierto. Atrapado en un lugar donde no puede salir, tendrá que aprender que todo lo que ve y siente no es lo parece.

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  1. enea_92
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    Resumen: Draco Malfoy muere tras ser condenado en Azkaban, pero poco tiene eso de cierto.
    Atrapado en un lugar donde no puede salir, tendrá que aprender que todo lo que ve y siente no es lo parece. Que todo lo que pudo pensar, no es más que una mentira. Y que incluso él, no es.
    Elgido ya el camino, poco puede retroceder, aunque eso signifique su propia muerte.


    Género: Angustia, Drama, Romance, Ficción, Acción.

    ADVERTENCIA: Lemon, Muerte de un personaje, Tortura, Violación, Lenguaje Vulgar, Sadomasoquismo, Violencia, Orgía.

    Clasificación: MA(+18)

    ¡Ojo con las fechas!

    ___________________________________________



    Cap 4: Comienzo.



    Fecha: 14 Diciembre de 1986.



    No entendía nada.



    Ese día había comenzado como cualquier otro día después de una de sus “sesiones”, como lo denominaba su madre. Su mami le levantaba con un beso, le acariciaba con ternura la cabeza y le instaba a levantarse para desayunar. Él, antes de ir a comer, iba al baño y después al cuarto de sus padres para encontrarse con que su padre se estaba vistiendo después de una ducha. Su papi lo saludaba después de vestirse, lo cogía en brazos y le hacía pedorretas. Eso provocaba que un profundo sentimiento de felicidad se pusiera en el pecho del menor. Sentía como algo se le estrujaba y estrujaba y él sabía que era amor porque un día se lo preguntó a mami y ella se lo dijo. Desde entonces tuvo muy claro que quería mucho a sus papis.

    Después de estar un tiempo jugando en el cuarto, aún con el niño en brazos, su papi le llevaba al salón-comedor y lo sentaba en una silla, le ponía la televisión en un canal de dibujos y se iba a ayudar a mami en la cocina o a limpiar alguna de sus últimas travesura del día anterior y todavía seguía por ahí desperdigada.

    A él le encantaba Los Snorkels, unos pequeños seres de colores muy bonitos(aunque su favorito era uno de color naranja con el pelo azul, amigo del protagonista) y distintivos. Su mami le había explicado que los rosas eran las chicas. ¿Entonces solamente las chicas podían utilizar el color rosa? ¿Era suyo el color? ¿Los chicos no tenían un color propio... como el naranja? A él le gustaba mucho el naranja. ¿Y si decidía quedárselo? ¿Dónde se escondía para que nadie más lo utilizase? Y si el rosa sólo era para chicas, ¿por qué su padre tenía una camisa rosa? ¿Por qué todo el mundo sigue utilizando el naranja cuando él ya ha dicho que lo quiere para sí mismo? ¿Tenía que firmar en algún sitio como hacían sus padres cada vez iban a comprar? Su madre, al escuchar esas preguntas, claudicó diciendo que se estaba perdiendo los dibujos, mientras que internamente pensaba; ¡Oh, maldita fase de la curiosidad!.

    Ese día era un domingo y como domingo que era no hacían absolutamente nada. Los deberes que le habían podido enviar la escuela para la semana entrante ya los había hecho el sábado, obligado, cómo no, por un gruñón padre que no paraba de recordarle que si no lo hacía ese día, al siguiente lo tendría que hacer y no habría día familiar. Porque sí, los domingos eran para estar con mami y papi. Iban a pasear a la playa, hacían castillos en la playa, con fosas y hasta tiburones rodeando el castillo. Lo que más le gustaba era destruirlo. Era mucho más sencillo que construirlo. Simplemente saltaba y saltaba mientra un grito se dejaba escuchar, viendo como la arena se iba volviendo una masa uniforme bajo sus pies.

