Posts written by Bananna

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    SPOILER (click to view)

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    Así estoy con este fic. Sí, soy Gavin.


    Me intriga, y MUCHO, qué vas a hacer con esta gente. Estoy deseando leer la continuación ~
  2. .
    Todavía estaba algo confundido. Tenía la cabeza embotada y la memoria un poco neblinosa, y además le dolía todo el cuerpo, sobre todo la cabeza y las recientes suturas en su costado. Bien, esto último era lo que más dolía, pero incluso así podía decir que había estado peor. Podía aguantar el dolor, aunque eso no quitaba que fuese a ser incómodo durante unos cuántos días.

    Ahora que se le iba asentando la cabeza… ¿Ray le había dicho que llevaba casi doce horas dormido? Eso seguramente sería un récord desde que tenía tres años. Se acordó entonces de la veterinaria y de cómo le había clavado esa jeringuilla en el pecho, y lamentó enormemente no haberla noqueado cuando tuvo la oportunidad.

    Suspiró largamente y miró a su forzado anfitrión, que seguía tumbado en el suelo, y sintió una punzada de culpabilidad, también un poco de lástima.

    A cámara lenta, sujetándose el estómago para soportar mejor el tirón de los puntos, se sentó en el suelo, junto a Ray. Vio cómo la serpiente asomaba, sacando la lengua con frecuencia y mirando en todas direcciones. XIII extendió una mano hacia el animal, con calma, y dejó que le oliese con esos movimientos tan graciosos de lengua. Finalmente, Pársel decidió que aquella criatura no era un depredador y empezó a trepar por su brazo, haciendo un movimiento ondulante con su cuerpo que demostraba lo relajada que estaba.

    —¿Serviría de algo si te dijese que no quería dejar tu vida patas arriba? —preguntó en un susurro que sonó más ronco de lo normal gracias a su distorsionador de voz. Mientras, acariciaba la cabeza de la serpiente, que ya se había terminado de asentar alrededor de sus hombros —. Todavía tengo muchos interrogantes sobre ti, pero… Supongo que pueden esperar. Te dejaré un tiempo en paz, ¿vale?

    Colgó la llamada y, con un pequeño quejido mal contenido, se tumbó al lado de Ray. Cerró los ojos y cruzó las manos sobre el vientre, y tras un par de minutos de silencio, giró la cabeza hacia el hombre.

    —Gracias por no quitarme la máscara, por traerme a tu casa… Y por cuidarme mientras estaba inconsciente —volvió a suspirar y miró el techo, o al menos giró la cabeza hacia el techo. Lo cierto es que había vuelto a cerrar los ojos —. Voy a ver si alguien puede venir a buscarme.

    Dicho esto, y sin moverse de su lado en el suelo, dejando que Pársel reptase sobre ambos para volver bajo el sillón, alcanzó un móvil de su cinto y marcó una tecla mientras se lo llevaba al oído.

    —Hola, D. Sí, sigo vivo… Sí, ya sé que desaparecí anoche… Estoy bien —respiró hondo y fue a tocarse la cara, pero sus dedos chocaron contra la máscara, lo cual hizo que soltase un gruñidito —. De verdad que estoy bien. La hermana del Camaleón me apuñaló y luego una veterinaria pirada me inyectó alguna anestesia… ¿Eh? No, mi identidad no se ha visto comprometida, tranquila —suspiró, llevándose la mano libre al costado —. Supongo que el GPS se dañaría durante la pelea… Tuve que bajar a las alcantarillas. ¿Qué? No, claro que no hay caimanes, ¿de qué hablas? —volvió a girar la cabeza hacia Ray y, al encontrarse con sus ojos (aunque Ray no podía ver los suyos), se sintió por un momento totalmente en paz. Como si aquello estuviese bien, aunque claramente no lo estaba —Estoy con un… un amigo. Ah, sí, un momento —le dio la dirección y sonrió, otro gesto que Ray no podría ver, antes de volver a mirar el techo —. ¿Veinte minutos? Sí, está bien, esperaré. Hmn… D., ya me he disculpo… Ah, ¿no lo he hecho? Bueno, pues perdóname por preocuparte. Ya sabes que te habría avisado si… Vale. No me grites, por favor, me duele mucho la cabeza. Está bien. Hasta luego, D.

    Colgó, guardó el teléfono y volvió a suspirar mientras dejaba los brazos caer a ambos lados de su cuerpo. Cerró los ojos y simplemente se quedó allí, disfrutando del silencio con Ray.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    El sonido del reloj le estaba poniendo nervioso. Las manecillas hacían un ruido terriblemente alto en el silencio de la habitación, y eso hacía que Pasha, con el ceño fruncido, llevase los ojos al dichoso reloj que, colgado en la pared, parecía además ir extremadamente lento. ¿Sólo habían pasado cinco minutos?

    Resopló y bajó la mirada a la mujer que había sentada frente a él. Ella sólo le miraba de reojo de vez en cuando, volviendo después su vista a unos papeles. Estaba sentada en el sofá, él estaba en un sillón. Llevaba un traje azul, con falda de tubo y zapatos planos, y su pelo era corto, recogido con un par de pasadores para que no le cayese sobre los ojos. Tenía la espalda recta y los pies cruzados en el suelo, lo que le daba un porte elegante y equilibrado.

    En esos cinco minutos, Pasha había determinado que tenía dos gatos —por un par de pelos que había en su ropa, de dos colores distintos—, que era exfumadora —mordía el bolígrafo como si fuese un cigarrillo— y que era una buena profesional.

    Si no fuese una psicóloga, a lo mejor le pediría una cita, pero no quería sentirse analizado durante toda la cena.

    —Detective —habló entonces la mujer, mirándole con un gesto sereno —, no voy a obligarle a hablar, eso es decisión suya, pero tampoco me apetece sumirme en un silencio incómodo y tenemos que estar aquí durante una hora entera.

    —¿Y qué quiere que haga, doctora?

    —Para empezar, podría quitar los pies de la mesa —dijo ella con un tono ligeramente divertido, señalando con el boli los pies de Pasha, que efectivamente estaban cruzados sobre la mesita de la habitación.

    Pasha resopló otra vez, pero bajó los pies. Apoyó los codos en los muslos y se echó ligeramente hacia adelante, sin apartar sus ojos de los ojos de la mujer, quien no se mostró amilanada en lo absoluto.

    —No entiendo por qué la capitana la ha traído aquí. No hay nada que decir.

    —Bueno, su capitana, detective, considera con muy buen juicio que usted y su compañera han atravesado un episodio que podría ser traumático. Hablar de lo sucedido me permitirá evaluar si se encuentran en condiciones de proseguir con sus labores, pero, como ya le he dicho, nadie le va a obligar a nada.

    —Ya, pero si no hablo, usted no me da el visto bueno, ¿verdad?

    La psicóloga hizo un gesto para darle la razón y Pasha resopló por tercera vez, echándose el pelo hacia atrás con una mano. A la vez, se dejó caer contra el respaldo del sillón, hundiéndose un poco en los cojines.

    —¿Y qué hago, le cuento el caso?

    —Si va a hablar, puede hacerlo de lo que usted quiera.

    —Vale, me estoy cansando de este trato tan formal. ¿Nos tuteamos?

    —Llámame Fani, entonces.

    —Novi —dijo Pável, señalándose con el pulgar —. Fani… ¿Viene de Stefanny?

    —Estefanía —sonrió ella, recolocándose un mechón tras la oreja —. Mi familia es de Veracruz.

    —Oh…

    —¿Por qué un acortamiento del apellido? ¿Por qué no Pável?

    —No lo sé. Suelo presentarme por mi apellido.

    —¿No te gusta tu nombre? Pável a mí me parece muy bonito.

    —Gracias —sonrió, y al darse cuenta de que la mujer había conseguido sacarle conversación, bufó una pequeña risa y suspiró —. Me gusta mi nombre, pero estoy acostumbrado a que me llamen por el apellido.

    —Ah, sí… He leído que estuviste en el ejército, aunque no he podido acceder a ningún informe al respecto. Es curioso.

    —Cosas que pasan —dijo Pasha encogiéndose un poco de hombros.

    —Cosas que pasan —respondió ella con una pequeña sonrisa. A Pável le pareció que tenía una sonrisa muy bonita, pero también se veía muy guapa cuando se ponía seria —. Bueno, lo dicho. Puedes hablarme del caso o sobre la última película que viste. A veces simplemente el tener a alguien que escuche puede ser muy beneficioso.

    —La última película que vi fue Shrek, con mi sobrina. Creo que me gusta más a mí que a ella esa película, pero nunca se queja cuando la vamos a ver

    —Tu sobrina… ¿Cuántos años tiene?

    —Cinco. Es un pequeño diablillo, pero la adoro.

    —Se nota… ¡Te ha cambiado la cara y todo! —la mujer sonrió con dulzura —¿Tienes alguna foto?

    Pável primero la miró, receloso, pero después determinó que su interés era real, así que sacó su teléfono. No le costó mucho encontrar una foto de la niña enseñando orgullosamente un dibujo con una enorme sonrisa mellada.

    —Vaya, es muy guapa —dijo Fani con un asentimiento, devolviéndole el teléfono —. Y parece tener mucha imaginación. ¿Eso era un dragón?

    —Ahora está obsesionada con los dragones —sonrió Pável, mirando la foto un poco más antes de guardar el móvil —. Se inventa todo tipo de historias con ellos —sacudió entonces la cabeza —. ¿Cómo es posible que el reloj apenas haya avanzado?

    —El tiempo es relativo —sonrió la mujer —. Podemos hablar de otra cosa.

    Pasha suspiró y miró a su alrededor. Estaban en una sala de descanso de la comisaría, así que podía mirar por la cristalera y ver a compañeros uniformados o de paisano yendo y viniendo con papeles o con detenidos.

    —Kate y yo estábamos aquí cuando lo descubrí —al mirar a Fani, vio que ella le prestaba toda su atención. Tenía las piernas cruzadas una sobre la otra y las manos en la rodilla más elevada —. ¿No vas a tomar notas?

    —No. Sólo voy a escucharte. No quiero que te sientas analizado.

    —Un poco tarde —se rio Pasha, haciendo que Fani volviese a sonreír ampliamente.

    —Decías que estabas aquí con tu compañera. ¿Qué descubriste?

    —Teníamos un mapa con los cuerpos. En un plazo de semana y media habían aparecido tres, todos con alguna extirpación quirúrgica. Al primero le faltaba el corazón, a la segunda le faltaba el estómago, a la tercera le faltaba… —respiró hondo —el sistema auditivo y la lengua.

    —Debió ser desagradable tener que enfrentarte a esos cadáveres.

    —Siempre es desagradable. Eran todos muy jóvenes, entre dieciocho y veinticuatro años —negó y se frotó el puente de la nariz —. Bueno, Dani, nuestra científica forense, había encontrado en los tres cuerpos una tierra concreta y nos había señalado en un mapa en qué lugares cercanos se podría encontrar. Kate y yo intentábamos encontrar las rutas que podían llevar a esos lugares desde la última localización de las víctimas y desde donde encontramos los cadáveres.

    —Espera. ¿Y no pensasteis que el asesino podía haber dado vueltas por la ciudad? —preguntó Fani con un gesto suave de la mano. A Pasha le gustó la tranquilidad con la que hablaba.

    —Eso habría sido lo lógico, pero sabíamos que nos enfrentábamos a algo… extraño. Los reportes policiales sobre este caso se remontaban a… bueno, al siglo XIX. Nadie los había conectado porque la distancia temporal es obviamente muy amplia, son dos siglos, pero entonces Kate sugirió que podíamos tratar con un superhombre que, de alguna forma, habría sobrevivido todo ese tiempo.

    —Una especie de Matusalén.

    —Exactamente —Pasha sonrió, irguiéndose en el sillón. Claramente, se estaba metiendo en su propia narración —. Pensamos que tras tanto tiempo se habría vuelto perezoso y descuidado. Total, no le habían atrapado en dos siglos, ¿por qué ahora?

    —Entonces encontraste la ruta.

    —Encontré la ruta. Pensé que, si esto venía de tan lejos, deberíamos investigar qué había antes en Los Ángeles. Y encontré una pequeña colonia satélite que quedó totalmente abandonada a finales del XIX en una de las zonas que Dani nos había marcado.

    —Y fuisteis Kate y tú —tentó Fani, consiguiendo que el ruso asintiese un par de veces.

    —Encontramos una casa medio en ruinas, era lo único que quedaba. Y dentro… Bueno, es demasiado desagradable como para relatarlo —se mordió el labio —. Había una mesa y allí había atado a otro chiquillo. Ni siquiera nos habían reportado aún su desaparición. Y estaba él… El doctor James Morgan. Efectivamente, era un superhombre. Su mutación le permitía vivir, pero su cuerpo se iba estropeando, así que se dedicaba a secuestrar gente para reemplazar las partes inservibles. Vino de Inglaterra a mediados del siglo XIX, huyendo de Scotland Yard. Al parecer lo tenían acorralado, así que cogió un barco rumbo al Nuevo Mundo.

    —¿Cómo sabes todo esto?

    —Me lo contó él —confesó Pasha —. Después de golpearnos y atarnos, nos costó su historia mientras abría a ese chico delante de nuestras narices. Le quitó el hígado y parte del intestino y luego comentó que los ojos de Kate eran muy bonitos y parecían en perfecto estado. Estaba terminado de operarse a sí mismo cuando conseguí soltarme. Le disparé, desaté a Kate… Y él se levantó del suelo. Ambos vaciamos el cargador sobre él, y aun así se fue andando cuando llegaron los refuerzos. Esposado, eso sí.
    Se hizo el silencio durante unos segundos. Fani, entonces, descruzó las piernas para volver a cruzarlas a la inversa. Pasha por un momento deseó que fuese como en la famosa escena de Instinto Básico, pero no, no vio nada indecoroso. Eso sí, se perdió un momento admirando las piernas de la mujer.

    —¿Cómo te sientes al respecto?

    —¿Sentirme? No sé. Me frustra no haber podido ayudar a ese joven, me gustaría haber atrapado antes al doctor Morgan para evitar ese rastro de cadáveres… Pero lo hicimos lo mejor que pudimos y mi compañera y yo estamos bien.

    —Entonces, ¿dirías que tu conciencia está limpia?

    —Mi conciencia nunca ha estado limpia —sonrió Pasha con tranquilidad —. Pero sí, este caso no será motivo de insomnio. Repito que lo hicimos lo mejor que pudimos. Sé que muchos policías enloquecen al pensar en qué habría pasado si se les hubiese ocurrido algo antes, pero, sinceramente, ya está hecho. Y prefiero pensar en las vidas que hemos salvado al meter a ese bastardo entre rejas.

    Fani asintió un par de veces.

    —Son unas palabras muy sabias.

    —De vez en cuando toca usar la cabeza —se rio el ruso, dándose un par de golpecitos en el cráneo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Le estaban siguiendo. No sabía quién o por qué, pero sabía que alguien le estaba siguiendo. Había visto una sombra tras él, había oído pasos muy amortiguados… Así que subió a las azoteas y corrió, saltando de un edificio a otro para, de pronto, girar, encontrándose…

    —¿Una niña? —incluso con la distorsión su voz estaba llena de incredulidad.

    —¡No soy una niña! —se quejó la muchacha —¡Tengo veinte años!

    —Por todos los santos…

    XIII respiró hondo y se acercó a ella. Era una chica de metro setenta, aproximadamente, con una máscara que cubría la mitad inferior de su rostro. Vestía mallas, ajustadas y elásticas, y una sudadera, todo de color negro, seguramente buscando ser discreta. Llevaba el pelo bien atado en la nuca y la capucha puesta.

    —¿Qué te crees que haces siguiéndome? —gruñó XIII, a lo que ella juntó las manos como si fuese a rezar.

    —¡Quiero ser tu ayudante! —ante el silencio del vigilante, la chica dio un par de saltitos, nerviosa —Llevo siguiendo tu trayectoria un par de años y creo que puedo serte útil. ¡Soy ágil, fuerte y puedo volver mi piel impenetrable!

    —¿En serio?

    —¡Sí! ¡Dispárame!

    —¡No voy a…! ¿Quién demonios eres?

    —Me llamo Wendy S-

    —¡No! No, cállate, mejor no saberlo —con un resoplido, el enmascarado se llevó las manos a la cadera —. ¿Cómo me has encontrado?

    —¡Oh! ¡Pues verás! El otro día me decidí a pedirte que fueses mi sensei —hizo una reverencia al estilo oriental, con las manos juntas —, así que pensé que el primer paso sería dar contigo.

    —Acorta —ordenó él.

    —¡Bueno! Jaqueé las cámaras de seguridad de la ciudad e instalé un software que te buscase. ¡Y hoy ha saltado la alarma! Así que me he vestido y he venido a por ti.

    XIII tardó unos segundos en reaccionar.

    —¿Has hecho qué con las cámaras?

    —¿Ves? ¡Te dije que podía serte útil! ¡Y mira, mira! —le mostró su mano desnuda y, ante los ojos de XIII, la piel cambió a un recubrimiento metálico —¿No es genial?

    El justiciero volvió a soltar un larguísimo suspiro.

    —No voy a poder librarme de ti, ¿verdad?

    —¡No! Soy conocida por mi perseverancia.

    —Vamos, que eres una pesada de cuidado —XIII bajó la vista al suelo, respiró hondo y le dio un golpecito en la frente —. Esto es peligroso. No quiero cargar con una niña.

    —¡No soy una niña! Y ya sé que es peligroso, ¡pero quiero hacerlo! ¡Quiero ayudarte a destapar conspiraciones y atrapar villanos! ¡Quiero ayudarte a proteger esta ciudad! ¡No tendrás que responsabilizarte por mí, puedo cuidarme sola!

    —Si vienes conmigo, claro que me responsabilizaré de ti.

    —Pues… ¿Y si me pones a prueba? Un par de noches. Si ves que te ralentizo, te prometo que te dejaré en paz.

    XIII, de nuevo, guardó silencio un poco, pero terminó por asentir y hacerle un gesto para que le siguiese. Wendy, emocionada, soltó un gritito y se lanzó a abrazarle, consiguiendo quedar en el suelo. XIII se había apartado, la había cogido de un brazo y la había tirado al suelo, pero eso no la impidió levantarse de nuevo.

    —Déjate de tonterías, niña.

    —¡Que no soy…!

    —No voy a llamarte por tu nombre real, así que mientras piensas un alias, serás «niña». ¿Entendido?

    Wendy no pareció muy conforme, pero terminó por asentir. Durante la siguiente media hora, ella fue proponiendo nombres, pero XIII los rechazaba todos diciendo que eran infantiles, poco originales, absurdos o ya demasiado manidos.

    —Bueno, bien, ¿y qué tal Iron Maiden? Porque puedo convertirme literalmente en una doncella de hierro. ¿No estaría bien? ¡Auch!

    Su queja venía a que se había chocado con la espalda de XIII. Ahora ya en la calle, el hombre se había detenido de pronto, sin aviso previo, y como ella seguía parloteando, no se había dado cuenta hasta que literalmente se había dado de bruces con él.

    Al seguir la dirección de su mirada, vio que tenía los ojos en el interior de una cafetería, concretamente en un hombre desarreglado que miraba una copa con hastío. A Wendy le llamó la atención que llevase el pijama y una bata por encima.

    —¿Qué ocurre con ese hombre?

    —Espera aquí —le ordenó XIII, echando a andar.

    Wendy no le hizo caso, claro, así que le siguió y le vio entrar en la cafetería. Claro que Wendy no sabía de qué se conocían XIII y ese hombre, Ray Morrison, o que llevaban dos semanas y pico sin verse. Tampoco sabía de los problemas alcohólicos de Ray, ni por supuesto que Pasha era quien estaba detrás de la máscara de XIII.

    Todo este contexto podía ser importante para entender por qué XIII cogió a Ray Morrison de la pechera de la camiseta y lo estampó contra la barra.

    —¿Quieres morir? —preguntó el justiciero en un tono de voz tan oscuro que varias personas salieron corriendo del bar —Maldita sea, Ray, ¿quieres morir? —al no obtener respuesta, XIII sacó una de sus pistolas y le quitó el seguro.

    —¡Eh, eh, eh, espera! —intentó entrar Wendy, pero sólo consiguió que el cañón apuntase a ella, así que alzó las manos y se apartó un poco —No hace falta que hagas esto.

    —No te metas, niña. Morrison —no había dejado de mirarle, pero ahora se acercó un poco más a él, apoyando la punta de la pistola en su sien —, si quieres morir, dímelo. Dímelo ahora, Morrison, y te garantizo una muerte rápida e indolora. Ni siquiera notarás la bala, ni siquiera oirás el disparo. Así que, si realmente quieres morir, si quieres acabar ahora mismo con todo, dímelo y te garantizo un entierro digno.

    Le miró fijamente a los ojos, viendo cómo esas pupilas buscaban atisbar algo bajo las lentes oscuras que cubrían los ojos del ruso. Entonces, Ray apartó la mirada con un sollozo y XIII volvió a poner el seguro, guardando el arma. Le ayudó a sentarse de nuevo en el taburete y le puso una mano en el hombro.

    —Escucha… La vida es una mierda. Está llena de dolor y de sinsentido, de injusticia y de cabrones por todas partes. Pero no puedes rendirte. Lucha, joder. Si no quieres morir, entonces no puedes ser un estorbo, y para no serlo, debes luchar. Porque si te emborrachas, pierdes el control, y cuando tú, Morrison, pierdes el control, la gente muere. Así que ni se te ocurra beber. Mantente fuerte. O de lo contrario, volveré y no te preguntaré si quieres que apriete el gatillo o no.

    Se apartó de él entonces y le hizo un gesto de despedida al camarero. Cogió a Wendy del brazo y la sacó del local, tirando de ella al notar que se retrasaba.

    —¿Por qué has hecho eso? ¿Odias a ese hombre?

    —No le odio, me cae bien. Pero el refuerzo positivo no funciona con él, así que espero que… Un momento, ¡no tengo por qué darte explicaciones! Camina, anda. Tenemos que investigar a un miembro de la Liga de los Superhumanos.

    —¡Oh! ¡Suena interesante!

    —Sí, bueno… Ya veremos si opinas lo mismo cuando empecemos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Recibió la llamada cuando estaba sentado en un banco del parque, vigilando a Tanya mientras la pequeña jugaba con otros niños. La había llevado allí porque así a ella le daba el aire y él tenía algo más de tiempo para pensar en todo lo que había ocurrido la noche anterior. Su tropiezo con Ray y, sobre todo, Wendy.

    No sabía muy bien qué pensar de esa chica. Estaba llena de entusiasmo, era inteligente… Realmente le había ayudado mucho a entrar en una base de archivos clasificados y juntos habían tardado un tiempo récord en encontrar ciertas irregularidades en la compraventa de unos terrenos…

    Debía reconocer que esa chica tenía madera de detective, o de justiciera, para el caso, pero era tan joven… Cierto que él a su edad estaba en mitad de una guerra, con un fusil en la mano, pero aun así, o quizá precisamente por eso, se resistía a aceptarla realmente como cómplice. ¿Y si la mataban a su lado? ¿Y si le hacían daño a ella o a su familia por culpa de XIII?

    De todas formas, todo eso tuvo que quedar a un lado cuando contestó el teléfono.

    Intentó aparentar normalidad. Con una sonrisa, llamó a Tanya y le dijo que tenía que ir al trabajo. La tomó de la mano y caminó con ella un par de calles hasta una cafetería donde sabía que estaba Lena. No le sorprendió verla acompañada, ella misma le había pedido que vigilase a la niña porque tenía una cita con Ray.

    No una «cita-cita», se había apurado a aclarar la mujer, era una cita de madrina-apadrinado, para evaluar sus progresos con el programa de Alcohólicos Anónimos o simplemente escucharle y brindarle consejos.

    Como fuese, Lena se sorprendió al ver a Pasha acercarse a su mesa, pero cogió a Tanya en brazos cuando la pequeña saltó sobre ella para abrazarla.

    —Hola, mi amor —sonrió, besándole la frente mientras la bajaba al suelo —. Pasha, ¿ha ocurrido algo?

    —Sí, me han llamado del trabajo…

    —¡Pero hoy es tu día libre!

    —Me necesitan, Lena —suspiró y miró a Ray con una sonrisa, como si la noche anterior no le hubiese puesto una pistola en la sien —. Hola, Ray. Un placer verte. Oh, ¿por qué no seguís vuestra reunión en casa?

    —¿Por qué? —se rio ella.

    —Podéis alargar un poco y ya comer. Tengo algo preparado por la nevera. Id a mi casa, así Tanya puede jugar o ver Netflix con Gerónimo.

    —Oh, no, no querría abusar… —intentó negarse Lena.

    —Insisto —sonrió Pasha —. Es mejor eso a estar con la niña aquí, en la terraza de una cafetería.

    —Eso sí…

    —Decidido pues.

    —Está bien —dijo ella, mirándole aún con extrañeza —. Voy a pagar la cuenta.

    —¡Perfecto! —Pasha la vio irse con Tanya y, en cuanto estuvo en la barra, su expresión se volvió repentinamente seria. Ya no parecía el despreocupado Pável, sino un soldado —Ray, escucha —se sacó el móvil y le mostró una foto —. Este es el doctor Morgan. Si lo ves, ya sea por la calle o a través de una mirilla, quítate los guantes y tócale. No, escucha. Es extremadamente peligroso. Tócalo. No creo que lo mate, de todas formas, pero te hará ganar tiempo. Si estás en la calle, písale la cabeza con fuerza. Si estás en mi casa, en el primer cajón de la mesilla del recibidor hay una pistola. Dispárale. Me hago responsable, dispárale en un ojo, y llámame al instante. Mantenlas a salvo —otra vez se dio un cambio milagroso, y es que esa expresión extraña volvió a ser una sonrisa tranquila cuando Lena se acercó de nuevo —. Ya siento irme así.

    —No te preocupes… Entiendo que el deber es el deber —dijo Lena, parodiando un saludo militar.

    Pasha se agachó y abrazó a Tanya, dándole un sonoro beso en la mejilla.

    —Pórtate bien, ¿hmn?

    —¡Sí! ¡Ten cuidado, tío Pasha!

    —Lo tendré, mi vida —sonrió él, acariciándole una mejilla.

    Las vio irse con Ray y respiró hondo. Morgan se había escapado y él sólo podía pensar en que ese lunático inmortal había amenazado a su familia. Pero ahora estaban a salvo, debían estar a salvo.

    Tomó camino hacia el coche y, mientras, llamó a Kate. Cuando le saltó el contestador, cayó en cuenta de otro detalle: Morgan también había dicho que le gustaban los ojos de Kate.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    El cuerpo de Pasha golpeó contra una pared y cayó al suelo, haciendo que un par de ratas saliesen corriendo junto a insectos varios. A la vez, Kate había gritado todo lo que la mordaza le permitía, y había vuelto a intentar soltarse de las cadenas que James Morgan le había puesto, atándola así a una vieja silla oxidada.

    —Detective, es usted persistente —habló el doctor con ese dichoso acento inglés —. Ríndase, no servirá de nada. Soy más fuerte y resistente que usted y, además, yo no puedo morir.

    —¡Todo muere! —bramó Pasha, poniéndose de nuevo en pie para atacarle.

    Le pudo golpear, pero el doctor se desembarazó de él. Le cogió una muñeca, tiró de ella hacia abajo y se las apañó para primero desencajarle el hombro y después pisarle el brazo de tal forma que se lo rompió, a juzgar por el grito de Pasha, la sangre que salpicó y la postura antinatural que adoptó el pobre brazo.

    —¡Mire lo que me ha hecho hacer, detective! Con lo magnífico que es su cuerpo… —el doctor, de pie frente a Pasha, se llevó una mano al mentón, pensativo —De hecho, es realmente interesante. Me ha dado usted una idea.

    —Me importa una mierda tu idea de chalado —gruñó Pasha, jadeando en el suelo —. Voy a matarte.

    —Detective, la auténtica locura es la repetición constante de una acción esperando siempre distintos resultados, y eso es lo que está haciendo usted. Ya me ha disparado y golpeado, y no es el único que lo ha intentado. Me han ahorcado, envenenado, ahogado… Pero aquí estoy, siempre vivo —se calló cuando Pasha consiguió tirarle un escalpelo, clavándoselo justo en el corazón, pero el doctor simplemente lo miró, suspiró y se arrancó el cuchillo, limpiando la sangre contra su bata roñosa y polvorienta —. Una elección interesante, la suya. La gente suele creer que el corazón es el centro de la vida, pero en realidad es el cerebro.

    —Dame el bisturí, entonces —sonrió Pasha —. Te lo clavaré en la cabeza.

    El doctor suspiró y le pisó el pecho, manteniéndolo en el suelo cuando vio un amago de levantarse. Kate volvió a intentar gritar entre lágrimas, a lo que el británico la miró con el ceño fruncido.

    —Cálmase, mujer. Todo acabará pronto. Detective, escúcheme. Puede clavarme el escalpelo en la cabeza, pero mi cerebro se regenerará, curará las heridas. Es la única parte de mi cuerpo que no requiere de mantenimiento externo. Por eso… Sí, se me acaba de ocurrir… Lo cambiaré de sitio. Lo pondré en un cuerpo nuevo, fuerte, ágil. ¡El suyo, detective!

    —Es irónico, pero… Tú también me has dado a mí una idea.

    Con fueras renovadas, Pável consiguió girar en el suelo, tirando al doctor. Se levantó, saltó sobre él, y entonces se sacó una pistola algo más pequeña de una funda que llevaba en el talón. Disparó dos veces a la cabeza del doctor y, aprovechando que había quedado temporalmente inmóvil, le golpeó el cráneo con la culata varias veces, manchándose de sangre y materia gris. El cuerpo del doctor Morgan sufría espasmos bajo Pasha, pero eso no le impidió seguir golpeándole hasta abrir un boquete en el cráneo.

    Jadeando, cubierto de sudor, sangre y parte de la porquería que llenaba aquella casa abandonada que parecía sacada de las pesadillas de un demente, metió la mano en el hueso, tocando un cerebro que parecía intentar recomponerse. El efecto fue instantáneo: el músculo perdió su poder y empezó a secarse y pudrirse, quedando reducido al cabo de unos segundos a polvo.

    Pasha quiso dejarse caer al suelo, pero entonces se levantó y se acercó a Kate, quien le miraba a través de las lágrimas con los ojos desorbitados. Pável primero la desamordazó, después consiguió la llave para abrir los grilletes.

    —¿Qué acaba de ocurrir? —preguntó ella con un hilo de voz.

    —He matado a un inmortal —murmuró Pasha.

    —Dios… —respiró hondo y le miró —Estás hecho una mierda.

    —Yo al menos no llevo una camiseta de Bugs Bunny y unos pantalones de Mickey Mouse.

    —¡Es ropa cómoda! —se quejó ella, riendo pese al miedo y al dolor —Ese loco entró en mi casa cuando estaba dispuesta a darme una maratón de series… Me golpeó cuando saqué la pistola, me durmió con cloroformo… ¡Pero no estamos hablando de mí! Mira qué paliza te ha dado un viejo de doscientos años.

    —Un viejo de doscientos años, sí, pero tenía la fuerza de un culturista —gruñó Pasha —. Lena me va a matar cuando me vea todo lleno de moratones y cortes.

    —Sí, por cierto… Deberíamos llevarte al hospital antes de que se te infecte todo. Y necesitas que alguien te recoloque ese brazo.

    —¿Sí? No sé, estaba pensando en poner de moda tener el hueso por fuera.

    —¡Novi! ¿Cómo no te has desmayado aún?

    —La adrenalina corre por mis venas. Pero sí, llama a alguien, porque se me está acabando el chute y me van a fallar las piernas en cualquier momento.

    —Maldita sea, Novikov.

    —Oye —sonrió, dejándose caer en la hierba una vez hubieron salido de esa casa —. Ya que te he salvado la vida, harás tú el papeleo, ¿verdad?

    —Ya veremos —sonrió Kate mientras esperaba a que le cogiesen el teléfono.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuando Pasha abrió los ojos, no vio las blancas paredes del hospital, sino la cara de Tanya. La niña se había subido a su camilla y le miraba tan de cerca que sus narices casi se rozaban.

    —Oh, pareces muy joven para ser una enfermera —sonrió Pasha, a lo que Tanya se rio.

    —¡No soy una enfermera, soy Tanya!

    —¿En serio? ¡Vaya! Me han debido dar un golpe muy fuerte, realmente creía que venías a cuidarme…

    —¡Eso sí! ¡Mamá y yo vamos a cuidar al tío Pasha! —exclamó la niña, riendo cuando una mano de Pasha (la que no estaba escayolada) le hizo cosquillas en la tripa.

    —¡Tanya! —se quejó Lena al entrar en la habitación. Había salido un momento para hablar con el médico y ahora se encontraba ese espectáculo —Tienes que dejar que tu tío descanse, ¡está muy herido!

    —¡Lo siento!

    La niña bajó de un salto y Lena suspiró, acariciándole la cabeza al acercarse a la cama. Vio a la niña irse a la butaca y coger la tableta para dejar a los adultos a lo suyo y volvió a suspirar, mirando a su hermano.

    —¿Cómo estás?

    —He estado peor —sonrió Pasha.

    —Sí, la verdad es que te he visto con peor cara —le siguió Lena el juego.

    —¿Cómo está Kate?

    —Bien. Le dieron el alta anoche, así que ha ido a poner todo en orden en la comisaría.

    —¡Novi! —exclamó una nueva voz, entrando en la habitación. Era Rosie, falta de aliento —He venido corriendo en cuanto Lena me ha llamado. ¿Estás bien? —preguntó, acariciando con suavidad su rostro.

    La verdad es que Pável no daba la mejor de las impresiones. Tenía un ojo morado y un golpe en la mandíbula, multitud de cortes por todo el cuerpo, hematomas bastante amplios bajo el pijama del hospital. Al parecer, tenía una costilla fisurada y el brazo roto por dos sitios, pero viviría con un poco de reposo. Había, además, un corte ya cosido, pero en el informe el médico simplemente puso, a petición explícita de Pasha, que el corte se había producido durante la agresión.

    —El médico ha dicho que todo mi sangrado era interno, lo cual debe ser bueno, porque es donde la sangre tiene que estar.

    —Pável, por favor, no bromees con esto —le pidió Lena mientras le echaba el pelo hacia atrás.

    —Estoy bien. O lo estaré. Me conmueve que hayas venido a verme.

    —¡Pues claro que he venido…! Pese a lo que ocurrió, me preocupo mucho por ti, Novi —dijo Rosie con voz dulce, aunque entonces sonrió un poco —. Aunque no soy la única —añadió, señalando con la cabeza la puerta.

    Pável giró la cabeza y sonrió al ver quién estaba ahí.

    —Hombre, esto sí que es una sorpresa. Ray, ¿tú también te preocupas por mí? Me conmueve saber que tengo un club de fans tan grande.

    —Eres idiota, Pasha —se quejó Lena, pellizcándole la mejilla menos golpeada —. Tienes que recuperarte rápido, ¿vale? Si no, tendré que pagar a alguien para que arregle mi armario…

    —Ya veo. Esa era la trampa. Sólo me quieres por mis dotes de manitas.

    —También como canguro —dijo Lena, sacándole la lengua.

    —Voy a por un café —dijo Rosie, inclinándose para besarle la frente a Pasha —. Intenta no morirte en mi ausencia, ¿hmn?

    —No prometo nada —sonrió Pasha.

    Y no pudo evitar seguir a la mujer con los ojos cuando se fue, prestando quizá especial atención a sus caderas. Se mordió el labio, gesto que le hizo quejarse al rozarse un corte, y luego suspiró, mirando a su hermana. Ella le sonrió, amorosa, y le siguió acariciando el pelo, invitando a Ray a acercarse.

    —Ray me dijo las indicaciones que le diste.

    —Por suerte, al final no hubo que seguirlas —miró a Ray y le guiñó un ojo —. Pero gracias por cuidarlas. Aunque no ocurriese nada, siento que te debo una. Quedo a tu disposición, ¿vale?

    —¡Tío Pasha! —volvió a hablar Tanya —¡Le di de comer a Gerónimo!

    —¿Ah, sí? ¿Y se lo comió todo?

    Tanya asintió enérgicamente y Pasha se rio, aunque esto le hizo daño en las costillas, obligándole a sujetárselas.

    Iban a ser unas semanas duras.


    SPOILER (click to view)
    Te debo alguna imagen, pero hoy no XD
  3. .

    giphy


    La verdad es que no sé por dónde empezar porque jamás se me ha dado bien contestar comentarios a mis trabajos añsldfjadslf

    HOLA

    Estoy muy, muy, PERO QUE MUY emocionada con que este cóctel de insomnio, breakdown y obsesión insana tuviese tan buena recibida ya el primer día. Joer, de verdad, muchas gracias :'((

    De verdad que no sé qué decir ñasljfsladkfads Haría respuesta individuales, pero es que todas se reducirían al final a un montón de corazones, brillitos y agradecimientos, así que los concentro todos aquí.

    Os dejo un Constantine riendo como tributo.

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    PD. Ahora me he quedado pensando en King Shark buscando hentai en el ordenador y llamando a Constantine única y exclusivamente para mandarlo a la mierda. Gracias por tanto y perdón por tan poco xdd
  4. .
    Holas, holitas, holotas, habitantes de la red. He escrito este pequeño fic en tres horas y media con cuatro horas de sueño, una taza de té y cuatro galletas oreo de marca blanca. No me hago responsable de palabras mal escritas o frases sin sentido, es que la cabeza no me da más de sí.

    Pero, vamos a ver, ¿cómo iba a resistirme a estos dos? Si es que todos tenemos un furro dentro, cada día lo tengo más claro xdd

    Os dejo con este one-shot de la parejita de DC que ha robado el corazón de internet y me voy a ver si no colapso de camino a un desayuno algo más equilibrado.

    ¡Adiosito!

    Edito (18-V-2020) porque he subido la traducción en inglés a Ao3, por si alguien prefiere ese idioma click here!




    QUOTE
    Pareja: Sharktantine (King Shark y John Constantine).
    Longitud: 3956 palabras.
    Advertencias: Sexo explícito, más que posible distorsión de las personalidades de los personajes, la autora se cree graciosa y puede que no lo sea tanto.
    Disclaimer: Los personajes pertenecen a DC Comics y han sido creados por Alan Moore y Stephen Bisette (John Constantine) y Karl Kesel (King Shark). Yo no tengo ni derecho ni poder sobre ellos, sólo los manejo sin fines lucrativos en puro carácter lúdico.

    El brujo cobarde


    Normalmente, aplastaba las colillas contra el cenicero con la fuerza justa para apagar el fuego, pero en esta ocasión prácticamente estrujó el tubito de cáncer contra el cristal, destrozando el frágil papel chamuscado y llegando a hacerse daño en los dedos al tocar la ceniza aún caliente.

    Gruñó mientras sacudía la mano en el aire, intentando aliviar un poco ese inicio de quemadura, y después apoyó los codos en el alféizar de la ventana, enterrando la cara en las manos con un suspiro de pura rendición. Aprovechando el gesto, se echó el pelo hacia atrás, peinándolo con los dedos, y terminó alzando la cabeza lo justo para ver en el hueco entre sus muñecas por la ventana.

    En realidad, el paisaje que se le ofrecía no era demasiado interesante: el bloque de edificios de enfrente, con todas las luces apagadas. De hecho, si podía distinguir las ventanas que se abrían en la fachada era gracias a las farolas de la calle, porque esa noche ni siquiera había luna.

    Tampoco era que le interesase demasiado la vida de sus vecinos, pero por un momento había tenido la esperanza de que, si vivía una escena de La ventana indiscreta, igual podría olvidarse un rato de su propia vida.

    Y si esa escena no involucraba romperse una pierna y contemplar un asesinato, pues mejor.

    Ante este hilo de pensamientos, el propio John Constantine tuvo que fruncir el ceño y girarse a mirar las botellas vacías que había sobre la mesa. ¡Oh, espera! Aún quedaba un poco de Jack Daniels. Se sonrió y alargó la mano para coger la botella por el cuello, dándole el último trago antes de lanzarla contra una pared.

    Qué cosas, el sonido de los cristales rompiéndose y la idea de que luego tendría que limpiar ese estropicio no resolvió ninguno de sus problemas, sino más bien al contrario.

    Volvió a gruñir —a saber cuántas veces había gruñido esa noche— y decidió dejar la botella rota en los últimos puestos de su lista de pendientes. Quizá habría sido más fácil recoger los cristales en el momento para no tener que preocuparse por ellos luego, pero todavía era más fácil sacar un nuevo cigarrillo y volver a asomarse a la ventana para fumar.

    Estaba otra vez reviviendo los tristes acontecimientos de los últimos días, bañados ahora por el dulce velo de esa terrible mezcla de alcohol, autocompasión y falta de sueño que cualquiera desaconsejaría a la hora de enfrentarse a situaciones duras, cuando, de pronto, la puerta del apartamento se abrió de golpe.

    Con el cigarrillo medio consumido colgando por la comisura de su labio, se giró dispuesto a encarar a un posible ladrón, pero en lugar de a un tipo con pasamontañas apuntándole con una pistola lo que se encontró fue con un impresionante hombre tiburón.

    Parecía que King Shark había subido los doce pisos a la carrera, a juzgar por cómo su pecho subía y bajaba con un ritmo profundo. A Constantine no le costó mucho imaginar a esa mole de carne y dientes deteniéndose frente al ascensor, pulsando el botón e impacientándose por la sorprendente lentitud de ese trasto. Seguramente habría golpeado el panel antes de subir andando, pero llegados a este punto el hechicero sintió un pálpito de pena por no haber tenido la oportunidad de ver a King Shark en ese lentísimo ascensor, golpeándose con un par de dedos el muslo al ritmo que marcaba la cancioncita de la cabina.

    Tuvo que volver a la realidad cuando el intruso empezó a caminar hacia él, con sus afiladísimos dientes apretados y una expresión que indicaba que, claramente, no estaba de humor. Seguramente por culpa del ascensor.

    Bueno, no, Constantine sabía que el ascensor no tenía nada que ver, pero soñar es gratis.

    —¡Constantine! —bramó el tiburón, obligando al brujo a salir definitivamente de sus pensamientos.

    Claro que King Shark no le dio tiempo a contestar. Constantine tenía un saludo afilado, con cierta dosis de ironía, en la punta de la lengua, pero cuando su invitado sorpresa lo cogió por la ropa y lo arrojó al otro lado de la sala, se le olvidó por completo. Era alguna referencia a estar como pez fuera del agua, o algo del estilo.

    Su cuerpo golpeó contra el sofá, lo que le evitó hacerse daño, pero hizo que tanto el sofá como él mismo acabasen en el suelo. Con un suspiro, se fue incorporando. Vio su cigarrillo en el suelo y consiguió recuperarlo, pero al llevárselo a la boca vio que se había apagado al caerse, así que lo arrojó a un lado con un nuevo gruñido.

    Se puso en pie de forma algo tambaleante, aturdido ya no sólo por el whiskey, sino también por el golpe, claro. Miró a King Shark y lo señaló con un dedo, tomando aire para soltarle un par de frases, pero de nuevo se vio interrumpido, esta vez no por ser lanzando como una muñeca de trapo por toda la casa, sino por una náusea que terminó llenando de vómito el suelo.

    —Maldita sea —murmuró al recuperarse de los espasmos de la arcada, pasándose una manga por la boca —. ¿Cuándo he comido guisantes?

    —Por el amor de…

    King Shark se apretó el puente de la nariz —por llamarlo de alguna forma, es muy difícil describir la anatomía de un hombre tiburón— y se acercó de nuevo a Constantine para, otra vez, alzarlo. En esta ocasión no lo tiró contra otro mueble, sino que lo cargó en brazos al más puro estilo princesa y lo llevó al baño, dejándolo en la bañera.

    Se fue un momento del baño y regresó con un vaso de agua. Se lo ofreció a Constantine, que lo tomó y fue bebiendo despacito, quitándose el regusto agrio de la boca. Mientras tanto, King Shark puso el tapón y abrió el grifo, y mientras la bañera se iba llenando, las manos del hijo del Dios Tiburón empezaron a quitar la ropa sudada y manchada de a saber qué de Constantine.

    —¿Qué haces? —farfulló el humano, aunque tampoco opuso mucha resistencia a verse desnudado por un villano.

    —¿Ahora mismo? Intento no arrancarte la cabeza de un bocado —King Shark escupió estas palabras mientras hacía de la ropa una pelota arrugada y la dejaba en el lavabo —. Tienes una pinta horrible.

    —Lo dices porque estás celoso de esto —sonrió Constantine, haciendo con la mano un círculo alrededor de su propia cara.

    —¿Celoso? —el tiburón soltó una risotada, aunque tenía un toque de amargura y cabreo —Por supuesto, eres digno de envidia. Con esas ojeras, manchado de tu propio vómito, apestando a alcohol y tabaco y con el pelo grasiento y sudado eres absoluta y totalmente irresistible.

    —¿Ves? Lo que yo decía.

    —Me das asco, Constantine —de nuevo, parecía que escupía sus palabras.

    —Plas, plas —fue la elocuente respuesta del inglés, sabias palabras acompañadas de un par de salpicones de agua al tiburón.

    —De verdad que no te entiendo —ahora King Shark simplemente suspiraba mientras se sentaba al lado de la bañera, mirando claramente descontento al hombre desnudo que había en ella —. Eres capaz de engañar a demonios y de manipular incluso a Dios, pero luego corres a esconderte en una mierda de apartamento alquilado cuando tienes una pequeña pelea con alguien con quien estás involucrado sentimentalmente.

    —Oh, es cierto —John perdió la mirada en el agua. Ya llenaba media bañera —. ¿Crees que el casero me echará cuando vea cómo está la casa?

    —¿Lo dices por la ropa sucia tirada por todas partes, las botellas rotas, el sofá puesto del revés, las cenizas y colillas de la ventana o la mancha de vómito del suelo?

    Constantine bufó, divertido, y se acomodó mejor en la bañera. Apoyó la cabeza en los azulejos de la pared y cerró los ojos, escuchando el agua acumularse a su alrededor. Lo cierto es que estuvo cerca de quedarse dormido, pero entonces su acompañante suspiró y se vio obligado a entreabrir los ojos para mirarle.

    —¿Acaso no vamos a hablar?

    —Es surrealista que King Shark esté siendo el maduro y razonable —farfulló.

    —Al menos hasta tú lo reconoces —dijo el hombre tiburón con una sonrisa que dejaba ver sus temibles dientes.

    —¿Me pasas un cigarrillo?

    —¿Cuántos te has fumado en lo que llevamos de noche?

    —Casi nada. Diecinueve.

    —Casi un cartón entero.

    —¡Exacto! Me falta uno para hacer bingo. Anda, sé un buen tiburón y tráemelo —pidió poniendo morritos.

    Como respuesta, King Shark le dio un golpe en la frente con el dedo corazón: lo deslizó por el pulgar para darle un cierto efecto de tirachinas y sonrió otra vez al ver a Constantine llevarse las dos manos al golpe para frotarse la zona.

    —Me dijiste que me querías, hechicero.

    —Digo muchas cosas, no sé cómo esperas que me acuerde de todas.

    —¡John! —esta vez, King Shark golpeó la bañera, causando una fisura que, sin embargo, no escandalizó a Constantine. El vaso, que había quedado en un borde de la bañera, cayó al suelo, rompiéndose en cuatro grandes trozos al momento —O intentas tomártelo en serio o me largo.

    —Vale, vale —Constantine se pasó una mano por la cara —. Mira… Estábamos follando. Y en la euforia del momento a veces se dicen cosas que…

    —Ah —le interrumpió el otro —, así que fue por eso. Me dijiste que me querías simplemente porque estabas en el séptimo cielo.

    —¡Pero, querido, si eso es todo un halago para ti! —resolvió Constantine alegremente —Bueno, pues ya está, todo solucionado. Gracias por pasarte y prepararme el baño.

    King Shark, sin embargo, no parecía demasiado conforme con aquello. Se puso en pie, sí, y Constantine por un momento llegó a pensar que realmente iba a quedarse a solas de nuevo, pero en vez de eso, el tiburón lo sacó de la bañera y se lo echó al hombro, y sin atender las protestas ni los pataleos de Constantine, lo llevó así, desnudo y mojado, por toda la casa para tirarlo sobre la cama.

    —¡¿Pero qué haces?! —exclamó un ligeramente humillado nigromante mientras se daba media vuelta para quedar frente a frente con King Shark.

    Al verle quitarse los pantalones empezó a hacerse a la idea, pero aun así reunió suficiente entereza como para luchar un poco más. Por eso, cogió uno de los cojines de la cama y se lo arrojó a la cara, deteniendo durante dos segundos los movimientos del hombre tiburón.

    La mirada que le lanzó hizo que Constantine se estremeciese con una peligrosa mezcla de miedo y excitación, y fue suficiente para que se quedase quieto en la cama, sin lanzar más cosas a nadie, hasta que King Shark estuvo totalmente desnudo frente a él.

    —No sé qué pretendes —se hacía a la idea —, pero no lo vas a conseguir.

    —¿Ah, no?

    King Shark se subió a la cama, quedando de rodillas frente a Constantine. Le cogió una mano y, oponiéndose a la pequeña resistencia del humano, le hizo apoyarla en su pecho y le guio para que fuese deslizando los dedos por su torso.

    Al pensar en un villano medio hombre medio tiburón con fuerza sobrehumana, más de uno podía imaginarse un cuerpo musculoso, con los abdominales bien marcados. Esto podía llevar a cierta decepción al ver a King Shark en vivo y en directo, pues si bien era cierto que era fuerte, su abdomen no tenía tanto forma de tableta de chocolate como de bombón —y estas eran las palabras exactas que había empleado Constantine para describirle hacía ya un tiempo largo—.

    Pero a John, de alguna forma, le gustaba ese cuerpo, esa piel que no se decidía entre lo fino y lo rugoso, esos músculos que se adivinaban igualmente, aunque el vientre estuviese algo más abultado de lo que uno esperaría en un forzudo. Y este hecho, ese gusto por el cuerpo de King Shark, salía a relucir ahora en la forma en la que había seguido acariciándole sin que nadie le guiase, en cómo miraba su pecho, brazos y hombros mordiéndose el labio inferior y en el suspiro que se le escapó cuando, por fin, King Shark se dignó a tocarle a él.

    Tal vez sea importante señalar que King Shark no le tocó un brazo o la mejilla, sino que directamente llevó la mano a la entrepierna del hombre, apretando con sorprendente gentileza para una criatura capaz de arrancar miembros de un mordisco.

    Constantine escuchó una suave risa en su contraparte y, sabiéndose perdedor de aquel asalto, apoyó la frente en el pecho del tiburón. King Shark, lejos de aceptar esta rendición como punto final de la escena, la entendió como una invitación a continuar y no dudó en volver a apretar, empezando a frotar ese órgano que empezaba a endurecerse entre sus dedos.

    —Eres malo —se quejó Constantine, aunque el temblor en su voz y el suspiró que acompañó sus palabras le quitaba peso a esa supuesta inconformidad.

    —Lo sé —sonrió King Shark —. ¿Vas a hacer algo o me tengo que encargar yo de todo?

    Ante esta provocación, Constantine chasqueó la lengua y sujetó los hombros de King Shark, empujándole para tirarlo contra la cama. Se puso sobre él, con las rodillas clavadas en el colchón, una a cada lado de las caderas del villano, y apoyó las manos en su pecho, buscando un punto de apoyo mientras la habitación dejaba de darle vueltas. Se había movido demasiado rápido y aún no estaba totalmente sobrio.

    —Seguro que algún japonés calenturiento ha dibujado algo parecido a esto.

    —¿Hmn? —King Shark le miró con una ceja enarcada (de nuevo, eso de «ceja» es algo difícil de especificar en un híbrido como este), apoyando un codo en la almohada para dejar la mejilla sobre el puño cerrado —No sé si quiero saber cómo sabes eso.

    —Hay algo llamado Internet —se burló Constantine mientras se sentaba sobre las caderas del otro —. Hay muchos gatos y mucho porno.

    —No sé si «gatos» y «porno» es la mejor descripción de un producto —sonrió con un gruñidito de satisfacción cuando Constantine empezó a frotarse contra él.

    —Bueno —la respiración del brujo empezaba a agitarse, pero eso no le impidió seguir hablando. Se alzó, apoyando ahora las manos en las rodillas dobladas de King Shark, que había apoyado los talones en el colchón, y pudo moverse con mayor soltura sobre él, notando cómo la cosa empezaba a animarse —. No he visto porno con gatos, que seguro que hay, pero los japoneses tienen mucha imaginación a la hora de ponerles orejas y cola a las chicas de sus dibujitos.

    —Empieza a preocuparme todo lo que sabes sobre porno japonés.

    —Y eso que ni he mencionado los tentáculos.

    —Vale, basta de cháchara —cortó King Shark.

    Puso entonces las manos en la cintura de Constantine y aprovechó el agarre para marcarle un ritmo más rápido, apretándole contra su cuerpo más de lo que el hechicero había estado haciendo antes. Escuchar un gemido mal contenido terminó de asentar su erección, o más bien erecciones.

    La primera vez que Constantine había visto a King Shark desnudo había sentido una mezcla de fascinación y sorpresa. Mientras intentaba decidirse por una de las dos reacciones, se le había pasado por la mente un documental que había visto una madrugada entre ganchitos, cerveza y humo de tabaco sobre la reproducción de varios animales marinos, incluyendo los tiburones.

    Realmente no había vuelto a pensar en aquel documental hasta aquella noche, pero después resultaba que le había prestado más atención de la que él mismo creía. Al parecer, los tiburones macho tenían dos órganos para la copulación, aunque durante el acto sólo usaban uno.

    La primera vez, Constantine se preguntó si King Shark le mordería el costado y lo tiraría en el suelo, si formaría un arco con su cuerpo y le penetraría rápidamente con una de sus dos pollas. La verdad es que la imagen mental le había excitado más de lo que quería reconocer, pero la cosa evolucionó de otra forma y no tardó en descubrir que, al contrario que los tiburones de verdad, King Shark sí que utilizaba sus dos órganos sexuales.

    Nunca lo admitiría, pero lo cierto era que le gustaba más así.

    Por supuesto, no era eso lo que Constantine estaba pensando en esos momentos. Prefería centrarse en esos dedos que, con más cuidado del que cualquier espectador pudiese imaginar, se colaban ahora en su cuerpo embadurnados de saliva, buscando quién sabe si asegurarse de que las caderas del humano fuesen a aguantar el próximo ataque o simplemente alargar un poco esos juegos previos.

    En ese momento, cuando el placer empezaba a ser predominante, el teléfono de Constantine hizo una aparición estelar en un magnífico intento de intentar destruir la atmósfera. El hombre volvió a apoyar una mano en el pecho de King Shark, buscando un punto de apoyo para acercarse a la mesita queriendo ver quién llamaba para evaluar si era urgente o no, porque una llamada a esas horas de la noche sólo podía ser un grito de ayuda, una llamada accidental hecha por un culo o alguien en otra franja horaria donde el sol brillaba en horas más cristianas.

    De todas formas, no llegó a saberlo, porque King Shark, obviamente molesto por la interrupción, no se contentó sólo con coger el teléfono y lanzarlo contra la pared de enfrente, rompiéndolo en el proceso, sino que hizo girar a Constantine para volver a quedar arriba con el fin, seguramente, de poder dominarlo mejor en esa fase de la noche.

    Por desgracia, el tiburón no contaba con que no había más cama, así que Constantine cayó al suelo y, al estar agarrado a King Shark, el villano cayó con él, arrastrando en el proceso casi toda la manta.

    En un nudo de piernas, brazos y ropa de cama, sus miradas se encontraron. Tras unos segundos de silencio, soltaron una carcajada conjunta. Constantine entonces le miró y se acercó para besar su boca, un gesto algo extraño ante la falta de labios, pero que King Shark no tuvo problemas en responder sacando la lengua, lo que llevó a que Constantine hiciese lo mismo, frotando ambos músculos.