    Mientras él hacía eso, sus padres lo miraban preocupados. La primera vez que fueron a la playa y construyeron un castillo, el niño hizo los mismo con tanta felicidad, que contagió a los mayores provocándoles grandes carcajadas. Su hijo los reprendió gritándoles, exigiendo saber qué había de divertido en la destrucción de una civilización, aunque se notaba que él sí que disfrutaba haciéndolo. En ocasiones sus padres se preguntaban qué demonios le pasaba en la cabeza. Era tan extraño a veces. Siempre con preguntas tan extrañas, tan raras y con actitudes fuera de su edad, pareciendo más maduro en ocasiones, como cuando se quedaba mirando a los perros callejeros sin parpadear, observándolos moverse, buscar y rebuscar entre la basura aunque sea algo para llevarse a las bocas, beber de los charcos sucios de la calle producto de la lluvia o de las mujeres que tiraban agua usada a las calles. En esos momentos, por mucho que lo intentaran, el niño no se movía de la cera, hasta que por fin se giraba y con el ceño fruncido cuestionaba: ¿Por qué está solo? ¿Por qué nadie le cuida? Si está solo, ¿por qué no lo cogemos nosotros? ¡Da tanto miedo estar solo! Cuando ellos sabían que nunca había estado solo, no en ese sentido al menos.

    ¿Cómo explicarle a un niño de seis años algo que era tan normal en el mundo? ¿Decirle que la gente era cruel y que abandonaba a sus mascotas en la calle y que todo el mundo lo veía normal? Y no sólo a sus animales... No, siempre lo solucionaban comprándole un helado. Haciéndolo olvidar al perro medio muerto que habían visto en la acera de enfrente. Ya se enteraría cuando fuera mayor.

    Pero ese domingo sería diferente. Siempre, ese día de la semana en verdad, desayunaba tortitas con chocolate(le encantaba el chocolate tanto o igual que le gustaban las tortitas, sobretodo cuando su madre consiguió hacer una tortita naranja. ¡Naranja! No había sentido tanta pena al comer algo en su corta vida), pero en esa ocasión, cuando sus padres se acercaron a él sólo le trajeron un vaso de leche caliente con galletas, su desayuno de todos los días.

    Él los miró enfurruñado. ¡Se suponía que los domingos era un día especial!

    Otra cosa que no le gustó nada de ese día fue que, aún después de patalear, gritar, despotricar, inclusive llorar, le obligaron a comer ese sencillo desayuno. Y lo hizo, sí, pero mientras moqueaba y sollozaba todo lo fuerte que podía. A ver si así no eran capaces de oír la televisión que tan entretenidos miraban. ¡Malditos adultos!

    Eran las once cuando salieron de la casa. Él tenía un fuerte dolor de cabeza de tanto llorar o de tanto hacer como que lloraba. Ahora sabía que no había servido de nada. Y tampoco serviría intentarlo justo en ese momento cuando le obligaron a meterse en el coche, otra cosa nada normal. Siempre iban a sus paseos andando. Era mucho más sano y divertido le había dicho un montón de veces su mami, la misma que le había mirado con dureza cuando abrió la boca para preguntar dónde iban. La cerró al instante. Su mami enfadada le daba pavor. Le castigaría sin poder salir con su mejor amigo y justo en esa semana habían descubierto un libro sobre animales y estaban por la mitad y no quería que él lo acabase antes. Habían aprendido muchas cosas con él, como que el cerdo no suda o que tiene la mentalidad de un niño de tres años(cosa que provocó que mirase de forma diferente al hermano pequeño de su mejor amigo ya que tenía esa edad. Cada vez que hacía algo o decía algo, él se preguntaba; ¿también hacían eso los cerdos?) o que la vaca tenía tres pre-estómagos(que a saber qué era eso, ya que se habían quedado por ahí y tampoco iba a preguntárselo a sus padres ahora que parecían enfadados o por lo menos, lo suficientemente serios para no atreverse a hacerlo).

    A las doce y media se dio cuenta de que no, no iban a la playa. La playa estaba, como máximo, a media hora en coche desde su casa, así que a lo mejor iban al centro.

    Pero una hora después dejó de pensar en eso cuando vio aparecer un enorme, viejo e inclinado edificio. Era como ver la Torre De Pizza(sí, porque él la había visto en la ilustración de uno de los libros) pero mucho más grande, tanto en lo ancho como en lo alto y tampoco era circular, sino cuadrado o rectangular(esas dos figuras para él eran la misma. Menuda estupidez llamarlas diferentes sólo porque una era más alargada que otra). Las ventanas tenían barrotes y no dejaban ver nada del interior.