    Siguió entonces un mordisco en el hombro del humano, un mordisco suave que, de todas formas, dejaría una curiosa marca en su piel. Esa marca pronto tuvo compañía en el costado y en una pierna, y King Shark se alzó sobre Constantine, de rodillas frente a él. Lo vio tumbado en el suelo, con una erección húmeda que exigía atenciones y una sonrisa en la cara que parecía demandar más gestos cariñosos.

    Volvió a cogerlo de la cintura y lo levantó para, esta vez, ponerlo de rodillas frente a la cama, en la que Constantine no tardó en apoyar las manos, sobre todo al notar a King Shark abrirle las piernas.

    Daddy shark doo doo doo doo doo doo —canturreó Constantine, aunque esa ridícula canción infantil se vio cortada por un gemido más fuerte de lo que le habría gustado cuando King Shark entró en él de una sola embestida.

    Sus manos se cerraron sobre la sábana bajera, sus brazos temblaron y su pecho se acabó desplomando sobre el colchón mientras sentía no una, sino dos intrusiones hacerse paso en su interior. Aquello le había tomado por sorpresa, y es que normalmente King Shark, al comienzo, le penetraba con una erección y le ponía la otra entre los muslos para que los apretase en una suerte de sexo intercrural, y luego si había una segunda ronda ya… En fin.

    Esta vez, sin embargo, había puesto toda la carne en el asador, y Constantine no pudo más que abrir la boca en un nuevo gemido mientras su amante le follaba inmisericordemente, haciéndose paso en él con las dos pollas a la vez.

    Se sintió al borde del orgasmo mucho más pronto de lo habitual, pero King Shark, prediciendo esto, le impidió correrse antes de hora con un mordisco algo más fuerte en su otro hombro. Sus dientes se clavaron en la piel de Constantine lo suficiente para que un par de gotas de sangre brotaran y el dolor mantuviese al brujo en el juego un poco más.

    Le sujetó las caderas y se balanceó contra él a un ritmo al principio lento, centrándose más en cómo Constantine le apretaba y temblaba bajo él. Entonces, sin previo aviso, le dio una embestida más rápida y fuerte, enterrándose en él todo lo posible, y bajó para acercarse a su oído.

    —¿Estás ya en el séptimo cielo? —le susurró.

    —C… Casi… —tartamudeó Constantine también en un susurro, con la boca medio abierta contra la cama.

    —Di que me quieres —ordenó entonces King Shark, y al no obtener respuesta, repitió la jugada de la embestida fuerte, haciendo que el otro soltase un nuevo gemido bastante más ruidoso de lo que era normal en él —. Dilo, John. Dime que me quieres.

    —Te quiero, joder —se rindió Constantine, haciendo que King Shark sonriese con satisfacción.

    —Lo sé —murmuró ahora el tiburón, acariciando el pelo de Constantine.

    Se inclinó de nuevo para frotar la punta de su nariz (o morro; de nuevo, es difícil definirlo) contra su mejilla en un gesto afectuoso que contrastó mucho con los movimientos que le siguieron y que terminaron no sólo con un festival de jadeos y salpicaduras blancas por toda la manta de la cama, sino también con Constantine resbalándose al suelo, medio inconsciente.

    King Shark le miró ahí tumbado, con las piernas lo suficientemente abiertas como para dejarle ver el semen resbalando entre sus muslos y las heridas en los hombros y el costado, y se sonrió, también cansado.

    Lo tomó en brazos una vez más y lo llevó a la bañera.

    Cuando, unas horas después, Constantine despertó, sentía como si lo hubiese atropellado un camión. Le dolía la cabeza, la espalda y toda la parte baja de su cuerpo, tenía un cierto picor en la garganta y sentía como arañazos.

    No tardó mucho en recordar que no eran arañazos, sino mordiscos, y con este pensamiento llegó una avalancha de recuerdos que incluían una pérdida total del control y de la dignidad entre las manos de ese maldito King Shark.

    Dio un puñetazo contra el colchón y se incorporó. Horrible decisión, lo cierto es que si antes le dolía todo, ahora su cuerpo entero gritaba e insultaba. Se dejó caer sobre la cama, respiró hondo y volvió a empezar, frunciendo el ceño cuando, por fin, consiguió sentarse.

    El dormitorio estaba hecho un desastre, las mantas estaban sucias y mal tiradas por el suelo y los restos de su móvil le miraban desde el otro lado con reproche. Todo eso se sumaba a su dolorida cárcel mortal para recordarle, y sentía que este recordatorio venía con risitas y burlas, que lo de anoche no había sido un sueño húmedo provocado por el alcohol.

    Cuando consiguió levantarse del todo, lo primero que hizo fue dirigirse a la ventana para terminarse esa cajetilla que la noche anterior había quedado con un único superviviente entre las dos docenas de soldados que la habían llenado originalmente.

    —Vaya, ¿soy así de predecible? —gruñó al ver que sobre el cartón, y no en la mesilla de noche o en la nevera, sino sobre el dichoso cartón, había una nota de King Shark donde simplemente ponía «Yo también te quiero», seguido de una sonrisa que Constantine no sabía si imitaba la de un tiburón o la del gato de Chesire de Alicia.

    Imaginaba que era un tiburón, pero esto eran meras suposiciones por el contexto.

    Dejando de lado las malas bromas, cogió el cigarrillo, se lo puso entre los labios y lo encendió con una cerilla. Tras la primera calada, se le escapó una pequeña risa y cogió otra vez la nota para leerla un par de veces más.


    Edited by Bananna - 18/5/2020, 12:58
  5. .

    ♛❀ El dragón ❀♛


    El día había sido muy extraño para Guardián. El viaje a Acier, luego a Abarda, la visita al mausoleo… Eran cosas nuevas para él o, cuanto menos, cosas que se salían por completo de su rutina de los últimos cuarenta años. Algo así era agotador, incluso para un dragón.

    Por eso, cuando entró en los aposentos de Étienne siguiendo al rey tranquilamente, se sentía extenuado. Se frotó un ojo y bosteó, sin percatarse de las escamas que aparecían y desaparecían en sus dedos, claro síntoma de que necesitaba dormir bien y asimilar su nueva situación.

    Iba totalmente confiado a ello, pero entonces el rey le echó de la cama, diciendo que él no podía dormir allí. Guardián le miró, totalmente consternado, y miró después la cama, frunciendo el ceño con incomprensión.

    —Pero no lo entiendo… Hay sitio para los dos —dijo, mirando a Étienne con la misma confusión que tendría un niño pequeño al que se le dice que no puede hacer algo que su hermano acaba de hacer.

    La confusión fue a más cuando el rey le dijo que era mejor que durmiese en otra estancia. Guardián ya sabía que había más dormitorios, pero no lo entendía. ¿Por qué no podía dormir en ese? ¿No era su misión proteger al rey? ¿Cómo iba a hacerlo desde otra habitación?

    Étienne debió darse por rendido tras el tercer carraspeo, porque se ocultó tras un biombo para cambiarse a su ropa de noche. Guardián, mientras tanto, se había acercado a la chimenea, junto a la que Brigette empezaba a dormitar, y se calentaba las manos. Empezaba a hacer frío, seguramente nevaría en los próximos días, y aquello era terrible para una criatura de sangre fría.

    Se giró a la cama cuando escuchó a Étienne entrar en ella y, ni corto ni perezoso, se deslizó también entre las sábanas. De nuevo el rey quiso echarse, pero Guardián se abrazó a su cintura, apoyando la cabeza en su pecho.

    —¡Así te podré proteger mejor! —aseguró, y cuando el monarca por fin cedió a su insistencia, Guardián se rio un poco y se cubrió bien con la manta, quedando dormido al poco.

    Por supuesto, ignoraría eso que había comentado Étienne de que aquello sólo sería por esa noche.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Auguste Renoir nunca había acudido a una audiencia con el rey, al menos no con el actual. De hecho, ni siquiera solía tratar con gente de rango alto. Mayormente se relacionaba con eruditos y gente curiosa, también con algunos arcanos interesados en los objetos que conseguía o, por el contrario, respondiendo a la llamada del propio Renoir.

    Como fuese, todo esto desembocaba en un cúmulo de nerviosismo que le retorcía las entrañas, le hacía sudar copiosamente —y eso, en los inicios del invierno, era todo un hito— y le provocaba pequeños temblores en las rodillas. Estos síntomas, huelga decir, sólo se intensificaron cuando el guardia le indicó que podía pasar a la sala del trono.

    En otro momento, se habría maravillado por la decoración de aquella sala, o incluso habría corrido hacia esa tricot tan hermosa, Brigette, a la que había visto volando sobre Acier, pero nunca tan de cerca, y que ahora estaba a sólo unos metros de él, bajo el trono en el que se asentaba el monarca.

    Se obligó a centrarse e hizo una reverencia quizá demasiado amplia. Lo cierto es que sus rodillas ya no estaban para grandes trotes, así que cayó hacia adelante y le tuvieron que ayudar un guardia y un sirviente a reincorporarse. Temía encontrarse alguna mirada de asco o aburrimiento en el rey, pero en su lugar vio compasión y cierta preocupación, señales de que era una persona con su corazoncito.

    —¡M-m-majestad! —tartamudeó, jugando nerviosamente con su anillo, dándole vueltas en el dedo —Mi… Mi nombre es Auguste Renoir. Soy un, un estudiante de la magia y de las criaturas arcanas. No practico la magia, claro, no nací con el don y jamás lo forzaría, ¡pero sí tengo muchos conocimientos sobre conjuros, ingredientes… y tengo amistades en la Escuela de Garina! —vio que se estaba andando por las ramas y carraspeó, obligándose a sí mismo a retomar la compostura —Nací en Acier, majestad, y siempre he creído que el entendimiento entre arcanos y no arcanos es posible, si se siguen las vías adecuadas. Ahora la gente… Hay mucha gente que tiene miedo, majestad, por el dragón —sacó un pañuelo y se limpió el sudor —, pero yo sé que no hay que temerle. Porque muchos han olvidado o simplemente no conocieron, pero yo recuerdo, mi rey, cuando el dragón negro vivía aquí con vuestro abuelo, Cézanne. Recuerdo que en las fiestas los niños jugábamos y bailábamos con él, y recuerdo que era… una criatura formidable. ¡Incluso me salvó la vida! A mí y a varios niños que, como yo, nos enfermamos al bañarnos en un pozo donde había alguna sustancia venenosa. El dragón conocía de unas hierbas que nos curarían, y así fue, no murió ninguno y ni nos quedaron secuelas.

    Ahora que había cogido carrerilla, se sentía listo para seguir hablando, pero tuvo que interrumpirse cuando el manto del rey se abrió y una cabeza asomó. Era, precisamente, el dragón, que estaba sentado en el suelo, escondido como un niño pequeño bajo las ropas de Étienne, con la espalda contra las piernas del medio elfo.

    Esos ojos de reptil miraron largamente a Auguste, quien de pronto dejó de estar nervioso y simplemente sonreía con la misma cara de quien ve a un viejo amigo. El dragón sonrió también y salió definitivamente, dando un salto imposible para cualquier humano, no tanto para alguien que se ayuda de un par de alas para planear, y abrazó con fuerza al anciano.

    —¡Auguste! —exclamó.

    —¡Te acuerdas de mí! —era difícil saber quién estaba más sorprendido, si Auguste o la gente que observaba aquella escena —¡Pero si no nos vemos desde hace más de cuarenta años!

    —Pero hueles igual —respondió Guardián con simpleza, apoyando la cabeza en el pecho de Auguste, quien parpadeó, perplejo, antes de abrazarle.

    —Tú… Te ves exactamente igual a como recordaba. ¡No has envejecido ni un día!

    —¡Claro que sí! ¡Soy cuarenta años más viejo!

    —No, no me refería a eso —se rio Auguste, revolviéndole el pelo.

    Entonces pareció acordarse de algo, porque se sacó de un bolsillo un objeto envuelto en un pañuelo. El dragón olfateó el aire, mirándole con renovado interés, y cuando Auguste desenvolvió un trozo de madera, a Guardián se le olvidó que los humanos no tienen cola, porque no sólo asomó bajo sus ropas, sino que empezó a moverse de lado a lado, animadamente.

    Más pronto que tarde, Guardián estaba otra ve en el suelo, a los pies de Étienne, mordisqueando ese trozo de madera de cerezo como si fuese una deliciosa chuche, y Auguste carraspeaba y se repeinaba con las manos, recuperando los nervios.

    —Mi señor, vuestro padre, el difunto rey Lux, inició una campaña contra el dragón y sé que esa campaña es uno de los motivos por los que ahora hay un rechazo tan fuerte hacia los arcanos por un sector de la población. Un rechazo que ha llevado a… a barbaridades atroces —agachó la cabeza con los ojos cerrados, obviamente sufriendo al recordar el asesinato de las reinas. Negó un par de veces y suspiró, mirando a Étienne directamente a los ojos —. La gente creyó que realmente el dragón había matado a Cézanne porque era conveniente, no porque fuese real. ¡Eran amigos inseparables…!

    —Claro que no maté a Cézanne, yo le quería mucho —murmuró el dragón, aunque pronto regresó a su tarea de roer la madera.

    —Pero creo que podemos arreglarlo —volvió a hablar Auguste con auténtica esperanza —. Podemos mostrarle a las gentes de Acier que ese dragón es… —lo señaló con la mano, soltando una pequeña risa —Es dulce y gentil. Y si me permitís la osadía, majestad, creo que el solsticio de invierno puede ser un buen comienzo. En apenas unos días se celebrará esa fiesta y quizá la gente pueda ver que no hay peligro de que los niños, o cualquiera, se acerque al dragón. Claro que… yo no soy nadie para hablar con tanta ligereza, disculpadme —hizo una nueva reverencia, esta vez más medida, y volvió a secarse el sudor de la frente —. En otros temas… Mi señor, debo deciros que me ha llegado el rumor de que los lunares de Ferrot planean venir pronto para presentarle sus respetos al dragón. Vendrán en completo son de paz, pero no sé si darán un aviso formal y pensé que debíais saberlo por si acaso.

    —¡Auguste! —dijo de pronto Guardián, tumbándose ahora en el suelo con la cabeza colgando por uno de los escalones de la plataforma en la que se asentaba el trono —Se me ha acabado la madera.

    Auguste sintió un ramalazo de ternura, pero consiguió contenerse y simplemente sonreírle.

    —La próxima vez te traeré un trozo más grande.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    El dragón todavía mordisqueaba un panecillo untado con mermelada cuando llegó a él un olor desagradable. Empezó a olfatear el aire, buscando el origen del olor, e ignorando la mirada de extrañeza de Étienne fue girando la cabeza hasta dio en el blanco. Con la cara girada hacia una puerta, frunció el ceño y levantó un poco el labio superior, mostrando sus dientes con un gruñido grave que reverberaba desde su garganta, como si fuese un lobo o algún animal.

    Cuando entró el origen del olor, sintió la mano de Étienne en su cabeza pidiéndole calma, pero a Guardián le costó un poco relajarse. Ese hombre, cuyas ropas indicaban que formaba parte del Consejo de Acier, apestaba a magia, pero no a la magia natural que tenían aquellos humanos que nacían con los ojos violetas, sino la magia forzada, la magia antinatural, la magia asesina que practicaban los humanos sin don.

    Era aquella una magia que sorbía la energía de criaturas o de objetos, incluso fragmentos de criaturas, que eran verdaderamente mágicas, para que así los humanos pudiesen manipular la energía a su antojo. Era como una droga: no sólo enganchaba a estos liches, como se les llamaba para diferenciarlos de los auténticos brujos, sino que además los iba corrompiendo poco a poco hasta llevarlos a la muerte.

    Quizá Guardián no sabría explicar todo esto, pero sí lo entendía desde hacía tanto tiempo que ni siquiera recordaba haberlo aprendido, y eso le bastaba para sentir repulsa hacia ese liche que ahora se acercaba al rey con una sonrisa.

    Cuanto más se acercaba, más apestaba a muerte, a esa destrucción que parecía inherente a los humanos. Y, claro, eso hacía que Guardián se fuese tensando cada vez más, y al enfadarse y ponerse a la defensiva, sus dientes empezaron a deformarse y su cabeza volvió a quedar coronada con dos cuernos.

    El consejero se quedó quieto, mirándole con una mezcla de miedo y recelo. Sin embargo, al escuchar la voz de Étienne pidiéndole calma, Guardián se giró a mirar al rey casi con un reproche, pero sin saber bien cómo explicarle lo que había olido en ese hombre.

    —Disculpadme, señor… dragón —carraspeó el consejero con obvia incomodidad —. Tengo que hablar con su majestad en privado.

    —¡No! —se negó Guardián como un niño pequeño, abrazándose a Étienne.

    Otra vez se vio obligado a obedecer a Étienne, así que terminó saliendo de la sala de la mano de Amélie, quien lo llevó a una habitación contigua para ofrecerle otra taza de cacao y unos mimos. A la propia muchacha le sorprendía lo agradable que podía resultar tener a esa criatura con cuerpo de hombre acurrucado en el regazo mientras ella le acariciaba el pelo.

    Por su parte, el consejero Drenia se acercó al rey tras su debida reverencia y se inclinó hacia él para hablar en voz baja, buscando así la máxima confidencialidad posible.

    —Mi señor… Aunque el dragón ha demostrado por ahora ser, digamos, valioso para Acier, hay quienes dudan de su efectividad a la hora de protegeros. Por eso hemos pensado ponerlo a prueba: uno de nuestros hombres os atacará de improviso. Por supuesto, no os hará daño alguno ni será esa su intención, me responsabilizo totalmente de esto, pero creemos que es la única manera de asegurarnos totalmente de su efectividad en caso de que haya un atentado real contra su vida. Claro que esto será sólo si a vos os parece bien. Sólo tiene que darme el sí, lo tenemos todo dispuesto para la prueba.

    —¿Qué te ha pasado antes, con el consejero Drenia? —preguntaba Amélie en la otra sala, mientras el dragón mojaba las manos en el chocolate y se lamía después los dedos.

    —No me gusta. Huele a muerte —fue la ambigua respuesta de Guardián —. Pero tú hueles muy bien, a comida y flores. ¿Me seguirás acariciando el pelo un rato más?

    —Todo el que me lo permitan —sonrió Amélie con dulzura, atreviéndose a inclinarse para dejar un besito en la mejilla del dragón.

    ♔★ El rastreador ★♔


    Despertó con un terrible dolor de cabeza. Por un momento llegó a preguntarse cuánto habría bebido la noche anterior, pero pronto recordó que apenas había sido una copa de vino en casa de Arala. ¿Qué había ocurrido? Recordaba… que la princesa de Acier había llegado a la casa de su amiga. Les había pedido que cuidasen al principito torpe e ingenuo y después… nada. ¿Nada? ¿No había visto a Arala chasquear los dedos?

    Comprendió, por fin, que había utilizado otra vez ese dichoso hechizo, el mismo que la princesa había usado con su hermano, y eso hizo que se incorporase quizá algo más rápido de lo que esa resaca le permitía.

    Gruñó mientras se frotaba las sienes, volviendo a incorporarse hasta quedar sentado en la cama, y se encontró con otra sorpresa cuando consiguió acostumbrar los ojos a la luz que entraba por la ventana. ¿Estaba desnudo? Bueno, ese no era un despertar extraño para él, igual que tampoco le sorprendía notar un peso a su lado. Lo que sí fue una novedad fue girar la cabeza y encontrarse al principito también desnudo, algo alejado de él, abrazado a unas almohadas y mirándole con la cara totalmente teñida de rojo.

    Cuando sus miradas se encontraron, el muchacho soltó un gritito y se ocultó entre los cojines de la cama, causando en Adri tal ramalazo de ternura que estuvo tentado incluso de darle un abrazo, algo que quizá habría sido incómodo para un miembro de la realeza, sobre todo al no haber ropa entre medias.

    Consiguió dominar el dolor de cabeza y se puso en pie, esta vez despacito. Miró por toda la habitación, pero no encontró la ropa, así que soltó una mezcla de suspiro y resoplido y salió de la habitación. Adrien nunca había sido un hombre pudoroso —recordaba con cariño esos veranos cuando, de adolescente, se bañaba con sus amigos en la playa sin ninguna cubierta— y no iba a empezar ahora, ni siquiera si eso implicaba plantarse totalmente desnudo delante de una princesa de verdad, con corona y todo.

    —¡Adrien, por la Gran Madre! —exclamó Arala, no cubriéndose los ojos, sino cruzando los brazos sobre el pecho mientras la princesa, mucho más aséptica que su hermano, soltaba una risita y volvía a su taza humeante de té.

    —¿Qué? —casi ladró Adrien, llevándose las manos a la cadera —¿Qué querías, que me quedase ahí hasta que te dignases a traerme la ropa?

    —Vaya, nos hemos levantado susceptibles —esta vez Arala tuvo que contener la risa, sobre todo al ver cómo Adri fruncía el ceño y hacía una mueca con los labios en una especie de puchero.

    —¡Sabes que odio que me duermas! ¡Me da muchísimo dolor de cabeza y luego me duele el cuerpo como si hubiese pasado toda la noche de desfase!

    —Entonces es una mañana normal para ti —se burló Arala, pero hizo aparecer entre sus manos la ropa de Adri, bien doblada. El hombre refunfuñó mientras cogía la ropa —. ¿Qué cara ha puesto nuestro adorable invitado?

    —Rojo como las amapolas —dijo Adri entre dientes mientras se vestía —. No sé cuándo se ha despertado, pero le he pillado mirándome con el descaro de un samujo.

    —¿Un qué? —preguntó la princesa con renovada curiosidad en el hombre. Al parecer, verle desnudo no había despertado el mismo interés que en su hermano.

    —Un samujo —repitió Adri, atándose ahora los pantalones —. Es un pájaro muy gracioso, la verdad, pero no le debe tener miedo a los humanos, porque no duda en llevarse la comida que tengas entre las manos, y a veces se acerca a los campamentos para rebuscar entre tus cosas.

    —¡Anda! Creo que no hay de esos en Acier.

    —Claro que no, cielo —sonrió Arala, sirviéndole una taza de té a Adrien ahora que ya estaba terminando de arreglarse la ropa —. Viven en las montañas que hay cerca de la costa.

    —Gracias —murmuró Adri, tomando por fin la taza. Miró a los lados y luego a Arala —. ¿Dónde está el cachorro?

    —Fuera, persiguiendo una ardilla —se rio un poco a boca cerrada —. ¿Quién diría que ayer estaba con una herida relativamente grave? Aunque lo mismo digo de ti, ¿has visto que no te ha quedado casi cicatriz?

    —Si es que eres la mejor, Ara —terminó por sonreír el cazador tomando asiento en la mesa donde estaban las mujeres.

    La princesa los miró y terminó por carraspear para llamar su atención.

    —Bueno… ¿Hace mucho que estáis juntos?

    Ante esta pregunta, Arala escupió el té y empezó a toser. Adri rápidamente se puso en pie y le dio un par de palmadas en la espalda. Cuando la bruja se recuperó, Adrien le ofreció otra vez la taza y Arala bebió despacio, recuperándose por completo.

    —Pero, ¡mujer!, que no hace falta ponerse así —dijo Adri, ya recuperando su buen humor habitual —. Entiendo que la idea de salir conmigo es emocionante, pero…

    —No —le interrumpió, cortante, Arala, para luego recuperar la compostura y mirar a la princesa —. Adri y yo no estamos juntos. Somos sólo amigos.

    —Oh —la princesa asintió un poco, mirando hacia la «pluma doble», que llevaba unos minutos escribiendo en un diario —. Me alivia un poco —murmuró, tan bajito que Adri apenas pudo oírla.

    Prefiriendo cambiar de tema, cogió una manzana y volvió a su sitio.

    —Al menos ayer os lo pasasteis bien, ¿no?

    —¡Oh, desde luego! —sonrió la princesa, dando una palmadita en el aire —Arala me contó cosas interesantísimas.

    —Eres un encanto. Resulta que Aimée —Adri se anotó mentalmente el nombre de la princesa —ha empezado hace nada en la Escuela de Magia de Garina, pero la impaciencia de la juventud…

    —¿No deberías estar ahora ahí, en la Escuela? —preguntó el rastreador con la boca medio llena de un bocado de manzana.

    —¡Esos modales!

    Como respuesta, Adri le sacó la lengua con trocitos de la fruta, haciendo que Arala le diese un golpecito con un trapo mientras Aimée se reía suavemente.

    —Tenemos dos días libres a la semana, y resulta que son hoy y mañana. Una feliz coincidencia, así no pierdo clase.

    —Le he dicho ya que puede venir cuando quiera. Sólo tiene que comunicarse conmigo y desharé momentáneamente el hechizo de desorientación para que pueda acercarse —resolvió Arala, girándose justo al terminar hacia la puerta —. ¡Víctor! ¿Cómo estás, cielo? ¿Has dormido bien? Ven, ven, siéntate. ¿Te apetece un té?

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    No pudo evitar sonreír al ver a los dos príncipes jugando en el jardín con el perro lobo. Le tiraban palos y Cachorro ladraba animadamente antes de corretear, o les hacía perseguirles por la parcela de la casa entre risas. Eran, desde luego, dos críos sin preocupaciones serias. O al menos podían serlo en esos momentos.

    Se apartó de la ventana y atravesó el salón para volver a la cocina, donde Arala estaba preparando un guiso para la comida. Devolvió la sonrisa a modo de saludo y luego se puso tras ella, abrazándola por la espalda y besándole el cuello.

    —Oye, Ara… Antes, cuando la princesa… Aimée, cuando Aimée ha preguntado si éramos pareja, ¿por qué te has puesto tan cortante? —preguntó en voz baja.

    —¿Hmn? ¿Sí? —la bruja dejó el cucharón y suspiró, poniendo las manos sobre los antebrazos de Adri mientras se apoyaba en su pecho —Bueno, igual la idea me ha parecido descabellada.

    —Descabellada —repitió Adri despacito, como si no entendiese la palabra —. Yo creo que hacemos buena pareja. Al menos en la cama —añadió con una sonrisa torcida, metiendo rápidamente una mano bajo la falda de Arala para acariciar su entrepierna.

    La bruja soltó un suspiro de placer, pero al momento apretó los muslos con fuerza y le hizo sacar la mano de ahí, conteniendo una risa.

    —¿Ves? Por eso es una idea descabellada —dijo, dándole una palmadita para que la dejase seguir cocinando.

    —Yo sé que nunca he tenido muchas luces, pero ahora mismo me tienes totalmente perdido, Ara —reconoció Adrien.

    Se alejó un par de pasos y se sirvió un poco más de vino en su copa, mirando de reojo a Arala, quien terminó por resoplar y girarse a mirarle.

    —¿Recuerdas cuando me trajiste a esta casa? —Adrien asintió despacio, como con precaución —Estuvimos un par de semanas limpiando las hiedras y haciéndola hogareña. Y cuando estuvo lista para ser totalmente habitable, nos sentamos en la alfombra, frente al fuego, y bebimos… y entonces hubo una chispa y…

    —Nos dimos un buen revolcón —completó Adri con sencillez, pero se arrepintió cuando Arala enarcó una ceja con una media sonrisa.

    —Para mí fue más que eso, Adri. Fue mi primera vez y me encantó que fuese contigo. Porque me gustabas muchísimo —vio que el hombre iba a hablar, pero le hizo un gesto para que callase y cruzó los brazos bajo el pecho, apoyando la espalda en la encimera —. Pero luego te fuiste y estuve casi un mes sin saber de ti. Regresaste y pasamos otra vez la noche juntos, y al cabo de un tiempo te volviste a ir. Y así constantemente. Venías, pasábamos un buen rato, a veces ni siquiera un día entero, y luego te volvías a ir. Y me di cuenta no sólo de que tú no sentías lo mismo por mí, sino que yo tampoco lo sentía ya, porque para que ese… sentimiento se hubiese mantenido y hubiese crecido hasta ser auténtico amor, tú tendrías que haberte quedado más de cuatro días, pero no podías. No puedes quedarte tanto tiempo en un sitio, necesitas ir y pasear y hacer lo que quiera que sea que hagas. Y está bien, claro que está bien, pero supongo que tal vez se me quedó un poco de resquemor por ese «¿qué habría pasado si…?» —sacudió la cabeza y volvió a remover el caldero.