    Intrigado por el misterio que envolvía todo eso, miró a los asientos delanteros, sorprendiéndose cuando notó que su madre ya estaba al lado de su puerta abriéndola y su padre se acercaba con rapidez a la puerta del edificio. Su madre le cogió en brazos sin decir palabra y aún cuando su hijo se revolvió entre sus brazos para poder bajar.

    La puerta se abrió dejando ver a un viejo gordo y con bigote grasiento, con una enorme y horripilante verruga en la frente. Éste los miró a los tres, dejando más tiempo su mirada en el niño, y se apartó, dejándoles pasar.

    El interior era tal y como se había imaginado. Aburrido y viejo. Olía raro. Mal. Como a hospital. Pero no tenía pinta de serlo. No por lo menos a los que su mami le llevaba.

    Les hicieron pasar a una sala después de subir unas crujientes escaleras. En todo el recorrido, el niño no dejó de mirar la puerta de salida, intentando averiguar qué demonios hacían ahí y por qué su corazón palpitaba con tanta fuerza, como cuando era de noche y oía ruidos y lo único que podía hacer era esconderse debajo de las sábanas y quedarse callado, esperando que el monstruo no reparase en él.

    Cuando desapareció de su vista la puerto, volvió su atención a donde lo llevaban. Una sala con un escritorio y dos sillas. Diferentes cuadros que no le llamó la atención, así que ni se molestó en mirarlos. Había a su derecha, una puerta abierta donde se mostraba una mesa mucho más baja que una normal con hojas y lápices encima. Supo enseguida que se trataba de una mesa para niños, para dibujar y se sintió ansioso por bajar de los brazos de su madre e ir corriendo. A él le gustaba mucho dibujar. Su profe de plástica le decía que era muy bueno y, como era normal, le encantaba que le adulasen, así que se esforzaba el doble en los trabajos de esa asignatura.

    Por fin su madre lo puso en el suelo. El hombre gordo y feo(le recordaba a un monstruo de las cuevas de Ñuc) comentó algo en voz alta, pero se quedó más con su voz que con lo que en realidad dijo. Era una voz potente, arrastraba las palabras, como si le diese pereza hablar, pero había un deje escalofriante. No le gustaba. No. Ya quería irse a casa.

    Miró a su madre porque ésta le había dado un toque en el hombro. Se había agachado para quedar a su altura. Observó esos ojos azules, tan azules como el mar que siempre veían los domingos. Profundos y hermosos. Mostrándole todo el amor y cariño que sentía en ese momento por él, pero también algo que no consiguió ver, no por lo menos a tiempo.

    —Ve a dibujar mientras papi y yo hablamos con el señor, ¿vale, Thuban?

    Éste asintió. Es lo había estado esperando.

    Nada más sentir como le soltaba, él corría hacia los folios. Se sentó en sobre sus piernas dobladas. Cogió el primer lapicero que vio, uno de color gris, y se quedó mirando la hoja en blanco sin saber exactamente qué dibujar.

    Después de unos segundos de vacilación se decide por dibujar la playa que siempre visitan los fines de semana. El rasgar continúo del lápiz contra el papel, del choque del utensilio al ser dejado en la mesa para poder coger otro lo absorbió tanto que ni se percató de que el leve zumbido de voces que le llegaba desde la otra sala se había apagado. Sólo se percató cuando ya había terminado, bastantes minutos después.

    Miró con orgullo lo que podría decir no su mejor obra, pero se acercaba bastante.

    Se sobresaltó cuando una mano regordeta apareció en su campo de visión, arrancándole el folio de entre sus finos dedos.

    —¿Qué has dibujado, niño?

    Se quedó mirando al monstruo de las cuevas de Ñuc como si le hubiera hablado en un lenguaje extraño.

    —La playa—contestó secamente pensando que aquél hombre tenía que ser muy tonto para no darse cuenta de ello.

    Después de una última ojeada más, dejó el dibujo en la mesa y se levantó. Sin más ceremonias, cogió al niño del brazo y lo levantó de un solo empujón, haciéndolo tambalear unos instantes. Estaba demasiado flaco.