    —Pero… Arala, ¿por qué no me lo dijiste nunca? —consiguió decir Adri en casi un susurro tras varios segundos de asimilar la información en silencio.

    —¿Para qué? —se rio ella, una risa sincera y cristalina que, sin embargo, no evitó que Adri siguiese algo tenso —Valoro nuestra amistad por encima de todo, siempre lo he hecho. Y si te hubiese dicho en ese momento que me estaba enamorando de ti, supongo que te habrías asustado… incluso más que ahora. Qué cara tienes. Anda, bebe un par de tragos más y no le des más vueltas. ¿No te he dicho ya que no siento nada de eso a estas alturas? ¡Por la Gran Madre! Han pasado, ¿cuánto? ¿Cinco años?

    —No estoy… —suspiró, sacudió la cabeza y dejó la copa en la mesa, volviendo junto a ella —Si lo hubiese sabido, yo…

    —De verdad, Adri. Está todo bien —le sonrió, acariciándole una mejilla con suavidad y cierta dulzura —. Somos buenos amigos, ¿no? Y cuando vienes, si surge, pues nos acostamos. ¿Qué tiene de malo? ¿No es lo que te dedicas a hacer por todo el continente?

    —Pues sí, pero…

    —Ni peros ni nada. Anda, pásame ese frasco rojo —le guiñó un ojo a modo de agradecimiento y echó una cucharada de algún polvo rojo en el caldero, volviendo a remover —. Pero también te digo, Adri… Debes tener cuidado con ese chico.

    —¿El príncipe? —preguntó Adrien, cogiendo un trozo de pan. Se apoyó en la encimera, como Arala había hecho poco antes, y empezó a trocear el pan con los dedos para ir comiéndoselo —Ya sé que debo tenerle bien vigilado. ¡Es tan torpe! No sé cómo llegó hasta las Montañas Azules, si en los pocos días que hemos estado juntos casi se mata tres o cuatro veces…

    —No me refiero a eso —suspiró Arala, echando un pellizco de otra cosa al caldero. Adri no tenía ni idea de qué estaba haciendo, pero olía tan bien que ni le importaba —. Parece un chico… dulce. E impresionable. Y está claro que le pareces un hombre atractivo...

    —¿Qué? ¿Dices que crees que puede enamorarse de mí? —soltó un bufido que se vio seguido de una corta carcajada —¡Por favor! Me considera poco más que un bárbaro incivilizado. Claro, yo no he recibido una educación en palacio, y creo que no he cogido un tenedor en mi vida… ¿Para qué? Me apaño bien con el cuchillo y la cuchara. Lo que quiero decir —volvió al tema al escuchar a Arala reír —es que, vale, soy atractivo. Lo sé.

    —Viva la modestia.

    —Mujer, uno tiene que reconocer sus puntos fuertes. Soy alto, soy guapo, tengo una voz aterciopelada y una buena polla… ¡Eh! —se quejó cuando la bruja le pellizcó el costado, pero después se rio y volvió a abrazarla por la espalda —Pero no soy para nada lo que él seguramente quiera. Un príncipe puede encontrar interesantes los modales de un campesino un tiempo, pero seguramente se canse pronto de mí. Después de todo… —empezó a susurrar contra su cuello, deslizando las manos por su cintura, caderas y piernas hasta el final de la falda para ir levantándola mientras hablaba —No soy más que un bruto —volvió a apretarle la entrepierna con suavidad, haciendo que la bruja soltase un nuevo suspiro de placer que, esta vez, no se vio interrumpido —, un inculto —sonrió al volver a escuchar jadear —, un vagabundo —se abrió los pantalones y le agarró un pecho sobre la ropa, haciendo que se mordiese el labio —, un analfabeto…

    —¡Espera! —susurró ella con la voz algo agitada por el placer al notar la dureza de Adri contra sus caderas —¡Ellos…!

    Adri guardó silencio unos segundos, afinando el oído, pero al escuchar las risas amortiguadas y los ladridos, le mordió suavemente el cuello y le hizo abrir un poco las piernas.

    —¿Ves? Soy poco más que un animal —sonrió mientras se deslizaba en el ya húmedo interior de Arala.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Entonces el rey de los gnomos me liberó del hechizo de congelación, quedando como única prueba de la aventura este mechón blanco —terminó de hablar Adri, echándose el pelo hacia atrás con una mano. Sonriente, vio las caras de los príncipes, fascinados como un niño pequeño —. Y así es como aprendí que jamás hay que robar fruta del jardín de una bruja.

    —¡Es una historia increíble! —exclamó Aimée, maravillada, a lo que Arala soltó un resoplido divertido.

    —«Increíble» es la palabra clave aquí. ¡Eso no ocurrió jamás!

    —¿Ah, no? ¿Cómo estás tan segura? Tú no estabas ahí —dijo Adri conteniendo la risa.

    —Porque cada vez que alguien te pregunta por tu mechón blanco te sacas de la manga una historia distinta —respondió la bruja con una sonrisa en la cara.

    —¿En serio? Creo que eso demuestra inventiva.

    —Lo que demuestra es que tiene un morro que se lo pisa. Pero, claro, si no difícilmente iba a ganarse la vida.

    —¡Eh! ¡Que yo soy muy bueno en lo que hago!

    —¿Y qué haces, exactamente? Además de venir a robarme comida y exigir que te arregle cosas y cure heridas.

    Adri hizo algunos vagos sonidos de protesta, moviendo la mano en un gesto indeterminado, lo que hizo que tanto la bruja como los príncipes se riesen. El rastreador sonrió y cogió el trozo de pan que le había sobrado, tirándoselo al lobo, quien lo atrapó en el aire y se tumbó para mordisquearlo con calma en el suelo.

    Aimée terminó por palmearse los muslos antes de ponerse en pie.

    —Ha sido realmente muy agradable, pero creo que es mejor que me vaya.

    —Oh, querida… —Arala se puso en pie también y se acercó para darle un abracito —Nos mantendremos en contacto.

    —¡Por supuesto! —dijo la princesa alegremente, girándose luego a su hermano para darle también un fuerte abrazo —Voy a aprovechar que aún me queda un día libre para ir a ver a Padre, ¡le daré recuerdos de tu parte!

    —Es bonito ver que tenéis una relación buena con vuestro padre —asintió Arala.

    —La verdad es que estamos muy unidos… Y eso hace que me preocupe un poco. ¡Me han dicho que hay un dragón en la corte! Tengo que verlo con mis propios ojos y comprobar que Padre esté bien.

    —Espera… —Arala puso cara de sorpresa y le dio un codacito a Adri para que le siguiese el juego —¿Vuestro padre está en la corte? ¡Creía que…!

    —¡Oh, no! —exclamó Adrien en un tono claramente falso. Nunca se le había dado bien fingir, pero no parecía importar mucho, viendo la cara del muchacho —¡Sois los príncipes de Acier! ¡No puedo creerlo!

    —¡Y nosotros hablándoos como si fueseis tan campesinos como nosotros! —siguió dramatizando Arala.

    —¡Maèl! —dijo ahora Aimée —¡Cuánto lo siento! ¡Qué error más terrible, he descubierto tu cuidadosa mentira! ¡Por favor, perdóname!

    Adri se llevó una mano a la cintura y carraspeó contra la otra.

    —Bueno, eso no cambia nada. Creo que… podemos mantener lo que hemos hablado antes. Ahora entiendo mucho mejor la insistencia de Aimée… ¡Digo, de la princesa! En procurarte… Procuraros un buen acompañante que os cuide las espaldas… ¿Majestad? —miró a Arala y cuando esta asintió, hizo una reverencia hacia Maèl. O lo que él consideraba un reverencia, se inclinó teatralmente hacia adelante.

    —¡Tenéis que guardar el secreto! —dijo rápidamente Aimée —Tratarnos como si fuésemos gente normal como vosotros.

    —Yo no sé si Adri es muy normal que se diga —Arala contuvo una risa mientras Adri se guardaba la queja —, pero lo intentaremos.

    —Contáis con el más sincero agradecimiento de la corona de Acier —Aimée miró a su hermano como pensando en algo y luego volvió a mirar a Adri, quien se estaba alisando la ropa con la mano —. Huelga decir que podremos financiar el viaje.

    —¿Ah? Nah, no necesito dinero —se encogió de hombros —. Si queréis que esto sea secreto, habrá que mantener un perfil bajo. ¿Entendido, principito? Nada de pagar en oro ni joyas, nada de lujos absurdos. Seremos gente vulgar y corriente, haciendo algún trabajito de pueblo en pueblo a cambio de comida, o como mucho pagando con monedas de cobre. Así he vivido siempre y así tendrás que vivir tú también.

    —Qué rápido se ha salido de la charada —le susurró Aimée a Arala mientras Adri iba exponiendo sus condiciones —. De verdad, muchas gracias por esto.

    —Un placer —le sonrió Arala, guiñándole un ojo.

    ❇☾ El elfo ☽❇


    Odiaba a Ghilanna. Daba igual cuántas veces lo pensase, parecía que el sentimiento sólo iba a más cuando la veía o, peor aún, la oía. Miró al aún dormido Corr y, acariciando su pelo con suavidad, soltó un suspiro y frunció el ceño. Si él no le hubiese pedido que mantuviese las formas, ahora esa puñetera solar estaría sirviendo como abono en el bosque.

    —Así al menos tendría una cierta utilidad —murmuró, mirando a Charlotte —. ¿No crees que tengo razón, Charlie? Debemos pensar algo para acabar con ella.

    Sonrió cuando Charlotte subió a sus hombros de un salto, haciendo esos extraños gorjeos de zorro mientras frotaba mejilla contra mejilla, pidiendo unos mimos que no tardaron en llegar de parte de la mano de Niko que no seguía enredando entre los cabellos de Corr.

    No detuvo las caricias ni hacia una ni hacia el otro cuando vio al humano empezar a abrir los ojos. Le sonrió y le dio los buenos días en voz baja, tirando suavemente de un mechón de pelo cuando Corr intentó remolonear enterrando la cara en su vientre.

    —La solar sigue empeñada en tener hijos contigo, así que yo por si acaso no comería lo que sea que esté preparando en la cocina. ¿Quieres que te traiga alguna naranja del bosque? Creo que sobra un poco de carne de ayer…

    No impidió que se incorporase, tampoco que Charlotte pasase de su hombro al pecho de Corr. Sintió el frío allí donde su amigo había estado tanto rato y se estremeció ligeramente antes de bostezar contra la mano y ponerse en pie.

    —Ah… Esta noche habrá luna llena, así que tengo que volver sí o sí para oficiar la ceremonia. ¿Por qué no os venís Charlie y tú? —sonrió cuando, al acariciar el morro de la royalet, esta le mordisqueó los dedos de forma juguetona —Sabes que siempre eres bienvenido, y así podrás alejarte un poco de…

    —¿Por qué a ti no te muerde con fuerza? —se quejó Ghilanna entrando en el comedor con una bandeja —¡Yo soy muchísimo más agradable que tú!

    —Será que Charlotte tiene buen gusto con los elfos.

    —¡Hmph! —Ghilanna dejó la bandeja en la mesa con cierta fuerza y cruzó los brazos bajo el pecho, cuidando que así se acentuase su escote, un espectáculo claramente dirigido a Corr —He oído que vais a ir a un pueblo lunar para una ceremonia.

    —Ajá.

    —Quiero ir.

    —Ni en broma.

    —¡Pero! —la solar estuvo a punto de dar una patada al suelo, pero se contuvo. Eso no sería atractivo de cara al futuro padre de sus hijos —Me interesa enormemente estudiar a los lunares. No puedo ni imaginar lo exótica que será esa celebración de salvajes. ¡Tengo que ir!

    Niko abrió la boca para negarse de nuevo, pero entonces simplemente relajó el cuerpo y sonrió a Ghilanna de una forma tan aterciopelada que debería haber disparado todas las alarmas de la solar. Era como recibir la sonrisa de un tiburón.

    —¿Sabes qué? Sí, tienes que venir.

    —¡Perfecto! Ahora, humano, come esto. ¡Lo he preparado especialmente para ti, ya verás lo fértil que te va a hacer!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Ghilanna no estaba muy segura de qué debía esperar de un poblado de lunares renovados. Igual se había imaginado cuatro casas mal puestas, tres vacas y una cerca con cabezas clavadas en picas, algo salvaje y sangriento.

    Lo que encontró, sin embargo, fue una muralla de piedra con vigilantes en las puertas y paseando por un corredor superior, y una vez entró —los guardias pusieron problemas, pero Niko los convenció con decir que iba con él— vio una pequeña ciudad bien organizada en calles y manzanas.

    Todo quedaba armonizado con el terreno, de tal forma que, por ejemplo, una colina fértil que había dentro de la muralla se había convertido en una zona de cultivo por terrazas, y del río que atravesaba el poblado salían canales que irrigaban el agua por toda la ciudad.

    Lo que más la sorprendió, sin embargo, fue que los edificios no eran altos. La arquitectura solar era estilizada, ágil, buscaba elevarse hacia el cielo ocupando el menor espacio posible en el suelo, pero las construcciones que veía ahí eran bajas, con uno o dos pisos, al menos en superficie, y se organizaban en torno a las vías principales, que no estaban adoquinadas.

    En el centro había una gran plaza cuyo suelo sí estaba cubierto con grandes lascas de piedra, y en el centro de dicha plaza se alzaba un gran árbol, muy antiguo a juzgar por su grosor y altura. Ahí se situaba el templo, edificación de la que el árbol parecía formar parte, y a un lado había una villa algo más grande que las otras construcciones; esta era la residencia real.

    —¿Cómo os ganáis la vida? —preguntó Ghilanna mientras seguía con los ojos a una madre con dos niños que salían de una vivienda. La familia miró con una mezcla de sorpresa y desagrado a la solar y después con cierto reproche a Niko, pero avanzaron sin decir nada.

    —Somos autosuficientes. En esos huertos se cultiva lo necesario para alimentar al pueblo. Los animales se cazan por los alrededores, hay una herrería, un torno de alfarero...

    —¿Y no comerciáis?

    Niko sonrió. Definitivamente, aquella no era una sonrisa que escondiese buenas intenciones, pero cuando Corr le había preguntado qué andaba tramando, Niko simplemente le había guiñado un ojo con una risita baja.

    —A veces llevamos productos a Acier o con otros pueblos que hay por Lanu Kah.

    —Oh… Otra pregunta —Ghilanna dio un par de saltitos para ponerse al lado de Niko, quien tuvo que contener el gesto de profundo desagrado —. Pensaba que los lunares vivíais de noche, pero aún es de día y hay mucha gente por la calle. ¿A qué se debe esto?

    Niko esta vez tuvo que respirar hondo muy lentamente antes de responder.

    —Vivimos entre el día y la noche. Dormimos de forma discontinua, pero el periodo más largo suele ser al mediodía, cuando el sol es más fuerte. No nos morimos si nos da el sol, sólo debemos protegernos —dijo, dando un par de golpecitos en la moldura de las gafas oscuras que llevaba.

    —Pero eso de dormir a saltos… No parece muy agradable.

    —Mira, sois vosotros los que habéis adoptado de los humanos la costumbre de dormir sólo por la noche y vivir de día. Nosotros nos adaptamos a otros ritmos. Si tenemos sueño, dormimos un poco. No necesitamos cierto tiempo de corrido para descansar.

    —Como los animales —afirmó la solar con un asentimiento decidido.

    Si las miradas matasen, Ghilanna habría caído fulminada en esos momentos, pero la elfa no se dio cuenta y Niko tuvo que conformarse simplemente con sujetar con fuerza la empuñadura de su daga, respirar hondo y seguir caminando.

    Era cierto que había gente por la calle. La mayoría se cubrían con gafas como las de Niko, aunque otros simplemente llevaban sombreros de ala ancha. Como fuese, todos se giraban a saludar al príncipe con un cabeceo y a la solar con un gesto de asco y confusión. Ghilanna no era bien recibida por nadie, pero si iba al lado del marido de Makra… ¿Qué iban a decir ellos al respecto?

    Subieron las escaleras de acceso que llevaban al interior de la residencia real y Niko los guio a una sala donde Makra bebía vino dulce mientras atendía a una lunar vestida con armadura que acababa de llegar de un viaje, a juzgar por su capa y las botas llenas de polvo.

    La desconocida inició un saludo al ver llegar al príncipe, pero se quedó a medias cuando Ghilanna asomó con absoluta falta de decoro, mirando la decoración interior de aquel sitio. No había grandes pinturas ni tapices, sólo paredes que mostraban la veta natural de la piedra y la madera y puertas conformadas por pesadas cortinas donde sí había algunas representaciones, sobre todo de estrellas y la luna.

    —¡Una solar! —exclamó la guerrera recién llegada.

    Makra, que estaba de espaldas a ellos, soltó un larguísimo suspiro y se puso en pie, girándose a mirar el espectáculo.

    —Nari’ob, este es mi esposo, Nikol’ka —Niko, ya con las gafas colgando del cuello, hizo una breve reverencia —. El humano es su… amigo, novio, no sé muy bien —se rio un poco al ver cómo la cara de Corr se teñía de rojo —. Y estoy segura de que hay una buena explicación para que haya una solar en mi casa.

    —La he invitado a la ceremonia de esta noche —respondió Niko con calma, acercándose ahora a Nari’ob, quien irguió la cabeza, quizá para mostrar que era más alta que Niko, quizá preparándose para atacar física o verbalmente —. A usted también la invito, Nari’ob. Estará cansada tras el viaje.

    —¿Por qué has invitado a una solar a una ceremonia lunar, esposo? —preguntó Makra, pellizcándose el puente de la nariz como si aquella conversación le estuviese produciendo dolor de cabeza.

    —Oh, ya lo verás —sonrió Niko, tomando una mano de su esposa para besarle los nudillos —. No te preocupes, esposa, valdrá la pena.

    —Más te vale.

    Makra miró con desdén a Ghilanna, quien empezó a organizar una frase de protesta que no llegó a decir cuando Niko le dio un codazo en el estómago, obligándola a inclinarse sobre sí misma, sin aliento. La princesa, por otra parte, le hizo un gesto a Nari’ob, señalándole otra puerta de la estancia.

    —Sígueme, querida, te llevaré yo misma a tu habitación. Ahora mandaré que te preparen un baño y ropa limpia. Esposo —se detuvo en la puerta, girándose apenas para mirar a Niko por sobre su hombro desnudo (vestía una túnica ceñida justo sobre el pecho y anudada por dos únicas cintas tras el cuello, a modo de pareo) —, luego hablaré contigo.

    —Estaré en el jardín.

    —¡Qué gente más desagradable! —se quejó Ghilanna cuando recuperó por fin la voz, todavía masajeándose el vientre.

    —No tanto como tú —graznó Niko, mirando ahora a Corr —. Debes tener hambre. Ven, nos servirán algo en el jardín.

    —Yo quiero…

    —A nadie le importa lo que quieras, solar.

    —¡Humano, dile algo!

    Como respuesta, Niko le sacó la lengua y tomó la mano de Corr para guiarle al jardín, aunque el hombre seguramente conocería bien el camino.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Niko, sentado frente a un espejo circular, observaba su maquillaje mientras se limpiaba las manos. Líneas azules y blancas surcaban su rostro, cuello y clavícula, aunque bajo la túnica blanca que llevaba —un gran rectángulo de tela ceñido a la cintura y con aperturas para los brazos— se podía adivinar que los signos bajaban un poco por su pecho.

    Sonrió al ver a través del espejo cómo las cortinas que cerraban su habitación se abrían para dar paso a Corr. Se giró y la sonrisa se convirtió en un ceño fruncido cuando, tras él, vio a Ghilanna, pero tras poner los ojos en blanco se levantó e invitó al humano a sentarse en un taburete bien acolchado.

    —La verdad es que esta ropa es cómoda —reconoció Ghilanna, mirándose en un espejo.

    Llevaban los dos rubios túnicas, aunque eran distintas, y si la de Corr tenía mangas y un cinturón doble, la de Ghilanna era un trozo de tela unido a la altura de los hombros por dos broches y con una apertura para las piernas.

    Ignorando a Ghilanna, Niko peinó a Corr con los dedos con cierta dulzura y luego se puso de rodillas en un escabel frente a él, quedando a la misma altura que el humano. Cogió de la coqueta un frasquito lleno de un líquido dorado y mojó un índice para empezar a dibujar sobre la piel de Corr.

    —¿Y esa pintura?

    —Es para la ceremonia —contestó Niko con tono de molestia. Estaba claro que consideraba aquello algo digno de silencio y contemplación.

    Ghilanna se acercó a la coqueta y vio varios frascos más con distintos colores.

    —Yo también quiero la pintura dorada —dijo tras evaluar las tonalidades disponibles. Ninguna le había convencido —. Soy una solar, el oro es nuestro color.

    —No, la pintura dorada es sólo para Corr y para Nari’ob.

    —¿Y eso por qué? —se quejó Ghilanna cruzando los brazos con el ceño fruncido.

    Niko apretó los labios y sacudió la cabeza, continuando su tarea de dibujar líneas y círculos. Lo hacía con cuidado, midiendo cada gesto para que las líneas no quedasen ni muy gruesas ni muy finas y estuviesen en su sitio.

    —Cada color tiene un significado. La pintura plateada es para las mujeres nobles, la blanca es para las sacerdotisas, el azul para los Kurlah —se señaló la cara, donde había pintura blanca y azul —, el rojo para la clase guerrera, el negro para los trabajadores y el dorado para los invitados.

    —¡Yo soy una invitada! —volvió a quejarse.

    —Para ti tengo otro color. Ahora, por favor, cállate y déjame terminar.

    Ghilanna gruñó por lo bajo, pero decidió dedicarse a cotillear mientras Niko dejaba caricias doradas ahora bajo la clavícula de Corr. Le miró entonces a los ojos y suspiró, sintiéndose muy tentado de besarse. Era algo fácil, sólo tenía que acercarse un poquito más…

    Le tomó el mentón con cuidado de no arruinar su obra y le hizo entreabrir la boca, pero no le besó, simplemente pintó de dorado su labio superior y dibujó una línea recta en el centro del inferior que bajaba hasta la barbilla. Dando el maquillaje por terminado, le acarició el pelo con la mano limpia y se puso en pie para quitarse los restos de pintura.

    —¿Quieres que te pinte o no? —le preguntó a Ghilanna, que parecía ahora tan concentrada en un jarrón.

    —¡Pues claro que quiero! Si voy a asistir a esta dichosa ceremonia bárbara, quiero ser parte de ella como cualquier otro asistente.

    —Entonces siéntate y cállate.

    Niko cogió un platito vacío y vertió cuidadosas cantidades de azul y dorado. Lo mezcló directamente con los dedos hasta conseguir un verde brillante y se giró entonces a Ghilanna. Le indicó cerrar los ojos y le pasó entonces el pulgar varias veces por la zona de los ojos, creando una ancha franja verde que iba de sien a sien y de las cejas a media nariz.

    —¿Ya está? —inquirió ella cuando vio al príncipe sacerdote lavarse las manos.

    —Ya está —asintió él mientras Ghilanna se levantaba para mirarse en el espejo.

    —¿Qué significa el verde?

    —No significa nada —Niko la miró con absoluto desinterés mientras se colocaba unos brazaletes de bronce con adornos en plata —. Exactamente igual que tú.

    Dicho esto, mientras Ghilanna simplemente le miraba boquiabierta, se giró a Corr y le sonrió, haciéndole un gesto para que saliese de la habitación. Cogió una última tela y metió en su cinto un puñal. Una vez en la puerta, miró otra vez a la solar.

    —¿Vienes o qué?

    —A todo esto —dijo Ghilanna, recuperando los restos de su dignidad —, ¿a qué ha venido esa tal Nari’ob?

    Niko vio que Corr le hacía la misma pregunta con los ojos, así que se colgó del brazo de su amigo y respondió hablándole a él.

    —La noticia de un dragón en Acier se ha propagado como la pólvora y varias reinas de Lanu Kah van a enviar delegaciones para presentarle sus respetos. Makra y yo iremos pronto. ¿Quieres que le dé algún recado a tu hermano de tu parte? —bromeó, pellizcándole el trasero a Corr juguetonamente.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Makra, con su maquillaje plateado, azul y rojo, se alzaba alta y hermosa junto a Nari’ob, pintada de rojo y dorado. A su lado estaba su madre, la reina, la única persona sentada en toda la plaza. La habían acomodado en una silla con mullidos cojines y se erguía perfectamente peinada con las manos sobre el pomo de su bastón.

    Desde su privilegiado lugar podían ver perfectamente el templo, donde algunas sacerdotisas ya estaban colocadas. Niko fue el último en llegar, acompañado de un ligero revuelo en el público debido a lo pronto que iba a iniciar la ceremonia. La luna brillaba en el cielo, pero le faltaba aún un poco para llegar a su cénit y eso era algo que Niko debía haber notado. Aun así, estaba ya situado tras el altar, con su velo cayendo sobre su cabeza y hombros, y todo parecía indicar que no iba a esperar a la luna.

    —¿Qué hace ahora tu esposo, Makra? —gruñó la reina en voz baja.

    —Ojalá lo supiera, Madre —murmuró la princesa —, pero creo que tiene que ver con esa solar que se ha traído.

    La reina sólo soltó un nuevo gruñido antes de volver a su perfecta postura. Niko, desde el atrio, había empezado a hablar utilizando la lengua de los elfos, no la de los humanos, con una cadencia lenta que hacía parecer que estuviese contando un cuento a los niños y no saludando a su gente.

    Llamó entonces a Ghilanna, diciendo que era una invitada muy especial. Makra frunció una ceja y enarcó la otra, y giró la cabeza para buscar al humano. Al localizar a Corr, vio que tenía la misma cara de incomprensión que todos los demás, así que volvió a mirar a Niko.

    La tradición… —habló Niko con una sonrisa calmada, teniendo a Ghilanna a su lado sin saber si sentirse incómoda o halagada —La tradición es aquello que mantiene nuestra identidad. La tradición nos dicta nuestras ceremonias y todo su aparato, también nuestro linaje, nuestra cultura… Somos hijos de la tradición, y por ello hoy, en esta luna llena, he decidido recuperar una de nuestras más viejas y olvidadas tradiciones —con un rápido gesto, agarró el cabello de Ghilanna y tiró de ella para tumbarla sobre el altar, alzando la otra mano, donde sujetaba su daga.

    Hubo un murmullo divertido en toda la plaza entre los gritos de terror de Ghilanna. Los propios lunares no estaban seguros de si Niko iba en serio o en broma; sabían que había vivido con arcaicos y que tenía ideas a veces demasiado duras, pero no creían que fuese a sacrificar a esa solar.

    ¿No?

    —¡Por favor! ¡Por favor, no! —lloraba Ghilanna con auténtico espanto, viendo cómo la luz de la luna y de las antorchas hacía brillar el metal de aquella daga que acariciaba su piel, deslizándose entre sus pechos.

    —Esposo —habló Makra sin alzar demasiado la voz. No hacía falta, no con el oído que tenían los lunares.

    Niko se detuvo entonces, soltó una carcajada y liberó a Ghilanna, quien cayó al suelo, llorando y alejándose a gatas del sacerdote.

    —Jamás le ofrecería la vulgar sangre de una solar a nuestra Madre Luna —proclamó, haciendo que todo el pueblo se riese —. Quizá nuestra amada reina podría ser un sacrificio más digno.

    —¡Hoy no es el día en el que acabarás conmigo, Nikol’ka! —dijo la reina.

    —¡Ah! Bueno, seguiré intentándolo —sonrió Niko, redoblando las risas del pueblo.

    Makra sacudió la cabeza con un largo suspiro mientras la reina soltaba una risa breve y áspera, pero sincera. Niko miró al cielo, vio que la luna se acercaba a su posición y llamó a la calma para comenzar la auténtica ceremonia.

    Al terminar el ritual, inició la celebración. La música sonaba alegre y rítmica, había comida y bebida, risas y baile. Niko, todavía con su velo y manchado del vino que derramaban en lugar de la sangre que se sacrificaba en tiempos remotos, se acercó a Corr con dos copas y una gran sonrisa.

    —¿La has mandado a dormir? —preguntó al no ver a Ghilanna con él —Mejor, así no nos aguará la fiesta —dio un sorbo a la bebida, un licor dulce y algo fuerte que, en el caso de Corr, había rebajado con zumo de frutas, y se rio al ver la cara que le ponía —. ¿Qué? Sí, sí, ya sé que es una quejica, pero… No me dirás que no se lo tiene merecido. ¡Quiere tener hijos contigo para hacer experimentos! ¿Qué clase de…? Me parece terrible hasta para un solar —dio otro trago y negó —. No, borra eso. La verdad es que es justamente lo que cabe esperar de un solar. Morgiana era una entre un millón, de verdad te lo digo. Pero bueno, ya está. Ven conmigo, Corr, vamos a bailar un rato —propuso, tomándole la mano y moviéndose junto a él al ritmo de la música.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Llevaba un rato en el fino límite entre estar despierto y dormido. De vez en cuando abría un poco los ojos, pero se le cerraban y no estaba seguro de si era totalmente consciente del tiempo que ocurría hasta que los volvía a abrir. De todas formas era aquel un duermevela agradable. Estaba cómodo, en su cama, y tenía para protegerse del frío de ese inicio de invierno una gruesa manta y el calor que emitía el cuerpo de Corr.

    Las fiestas de los lunares eran largas y muy animadas, por lo que el día siguiente era lento y silencioso, con una paulatina vuelta a las actividades normales. Por eso nadie se iba a quejar si a alguno se le pegaban las sábanas hasta media tarde, era, de hecho, algo más que probable.

    Aun así, Niko se decidió a espabilarse de una vez. Abrió los ojos y se incorporó en la cama, mirando a su amigo todavía dormido. Aunque le había rebajado el alcohol, había terminado pegándole, y los dos, ya borrachos, habían terminado por caer rendidos en la cama de Niko, medio enredados sus brazos y piernas en un abrazo torpe y poco premeditado.

    Le acarició el pelo, sonriendo al ver manchas doradas por toda su cara y por la ropa y la sábana, y terminó por inclinarse para dejar un suave beso en sus labios. Al separarse, escuchó a Corr murmurar su nombre y sintió su corazón encogerse. Le miró, comprobando que seguía totalmente dormido, y le besó la frente antes de levantarse.

    Se asearía, se vestiría e iría a dar un paseo para terminar de despejarse. O… también podía volver a la cama y acurrucarse un poco más junto a Corr.

    Se mordió el labio, tentado por esta segunda opción, pero terminó por sacudir la cabeza y dejarle dormir tranquilo. No, era mejor así.
  6. .
    Habían pasado un par de días desde que había vuelto a encontrarse con Ife en el bosque, en esa situación tan poco agradable, pero Erluth no conseguía quitarse de la cabeza la manera en la que había dormido a los soldados y cómo había curado tanto sus heridas como las de Nuluha. La propia mujer había comprobado el cuerpo de Luth, pero no quedaba ni rastro de los hematomas que le había causado aquel muchacho en Fadmella.

    Que los Mutuwa eran criaturas capaces de hacer magia no sorprendía a nadie, pero lo que tenía a Luth tan interesado era cómo se había sentido él cuando esa magia había recorrido su cuerpo. Había sido como un cosquilleo agradable y, a la vez, familiar, como el recuerdo lejano de una caricia.

    De alguna forma, estaba seguro de que había sentido algo así antes, pero a la vez sabía que no había sido exactamente eso. No, porque lo que había sentido ante la magia de Ife había sido como un eco, pero lo que su mente intentaba desbloquear debía provenir de él. Pero ¿el qué?

    —Le estoy dando demasiadas vueltas, ¿verdad? —preguntó con una risa, pero esta risa se le congeló en la garganta al ver que le estaba hablando al vacío —¿Kitá?

    Frunció el ceño, mirando a su alrededor, pero no veía ni rastro de la ternerita. Bajó ahora la mirada todas las bayas que había estado recogiendo mientras se perdía en sus pensamientos y se mordió el labio. Alzó el borde de la túnica contra su pecho, encerrando así las bayas en la bolsa que formaba la tela, y volvió al pequeño fuego que había hecho Nuluha.

    —¿Qué ocurre, Lulú? —preguntó al verle con el ceño fruncido.

    —¿Has visto a Kitá? —murmuró él mientras dejaba las bayas en un pequeño recipiente de bronce que usaban para cocinar.

    —Estaba contigo —Nuluha volvió a alzar la mirada al ver que Lulú se había quedado de pie y en silencio. Suspiró y ladeó un poco la cabeza —. No ha podido ir muy lejos, ¿quieres que vaya a buscarla?

    —No, no… Voy yo. Así veo si encuentro algún arbusto más.

    Nuluha no pareció demasiado contenta, pero tras decirse a sí misma que le daría cinco minutos antes de ir a por él, asintió y Luth sonrió, empezando a caminar en busca de su vaquita.

    Por suerte, no tardó demasiado en encontrarla. Escuchó un mugido, siguió el sonido y al poco estaba apartando ramas y matorrales para encontrarse con ese río que llevaba un rato oyendo. Vio primero la ropa, luego la guadaña y, finalmente, al Mutuwa, que acariciaba a su vaca… totalmente desnudo.

    Si Erluth hubiese sido otra persona, si hubiese sido criado en otro contexto o si hubiese pasado algo más de tiempo fuera del santuario, seguramente se habría puesto rojo como un tomate y se habría dado media vuelta rápidamente, a fin de preservar la intimidad del hombre. Pero ninguno de estos factores coincidía con su perfil, y en vez de apartarse o avergonzarse, lo que hizo fue sonreír con una mirada llena de interés que recorría sin pudor alguno toda la anatomía masculina que quedaba a su alcance.

    Había notado al abrazarle que Ife era un hombre muy fuerte, ¡pero nunca habría imaginado que tuviese los músculos así de marcados! Sus pectorales, sus abdominales, incluso los músculos sobre las costillas, los oblicuos… Tampoco perdió el tiempo y miró algo más abajo, sorprendiéndose un poco. ¡Todo en aquel hombre era enorme!

    Se encontró a sí mismo ladeando un poco la cabeza mientras observaba las formas de sus muslos y, bajo el agua, de sus pantorrillas, y cuando dejó de ser capaz de ver nada más, decidió acercarse, aunque se detuvo justo antes de meterse en el agua, si bien su propia expresión indicaba claramente que había estado a nada de empaparse.

    Soltó una risa y se quitó las botas, lanzándolas hacia las rocas donde Ife había dejado su ropa. Después, se quitó los pantalones. Pareció pensarse el quitarse también la túnica, pero al final decidió que, como caía hasta sus rodillas, no iba a mojarse si se metía un poco en el agua. Dobló los pantalones y los lanzó hacia las botas y, por fin, entró en el río, acariciando a Kitá cuando se acercó a él en busca de nuevos mimos.

    —¡Hola otra vez! —saludó por fin, acercándose a paso tranquilo, pero seguro, hasta Ife una vez la vaca se alejó para pastar un poco de la hierba de la orilla —Es la tercera vez que nos encontramos, sólo puede ser el destino —comentó, mirándole a los ojos con una gran sonrisa —. ¿Puedo tocarte?

    No esperó respuesta, sus manos directamente fueron hacia esa piel tan maravillosamente oscura. Una se posó en su pecho, sobre el corazón, mientras que la otra se dirigió hacia su costado, poco por debajo de la axila derecha.

    Sus dedos acariciaron esos músculos con una delicadeza casi científica, sin hacer presiones, sólo comprobando los relieves que se formaban.

    —Eres el primer hombre que veo desnudo —dijo en voz baja, tocando ahora uno de sus brazos y sus abdominales —. ¡Es decir! Había visto ilustraciones, y yo también me he mirado en el espejo… —se rio un poco, sacudiendo la cabeza mientras se apartaba un paso y dejaba de tocarle —Sé que sabes que no soy una sacerdotisa. Mira, ya ni me cubro la cara.

    Era cierto, tras el desastre con los Caballeros Rojos, Nuluha le había hecho cambiarse de ropa. Ahora llevaba una indumentaria mucho más normal, como si simplemente fuese un viajero. Con todo, la guerrera no había querido deshacerse del disfraz de sacerdotisa, así que lo había guardado por si lo volvían a necesitar.

    —¡Ah, Ife! —dio un pequeño saltito cuando le vino la idea. Acto seguido, cogió una de las enormes manos del hombre (de hecho, necesitó sus dos manos para sujetarle bien los dedos) —Muchísimas gracias por salvarnos el otro día. ¡De verdad, no sé qué habría pasado si no hubieses aparecido! —besó sus nudillos y luego le miró con una sonrisa dulce —Se lo conté todo a Nu… Estuvo refunfuñando un rato, pero al final reconoció que, quizá, no fueses tan malo. ¡Y no lo eres! Puedo notarlo —añadió, haciéndole apoyar ahora la mano en su corazón.

    Y así, con la mano contra el pecho de Lulú, Ife seguramente notó cómo el corazón del muchacho se había acelerado, como si de pronto tuviese miedo de algo. Esto se podía corroborar en su cara, que había cambiado, llegando incluso a palidecer un poco.

    Apretando con algo más de fuerza los dedos del Mutuwa, Lulú giró la cabeza, buscando el origen de esa sensación entre los árboles. Terminó soltando a Ife y dándose media vuelta. Kitá alzó también la cabeza, girando las orejas como si captase el sonido de alguien acercándose.

    El origen, tanto del sonido como del miedo, no tardó en aparecer.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Jullen Bise se parecía mucho a su padre. No sólo en el apartado físico —ambos eran altos, tenían el pelo castaño y los ojos marrón avellana—, sino que además compartían su amor por las artes y la cultura y su don de gentes.

    Sin embargo, esto no impedía que hubiese continuas peleas entre los dos. Jullen consideraba que su padre bebía demasiado y que, a veces, tenía ideas demasiado absolutas. En definitiva, tal y como el hijo lo veía, Lon ostentaba tanto poder que se consideraba dueño y señor de la ciudad de Fadmella y, por lo tanto, una especie de semidiós, tal y como ocurría con los reyes auténticos.

    Además, Lon estaba obsesionado con mantener el poder en la familia y había instruido a Jullen desde que era bien pequeño en las artes de la política, cuando lo que a Jullen realmente le interesaban eran las artes plásticas.

    Desde pequeño había demostrado tener buen ojo para las formas y los colores, y más importante aún, buena mano para dibujar. También encontraba increíblemente divertido hacer modelos tridimensionales con arcilla —cuántos disgustos se había llevado la señora Bise al encontrar a su retoño cubierto de barro—, por lo que había conseguido, tras muchas peleas, salir de Fadmella y dirigirse a la ciudad vecina, Fedka.

    Allí, gracias a su propio talento, pues se había negado a utilizar el apellido de su padre, no había tardado en entrar en el taller de uno de los más afamados escultores, con quien había estado cinco años aprendiendo distintas técnicas y colaborando en encargos importantes… Hasta que un mensajero le había comunicado la muerte de su padre.

    Al parecer, un Mutuwa había aparecido por Fadmella y había pagado la hospitalidad de Lon provocando su prematura muerte, tal y como habría ocurrido unos años antes con su abuelo. Jullen no estaba seguro si acababa de creer esa historia, tampoco cómo debía recibir el luto de un hombre que la última vez que había hablado le había echado de su casa tirándole una botella vacía que por suerte no le había llegado a dar, así que se decidió a encontrar a la única persona, si se podía llamar «persona» a un Mutuwa, que podía contarle realmente qué había ocurrido con su padre.

    Había necesitado unos días, pero finalmente había encontrado un rastro, y éste se había confirmado cuando un comerciante le dijo que le había parecido ver a un Enterrador siguiendo la vera del río. Había saludado a unas lavanderas y, de pronto, había escuchado el rugido de una vaca, seguido de risas y una voz dulce.

    No sabía bien por qué, pero su instinto le había dicho que debía ir ahí, así que se había acercado, caminando muy despacio y sintiendo el miedo envolver su cuerpo. No pretendía enfrentarse al Mutuwa, tan solo averiguar la verdad sobre la muerte de Lon, pero ¡por los dioses! ¡Era un Mutuwa! Él mismo se sorprendía de seguir avanzando, con el miedo atenazando sus piernas y haciendo sus pasos cada vez más pesados.

    Entre las hojas, vio la hoja de la guadaña, y tras tragar saliva, se decidió a salir a la luz. Y, sinceramente, la escena no era en lo absoluto la que habría esperado encontrar.

    Una vaca blanca le salió al paso, después vio a una muchacha —creía que era una muchacha, por la cara y la delgadez que se veía bajo la túnica— metida hasta las pantorrillas en el agua, y tras ella un gigante de piel oscura que, a juzgar por esa marca alrededor de su ojo sólo podía ser el Mutuwa al que había ido a buscar.

    Un Mutuwa que, además, estaba totalmente desnudo.

    Se le encendieron las mejillas por la vergüenza y rápidamente se dio media vuelta para preservar la intimidad del hombre, justamente lo que Lulú tendría que haber hecho unos minutos atrás, y rápidamente alzó las manos para mostrar que iba desarmado.

    —¡Perdón, no quería…! ¡No quería interrumpir!

    —¡Está bien! —habló la chica.

    Jullen escuchó cómo salía del agua y después sus pasos mojados acercándose a él, y de pronto la tuvo cara a cara. Bueno, cara a cara, exactamente, no, era más bajita que él, pero al bajar un poco la mirada se encontró con esos grandes y expresivos ojos azules y sintió cómo su cara enrojecía incluso más que antes.

    La joven le puso una mano en la mejilla, haciendo que Jullen enderezase la espalda de forma inconsciente, y le dedicó una sonrisa.

    —Mira, si ya no estás tan asustado —dijo con una risita.

    —¡Lulú! —bramó una voz desde los árboles.

    —Oh, ups —Lulú se mordió el labio y se alejó un poco de Jullen con un gesto de disculpa —. ¡Estamos en el río!

    Apenas dijo esto, se volvieron a abrir los arbustos y apareció una mujer alta y fuerte que empuñaba una espada. Primero se fijó en Jullen, después en el Mutuwa. Soltó una imaginativa maldición y apartó la mirada, dando un par de zancadas para llegar junto a Luth.

    —Maldita sea, ¿qué haces sin pantalones? ¿Y tus botas? ¿Y dónde está tu maldito sentido común? —preguntaba mientras la agarraba por el brazo —¿Cómo se supone que voy a protegerte si te pierdo de vista dos segundos y acabas…? —volvió a mirar a los dos hombres y frunció aún más el ceño —Ni siquiera sé cómo definir esto. Coge tu ropa y a esa maldita vaca y vámonos.

    Lulú suspiró, pero asintió, obediente, y recogió sus botas y sus pantalones. Al enderezarse, miró entonces alternativamente a Jullen y a Ife y volvió a sonreír.

    —¡Venid a comer con nosotros!

    —¡¡Lulú!!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, Nuluha llevaba su mirada desde la hoja de su espada hasta la parejita que hablaba alegremente al otro lado del fuego y, de vez en cuando, miraba al Mutuwa, ocupado en la misma labor de afilado que ella, pero con su guadaña.

    Cuando Lulú había invitado a comer a esos dos hombres —un Mutuwa y un absoluto desconocido, ¿en qué estaba pensando?—, había albergado la esperanza de que se negasen, pero claro, era difícil decirle que no a Lulú cuando ponía sus ojitos de cachorro.

    Mientras compartían un par de piezas que Nuluha había cazado por la mañana, Jullen se había presentado y les había contado su historia, o más bien se la había contado a Lulú, pues prácticamente sólo miraba al muchacho —incluso después de haberse enterado de que realmente no era una chica, y eso que la noticia le había pillado por sorpresa—.

    Una vez Ife dio su sucinta versión de los hechos, y es que realmente costaba arrancarle las palabras a un Mutuwa, Jullen asintió.

    —Mi padre no era el mejor hombre del mundo, pero no se merecía morir así. Y siento que su muerte te haya causado tantos problemas.

    —Pero, ¿cómo? ¿Crees en un Mutuwa así, sin más? —le había preguntado Nuluha, quien pese a que Luth le había contado cómo Ife les había salvado de los soldados rojos no podía quitarse la sospecha del cuerpo.

    —Si Lulú dice que puedo confiar en él, ¡lo haré!

    —¡A Lulú lo conoces desde hace media hora! ¡Y no le llames Lulú!

    Sus quejas no habían servido de mucho, la verdad, pero pronto habían cambiado de tema y Jullen se había puesto a hablar de Fadmella. Él era el primero en la línea de sucesión, pero su madre se haría con la regencia. De hecho, pensaba escribirle una carta al llegar al primer pueblo para pedirle que, por favor, le cediesen el poder a otra persona, a su prima, quizá, que siempre había tenido buenas dotes de liderato.

    En lo que a Jullen concernía, y según sus propias palabras, el trono no era su vida. Prefería dedicarse al arte, como había estado haciendo los últimos años.

    —De hecho, tenía pensado viajar pronto hacia Haflán. He oído que buscan artistas para decorar los nuevos edificios que han tenido que construir por culpa de ese incendio que se comió la mitad de la ciudad, ¡quizá consiga un buen puesto!

    —¡Eso suena fantástico! —había aplaudido Lulú, contagiado de la esperanza e ilusión de Jullen. Todavía con las manos juntas, había mirado entonces a Nuluha —¿Haflán nos queda de camino?

    —¿Eh? Bueno, tendríamos que desviarnos un día, pero…

    —¡Ven con nosotros, Jullen!

    —¡Lulú!

    —¡Sólo hasta esa desviación! —se apuró en añadir Lulú —¿Por qué no, si vamos en la misma dirección? Además, un grupo más grande es un grupo más seguro, ¿no?

    —No si intentamos pasar desapercibidos —se quejó Nuluha, entre dientes.

    —La mejor forma para pasar desapercibidos es llamar la atención —comentó Jullen de forma distraída mientras terminaba de arrancar la carne del hueso que tenía entre manos —. Nadie busca en la gente que se anuncia a bombo y platillo.

    —¡Oh! —Lulú casi saltó en el sitio, alargando una mano para alzar su laúd —¡Puedo cantar canciones por los pueblos por los que pasemos!

    —¿Qué? ¡No, Lulú! Precisamente tenemos que alejarnos de las vías principales y de los centros populosos —rebatió Nuluha.

    Jullen, viendo la cara de decepción de Lulú mientras dejaba el laúd de nuevo en la tierra, se frotó la barbilla.

    —¿Quién os busca? ¿Acaso habéis cometido algún crimen?

    —Nada de eso —empezó a decir Lulú, pero Nuluha lo interrumpió con un carraspeo y una mirada fiera.

    —No es de tu incumbencia, Bise. Termina de comer y vuelve a Fedka, nosotros seguiremos nuestro camino.

    —Bueno —Jullen suspiró, tirando el hueso al fuego, y se recostó contra su bolsa de viaje, que estaba apoyada sobre una roca para hacerla más blanda —. Si yo buscase a un par de fugitivos, lo haría precisamente en el bosque y en las rutas secundarias. A veces, hay que esconderse a plena vista. Y hacer de músico ambulante podría ser una buena coartada. ¡Lulú! ¡Me encantaría oírte tocar!

    —Otro día, te lo prometo —sonrió Lulú —. Ahora, ¿podrías contarnos más de Fedka? ¡He oído mucho de esa ciudad! ¿Cómo es, cómo es trabajar ahí?

    La conversación, entonces, había seguido en esas líneas, y como la dominaban únicamente Jullen y Lulú, tampoco fue sorprendente que se acabasen juntando para hablar cara a cara con toda la familiaridad de dos viejos amigos.

    A Nuluha no le gustaba aquella situación, así lo demostraban sus gruñidos mientras afilaba y limpiaba la hoja de su espada, pero debía reconocer que, cuanto más lo pensaba, más sentido le veía al plan que habían urdido esos dos idiotas.

    Lo que no le terminaba de encajar en las cuentas era el Mutuwa. Lo miró de soslayo, aunque se le escapó un resoplido divertido al verlo acariciar la cabeza de Kitá, que se había acercado pidiendo mimos. ¿Cómo podía una vaca ser tan mimosa? ¡Parecía un perro!

    Su pequeña risa había interrumpido la conversación de los otros dos, quienes se giraron a mirarla. Cuando Lulú se dio cuenta de qué la había divertido tanto, soltó también una pequeña risa. Se levantó, se sentó junto a Ife y acarició también a Kitá.

    —Está claro que le gustas mucho —le dijo con una risita al gigante de la guadaña —. ¡Deberías acompañarnos tú también!

    —Bueno, ya vale —habló la guerrera —. Todos a dormir. Mañana ya decidiremos qué hacemos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Estaba teniendo un sueño agradable. Volvía a estar en el Santuario y trenzaba los cabellos de una de sus hermanas mientras otra les contaba una historia. Entonces aparecía su madre para decirles que la cena ya estaba servida. Un sueño muy sencillo, cotidiano, pero feliz, que era lo importante.

    Sin embargo, de pronto toda esa atmósfera relajada se había teñido de una tensión atroz y la imagen se había disuelto. No había llegado a tener ninguna pesadilla, simplemente se había despertado de golpe, agitado, sintiendo una rabia terrible que no le costó nada identificar como procedente de Ife.

    El Mutuwa había terminado por dormirse, un poco alejado del grupo central, pero no estaba teniendo un sueño apacible. Sus ojos se movían bajo los párpados, le temblaban los dedos y los labios, fruncía el ceño y parecía farfullar cosas, aunque sin voz.

    Lulú no pudo evitar echarse a llorar al sentir esas emociones tan fuertes. De hecho, se asustó tanto que llegó a retroceder un poco, pero al cabo de unos segundos se decidió a ponerse en pie y, despacio, cuidando no despertar ni a Nuluha ni a Jullen, que tan tranquilamente dormían, se acercó a Ife.

    Se arrodilló a su lado y acercó sus dedos, algo temblequeantes, al Mutuwa. Cuanto más cerca estaba de su piel, más fuerte sentía esa ira, pero se las apañó para tocarle, acariciándole el rostro y el cuello con suavidad. El efecto fue inmediato, aunque no absoluto, y es que si bien Ife parecía estar relajándose, era esto algo muy leve y gradual.

    Lulú se inclinó entonces sobre él y besó su frente. Después, lo abrazó sin dejar de acariciarle y empezó a murmurarle una nana. Ahora sí, el hombre fue calmando su rabia y quedó en su lugar un sentimiento mucho más pacífico.

    El muchacho suspiró y le besó de nuevo la frente mientras se acurrucaba en el suelo, formando con su cuerpo un arco alrededor del Mutuwa, de tal forma que la cabeza de Ife se apoyaba en el vientre de Luth y la cabeza del propio Luth reposaba en el hombro de Ife.

    Una vez normalizada la situación, el propio Luth no tardó en dormirse de nuevo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —A mí me enseñaron que los Mutuwa son la mismísima Muerte, criaturas sobrenaturales aterradoras que sesgan la vida de las personas que se cruzan en su camino —hablaba Nuluha, pero entonces miró de reojo a Ife y soltó un bufido divertido —. Pero si ni siquiera un Mutuwa de dos metros puede decirle que no a Lulú, a lo mejor no sois tan temibles como todos dicen.

    Dicho esto, volvió a mirar al frente, donde Lulú y Jullen encabezaban la marcha, tan vivarachos como la noche anterior. Al menos Nuluha podía estar tranquila con respecto a Lulú: no le había dicho a Jullen nada de que eran perseguidos por los Caballeros Rojos de Cárrigan, tampoco que venían del Santuario de Ise Ilurga. En lugar de eso, le daba largas, haciéndole mil preguntas sobre su vida, su familia, sus amigos, su maestro, las ciudades que había visitado…

    El peor momento, quizá, había sido cuando le había preguntado si podía verle desnudo. Nuluha jamás pensó que un humano pudiese sonrojarse tanto y tan rápido como lo había hecho Jullen.

    Salió de sus pensamientos al ver a Lulú girarse de un salto. Caminando hacia atrás, abrió los brazos con una de esas risas que parecían llenarlo todo de genuina alegría.

    —¡Nu, Nu! ¡Dice Jullen que quiere que le haga de modelo!

    —¡Eso ni soñarlo, Bise! —casi ladró Nuluha.

    —¡Ife, dile que no sea tan amargada!

    —Lulú, por el amor de todo lo santo y bendito, ¡camina del derecho, que te vas a caer!

    —La mujer aterradora tiene razón, Lulú —intercedió Jullen, conteniendo la risa.

    —¡Que no le llames Lulú! ¿Cómo puede un noble tomarse tantas libertades?

    —Yo le dije que podía llamarme así.

    —¡Pues yo digo que no! ¿Quieres mirar hacia el frente, por favor?

    Lulú soltó otra risita y volvió a girarse, dando un par de saltitos para colgarse del brazo de Jullen y retomar la conversación por donde la habían dejado, aunque la interrumpió de nuevo cuando algo captó su atención. Echó a correr al frente unos metros y se apeó al borde del camino, cerca de un desnivel que bajaba tres o cuatro metros en pendiente.

    —¡Una fortaleza! ¡Nu, mira! ¡Una fortaleza de verdad! ¡Debe ser el castillo de Galandra! —decía, señalando hacia el horizonte, donde efectivamente se distinguía el perfil de un castillo.

    Nuluha se detuvo a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza.

    —No estamos haciendo turismo, Lulú. Venga, sigue. Nos quedan aún un par de horas para llegar al siguiente pueblo.

    —Tora es de Galandra, ¿verdad? —le preguntó a la mujer, caminando ahora a su lado.

    —Sí, nació allí —reconoció Nuluha con un suspiro.

    —¿Quién es Tora?

    —Una tía mía. ¡Me contó muchas historias de Galandra! Al parecer, hacen el mejor vino de la región, ¡y hay una semana en otoño donde se celebra un torneo al que acuden gentes de ocho comarcas distintas!

    —¡Ah, cierto! —Jullen se golpeó una palma abierta con el puño, asintiendo —Mi prima Magrisse fue una vez a ese torneo. ¡Ganó varias rondas en las pruebas de esgrima!

    —¿Me dices otra vez por qué estás tú con nosotros y no tu prima Magrisse? —preguntó Nuluha.

    —No le hagas ni caso —se rio Lulú, retomando el camino, otra vez del brazo de Jullen mientras Kitá daba unos torpes saltos para volver a estar a la altura del muchacho —. ¿Sabes? Me apetece un montón una tarta de ciruelas. ¡Estamos además en la época perfecta! Ojalá en este pueblo tengan…

    SPOILER (click to view)
    Me temo que a Ife le ha tocado un grupo caótico. En fin xdd

    Este es el amigo Jullen Bise (X) yyyyy ya que estamos, el modelito que me lleva ahora Lulú (X)

  7. .
    No era difícil ver que estaba nerviosa. Era cierto que Khamlar no había respondido a su propuesta de cenar a solas con el entusiasmo que habría querido, apenas había asentido sin casi mirarla, pero lo importante era que había aceptado y, de hecho, se había adelantado para reservar sitio.

    No había demasiados locales en el Santuario dedicados únicamente a la venta de comida o bebida, y en realidad la zona más abundante se encontraba en el barrio élfico. Chin’nesstre le había explicado por qué mientras la ayudaba a arreglarse, dejándole un vestido y ayudándole a colocárselo, pero lo cierto es que Evat no le había prestado tampoco demasiada atención.

    Mirándose ahora en el espejo veía que la moda de Seraporte y la de los elfos no eran tan distintas, si bien su búsqueda de la sensualidad sí parecía opuesta. Ella siempre había llevado vestidos ceñidos y con escotes normalmente generosos, mientras que el vestido que Chin’nesstre le había facilitado parecía ser justamente lo contrario: se ajustaba al cuello, a la cintura y a las muñecas, y luego la tela caía suave y vaporosa, sin pegarse a sus formas femeninas, pero mostrándolas debido a la semitransparencia del vestido.