    Sin escuchar las protestas del mocoso lo arrastró fuera del despacho. Intentando mantener la calma(cosa bastante difícil cuando llevas un niño que gritaba sin parar y daba patadas por todas partes y encima su voz era tan aguda como la de un niña y se metía en lo profundo del cerebro provocando severas jaquecas. Ya empezaba a odiar a ese mocoso), lo llevó hasta lo que sería a partir de ese momento su habitación. Lo empujó dentro y lo encerró. Llamaría a alguien para que le explicasen las cosas al niñato nuevo. No le apetecía nada tener que hacerlo él, ni mucho menos. Ese no era su trabajo. No, señor.

    Por otro lado, el niño se quedó tirado en el suelo tal y como había caído, mirando sin comprender nada la puerta. Intentando descifrar qué demonios acababa de pasar.

    Él no había hecho nada malo. Había desayunado todo lo que su mami le había puesto en la mesa, aunque él quería sus tortitas, también se había bañado él solito y encima se había lavado muy bien las manos antes de bajar a desayunar. No había pataleado al verse obligado a entrar en ese edificio feo y tampoco había dicho nada indecente delante del monstruo de Ñuc, incluso se había puesto a dibujar cuando su mami se lo había indicado y no cuando él hubiese querido.

    La puerta se abrió, asustándolo.

    Se levantó de un salto y miró con esperanza el hueco que ahora dejaba ver a un hombre un poco más joven que el monstruo de Ñuc, también mucho más guapo(aunque no había que correr mucho para conseguirlo) y también se notaba mucho más amable.

    Pero todo eso no tenía importancia para el niño. Lo que éste quería era saber donde estaban sus padres. Por qué lo habían traído a ese lugar y por qué lo habían encerrado.

    —Hola, pequeñín—saludó el hombre de forma afable, cerrando la puerta tras él. El más pequeño se alejó de él todo lo que le fue capaz. Tenía la sensación de que aquél hombre era malo—. Tranquilo, no te voy a hacer nada—le aclaró, sentándose en la silla que había al lado de un escritorio.

    —¿Dónde está mi mami? ¿Y mi papi?

    —Vamos, ven, acércate. Estás muy nervioso y así no podemos hablar...

    —¡¿Dónde está mi mami?!—gritó con fuerza el niño.

    Al ver que no tendría respuesta del extraño corrió a la puerta y empezó a golpearla tanto con los puños como con los pies mientras gritaba llamando a sus padres. Las lágrimas que había estado aguantando durante esos minutos empezaron a caer mientras en su pecho algo se estrujaba y estrujaba y él sabía que distaba mucho de ser amor. Tenía miedo. Terror de que sus padres no volviesen. De que el monstruo de Ñuc les hubiera hecho algo. De que él hubiese sido tan malo como para abandonarle.

    Una garra le agarró el hombro derecho. Gritó del susto y se apartó como pudo, mirando al extraño que ahora se cernía sobre él. Ya no había amabilidad en su rostro. Estaba enfadado o por lo menos exasperado y eso lo asustó aún más.

    —Estate calladito y quietecito, nene, que me vas a hacer enfadar y voy a perder toda consideración contigo—susurró de forma escalofriante el hombre raro.

    Lo cierto es que el niño no entendió la mitad del mensaje, pero lo esencial, lo que dejaba entre ver ese tono de voz que había utilizado, la fuerza que estaba utilizando para agarrarle el brazo, le dejaba bien claro lo que tenía que hacer.

    Con fuerza, pateó la espinilla del hombre que se tambaleó y gritó del sobresalto y le soltó, dejando vía libre para que intentase huir de sus zarpas.

    Como un rayo se dispuso a gritar de nuevo por sus padres, mientras intentaba vigilar al hombre que ahora daba pequeños saltitos sujetándose la pierna. Le dolían las manos de golpear tan fuertes, las podía ver rojas y con moretones pero aún así no bajó la intensidad. Necesitaba ver a sus padres.

    De pronto se vio en el suelo con un fuerte dolor en la mejilla y con la cabeza dándole vueltas, mareado. No se había percatado de que el hombre se acercaba ni cuando éste le había golpeado con la mano abierta.

    —¡Un par de ostias es lo que necesitas! ¡Tus padres, estúpidos, te han mimado demasiado!—berreó mientras lo cogía del suelo y lo alzaba con una sola mano. Cuando estuvo sobre sus dos pies, lo empezó a zarandear—. Me has cabreado pero bien, niño imbécil. Parece ser que por las buenas no se puede nada contigo—decía mientras le obligaba a caminar hasta llevarlo a un armario blanco(como toda la habitación) y lo abría mostrando su interior lleno de ropa—, pues lo intentaremos a las malas.

    Al acabar de hablar, lo estampó con fuerza contra el armario. El niño cayó entre la ropa pero aún así se dio en las rodillas con la madera y también en el rostro, haciéndole gritar al sentir como un fuerte dolor le atravesaba la nariz. Sintió como le pegaban patadas en las piernas, que era lo único que había quedado fuera del armario, así que con prisa se encogió sobre sí mismo dentro de éste, intentando pasar lo menos desapercibido posible.

    Cuando estuvo dentro del todo, vino la oscuridad. El hombre había cerrado la puerta. A él no le gustaban los sitios pequeños y oscuros. Además de que de todos era sabido que había monstruos en el armario, pero el dolor que le adormecía las piernas y las manos le hizo cuestionarse si no era mejor los monstruos del armario que los que estaban fuera de él.

    —Muy bien. Veo que te has quedado calladito—se escuchó la voz atravesando la fina puerta de madera del mueble haciéndole estremecer de pavor—. Qué pena que lo hayas hecho cuando ya la has cagado. Una buena tunda es lo que necesitabas—se escuchó una risita divertida—. Bien, ahora escúchame. Tu papis a los que tanto llamas no van a venir. Se han ido. Se han largado porque ya no te aguantan. Porque eres un bicho raro y ya no saben qué hacer contigo y nos han pasado el muerto para ver si podemos arreglarte.

    —No... no... ¡¡Mentira!!—acabó gritando el niño mientras se arrodillaba y empezaba a golpear con fuerza la puerta cerrada. Poco o nada le importaba los golpes que podría acabar recibiendo por lo que estaba haciendo. Sólo estaba pensando en cerrarle la boca al maldito que le estaba mintiendo de una forma tan... ¡sus padres no podían dejarle ahí!

    —Sí, llora, patalea, pero eso no cambiará el hecho de que no te quieren, nunca te han querido y que ahora estás solo, solo aquí y que nosotros vamos a ser a los únicos que vas a ver durante toda tu vida, porque tú, niñato, no tienes arreglo posible—se escuchó por encima de los gritos desesperados del chico.

    Con las respiración entrecortada, los puños apretados aún apoyados en la madera y con los ojos abiertos de par en par, intentando ver algo en esa inmensa oscuridad, escuchó como una puerta se abría y se cerraba. Lo había dejado ahí, encerrado, solo, asustado, sin comprender absolutamente nada.

    Desesperado por saber, ansiando poder salir de ahí como diera lugar para demostrarle a todos que estaban equivocados. Que sus padres le querían. Que él no era un bicho raro y que, por supuesto, le estaban mintiendo.

    Él era un niño normal. No distaba mucho de su mejor amigo. A lo mejor hacía preguntas que a la gente no le gustaba, pero era normal. Se lo había dicho su madre. Estaba en la fase preguntona.

    Con cuidado se abrazó a sí mismo, haciéndose un pequeño bulto en el fondo del armario, mientras las lágrimas que no habían dejado de caer se multiplicaban y los sollozos se dejaban escuchar en el pequeño espacio.

    El dolor de las piernas casi ya no se notaba, por lo menos si no se las tocaba, y el de las manos ya hacía tiempo que lo había dejado de sentir. Ahora el que le nublaba la mente era el de la nariz. No sabía que le había pasado cuando se había golpeado contra la madera pero le dolía lo suficiente como para que mente se volviese negra durante breves momentos. Era lo que su madre le había dicho; caer inconsciente. Él nunca había pasado por algo así, pero se imaginó que era lo que le estaba pasando.



    En los momentos de lucidez, se notaba temblar. Tenía frío, aún cuando no se había quitado la chaqueta y estaba rodeado de ropa, estaba muerto de frío o por lo menos sentía una frialdad en su interior que se expandía por todas sus extremidades, agarrotándole los músculos que chillaban por alivio.