    En resumidas cuentas, en Seraporte se mostraba y en la moda élfica se sugería. Lo único que quedaba al aire eran sus hombros.

    A pesar de este cambio, no podía decir que le defraudase el resultado. El vestido era azul pálido y tenía incrustadas piedras de distintos tonos de blancos y azules. Sujetó la falda un poco, dio una vuelta y sonrió. Se agachó entonces un poco cuando Chin’nesstre se lo indicó, dejando que le pusiese un adorno a juego en la cabeza.

    El maquillaje sí era más diferente. No cubría las imperfecciones, no dulcificaba los rasgos; simplemente servía para resaltar la belleza de cada individuo, o así se lo había explicado la elfa mientras le aplicaba con un pincelito unos polvos en el rostro y por último un poco de pintalabios suave.

    —Mi trabajo aquí ha terminado —dijo Chin’nesstre tras pasarle un par de dedos por el cabello, tan corto, a Evat —. Estás muy hermosa.

    —Gracias a ti —reconoció la lias, acercándose un poco más al espejo para mirarse bien —. Siento que, de alguna manera, Khamlar encaja mejor con vuestro estilo, así que al verme así estoy segura que caerá a mis pies.

    —Oh, querida —suspiró, dejándole un poco de espacio y cruzando los brazos bajo el pecho —. Tampoco te aconsejo que te hagas muchas ilusiones.

    —¿Qué quieres decir? —preguntó Evat, girándose a mirar a la otra con una ceja enarcada. Era gracioso, hasta sus orejas parecían inquisitivas.

    —Bueno, es que… Khamlar no parece… No sé cómo decirlo… No creo que vaya a terminar en tu cama.

    —No te preocupes —Evat sonrió, llena de confianza —. Es un hombre muy caballeroso, ya había calculado que no se acostaría conmigo en la primera cita. O sea —se sonrojó un poco y soltó una risita —, si ocurre, yo no me quejaré, pero estoy mentalizada con que es alguien que prefiere que las relaciones fluyan con suavidad.

    «No me refería a eso», pensó la elfa, pero no se atrevió a decirlo en voz alta, no al ver la ilusión que tenía Evat encima con aquella cita, como ella la llamaba.

    Se conformó, entonces, con ponerle una capa igual de vaporosa que el resto de su vestido —no cubría mucho, pero creaba un efecto estético bonito— y la acompañó hasta la posada donde Khamlar les había dicho que esperaría. Se despidió de Evat con una sonrisa y unas palabras de ánimo y después regresó junto a su padre. No quería dejarlo solo mucho rato, no hasta que estuviese bien recuperado, aunque debía reconocer que los cuidados de Onoga estaban haciendo que su curación fuese bastante más rápida de lo pronosticado en un inicio.

    Volviendo con Evat, apretó las manos contra el vientre y respiró hondo antes de entrar en la posada. Recibió muchas miradas aprobatorias, algunas incluso cargadas de lujuria, de los elfos varones que había por allí, pero tardó un poco en conseguir la atención que buscaba. Esa fue la primera decepción, la segunda fue ver que Khamlar, si bien se había cambiado de ropa, no iba más elegante, simplemente se había puesto otro conjunto de viaje.

    Se tragó la inconformidad, sobre todo cuando Khamlar se puso en pie para recibirla. Sí, esa era la caballerosidad de la que hablaba antes. El hombre tomó su mano con gran suavidad y besó sus dedos con una delicadeza que consiguió que su ropa dejase de importar. La verdad es que Khamlar parecía estar guapo llevase lo que llevase.

    —Estás arrebatadora —le dijo con una sonrisa (a Evat le pareció por un momento que era una sonrisa cargada de tristeza) antes de apartarle una silla. Evat se sentó y Khamlar la acercó a la mesa —. Espero que te guste este sitio. He conseguido una mesa algo apartada y, mira, desde aquí se ve una plaza.

    Era cierto. La ventana daba a una avenida al fondo de la cual había una plaza coronada por una fuente con una escultura claramente élfica que representaba a una mujer gigante que parecía bailar siendo envuelta por unas telas que se agitaban al viento en una maestría asombrosa por parte del maestro escultor.

    —Quizá podríamos luego acercarnos y verla más de cerca —propuso Evat, consiguiendo, de nuevo, un simple asentimiento de Khamlar. Viendo el peligro de que pudiese formarse un silencio, y qué terrible sería un silencio nada más comenzar la cita, carraspeó para llamar su atención y le sonrió. Se inclinó hacia adelante y puso los codos en la mesa, juntando las manos y llevándoselas al pecho en un gesto propio del flirteo —. Oye, desde que os conocí tengo una duda en la cabeza… ¿Por qué Ruya te llama «majestad»? Quiero decir, imagino que es por tus exquisitos modales, ¿no?

    Khamlar la miró y ladeó un poco la cabeza con una sonrisa (de nuevo, le pareció triste).

    —Sí, es por mis modales. Y porque fui rey. En otra vida.

    Los ojos de Evat se iluminaron y la muchacha dio una suave palmada, juntando de nuevo las manos y esta vez llevándoselas a la boca, ligeramente abierta en una «oh». Obviamente aquello le había interesado, quería saber más, pero antes de que pudiese hacer alguna pregunta, un hombre fuerte apareció cargando con un pato ya troceado, asado con salsa de grosellas, queso y hojas verdes. Se lo puso en la mesa, obligando a la mujer a apartarse un poco, y luego añadió dos platos con sus cubiertos.

    —¿Vino?

    —Vino, por favor —asintió Khamlar. Al poco, el elfo volvió con tres jarras en una bandeja y miró a Khamlar —. A tres cuartos, si no le importa.

    —En lo absoluto —se rio el elfo con voz grave. Vertió entonces un poco de vino en la jarra más pequeña y añadió tres cuartos de agua. Lo removió y sirvió en las copas —. Que aproveche, parejita.

    Khamlar le agradeció con un gesto y, cuando el hombre se fue, Evat volvió a inclinarse hacia el kaltrix.

    —¿Por qué ha aguado el vino?

    —Las bebidas alcohólicas de los elfos son muy fuertes —explicó Khamlar con calma mientras servía en el plato de Evat una jugosa pieza del pato —. El vino se agua, pero tienen otra bebida, el ha’ja, que suele diluirse con zumos de frutas. Esa es extremadamente fuerte. Un vasito sin diluir puede dejar inconsciente a un humano adulto.

    —Oh, vaya —Evat parpadeó, sorprendida —. ¿Cómo sabes tanto sobre las bebidas élficas?

    Como respuesta a esa pregunta, Khamlar soltó risa y cambió de tema.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Aunque la cena había sido muy agradable, Evat no estaba totalmente satisfecha con el camino que había seguido. La conversación había fluido, pero había sido muy trivial. Es decir, Khamlar no había aportado muchos datos sobre sí mismo, y la mujer no se sentía más cerca de él que al empezar el día. Quizá incluso lo contrario.

    Esto era todavía más irónico ahora que estaba agarrada a su brazo. Tras cenar, habían paseado bajo las estrellas y la luna hasta la plaza. La habían rodeado, cotilleando los puestos ahora cerrados, y finalmente se habían detenido frente a la fuente.

    Evat suspiró y apoyó la cabeza en el hombro de Khamlar, quien no mostró rechazo ante el gesto. Se mordió el labio y miró la escultura de la mujer bailando.

    —¿Crees que representa a alguien en concreto?

    —Berediel —respondió Khamlar sin pensárselo, hablando en un susurro que hizo que Evat se estremeciese —. ¿Te ha dado frío? ¿Quieres mi chaqueta?

    —No, no, no quiero molestar… —dijo con un ligero sonrojo en las mejillas que fue a más cuando Khamlar le puso sobre los hombros su chaqueta. Realmente no tenía frío, pero verse rodeada de esa forma por el aroma y el calor del rubio la hizo tan feliz que sentía que no iba a dejar de sonreír nunca —¿Quién es Berediel?

    —El viento —dijo Khamlar, volviendo a aceptar a la lias sobre su hombro —, la música, el baile, la libertad… Y también el conocimiento.

    —No sabía que los elfos tuviesen dioses.

    —No los tienen —dijo Khamlar con calma —. Sólo creen en la Razón. No, Berediel es una alegoría. Para los elfos, hay cuatro facetas en la Razón, y Berediel representa la libertad de expresión, digamos el derecho a que el conocimiento sea difundido.

    —Entonces hay tres… ¿alegorías? más, ¿no?

    —Sí, y cada una está asociada con un elemento. En la entrada de la Biblioteca está Caraniel, la tierra, la madre, el hogar. Es la voluntad de respeto y de protección. El conocimiento ha de ser recopilado y guardado. Las otras dos supongo que estarán repartidas por la ciudad.

    —Sigue fascinándome todo lo que sabes sobre los elfos. ¡Yo no sé nada, salvo que tienen las orejas picudas y que son un pueblo muy tradicional!

    Khamlar se rio un poco y tiró de ella para emprender el camino de regreso a la casa de Kunic. Ese paseo fue más silencioso. Parecía que la paz nocturna de aquel sitio había contagiado a Evat, que sentía que sus pisadas eran terriblemente ruidosas. Y normalmente eso no le importaría lo más mínimo (de hecho, en Seraporte disfrutaba del sonido que hacían sus tacones en los pavimentos, atrayendo la mirada de los hombres), pero ahora que estaba con Khamlar sentía que ese sonido molestaba.

    Esta sensación se acrecentó cuando llegaron a la calle que daba inicio al barrio de los vieras. Se detuvo en seco y miró a Khamlar.

    —¿Y si vamos mejor a la residencia de los elfos? Así no despertamos a las niñas.

    Khamlar se lo pensó unos segundos, pero aceptó y silenciosamente dio media vuelta. El paseo, entonces, duró el doble, cosa que a Evat le habría parecido perfecto si no hubiese estado sumido por un silencio que ya no era tan cómodo como antes. Cuando miraba a Khamlar, él le dedicaba una sonrisa, pero no conseguía ocultar ese brillo triste que, ahora estaba convencida, tenían sus ojos.

    Al llegar a la puerta de la residencia donde estaba pasando las noches Chin’nesstre, Evat se detuvo y se puso frente a frente con Khamlar. Le acarició una mejilla y sintió su labio inferior temblar cuando él le tomó la mano con los ojos cerrados.

    —¿Por qué estás tan triste?

    —No te preocupes por eso.

    —¡¿Cómo no voy a preocuparme?! —se le escapó el tono, y a modo de disculpa bajó la mirada —¿Crees que no me doy cuenta? Sonríes, pero tus ojos están tan…

    Se calló al notar cómo Khamlar le apretaba un poco la mano. Volvió a mirarle y encontró una de esas sonrisas de las que ella estaba hablando. Fue ahora él quien acarició su mejilla, y ella quien derramó una lágrima de pura frustración.

    —Por favor, créeme. Todo está bien. No tienes que preocuparte —agrandó un poco la sonrisa y tomó la cara de Evat con ambas manos, limpiándole esa lágrima con un pulgar —. Es sólo un día tonto.

    —¿Un día tonto? Te hicieron una fiesta y ni siquiera apareciste, y ahora…

    —Evat —la volvió a interrumpir, manteniendo un tono suave —. No le des más vueltas. Sólo necesito despejarme un poco, ¿entiendes? —Cuando ella asintió, él la soltó —Ve a dormir.

    —Pero…

    —Buenas noches, Evat.

    —¿Ni siquiera me vas a dar un beso? —consiguió pedir cuando Khamlar ya se estaba dando la vuelta.

    El hombre la miró con sorpresa, después asintió. Puso una mano en su cintura y otra en su barbilla, y entonces se inclinó. Evat cerró los ojos, pero no sintió los labios de Khamlar sobre su boca, sino sobre su sien. Se quedó igualmente con los ojos cerrados, esperando quizá un segundo beso que nunca llegó.

    Cuando se decidió a mirar, estaba sola, agarrada a la chaqueta de Khamlar.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Nim’poh llevaba en el Santuario de Leporidae doscientos largos años. Era el tercer o cuarto elfo más anciano, aunque ninguno de sus predecesores se acercaban al increíble récord de Kin’aya. Como fuese, había dedicado esos dos siglos a estudiar los orígenes más remotos de Leporidae, y precisamente los escritos de Kin’aya suponían la base fundamental de su tesis, pero… ¿cómo separar lo real de lo fantástico? ¿Cómo entrever la verdad en una mente tan perdida y confusa, tan borrosa?

    Aquel joven, Khamlar, había lanzado una bomba muy interesante. Él aseguraba haber visto el famoso Corazón de Kaltrix que supuestamente se protegía en el Santuario, y no sólo eso, sino que había dicho con todo el peso de quien lleva la desnuda verdad en su pecho que era, realmente, el corazón de un kaltrix. ¡De un kaltrix! Una criatura que llevaba centurias, milenios, confundiéndose entre la realidad y la ficción sin que nadie tuviese mucha idea de qué hilo tomar para desenredar esa madeja.

    Aunque había oído de una familia humana que llevaba un tiempo trabajando en esa cuestión y que, al parecer, había sido ridiculizada, vilipendiada y hasta exiliada de algunas ciudades por proclamar que los kaltrix no sólo eran criaturas reales, sino que además seguían existiendo.

    Claro que Nim’ph ni siquiera podía imaginar que precisamente la última descendiente de esa familia era justamente la persona a la que había acudido en busca de ayuda.

    Hirale le parecía un muchacho —creía que era un muchacho— inteligente y curioso. De hecho, le había tenido que mirar bien las orejas para asegurarse que no fuese un elfo. ¡Cuánta sed de conocimiento! ¡Cuánto amor por la literatura y por el saber! Llevaba siempre consigo un cuaderno donde lo apuntaba todo, como había hecho él en su juventud, y no tenía miedo en hacer todas las preguntas que considerase necesarias.

    Por eso, cuando le había visto entrar de buena mañana en la biblioteca, se había acercado a él y le había pedido que le acompañase a ese Mundo Antiguo del que Khamlar había hablado. ¡Y con cuánta ilusión había aceptado!

    No habían tardado mucho en ponerse en camino, pero claro, lo que para un viera y un kaltrix podía suponer unos pocos minutos, para ellos dos había sido un viaje que les había ocupado toda la mañana, sobre todo porque Nim’poh estaba mayor y se iba apoyando en el bastón.

    De todas formas, había valido la pena. Había sido todo un reto encontrar una entrada y luego descender en esa oscuridad aterrorizante con sólo una vela, pero al ver tantos objetos en buen estado, al ver la magia mantener agua flotando a saber cuántos metros del suelo ¡con criaturas vivas en ella!, todo eso había valido la pena.

    Hirale iba de un lado a otro, tomando anotaciones, haciendo bocetos rápidos y farfullando cosas que a Nim’poh, que le empezaba a fallar un poco el oído, le resultaban incomprensibles. Habían descubierto juntos habitaciones con muebles y telas intactas, escaleras que subían y que bajaban, camas que, salvo por el polvo que acumulaban encima, parecían invitar a dormir en ellas.

    Ninguno de los dos eruditos entendía cómo podía mantenerse todo aquello, si debía ser de la Época Antigua. Las telas, las maderas, ni siquiera la estructura misma del edificio, nada debería haber aguantado tanto tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que estaba absolutamente abandonado, y sin embargo ahí estaba, irradiando vida, suplicando por una corte que se asentase allí y llenase los pasillos de ruidos y el olor de comida recién hecha.

    Pasaron todo el día recorriendo el lugar, y finalmente se decidieron a bajar un poco más, hasta llegar a ese suelo tan lejano que se veía desde cualquier planta (todos los pisos formaban una galería en el centro, formando un altísimo patio abierto) y que irradiaba luz propia.

    —Alguien ha levantado esta losa hace poco —notó Nim’poh, señalando el polvo removido alrededor —. Pero debe pesar toneladas…

    Hirale frunció un poco el ceño. Eso parecía cosa de Khamlar, pero entonces ¿por qué no se lo había dicho? Dejando de lado esos pensamientos, se asomó a esa última habitación y perdió el aliento al ver, incluso desde esa perspectiva tan poco favorecedora, el interior.

    —Necesitamos una escalera o una cuerda —comentó, y vio entonces cómo Nim’poh sacaba de su bolsa una cuerda de cáñamo.

    Antes de lo que la propia Hirale habría predicho, se descolgaron a esa habitación.

    —Espera… Esa estatua… ¿No es ese muchacho, Khamlar? —balbuceó el elfo, señalando la piedra —¡Sí! ¡Lo pone en la base! ¡Khamlar V el Grande! Entonces… ¡Decía la verdad, él fue el último rey de R’Lash! ¡R’Lash existe!

    La chiquilla no supo qué decir, sobre todo cuando el hombre la tomó de los hombros con ojos como enloquecidos. ¿Qué debía hacer? ¿Se lo contaba todo? Era la oportunidad que había estado esperando… ¿No?

    —¡Muchacho! ¡Ayúdame a subir a esa escultura! —dijo entonces el elfo, interrumpiendo sus dudas momentáneamente —Tengo que ver ese Corazón más de cerca.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Los viera estaban inquietos. De pronto, la naturaleza se había agitado y los campos habían empezado a secarse a una velocidad aterradora. Algo había cambiado, se había producido un desajuste en el equilibrio natural. Pero ¿qué había sido?

    Un par de agricultores saltaron hasta la Biblioteca de los elfos, con la esperanza de que esa gente, tan dada a escribirlo y guardarlo todo, tuviese respuestas a lo que ocurría. A ese par de agricultores pronto se sumó más gente, pues ya no eran sólo los campos de cultivo. Todo, hasta la hierba de las calles, se estaba marchitando.

    —¿Dónde está ese viejo loco? —refunfuñaba Onoga mientras iba de habitación en habitación buscando a Nim’poh. Era quien más sabía de Seraporte de toda la residencia, así que necesitaban encontrarle cuanto antes.

    Ruya, que no acababa de entender nada, encontró a Chin’nesster, Evat, Kunic y Khamlar reunidos y se unió a ellos.

    —¿Dónde está Hirale? —preguntó Khamlar a modo de saludo —Tenemos que mantenernos todos unidos.

    —Se ha ido con un elfo a no sé qué ruinas. Querían ver algo de un corazón o no sé qué hostias.

    Khamlar intercambio una mirada con Kunic y, al momento, ambos corrieron hacia la puerta. Ruya, que seguía sin entender nada, pero sabía reconocer cuándo podía ser útil (aunque no se le daba tan bien saber cuándo no), salió corriendo también detrás de ellos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Había sido aterrador.
    Nim’poh había conseguido alcanzar el orbe luminoso y lo había abierto, encontrando dentro un corazón palpitante. Al sacarlo del orbe, el brillo había cesado y el corazón había empezado a moverse, y una especie de oscuridad lo había ido rodeando, transformándose en tentáculos que lamían el aire.

    Asustado, el elfo había soltado el corazón y se había alejado, usando su bastón como posible arma. Durante un rato no había ocurrido nada, así que ambos se habían acercado de nuevo para ver cómo, poco a poco, esos tentáculos de oscuridad parecían estar configurando… algo…

    Al cabo de unos diez minutos, más o menos, era reconocible una caja torácica y el inicio de un sistema nervioso. Y con el paso del tiempo, el proceso se había ido acelerando. Un segundo corazón, los pulmones, el estómago y los intestinos, los riñones… Un cuerpo humano, masculino, se formó frente a los ojos de ambos, humana y elfo, cubriéndose de carne y de piel hasta caer desnudo al suelo.

    Y apenas su pecho se movió al ritmo de una respiración, su rostro, que durante unos segundos había sido tan hermoso como el de Khamlar, se tornó en una pesadilla, en un kaltrix hambriento, tal y como le había ocurrido a Khamlar al despertar en su sarcófago.

    Hirale gritó al ver esos ojos rojos fijarse en ella, pero por suerte el nuevo kaltrix no llegó a tocarla. Dos tentáculos negros bajaron de las alturas y se enredaron en la cintura de Hirale y de Nim’poh, elevándolos y alejándolos del kaltrix. Vio a Ruya, que la cogía del brazo y la apartaba más aún de la trampilla. Vio también a Kunic, asustado a juzgar por cómo movía la nariz y las orejas, y luego, por último, vio a Khamlar.

    Parecía un lobo, quizá, con el cuerpo en completa tensión, una respiración profunda y lenta, y una mirada tan aterradora como la del kaltrix que había ahí abajo. Parecía luchar con sus instintos y su propio cuerpo para mantener la cordura, porque sus dientes se alargaban y afilaban y su boca se abría a límites imposibles, pero no se movía, no aún.

    Sus ojos naranjas estaban fijos en algo abajo, en los del kaltrix, que estaba en la misma posición que él. De debajo de las ropas de Khamlar surgieron cuatro tentáculos negros que se tensaron en el aire, en una posición ofensivo-defensiva. El otro kaltrix, por su parte, no sacó tentáculos, sino terribles cuchillas que salieron de sus brazos a modo de espadas.

    —Debemos irnos —susurró Ruya con cautela, como si estuviesen viendo a dos animales salvajes, que en realidad era lo que esos dos kaltrix parecían.

    —¡Espera! ¡No podemos irnos! ¡Esto es un documento histórico! Dos kaltrix… ¡Vivos! —decía Nim’poh.

    Hirale, por su parte, no supo qué decir o hacer, sobre todo cuando vio que Khamlar no saltaba al sótano, pero el otro kaltrix sí subía. No supo si agradecer el hecho de que estuviesen más pendientes el uno del otro que del público. Se debatía entre el terror más absoluto que le provocaba el saber que había un kaltrix hambriento que la tenía como plato principal y esa pasión que compartía con el elfo acerca de una especie que todo el mundo creía mitológica.

    Mientras su cerebro colapsaba ante tantas emociones, los kaltrix empezaron a luchar.

    Y qué batalla. Se movían a velocidades imposibles, a veces incluso desaparecían de la vista para reaparecer a unos metros de distancia. Volaban cuchilladas y latigazos, había mordiscos y zarpazos. Aparecieron marcas de garras en la roca, se escucharon gruñidos, pero era difícil seguirles el ritmo, y cuando se dejaban ver, el espectáculo era tan aterrador que Hirale no sabía si habría preferido no ver nada.

    Todo pareció acabar cuando una cabeza fue seccionada de su cuerpo por un tajo limpio. El cuerpo se desplomó y Ruya tuvo que sujetar a Kunic mientras Hirale volvía a gritar al ver que quien quedaba en pie era el moreno, el kaltrix que acababa de renacer. Lo cual significaba que la cabeza que había caído, la cabeza que rodaba por el suelo hasta detenerse contra una pared, era la de Khamlar.

    Ese hombre, por llamarlo de alguna forma, desnudo, manchado en sangre negra, jadeante y cubierto de cortes, se giró hacia ellos con sus horripilantes colmillos. Ninguno de los cuatro fue capaz de reaccionar, así que aquel demonio se acercaba a ellos, los acorralaba contra una pared. Acercó sus fauces a la cara de Hirale y sacó la lengua para lamerle la mejilla, deleitándose en el sabor del miedo más absoluto.

    Todo parecía perdido, y entonces…

    Dos manos atravesaron desde atrás el pecho del kaltrix anónimo, sujetando dos corazones. Ese hombre intentó girarse y debatirse, pero esas manos retrocedieron a la misma velocidad y, cuando el cuerpo del hombre cayó al suelo, los otros pudieron ver a Khamlar devorando esos corazones como si no hubiese comido en meses.

    No pareció conformarse con eso. Su cuerpo parecía más musculado de lo normal mientras abría en canal ese cuerpo desde los agujeros que ya le había hecho en el pecho. Arrancó el hígado de cuajo y lo devoró también, y Hirale vio que sus ojos, que hasta ahora habían sido naranjas, casi rojos, ahora se teñían de negro absoluto.

    —¿Khamlar? —se atrevió a preguntar. Supo que había sido un error cuando esos ojos inhumanos se clavaron en ella.

    —Genial. Llama la atención del monstruo —gruñó Ruya, preparándose para luchar.

    Fue una batalla incluso más corta que la anterior. De un solo manotazo, Khamlar mandó al valiente guerrero contra una pared, dejándolo inconsciente en el acto. Gruñó, o quizá rugió, y se acercó al grupo de una forma muy similar a como lo había hecho su semejante escasos segundos antes.

    Sin embargo, se detuvo de pronto y se acercó más al viera. Con esa respiración lenta y pesada, se alzó, lo miró a los ojos y, cuando parecía que iba a morderle, apoyó frente contra frente. Cerró los ojos y su boca se normalizó. Sus hombros se desplomaron, sus brazos cayeron a los lados de su cuerpo y, por último, sus pies volvieron a tocar el suelo.

    Cubierto en sangre negra y en heridas que iban cerrando poco a poco, miró a su alrededor, y recuperó la cordura. Cuando miró a Hirale, lo hizo con sus ojos broncíneos de siempre.

    —¿Estáis bien? —preguntó en un susurro.

    Hirale no llegó a contestar, se desmayó de pura impresión. El viejo elfo tampoco pudo decir nada, seguía temblando, manchado por su propia orina, una reacción totalmente normal, dadas las circunstancias.

    Miró a Ruya y suspiró con alivio al escuchar aún su corazón. Después miró a Kunic y alzó una mano para acariciarle la mejilla, pero al ver que su mano estaba manchada de sangre, la bajó sin llegar a rozarle.

    —Ayúdame —le pidió, bajando de nuevo a la sala de las estatuas.

    Tomó entre sus manos el orbe, que ahora que había sido abierto no brillaba. Era una esfera partida en dos, llena de runas élficas ancestrales cuya magia se activaba al juntar las dos mitades, momento en el que se completaban los hechizos inscritos. Al comprobar esto, Khamlar puso el orbe abierto en las manos de Kunic y respiró hondo.

    —En cuanto lo ponga dentro, cierra la caja —le ordenó.

    Si hacían falta más explicaciones, dejaron de necesitarse en el momento en el que Khamlar mostró su mano izquierda, convertida otra vez en afiladas garras, y la hundió en su propio pecho con un gemido de puro dolor. Respirando hondo, intentando controlar el dolor, extrajo un corazón que aún palpitaba. De ese músculo y de su propio pecho empezaron a salir tentáculos negros que buscaban unir las dos partes: era lo mismo que debía haber ocurrido cuando había sido decapitado. Pero esta vez Khamlar no dejó que ocurriese la unión, rápidamente metió el corazón en el orbe y, en el momento en el que Kunic lo cerró, cortó los últimos tentáculos, que se desvanecieron en humo negro.

    Mientras la herida de Khamlar se iba regenerando, el orbe volvió a brillar y a emitir calor. Kunic sólo tuvo que soltarlo para que regresase a las manos de la doble diosa.

    —Mira —sonrió Khamlar —. Hemos salvado Leporidae por segunda vez en dos días.

    Y tras esta broma, acompañada de una risa agotada, se desplomó en un profundo y reparador sueño.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Apenas abrió los ojos, se dijo que había sido un error. Tuvo que volver a cerrarlos y girar la cabeza, escapando de una luz que, en realidad, era suave y tamizada. Al volver a abrirlos, se encontró a Evat dormida en el mismo sillón que él había ocupado cuando Fayrez estaba convaleciente.

    La lias estaba cubierta con la chaqueta que Khamlar le había dado tras su cita, y ese detalle hizo que el kaltrix sonriese con ternura. Pero no con la ternura de quien ve a la chica que le gusta llevando su ropa, sino de quien ve a su hermana pequeña, algo que haría a Evat llorar, seguramente.

    Ahora que estaba mejor acostumbrado a la luz, pudo evaluar bien la situación. Alguien se había encargado de limpiarlo y vendarle prácticamente el cuerpo entero, y le habían dejado agua y unas flores en la mesita de noche.

    —Oh, por fin despiertas —dijo Fayrez, que asomó en la habitación —. Llevas tres días durmiendo, tus amigos están preocupadísimos.

    —Hirale… Y el anciano, Nim’poh —dijo Khamlar con la voz algo rasposa —. ¿Cómo están?

    —Bueno… —suspiró Fayrez —. Cuando llegaron, estaban realmente en shock, pero tras una noche de sueño y una buena comida, ambos empezaron a hablar y a escribir con tanta ilusión que Onoga jura que Nim’poh parece haber rejuvenecido varios años.