    Nada de eso le parecía importante. El fuerte dolor, el frío... nada. Las palabras del extraño hombre todavía taladraban su cerebro, intentando, rogando encontrar una respuesta a su situación. No creía, ni siquiera le parecía concebible que sus padres le hubiesen dejado ahí tirado, con esos hombres que daban tanto miedo.

    A él nunca le habían levantado la mano. Si que es verdad que en el colegio sus profesores habían castigado a algún alumno con un fuerte coscorrón o incluso pegándoles con la regla, pero a él nunca le habían tocado ni un pelo porque se portaba bien. Y ahí volvía. ¿A lo mejor se tendría que haber portado mal? ¿Ese era el comportamiento normal? ¿Por eso le había dicho el hombre malo que era raro? ¿Porque se portaba bien? ¿Porque hacía todos los deberes? ¿Porque limpiaba su habitación cuando se lo decían? No, dudaba que fuera eso. Su madre siempre se enfadaba cuando no lo hacía. A lo mejor era porque no la había limpiado esa mañana. ¡Pero tampoco le había dado tiempo! No tenían derecho a dejarle ahí, a que le pegasen, solamente por no limpiar la habitación un día... ¿o sí?

    No, no. Era algo más. Él lo sabía. Su mejor amigo no limpiaba su habitación y nunca le habían llevado a un sitio así. Ni le habían encerrado en un armario o por lo menos no se lo había dicho y ellos tenían un pacto de contarse siempre todo. No creía que lo hubiese roto.

    El hombre había dicho que no tenía arreglo... ¿Estaba roto? Como los juguetes que a veces rompía, ¿era eso? ¿No hubiese sido mejor llevarlo a un juguetero? Así lo arreglaban... ¿o no? Su mami le llevó su tren de vapor favorito cuando sin querer se le cayó por la ventana y cuando volvió estaba como nuevo. ¿Pero el juguetero arreglaba también personas? ¿Por qué estaba roto? ¿Cómo se sentía estar roto? Él se sentía como cada día, bueno, un poco más adolorido y con la cabeza dando vueltas sin parar, pero antes de ir a ese sitio se encontraba normal. ¿Por qué tendrían que arreglarlo?

    Sus sesiones.

    Sí, podía ser por eso, pero... era algo natural en él. Desde que tenía recuerdos siempre las había tenido. Incluso su madre le decía que era algo normal en él. Que no tenía que preocuparse. ¿Entonces... por qué...?

    La imagen del perro callejero le asaltó dejándolo sin aliento al comprender. Él era como ese animal. No tenía porque haber hecho algo, enfadar a sus padres o incluso haberse portado como un angelito. No. No tenía nada que ver. Se habían cansado de él. Lo habían dejado ahí sin decirle palabra alguna que le explicara, que le ayudase a entender su comportamiento. Dejando la herida abierta y sin bálsamo alguno a donde agarrarse. Como el perro que buscaba con desesperación algo a lo que aferrarse para poder sobrevivir, para poder ver un día más, para poder encontrar alguna explicación que le dijese el por qué.

    Por qué de aquello.

    Por qué de tanto dolor.

    Por qué abandonarlo.

    Con nuevos sollozos llegó a la conclusión de todas aquellas preguntas. De todas aquellas cuestiones que, en el fondo, había sabido siempre la respuesta y por miedo ni siquiera la había pensado.

    Él lo merecía.

    Él merecía todo aquél dolor.

    Él merecía ser abandonado.

    No podía ser de otra forma.

    Brincó en su rincón cuando escuchó que la puerta se abría. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que le habían dejado encerrado? Sentía un fuerte dolor en la tripa consecuencia del hambre que tenía, pero eso había quedado relegado a lo más profundo de su mente, ignorado. Ni siquiera sabía si iba a volver a comer algún día. Si iba a vivir después de salir de ese reducido espacio. De esa oscuridad asfixiante.

    Se pegó todavía más a la pared de madera del fondo cuando la puerta se abrió, dejando entrar una luz hiriente que le hizo cerrar los ojos.

    Con fuerza, fue sacado de su escondrijo y tirado al suelo, donde sollozó cuando sus maltratadas piernas se volvieron a golpear. Sus manos, inflamadas y de color entre amarillento y verdoso por los moretones, intentaron impulsarlo para ponerse en pie, pero no se pudo sostener y volvió a caer.

    El hombre, que era el mismo de antes, aquel cruel y despreciable hombre que le había golpeado y luego metido en el armario, lo cogió con fuerza del brazo y lo mantuvo en pie. Sin decir palabra lo arrastró fuera de la habitación blanca y lo llevó por pasillos, parándole en cada puerta y pasando una tarjeta en un aparato que había al lado de cada entrada.

    Cuando pararon, lo hicieron en una sala poco iluminada. Lo único que pudo llegar a ver fue una silla alargada con correar donde fue empujado y obligado a tumbarse mientras otro hombre salido de la nada empezaba a atarlo.

    Gritó y pataleó nuevamente, asustado, intentando encontrar una salida pero la fuerza de los extraños era muy superior a la suya y pronto estuvo incapacitado de todo movimiento.

    Antes de que le dijesen nada, el hombre ya conocido le dio una bofetada que le hizo recordar el fuerte dolor de su nariz y provocó que su vista se tornase negra por momentos.

    —Creía que ya habías entendido que te tienes que portar bien. Aquí no vamos a ser indulgentes contigo, niñato—siseó el hombre—. Frederick, haz lo que te toca. Y cúrale la nariz. Creo que se la rompió, el muy imbécil.

    El hombre que respondía al nombre de Frederick era alto, rubio y con ojos azules. Tenía un porte serio y duro. No parecía que le importase mucho los múltiples moretones que se mostraba en la piel blanquecina del niño que lloraba en el sillón.

    —Vale. Ahora lárgate. Necesito hacer mi trabajo—su voz era fuerte, potente, con un extraño acento.

    Éste le miró unos segundos y asintiendo, se marchó sin decir nada más.

    Frederick empezó a traquetear con miles de frascos que el niño no podía ver ya que tenía una potente lámpara encima de él que le dejaba casi ciego.

    —Eres un estúpido—soltó de pronto el hombre—. Tendrías que haberte portado de otra manera. Esto que te voy a hacer ahora solemos hacerlo con anestesia ya que los niñatos como tú no están preparados para esa clase de... cosas, pero has enfadado al jefe, chaval, así que...

    Un fuerte escalofrío le asaltó al ver una aguja grande y ancha que se iba acercando peligrosamente a su antebrazo izquierdo.

    Intentó removerse pero las cuerdas estaban bien apretadas. Gritó de la propia desesperación, pero no le hizo caso y cuando sintió el primer pinchazo, seguido muy pronto del segundo, lo que más anhelaba era la ya tan familiar inconsciencia. Pero ésta era esquiva en esos momentos y le hizo padecer todo el proceso mientras iba viendo como en su brazo se empezada a vislumbrar(debajo de piel roja y maltratada) líneas negras, separadas por unos milímetros, de diferentes grosores pero de igual tamaño hasta formar, lo que desde ahora reconocería perfectamente, un rectángulo.

    Con los ojos doloridos, ahogados por las lágrimas que no habían dejado de salir, sin sentir los labios de tanto morderlo, observó con horror que todavía la tortura no había acabado. El hombre le había dado una falsa esperanza cuando se apartó de él y quitó la aguja de su piel. Pero volvió, oh, vaya que volvió, pero esta vez le escribió unos números que no pudo ver.

    Sin fuerzas ya ni casi para respirar, dejó que el hombre llamado Frederick le curase las heridas de la cara, le arreglase la nariz haciéndole algo que provocó un crujido y un fuerte dolor que no fue suficiente para que el niño reaccionara. No después de todo lo que había tenido que aguantar.

    Cuando empezó a notar que le soltaban, lo último que pensó fue en escapar. Se acurrucó en el sillón donde había estado tumbado en contra de su voluntad y se miró el antebrazo izquierdo.

    62698743.

    Una última lágrima cayó por su mejilla antes de que, por fin, la inconsciencia le acunase entre sus brazos.


    ______________________________________

    Kerry Lestat ¿no te duele los ojos cuando lees en el móvil? Yo no podría... y no es porque tenga un Nokia de estos del año de la pera sino que no podría leer en algo con la pantalla tan pequeña... Me pondría de los nervios. Pero bueno, me ha dado gracias la imagen mental de tu momento griterío al móvil xD
     
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12 replies since 2/5/2013, 02:31   663 views
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