    —¡Papá! —dijo la voz de regañina de Chin’nesstre —¿Qué haces paseando solo por ahí? ¡Todavía no te has recuperado del t-¡ —se interrumpió mirando a la habitación —Oh, por fin despiertas —dijo incluso en el mismo tono que había empleado Fayrez poco antes —. ¿Cómo estás?

    —Estoy bien. Tengo que…

    Intentó levantarse, pero Chin’nesstre se acercó para impedírselo. Khamlar, entonces, le hizo un gesto y empezó a quitarse las vendas, empezando por la del cuello dejando ver que sólo quedaban cicatrices bastante bien curadas.

    —¿Cómo es posible? —murmuró la elfa.

    —Voy a ir a buscar a Kunic —dijo ahora Fayrez —. Estaba muerto de preocupación.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Apenas el Corazón del Kaltrix había sido restaurado, aunque no era el corazón que había habido en los últimos tres milenios, la tierra se había regenerado también y toda la flora que se había ido marchitando había vuelto a la vida con incluso más esplendor que antes, y todo había vuelto a la normalidad, como si jamás hubiese ocurrido nada.

    Aunque esto igual sólo era una fachada. Lo cierto es que Kenec llevaba unos días paseando por todo el Santuario para asegurarse de que esto fuese cierto, de que todo hubiese vuelto a ser como debía ser. Era un protector de Leporidae, después de todo, y no dormiría tranquilo hasta que hubiese pasado un tiempo largo sin cambios bruscos.

    Era el cuarto día tras el incidente y sabía que Khamar había salido ya de esa especie de coma en la que se había sumido —no conocía los detalles, sólo sabía que Kunic había estado involucrado de alguna manera y que nadie quería decir nada, lo cual le mosqueaba enormemente—, pero no esperaba encontrarse al mismísimo Khamlar a medio camino del oasis y el Mundo Antiguo.

    Aquel día estaba nublado, así que era la primera vez que lo veía a esas horas sin su sombrero y su capa. Estaba, de hecho, a torso desnudo, lo cual le permitió comprobar que tenía un cuerpo fibroso y musculado así como una buena cantidad de cicatrices que demostraba que había participado en alguna batalla.

    Se detuvo para observarle y frunció el ceño, no con enfado, sino con curiosidad, al verle saltar y lanzar una patada lateral. No necesitó mucho más tiempo para comprender que estaba practicando Pe’vera, y debía estar haciéndolo sólo con aquel entrenamiento que había visto.

    Le sorprendió lo alto que saltaba para no ser un viera, y que realmente estuviese haciendo los movimientos más básicos de forma casi perfecta. Era, desde luego, un guerrero formidable, no cabía duda.

    —¡Kenec! —le saludó al terminar otro salto, saludándole con la mano y una gran sonrisa —¿Qué te parece? ¿Lo hago bien?

    —Mejor que Kunic —reconoció Kenec, acercándose a él.

    —¿Me puedes enseñar algún movimiento más?

    —No eres viera.

    —No, pero vuestra lucha es fascinante. Y a cambio yo podría enseñarte algún movimiento humano.

    Kenec se lo pensó, pero finalmente asintió y, para cuando se quisieron dar cuenta, llevaban al menos dos horas practicando movimientos y pequeñas luchas simuladas. En realidad, no se dieron cuenta hasta que fueron interrumpidos. Kanát llegó a ellos justo cuando Khamlar conseguía darle una patada en el vientre a Kenec, aunque no fue un golpe muy fuerte, puesto que el viera apenas se tambaleó, si bien el sólo hecho de haber sido alcanzado pareció dejarlo confundido unos segundos, el tiempo que tardó en notar la presencia de su hermana.

    —Llevamos un rato llamando, la cena ya está lista —les regañó, haciendo que Kenec moviese las orejas en un gesto de cierta vergüenza mientras Khamlar simplemente soltaba una pequeña risa y recuperaba su ropa.

    —Lo siento, lo siento. Ahora vamos.

    Kanát asintió, conteniendo una sonrisa, y regresó a casa. Khamlar terminó de vestirse y le dio una palmada en el brazo a Kenec en un gesto de compañerismo que hizo que el viera sacudiese la nariz.

    —Ven mañana al entrenamiento —le dijo con los brazos cruzados bajo el pecho —. Así los otros verán cómo lucha un humano.

    —Lo haré encantado, pero… Quizá Ruya te sirva mejor que yo para eso. Después de todo, él sí es humano.

    Kenet le miró sin entender, pero Khamlar simplemente le guiñó un ojo y se desvaneció en el aire. El viera alzó las orejas y las movió en todas direcciones mientras le buscaba también con los ojos. Cuando recuperó el sonido de su corazón, notó que el rubio estaba ya en casa.

    ★ • ★ • ★ • ★ • ★


    Al terminar la cena, Kaz hizo un gesto para mandar a las pequeñas a la cama. Dos de las mayores, mellizas de Kenec, Kunic y Kazát, cogieron en brazos a las dos más pequeñas para llevarlas a la cama, mientras que las otras se fueron levantando y retirando por su cuenta, todas menos la pequeña Kenat, que se había quedado mirando a Khamlar fijamente.

    Kaz frunció el ceño e hizo un chasquido, y entonces la niña puso una cara tan triste que Khamlar decidió intervenir. Le hizo un gesto a la matriarca y le sonrió antes de coger en brazos a Kenat.

    —Tienes que dormir, o si no mañana estarás muy cansada para jugar —le susurró mientras la llevaba a su dormitorio.

    —Es que te he echado de menos —se quejó la pequeña, abrazándose a su cuello —. Has estado muchos días malo.

    —Lo sé... Hagamos un trato —se detuvo en la puerta, donde las mellizas de Kenat ya se estaban metiendo en la cama, y le dio un golpecito en la nariz —. Tú te duermes ahora sin replicar y mañana juego con vosotras.

    —¿También vas a dormir con nosotras? —preguntó Kaneh, haciendo que varios pares de ojitos rojos se fijasen en Khamlar.

    —Mmmn... —hizo como que se lo pensaba mientras llevaba a la pequeña viera a su cama. La arropó, fue a la puerta y miró a todas las crías —Hoy tengo que hablar con Kunic, pero mañana dormiré al menos la siesta con vosotras, ¿vale?

    —Está bien... —fueron aceptando las niñas con cierta resignación.

    Khamlar contuvo una risa y miró el pasillo, palmeándose la pierna. Apareció Ica, quien recibió encantado unos mimos de Khamlar antes de entrar en el cuarto.

    —Hoy Ica os protegerá, y mañana pasaré un rato con vosotras. Ahora... Buenas noches.

    Una vez vio que las niñas habían cerrado los ojos y estaban tranquilas, recorrió la madriguera en busca de Kunic, dándole las buenas noches a las hermanas que se encontraba. Se topó entonces con Kaz, quien le sonrió y le besó la punta de la nariz antes de retirarse.

    Khamlar se acarició la nariz, sonrió y llegó a la sala, donde sólo quedaban Kunic y Kenec. Incluso Ruya y Hirale se habían retirado ya. El mayor hizo un gesto de despedida y se fue, dejando a los otros dos a solas. Khamlar miró a Kunic y le sonrió un poco, haciéndole un gesto para que se sentase. Él se sentó a su lado, y al ver cómo se desenredaba el pelo con los dedos le tomó la melena y con suavidad se la fue peinando él.

    —Estos días han pasado muchas cosas —empezó a decir con el susurro más tenue que podía articular — y soy consciente de que ha sido un caos para todos, pero quería... Necesitaba decirte algo que no llegué a decirte antes del incidente del Corazón —respiró hondo y le acarició la mejilla con el dorso de un dedo mientras su otra mano seguía peinándole —. Tú viste que yo estaba triste y me intentaste animar llevándome a ese sitio tan hermoso y preocupándote tanto por mí. Y no quiero que creas que tus esfuerzos cayeron en saco roto. Creo que... No llegué a decírtelo, pero realmente me gustó mucho estar ahí contigo y ver ese espectáculo mágico.

    Hizo una pausa, agachando la mirada y buscando las palabras adecuadas para seguir. Respiró hondo y dividió esa cascada blanca en cuatro mechones para trenzarlos, tal y como les había visto hacer esos días que llevaban en el Santuario.

    —Ya te dije cuando nos conocimos que no pertenezco a este mundo, ni siquiera reconozco el cielo y no queda nadie de mi entorno. Ni siquiera Kin'aya, que trascendió finalmente —sentía sus ojos escocer un poco, pero hizo un esfuerzo para no llorar —. No te voy a mentir, incluso con lo cálida y acogedora que es tu familia, me siento desarraigado. Yo no debería estar vivo —le tembló la voz al decir esto, pero tomó aire y logró seguir —, y hay días en los que me siento tan perdido y tan sólo que no puedo pensar más que en aquellos que se han ido... Aquellos que nunca volverán —añadió esto con una especial tristeza y entonces hizo una pausa para atar la trenza. Puso una mano en la mejilla de Kunic y consiguió dedicarle una sonrisa, aunque algo vacilante —. Pero estoy aquí. Aquí y ahora. Y Kunic, me alegro mucho de haberte conocido, y también a los demás, claro. Siento que estamos formando una extraña familia. Y... Bueno, incluso si me siento desarraigado, tus gestos me dan la esperanza de poder hacerme un día un hueco en este mundo extraño. Aunque nadie me conozca como «el Grande» y no sea rey de nada.

    Había dicho esto en un tono más distendido e incluso logró soltar una pequeña risa. Le miró y terminó por frotar suavemente sus narices para luego darle un beso en los labios y otro en la frente. Por último, se abrazó a él, acomodándose contra su cuello, y suspiró.

    —Gracias por estar a mi lado. Sobre todo después de haber visto mi peor cara.

    Con esa frase, dio por terminado el discurso. Cerró los ojos y respiró ese aire contaminado por el olor de Kunic. Un olor con el que empezaba a familiarizarse, que le envolvía con una calidez especial, aunque a la vez le embargase de añoranza por otros olores perdidos tres mil años atrás.

    Entre ese olor, el sonido rítmico del corazón de Kunic y su propio cansancio, Khamlar no tardó mucho en volver a dormirse.

    SPOILER (click to view)
    El vestido de Evat (X

    La escultura de la plaza xdd (X

    Iba a escribir al menos una escena más, el funeral de Kin’aya y Khamlar y Ruya emborrachándose y liándose, peeeeeero pues no me cabía y al final ni me ha apetecido. También me había planteado una escena en la que Khamlar rebusca en las ruinas y encuentra cosas, pero también queda para otro momento.

    Y eso xdd



    Edited by Bananna - 27/4/2020, 23:08
  8. .
    Angus no había emitido ni una sola queja en aquella sesión de curas, por desagradable que fuese sentir el alcohol contra sus heridas aún no curadas del todo. Simplemente miraba a Arno sonriendo y se reía cuando el inglés le apartaba unas manos quizá demasiado juguetonas. Pero aquella sesión ya estaba terminando y pronto podría cobrar su premio por buen comportamiento.

    Su corta estancia en los calabozos de Nuestra Señora de la Concepción no había sido agradable, pero tampoco le había quitado sus ganas de divertirse. Durante la primera noche rumbo a Boston, simplemente había abrazado y besado a Arno hasta que ambos quedaron dormidos, no por falta de ganas de algo más, sino porque había recibido puñetazos y golpes de los guardias y del propio Gutiérrez y los moratones le dolían más de lo que quería reconocer.

    Ante esto, cualquiera diría que esa semanita larga hasta el puerto de Boston se la pasaría en actividades reposadas, pero apenas se le habían pasado las peores molestias, había vuelto a volar entre las jarcias del barco, y hacía un par de horas había accedido a practicar lucha con uno de los esclavos liberados, Akpobome. El problema era que, igual, se habían emocionado un poco más de la cuenta y habían terminado los dos sangrando. Una vez los habían separado, Angus se había echado a reír y le había ofrecido una mano, y el nigeriano había terminado por reírse también y estrechársela.

    Sin embargo, aunque su relación no hubiese sufrido daños, sus cuerpos sí. Akpobome había bajado con Doc, pero Angus no se había negado al ofrecimiento de Arno.

    Ahora las curas acababan y el inglés dejaba la tela llena de sangre y alcohol a un lado. Angus tomó esto como su señal de salida; sus manos volaron al trasero de Arno y lo apretaron antes de hacerle sentarse en su regazo. Con una de sus sonrisas torcidas —aunque estaba claro que su boca no sabía sonreír de forma recta—, lo abrazó contra su pecho y no dudó mucho a la hora de besarle.

    Le había empezado a abrir la ropa y repartía besos por su pecho cuando escuchó tres golpes fuertes y rítmicos en la puerta. Suspiró y apoyó la mejilla en el pecho de Arno, sonriendo al sentir sus dedos acariciarle el pelo.

    —¿Qué pasa, Moira? —preguntó sin necesitar que la mujer hablase.

    La puerta se abrió entonces y la pirata asomó, apoyándose en la jamba con un brazo apoyado en la cintura.

    —Brodie dice que llegaremos a Boston en las primeras horas de la tarde.

    —Genial —Angus dio un beso más en el pecho de Arno y luego se enderezó, aunque sin soltar su cintura —. ¿Qué tal Ak?

    —Está bien. Incluso diría que mejor que tú, ahora que te veo la cara.

    —Sí, bueno —Angus arrugó un poco la nariz al sonreír, gesto que compartía con los Swinbrook —. Puede que él diese más golpes, pero yo he ganado el combate.

    —Sí, sí, lo que tú digas —se rio Moira —. Os dejo algo de intimidad. Pasadlo bien y no hagáis mucho ruido.

    Ahora fue Angus quien rio, y cuando Moira cerró la puerta, miró a Arno y se dio un par de golpecitos en los labios, pidiéndole un beso que, cuando llegó, le hizo sonreír de nuevo.

    —Te quiero, plookie —mientras decía esto, sus manos se empezaban a deshacer de los pantalones del inglés —. Recuérdame que luego te cuente qué significa «plookie». No, no, cuando terminemos. Ahora sólo quiero…

    Terminó la frase con una especie de gruñido animalesco mientras se lanzaba sobre él, haciéndole caer en la cama bocarriba. Soltó entonces un quejido entre risas, tocándose uno de los hematomas del torso, y sacudió la cabeza. Lo volvió a abrazar y giró, dejándolo encima. Le soltó una palmada en las nalgas y sonrió.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Lo cierto es que el paso del Encourage por Boston había sido muy corto. Sólo habían sido un par de días, tiempo suficiente para que Arno pusiese el Sugary y a su tripulación en orden. Originalmente, dejarían al inglés allí, pero Angus le había acariciado el cuello y le había pedido que le acompañase a Escocia, y Arno tampoco había puesto mucha resistencia ante la idea de pasar por lo menos cuatro meses más con los escoceses… o con uno, más concretamente.

    El viaje hasta las costas escocesas duraba dos meses, estaba calculado para que llegasen a mediados o finales de diciembre. Y, cuanto más tiempo pasaba, más animados estaban los tres escoceses, demostrando así las ganas que tenían de volver a casa.

    Ahora que llevaban la mitad del viaje hecho, los días estaban ocupados por la multitud de tareas habituales en un barco en plena mar, también por entrenamientos más propios de piratas que de simples marineros. Las noches, por otra parte, se llenaban de música y risas, y en la intimidad del camarote, Angus abrazaba a su amante y le contaba historias sobre la tierra que iban a visitar.

    Aunque ese día parecía haber algo distinto. Los hombres seguían fregando la cubierta, limpiando los cañones o comprobando las cuerdas, pero había una especie de tensión. No era para menos, por cierto, y es que Brodie había avisado de un barco mercante que pasaría por su ruta.

    Angus salió a cubierta y besó la mejilla de Moira, quien supervisaba el trabajo de Cotton y Nat. Le rodeó la cintura con un brazo y dejó que se apoyase en él mientras echaba un vistazo al barco.

    —¿Qué tal está tu inglés?

    —Ocupado —comentó Angus en voz baja —. Ha decidido reordenar los libros del camarote… otra vez —Apoyó la mejilla en la cabeza de Moira y suspiró —. ¿Tú qué piensas? ¿Has oído algo sobre el capitán del nuevo cervatillo?

    —Hmn… Lo cierto es que sólo he oído algún rumor, pero creo que es un hombre razonable. Si es cierto, quizá ni haya que derramar sangre.

    —Eso espero —comentó el pelirrojo —. No quiero que haya cañonazos mientras plookie está en el barco.

    —Cambiando de tema, ¿cómo se tomó lo de «plookie»? —preguntó, sin contener su sonrisa.

    —Mejor de lo que esperaba —reconoció con una pequeña risa, mirando ahora hacia el mar —. Sí, promete ser un día tranquilo.

    No lo fue. El capitán del barco mercante parecía haberse rendido, toda la tripulación estaba sobre la cubierta de rodillas con las manos en la cabeza mientras los piratas se hacían con su botín. Pero, entonces, aquel hombre calvo le hizo un gesto a su segundo al mando y, de pronto, la situación se descontroló.

    La batalla tampoco fue particularmente corta. Algunos de esos marineros estaban bien entrenados, seguramente habían participado en alguna guerra, porque sabían luchar, y lo hacían bien. Angus también pensó que debían estar preparados para recibir el ataque de un barco pirata en esa ruta, aquello parecía orquestado.

    Pero todo llegó a su fin, eventualmente, y las figuras que quedaban de pie vestían de negro y se cubrían el rostro con máscaras. Con diligencia, los cadáveres se fueron amontonando ordenadamente en la cubierta, bocarriba y en filas cuidadas. En esta ocasión, no había habido ninguna baja pirata, aunque sí heridos con distintos niveles de gravedad.

    Angus miró el Lobo Aullador. Había un boquete en una de las cubiertas superiores, culpa de un cañón que se había disparado durante la batalla en un intento desesperado de dejar a los piratas sin salida. Por suerte, se había quedado en eso. No entraba agua y los que se habían quedado en el barco no estaban en esa zona, sino justo en el lado contrario de la nave.

    Respiró hondo y miró a sus hombres. La batalla los había agotado a todos física y mentalmente, así que hizo lo único que se le ocurrió: tomó aire y aulló a las últimas nubes del atardecer. Hubo un par de miradas, alguna tos, pero finalmente, al tercer aullido de Angus, se fueron sumando más voces.

    Cuando el Rey Demonio cruzó la tabla para volver a su barco, no sólo no quedaba nada de provecho en las bodegas del navío atracado, sino que habían arrancado tablas suficientes para reparar el boquete. Él fue el último en salir, como siempre. Miró los cadáveres, encendió una cerilla y la arrojó sobre el aceite que habían desparramado en la cubierta enemiga.

    Mientras el barco ardía, Angus se quitó la máscara, ya no había ningún motivo para ocultarse, y sonrió cuando vio a Arno volver a la superficie. Abrió los brazos y, cuando el inglés corrió a él, lo tomó de la cintura y lo abrazó, besándole antes de que se fijase en la altura a la que se encontraba del suelo.

    —Estoy bien —le susurró, sujetándole con un brazo mientras, con la mano libre, le apartaba algunos cabellos negros del rostro —. Estoy perfectamente bien.

    Le besó otra vez y lo bajó al suelo, tomando sus manos. Le sonrió, juntó sus frentes, y entrelazó sus dedos para llevarlo al interior. Dejó a su paso un goteo de sangre, pero no pareció importarle, sobre todo cuando, tras cerrar la puerta de su camarote, empujó a Arno contra la puerta.

    —¿Este traje aún te trae malos recuerdos, plookie? —le susurró contra el oído —Porque me apetece mucho quitártelos… a empujones.

    Dicho esto, asaltó la boca del inglés y, sin darle mucha opción a pensar, se quitó los guantes, le bajó los pantalones y apretó suavemente su intimidad con una mano. Quizá fue porque Arno había pasado miedo de perderle, o quizá fuese cualquier otra cosa, pero por una vez no pareció darle importancia a las posibles heridas de Angus, y el escocés no tardó mucho en agarrarle los muslos y levantarlo así, contra la puerta.

    Entró en él casi de golpe y siguió atacándole con la lengua y los dientes mientras se movía dentro del inglés con una ligera violencia que, en todo caso, no pretendía hacer daño a Arno tanto como descargar los restos de adrenalina que le quedaba en el cuerpo.

    Cuando llegó al clímax, jadeó mirando las marcas que había dejado en el cuello y hombros de Arno, bastante profundas y enrojecidas. Miró sus ojos, brillantes por la excitación, y le besó con mucha más calma. Se pegó firmemente contra él y bajó junto a Arno hasta terminar de rodillas en el suelo. Después, se dio media vuelta y lo tumbó en el suelo, tumbándose sobre él.

    —No te he hecho daño, ¿verdad? —preguntó, con la cabeza en su pecho —No quería hacerte daño. Nunca lo he querido.

    Y poco después de decir eso, se quedó profundamente dormido.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Moira abrió y cerró los dedos, moviendo también el brazo hacia arriba y hacia abajo para comprobar que no le doliese nada. Miró entonces a Doc y le sonrió.

    —Eres el mejor médico que un barco pudiese desear.

    —Lo sé.

    Moira le dio un pequeño beso, le guiñó un ojo y soltó una risa al ver cómo el médico se recolocaba las gafas con un carraspeo. Salió de la enfermería y miró a la luz del día su brazo, donde sólo quedaba una marca rosada ahí donde tres semanas antes había sobresalido su hueso roto.

    La batalla con aquel barco había sido dura, no había habido ni una persona que no hubiese terminado al menos con cinco puntos. Por supuesto, esto incluía también a Angus, pero llevaba ya unos días tan recuperado que había estado trabajando sin descanso en terminar algunas reparaciones.

    Vio a Arno en la cubierta, tomando el té en una mesita que Brodie le había habilitado al principio del viaje para que pudiese disfrutar de las horas de sol y del calor. Aunque calor ya poco. Era diciembre, estaban a una semana de llegar a Escocia y ya habían tenido incluso que limpiar nieve de la cubierta.

    Lo vio cómodamente cubierto con una tela muy amplia teñida con el tartán del clan Donald, verde y azul con líneas rojas y blancas. No le costó mucho entender que se trataba del feileadh mor de Angus.

    De hecho, ella llevaba esa misma tela recogida de tal forma que formaba una falda ceñida a su cintura que caía hasta sus rodillas, mientras que parte de la prenda cubría sus hombros a modo de chal o incluso manta. Apoyado en el timón, Brodie vestía prácticamente igual, con camisa blanca y pantalones oscuros bajo el feileadh mor, medias hasta las rodillas y zapato cómodo para caminar por el barco.

    Se acercó para saludarle y hablar un poco, aunque no llegó a sentarse. En realidad, ninguno de los tres escoceses estaba pasando mucho tiempo quietos, siempre parecía que tenían alguna tarea entre manos. Los nervios por volver a casa, estaba claro.

    Unos diez minutos después de que Moira empezase a hablar con Arno, la atención de ambos fue capturada por el vigía, quien tocó un silbato y empezó a hacer señales con pañuelos de colores.

    —Un barco pirata —le dijo Moira a Arno, frunciendo entonces el ceño —. Dice que lo conocemos.

    Corrió al palo mayor, trepó un poco (nunca había tenido la agilidad de Angus, pero al menos podía ganar cierta altura) y se sacó de un pliegue de la ropa un catalejo con el que oteó el horizonte.

    —¿Qué ves? —le gritó Brodie desde el timón.

    —¡Es el Dragón de Jade!

    Moira estaba todavía gritando el nombre del barco cuando Angus terminó de trepar, volviendo a la cubierta con el pequeño Brodie en el hombro. Llevaba pantalones y camiseta, pero esta tela se le pegaba al cuerpo por el sudor y el agua que le había salpicado mientras trabajaba. Tenía el pelo largo, mucho más largo de lo que los Swinbrook recordaban habérselo visto en años, bien recogido en una coleta baja, pero pese a esto los mechones más cortos se habían soltado y ahora Angus se los apartaba de la cara mientras caminaba por la cubierta, los pies descalzos y algunas virutas de madera encima.

    Hizo un alto en el camino para besar a Arno —Comodoro aprovechó ese momento para saltar sobre la mesa y coger una fruta que empezó a comerse ahí— y después siguió el ejemplo de Moira. Tomó entre sus manos una de las jarcias, cogió impulso y empezó a trepar a gran velocidad, prácticamente usando sólo la fuerza de sus brazos y apoyándose en el mástil con los pies de vez en cuando.

    Sobrepasó a Moira por mucho y se quedó a media altura del mástil. Se hizo visera con una mano, sujetándose con la otra, y luego agitó el brazo de lado a lado a modo de saludo. Le debieron haber visto, porque el vigía del barco contrario también saludó antes de que la nave se detuviese.

    El Encourage se acercó y frenó al lado del Dragón de Jade. Más pronto que tarde se habían tendido un par de pasarelas, y apenas Fo Chao cruzó se saludaron tomándose las manos y chocando los hombros antes incluso de que el chino hubiese salido de la pasarela.

    —¡Joder, muchacho! ¿No tienes frío? —le preguntó al verlo tan ligero de ropa.

    —Me muevo mucho —sonrió —. Qué sorpresa, ¿haciendo negocios con los ingleses?

    —Qué remedio —dijo Fo Chao soltando una carcajada, aunque después cambió el gesto y bajó la voz —. ¿Ese es el tuyo?

    Angus se giró hacia Arno y le guiñó un ojo antes de volver a mirar al chino.

    —Ese es mi inglés.

    —Mierda —suspiró Fo Chao, pasándose una mano por la cara —. Tengo algo para él en el barco.

    —¿Para el capitán Arno Williams? ¿Estás seguro? —frunció el ceño al verle asentir —¿Y qué demonios es?

    —Pues…

    —¡Angus! —exclamó Brodie.

    Una pequeña parte de la tripulación china había pasado al barco pirata para saludar a algunos de los amigos que habían hecho en su último encuentro, pero de pronto, entre los hombres —que no eran sólo asiáticos, había también europeos—, apareció una mujer menuda, con el pelo rubio como el sol, la piel pálida llena de pecas y unos ojos grandes y expresivos que buscaban entre la gente un rostro.

    —No sé cómo decírtelo, hermano… Pero es esposa —terminó por decir Fo Chao al ver cómo la mirada de Angus se había endurecido de pronto.

    —Oh —fue lo único que dijo.

    Vio cómo los dos británicos cruzaban miradas y cómo la mujer levantaba sus faldas y corría para abrazar a su marido, quien miró a Angus con cierta incomodidad y mucha sorpresa. La mujer lloraba, Arno apenas se atrevía a darle algunas palmaditas en la espalda y Angus sólo miraba, sin saber muy bien qué hacer o decir ante semejante situación.

    Sabía que Arno estaba casado, claro que sí. Aquel detalle había estado cerca de romper su relación, pero una vez lo hubieron superado, había intentado simplemente olvidarlo. ¿Qué más daba? Arno apenas se comunicaba con ella y no iban a verse. Angus nunca la iba a ver, podía fingir que Arno jamás se había casado o, a malas, que había enviudado.

    Pero eso era antes, claro. Cuando no tenía a la puñetera esposa en su maldito barco, abrazando a su amante. Una parte de él quería cogerla de los pelos y tirarla al agua, y luego pretender que jamás había ocurrido esto. La otra sólo quería volver a su labor carpintera y pasar de todo.

    Volvió a la realidad cuando Brodie, el mono, no el hombre, trepó por su pierna y se asentó en su hombro.

    Moira, sin embargo, fue la primera en reaccionar. La chiquilla, no debía tener mucho más de veinte años, había conseguido que su llanto se convirtiese en sollozos ahogados contra su pañuelo. Se había separado un poco de Arno y ahora alzaba sus grandes ojos a esa mujer alta vestida de hombre que se acercaba a ella.

    —Yo… Lo… Lo siento —murmuró la recién llegada, aunque sin tener idea de por qué se disculpaba. Le había parecido que igual esa morena podía estar enfadada con ella o molesta por haberla visto llorar así. En cambio, se encontró una sonrisa.

    —Hace mucho frío aquí fuera —comentó Moira con voz suave, limpiándole las lágrimas con un pulgar —. Ven conmigo dentro. Te prepararé un té y, cuando te hayas calmado y hayas entrado en calor, tendrás un sitio cómodo donde ponerte al día con tu marido. ¿Te parece bien? —la vio asentir y sonrió un poco más —Me llamo Moira.

    —Maude —susurró, sintiéndose incapaz de dejar de mirar esos ojos grises de la mujer.

    Maude acompañó a Moira, sintiéndose enana a su lado, y sólo miró hacia su marido una vez antes de entrar en el castillo de popa.

    —¿Tienes ron? —preguntó de pronto Angus, mirando a Fo Chao.

    —Tengo ron —confirmó el chino.

    —Vamos a tu barco a tomar un par de vasos —dijo Angus mientras se dirigía con él a la pasarela, ofreciéndole al mono media galleta que, al parecer, llevaba guardada entre la ropa.

    Y, al contrario que Maude, Angus no volvió la vista atrás hacia Arno.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuando Angus entró en su camarote, ya había pasado la cena. Claro que él no había cenado en su barco, sino en el Dragón de Jade. Había sido esta su forma de darle espacio a Arno para hablar con la tal Maude sin sentirse cohibido con su presencia, pero ahora tenía ganas de volver, y lo hizo con una manta sobre los hombros.

    Cerró la puerta del dormitorio y miró el feileadh mor que Arno había dejado doblado sobre el escritorio. Se quitó la manta y se acercó a la cama donde el inglés leía a la luz de un par de velas. Le quitó el libro de las manos y calló sus protestas con un beso, mirándole después con cierta tristeza, o quizá fuese arrepentimiento por no haber estado con él en todo el día.

    Se tumbó a su lado y apoyó la cabeza en su hombro tras devolverle el libro, acariciándole el vientre con suavidad por sobre la tela de su camisón.

    —A ratos incluso olvido que estás casado —habló tras un rato de silencio, apoyando la frente en el cuello del inglés —. Pero he decidido que no importa, porque para mí los ritos anglicanos no significan nada. Y, plookie… —apretó un poco los labios y se incorporó, apoyándose en un brazo, para poder quedar a la altura de sus ojos —Me gustaría que, una vez en casa… Te enlazases a mí por un rito gaélico. No podemos casarnos de forma oficial por esto de que ambos somos hombres, pero esa ceremonia va mucho más allá, es… una unión de almas —comentó en voz baja, buscando su mano para entrelazar sus dedos —. Te quiero, Arno. Estos meses juntos, primero en la isla, ahora en el barco… han sido increíbles. No quiero que acaben. No quiero que te separes de mí —sonrió un poco mientras le apretaba suavemente la mano —. Te quiero, muchísimo —repitió en un susurro.

    Tras este susurro, no pasó mucho hasta que estuvieron enlazados no tanto por una ceremonia como por la forma de juntar sus cuerpos. Angus estaba recostado sobre Arno, abrazándolo, besándolo y moviéndose entre sus piernas, disfrutando del sonido de sus gemidos y jadeos cuando le besaba y mordía el cuello.

    Aquel parecía un momento perfecto para la pareja, pero se vio súbitamente interrumpido cuando la puerta se abrió. Sonó un grito y Angus lo primero que hizo fue cubrir a Arno con su cuerpo. Al ver que realmente no había peligro, se separó de él y miró hacia la puerta, subiéndose los pantalones mientras veía a Maude taparse la cara, temblando y con la piel tan roja que parecía que la hubiesen hervido.

    —Qué demonios…

    —¡Lo siento! ¡Perdónenme! —se disculpó la joven —¡No quería…! ¡Creía que le estaba usted haciendo daño a mi marido!

    La cara de sorpresa de Angus se convirtió en un ceño fruncido al escuchar ese «mi marido». Estuvo tentado a soltarle algunas palabras, pero se dio cuenta de que eran crueles, improcedentes, y que además serían justo lo contrario de lo que le había dicho a Arno antes de ser interrumpidos, por lo que terminó por no decir nada.

    Fue Moira quien volvió a intervenir. Salió del cuarto de su hermano —le había cedido su dormitorio a Maude para que tuviese una cama cómoda y cierta intimidad— con el pelo revuelto y vistiendo sólo una camisa interior que le llegaba a medio muslo y rápidamente pasó un brazo por los hombros de la chica.

    —Está bien, no temas. Williams y Angus son amantes —le dijo como si fuese lo más normal del mundo —. Nadie le va a hacer daño al inglés en este barco.

    Brodie terminó por salir también, bostezando y con el pequeño Brodie medio dormido en su hombro, agarrado a su pelo y a su brazo. Se reajustó los pantalones, única prenda que lo cubría, y miró la escena antes de suspirar.

    —Voy a hervir agua —dijo con voz adormilada.

    —No te preocupes, Maude —reiteró Moira, recolocando un poco la manta con la que la mujer se había cubierto el camisón —. Ve con Brodie a la cocina.

    —Es… ¡Es muy indecente ir con tan poca ropa!

    —Sí, es inglesa —dijeron los dos Swinbrook a la vez sin perder un instante.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Hay algo que no entiendo —comentó Maude.

    Moira enarcó una ceja y la miró mientras le pasaba una taza de té recién servida.

    —¿El qué?

    —Gracias. La ropa que llevan ustedes tres… no, no, sin azúcar, gracias. Sólo un poco de leche —sonrió y removió el té antes de volver a mirar a la mujer —. La ropa que llevan ustedes tres. ¿Por qué es la misma? ¿Acaso esos colores significan algo para los… escoceses?

    Había estado a punto de llamarlos «salvajes», pero se había contenido a tiempo. Hacía ya cinco días que se habían despedido de Fo Chai, cinco días que, navegando rumbo a Escocia, Maude había estado intentando hacerse al barco y a esa extraña relación que tenía su esposo con el capitán pelirrojo.

    Como buena dama inglesa que era, se había criado pensando que los vecinos del norte eran brutos, poco civilizados, asalvajados, guerrilleros y dados a supersticiones estúpidas y creencias de lo más absurdas, arcaicas y paganas. Esos días en ese barco le habían confirmado casi todas estas ideas.

    Pese a eso, debía reconocer que Moira, que en un principio le había impresionado tanto que no sabía si sentía miedo o admiración por ella —era alta y hermosa, vestía como un hombre y tenía a un montón de piratas siguiendo sus órdenes sin rechistar—, era mucho más sofisticada de lo que decía la primera impresión. Sabía leer y escribir y se notaba que lo hacía con relativa frecuencia, la cuidaba mucho y la animaba a mantener conversaciones sobre arte, que era una de sus grandes pasiones.

    Le gustaba pasar tiempo con Moira. Aunque no acababa de entender por qué a veces la pillaba mirándola de reojo.

    —Este patrón se llama tartán —le dijo Moira, señalando las líneas de su ropa —. El tartán es, digamos, el distintivo de cada clan escocés.

    —Oh… ¿Y cuál es el vuestro? —preguntó en parte por pura educación, en parte por interés real.

    —Pertenecemos al clan Raghnaill. También se conoce como clan Ranald o Ronald, también.

    —La verdad es que no entiendo muy bien esto de los clanes.

    Moira se rio, pero no llegó a explicárselo, porque la propia Maude cambió el tema después de ver a Angus yendo a hacer a saber qué.

    —Tampoco entiendo a ese hombre.

    —¿Angus? Sí, es algo más complejo de lo que parece —sonrió Moira —. ¿Cómo llevas lo de su relación con Williams?

    —Oh. Lo cierto es que… Bueno, no lo sé. Yo sabía que al señor Williams no le atraen las mujeres. Entre nosotros no hubo nunca nada más que amistad, pero… Sigue siendo algo… raro, creo. Dos personas del mismo sexo juntas…

    —¿Hmn? A lo mejor no te parecería tan raro si tú también lo probases.

    A Maude casi se le cae la taza de las manos ante esto.

    —¿C-cómo? —tartamudeó.

    Moira sonrió, pero de nuevo no contestó, no cuando Angus volvió corriendo a la mesa donde estaban sentadas.

    —¡Ya estamos! ¡Ya estamos! —dijo, dando saltitos como un niño pequeño.

    Brodie, el mono, no el hombre, bajó de un salto, haciendo que Maude soltase un grito y encogiese las piernas en la silla. ¡Nunca se acostumbraría a ese mono con sombrero y chaqueta! Moira tomó al bicho antes de que se acercase a la rubia, conteniendo una risa, y le pasó el animal a Angus, quien abrazó a Comodoro Brodie antes de correr con Moira a la proa, desde donde ya se veía la silueta de algunas islas en el horizonte.

    Sin embargo, ambos fruncieron el ceño casi a la vez y compartieron una mirada tensa.

    —¿Ocurre algo? —preguntaba Nat, que se había asomado para ver también esas islas tan lejanas a lo que ella conocía.

    —Algo va mal —murmuró Angus.

    —Se nota en el aire —añadió Moira

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Tùr Dearg se alzaba, imponente, a las orillas de Loch Shiel, un lago de los miles que llenaban las Highlands. El Encourage había atracado en Kentra Bay, y de ahí habían cogido caballos para llegar al castillo.

    En realidad, sólo cinco personas se habían dirigido hacia Loch Shiel. El resto de la tripulación se había ido repartiendo entre Escocia y el barco con la promesa de encontrarse el seis de enero de nuevo en Kentra Bay.

    Habían necesitado un día entero para llegar hasta allí. Quizá habrían tardado menos, pero se habían encontrado con unos Mackenzie, gente de un clan rival, y lo que había empezado como un nada amistoso intercambio de palabras había terminado en una pelea a puñetazo limpio que sólo se había detenido después de que Maude se echase a llorar al ver que sus gritos no eran respondidos por nadie. Moira, entonces, se había puesto en firme y había logrado convencer a sus hermanos de dejar a los Mackenzie inconscientes y abandonados por ahí.

    Estaban, los tres, con un humor terrible. Al bajar a tierra, se habían enterado de que el mes anterior, a finales de noviembre, había habido un levantamiento jacobita que había sido duramente aplastado por los ingleses. Los Raghnaill habían sufrido muchas pérdidas: su jefe había sido decapitado, muchos de sus hombres habían muerto en la batalla, algunas mujeres habían sido halladas muertas y con claros signos de violencia sexual a manos o de clanes rivales o de los propios casacas rojas ingleses…

    No podían evitar pensar que, de haber estado allí, podrían haber marcado la diferencia. Que podrían haber salvado vidas, podrían haber evitado que su familia fuese masacrada de esa manera. El clan había quedado tan devastado que ni siquiera sabían qué se iban a encontrar al llegar al castillo.

    De todas formas, eso había sido el día anterior. Habían llegado a Tùr Dearg por la noche y, tras un recibimiento tenso y triste donde Angus había recibido una bofetada de una anciana y gritos en gaélico de una quinceañera, habían cenado sopa caliente y se habían ido a dormir.

    De madrugada, Angus había ido a ver al nuevo jefe del clan, y no fue hasta media mañana cuando salió del castillo. Envuelto en su feileadh mor, se acercó a Arno, quien observaba el lago envuelto en una manta y con una taza caliente en las manos, y aprovechando que estaban totalmente a solas, lo abrazó por la espalda, apoyando la barbilla en su hombro mientras lo cubría con su feileadh mor cariñosamente, intentando protegerle lo máximo posible del viento que soplaba frío y húmedo desde el lago.

    —Oh, Arno —terminó por sollozar, rompiendo a llorar contra su cuello.

    No podía más. Simplemente… No podía más.

    SPOILER (click to view)
    Muchas cosas han pasado en esta respuesta, lo sé xdd Pero voy a empezar con un desfile de moda.

    El feileadh mor es el antecedente del kilt actual. Colocarlo es super latoso porque, vaya, es una tela enorme. Pero te dejo aquí una imagen de cómo se pone. Se ajusta con un cinturón y luego pues puedes acomodarlo de muchas formas.

    Escocia es un país fascinante, y en esta época, a comienzos del siglo XVIII, antes de la década de 1740, cuando Inglaterra aplastó definitivamente a los jacobitas y prohibió la lengua, vestimenta, costumbres y creencias gaélicas, había una mezcla muy curiosa de la ropa europea y la propia escocesa. En la serie Outlander, que es un dramón de cuidado, por cierto, se ve muy bien la moda. Te voy a dejar un montón de imágenes para que veas las distintas formas de vestir.

    Un grupo de muchachotes xdd (X), aquí ropa bastante más formal, para ocasiones oficiales como fiestas o reuniones de gran importancia (X, este es un jefe de guerra (X), este es un hombre normal (X) y un señor acomodado, pero digamos con ropa de diario (X).

    En según qué ocasiones, no llevaban el feileadh mor, sino ropa totalmente europea (X).

    También puede ser que haga demasiado calor para la chaqueta (X), ¡o para el chaleco también! (X). Esto último, por supuesto, es lo más normal en Angus.

    Esto es todo ropa masculina, claro. ¿Cómo debería vestir Moira? Es decir, ¿cómo vestían las mujeres? Pues bien. Aquí hay un ejemplo (X), aquí otro modelito (X), aquí el mismo de antes pero cubriéndose el pecho (X) y por último otro tipo de chal (X).

    Los casacas rojas eran los oficiales ingleses (X).

    Aquí la muchacha utiliza el feileadh mor de su marido (X) yyyy por último te dejo algo parecido a lo que imaginaba en esa última escena (X).

    Ah, por cierto. El tartán que se ve en estas imágenes es, precisamente, el de los Mackenzie (Angus gruñe xdd). Y el de los Raghnaill, pues así es.

    En otro orden de cosas, emplazamientos. En realidad, ya lo expliqué en respuestas anteriores, pero para que no te vuelvas loca mirando en los spoilers, te lo dejo aquí: Bay, Tùr Dearg y Loch Shiel. Kentra Bay es una bahía pequeñita situada por el noroeste de Escocia (X). Lo ideal sería que fuesen a Loch Moidart, que se abre al mar, porque de ahí parte un río que lleva a la gran laguna de Loch Shiel, que es donde está ese Tùr Dearg, completamente inventado (Tùr Dearg es, según google, Torre Roja, porque es eso, una torre roja xdd).

    Ahora bien, en Loch Moidart está el castillo Tioram, que aunque era la base de los MacDonald, fue ocupado por los ingleses en el siglo XVII. Nos lo inventamos, imaginación al poder.

    Y nada más por mi parte.
  9. .
    Tras cuatro meses sin verse, tras dos semanas en un pueblo abandonado y medio calcinado luchando desesperadamente contra una herida mortal, se merecían un descanso, un periodo de paz y tranquilidad en el que dedicarse a ellos mismos y a su familia.

    Y era cierto que lo habían tenido, aunque había sido mucho más corto de lo que ninguno de los dos podría haber esperado. A una noche de susurros cariñosos había seguido un día con paseos a caballo y juegos y una segunda noche, esta vez cargada de pasión, y ésta se había visto a la vez continuada por el despertar más dulce del mundo, entre besos y sonrisas que gritaban «te quiero».

    Pero eso había sido todo. Porque había sido volver al pueblo y echarse todo a perder. Tan malo había sido, de hecho, que Guillén apenas era consciente de cuándo había abrazado a un lloroso Rodrigo contra su cuerpo, acunándolo con suavidad entre sus brazos y llenándole el rostro de cálidos besos.

    Cuando Alberto entró en la enfermería, lo que se encontró fue con una mirada gélida de Guillén, tan poco amistosa que le obligó a retroceder y dejarles a solas, tragándose así su curiosidad por lo que fuese que había ocurrido allí dentro.

    Guillén, por su parte, llevó a Rodrigo hasta la cama más cercana y lo hizo sentarse, sentándose él en su regazo para poder abrazarlo con mayor comodidad. Le dejó apoyar la cabeza en su pecho y él, por su parte, apoyó la mejilla sobre la cabeza de Rodrigo, respirando hondo mientras se pegaba a su cuerpo todo lo posible.

    —Tranquilo, osito —le susurró mientras enredaba los dedos en sus rizos oscuros—. Todo va a ir bien —dijo con el mismo tono dulce con el que consolaba a Vero cuando se despertaba de una pesadilla. Sólo que, esta vez, la pesadilla era real.

    Le tomó el rostro con suavidad y le hizo alzarlo para empezar a repartirle besos cargados de cariño, sin dejar de acariciarle. Cuando no quedó ni un milímetro de piel que no hubiese recibido la cálida impronta de sus labios, volvió a la boca del templario para degustarla con mucha calma.

    No consideraba necesario decir nada, pero con sus acciones, con sus besos, sus caricias y su abrazo, intentaba expresarle que, en esos momentos, estaban totalmente solos. No había Guillermina, no había Juan, no había comendador. Ni siquiera había niños, compañeros o amigos. No, sólo estaban ellos dos, con sus cuerpos uno contra el otro y sus lenguas acariciándose con toda la calma del mundo porque, de hecho, tenían toda su vida para dedicarla a eso.

    Salió de su regazo para ayudarle a tumbarse en la cama y, después, volvió a acomodarse sobre él para continuar con esa sesión de besos. Cogió las manos de Rodrigo y le hizo llevarlas a sus nalgas, abrazándose a él de nuevo.

    Unos minutos después, le miró con afabilidad y le apartó el pelo de la cara entre caricias, sonriéndole.

    Por un momento pensó que, tal vez, a Dios realmente no le gustase su relación. Eso explicaría por qué parecía que siempre que tenían un poco de felicidad, la vida les daba un fuerte mazazo. O quizá fuese culpa suya, sólo de Guillén, por haber desafiado a la Iglesia al ir tierra de «infieles» y haber confraternizado con ellos. Así Dios le había quitado a Aalis, a sus padres, ahora le quitaría a Rorro…

    Esa sonrisa se acabó por convertir en una pequeña risa, la primera que, quizá, le dirigía directamente a Rodrigo, y ocultó la cara en el cuello del templario.

    —Perdona, es que se me ha venido una estupidez a la cabeza —dijo, con la voz vibrándole aún por esa suave risita —. Pero, ¿sabes qué? No importa nada en lo absoluto —le miró, sonriendo, y le mostró su mano izquierda, concretamente el anillo de su anular —. Porque esto es una promesa. Te prometí cuidarte, protegerte, consolarte y hacerte feliz. Y, Rorro… yo siempre cumplo mis promesas.

    Nada más decir esto, le lamió los labios y empezó a bajar por su cuerpo para, como acababa de decir, hacerle feliz. Aunque fuese de una forma puramente carnal, para despejarle la cabeza un rato.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Don Juan Aguilar, a sus ya más de cincuenta años, seguía conservando el porte de un guerrero joven. Vestido con su armadura de templario, con la túnica de un blanco que sería inmaculado de no ser por el polvo del camino, y con su escudo a la espalda, entró cabalgando en Monzón. No bajó la mirada, que estaba puesta en el castillo, por lo que no vio cómo su hija, desde la puerta de una posada, le miraba boquiabierta, obviamente sorprendida.

    Observó con cierta satisfacción a los templarios que montaban guardia y que le saludaron con la solemnidad que le correspondía por edad, rango y méritos militares, y desmontó al entrar al patio de armas, dándole las riendas del caballo a un mozo al que tampoco dedicó ni una mirada.

    —¡Juan! —exclamó entonces una voz conocida.

    El hombre se giró y vio a su esposa saliendo de la iglesia. La saludó con una sonrisa y se acercó, inclinándose para darle un beso hasta cierto punto frío y aséptico.

    —Guillermina —le acarició la mejilla, viéndola cerrar los ojos e inclinar la cabeza hacia su mano, y entonces frunció el ceño —. ¿Qué ocurre, mujer? Esperaba más alegría ante mi visita.

    —No quiero preocuparte con esto ahora. Estarás agotado tras el viaje, ¿quieres ir a descansar?

    —No, voy a ir directamente a hablar con el comendador

    Y tras tan corto reencuentro entre esposos, don Juan tomó camino hacia el interior del castillo. No sabía dónde estaba el despacho del comendador, así que se asomó a la primera puerta que encontró abierta.

    Vio a un caballero sentado en un camastro, apretándose una mano envuelta en vendas manchadas de sangre. Giró la cabeza un poco y vio a otro hombre de espaldas a él, agachado en busca de algún frasco o instrumento. Lo primero que pensó fue que era una auténtica pena que ese trasero no perteneciese a una mujer. Lo segundo fue que los ojos de ese galeno, cuando éste se puso en pie y le miró, no podían ser reales.

    —¿Puedo ayudaros, mi señor? —preguntó el médico con una voz agradable mientras volvía con el caballero para tratarle la herida.

    —Busco el despacho del comendador.

    —Oh, claro —el médico dejó a un lado las vendas y vertió el líquido del frasco que acababa de coger sobre la herida —. Está al fondo de este mismo pasillo, a la derecha.

    —Perfecto, muchas gracias. Buenas tardes.

    El médico le dirigió una sonrisa suave y pequeña antes de dedicar toda su atención a su paciente, y Juan simplemente salió de allí, sin tener ni idea de que ese médico había despertado esa misma mañana entre los brazos de su hijo.

    Entró al despacho sin molestarse siquiera en llamar, encontrando al comendador sentado tras su escritorio, con otro hombre, su sargento, comiendo una manzana a un lado, apoyado en la pared y medio asomado por la ventana. Ambos se giraron hacia él al mismo tiempo y saludaron al unísono.

    —¡¿Cómo que no va a mandar hombres a Tierra Santa?! —bramó Aguilar, golpeando la mesa al ponerse en pie. Del impulso, la silla que le habían ofrecido cayó al suelo.

    —Ahora mismo tenemos un asunto entre manos de mayor urgencia —dijo Augusto con calma, con esa sonrisa tranquila que llevaba en la cara desde que Juan había entrado y que moría antes de llegar a sus ojos.

    Juan se obligó a respirar hondo muy despacito. La alternativa era golpearle la cabeza contra el escritorio, pero esa no era la forma de proceder de un hombre de su alcurnia.

    —¿Qué puede haber más importante para una encomienda templaria que viajar a Jerusalén para luchar contra los perros infieles que mancillan la tierra de Nuestro Señor con su sucia presencia?

    Comendador y sargento compartieron una mirada. Danilo, entonces, tiró por la ventana el corazón de la manzana y se acercó a la mesa, quedando detrás de Augusto, quien se encodó en la mesa y apoyó la barbilla sobre los dedos cruzados de sus manos.

    —Hay un brujo en el castillo.

    Juan parpadeó un par de veces y recuperó la silla para volver a sentarse. No lo hizo porque tuviese mucha intención de quedarse, sino para darse tiempo para tomar aire otra vez.

    —Un brujo.

    —Nosotros al principio tampoco lo creíamos —contestó Augusto —. Pero entonces empezaron a ocurrir… Cosas —al ver la expresión de Aguilar, el comendador sonrió con cierta calma —. Un hombre enloqueció, asegurando haber visto a un fantasma. Llegó incluso a tirarse desde una torre, casi se mató en la caída. Entonces, otros caballeros empezaron a advertir avistamientos del fantasma. El brujo nos convocó a todos y lanzó un conjuro que hizo que dicho fantasma no sólo apareciese, sino que se esfumase. Yo mismo lo vi con mis propios ojos.

    —Matadlo —ordenó Juan, entrecerrando los ojos.

    —No es tan sencillo, don Juan —repuso ahora Danilo —. Cuando lo aceptamos, no nos dimos cuenta de su auténtica naturaleza, o quizá consiguió engañarnos. Se fue ganando la confianza de los hombres del castillo, su lealtad, incluso su… —hizo una pausa, buscando la forma más adecuada de expresarse —Amistad.

    —¿Qué significa eso de «amistad», sargento? —preguntó Juan, enarcando una ceja.

    Los dos hombres volvieron a mirarse, ahora Augusto retomó la palabra.

    —Sabemos que mantiene relaciones licenciosas con, al menos, un caballero del castillo. Hubo otro que expresó abiertamente deseos sexuales hacia él, el caballero del fantasma, precisamente, pero fue asesinado por su amante.

    —O eso creemos —dijo Danilo —. Las pruebas no eran claras, las coartadas eran endebles. Pudo haber sido el brujo, pero el hechizo que ejercía sobre el asesino le habría hecho confesar el crimen.

    —Si lo tenéis tan claro, simplemente ajusticiad tanto al brujo como a su amante —convino Juan, empezando a impacientarse.

    —Como ya le hemos comentado, don Juan… —dijo Augusto con un tono de voz conciliador —El brujo tiene muchos amigos en el castillo. Intentar ajusticiarlo a él o a su amante pondría a media encomienda en nuestra contra.

    —¡Cómo podéis ser tan inútiles! ¡Tomad entonces al amante como rehén y obligadle a liberar el hechizo!

    —En realidad, don Juan… No sé si debería… —Danilo miró a Augusto, y cuando éste asintió, se santiguó —El caballero que está cometiendo aberraciones sexuales con el brujo es su hijo, don Juan.

    —¡Mi...! —se interrumpió a sí mismo, pálido de la ira y con los puños tan apretados que temblaban.

    —Don Juan —volvió a hablar Augusto —, lo cierto es que usted es justamente el tipo de caballero al que estábamos buscando.

    —¿A qué te refieres, comendador?

    —Un hombre justo, firme, fuerte —habló Danilo con una sonrisa que a Juan se le asemejó la de un zorro —. Un hombre de Dios, un guerrero formidable. Un hombre que puede acabar con el maleficio del brujo sin sucumbir a sus encantos, y tan respetable que ni el hechizo más fuerte podría hacer que nadie se alzase ante usted.

    Juan alzó un poco la barbilla y afiló aún más la mirada.

    —Mataré al brujo. ¿Cómo lo encontraré?

    —Es inconfundible, mi señor —afirmó Augusto —. Sus ojos son… muy distintivos. El verde más puro que nadie pueda imaginar.

    —¡Lo he visto antes! —saltó Juan —¡Estaba en la enfermería, curando a un herido! ¿Es el médico del castillo?

    —Lo es —confirmó Danilo —. Un médico que ha logrado curaciones milagrosas.

    —¿Cómo es que nadie se ha enfrentado a él? —gruñó Juan.

    —¡Lo hicieron! Un grupo de cuatro hombres lo arrastró a la iglesia y lo interrogó. No lograron que hablase, así que simplemente lo rebautizaron y lo colgaron en la puerta hasta que, unas horas después, nuestro antiguo sacerdote lo descolgó.

    —¿Y qué ha pasado con esos hombres? ¡Si han podido ver tras la máscara del demonio, podría necesitarlos para esta lucha!

    —Imposible, don Juan. El más joven fue seducido por el brujo poco después. Y dos de esos hombres desaparecieron sin dejar rastro cuando el cabecilla… Fue asesinado por don Rodrigo.

    —Fue horrible. Actuó con tal furia que hasta el corazón del sacerdote se paró.

    —¡¡Esto es un ultraje!! ¿Por qué no habéis llamado a la Santa Diócesis?

    —¡Don Juan! Por favor, entienda nuestra posición… Queríamos resolverlo por nosotros mismos, demostrar que somos dignos de llevar esta cruz sobre nuestros pechos...

    —Detendré esta locura y devolveré a mi hijo al camino del Señor, aunque sea por la fuerza —decidió Juan con firmeza.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Con un suspiro, sacó un pañuelo y tomó con suavidad la carita de Verónica, limpiándole la salsa de las mejillas.

    —¿Cómo has hecho para ensuciarte tanto? —murmuró Guillén. Al terminar, le sonrió y le dio un besito en la frente —Venga, ve a jugar. Pero con cuidado, ¿hmn?

    —¡Sí, papi!

    La niña salió corriendo para jugar con las gemelas, la pequeña Soledad y algunos niños más del pueblo bajo la vigilancia de Miguelina y de Isabel, y Guillén volvió entonces a mirar a Juana mientras guardaba de nuevo el pañuelo.

    —¿No estás sobre-reaccionando un poco?

    —¡No! —exclamó la mujer, golpeando el paño con el que estaba limpiando una mesa contra la madera —No lo entiendes. ¿Rorro no te ha hablado de él?

    —Sí, y me ha contado cosas bastante fuertes, pero…

    —¡Ni peros ni nada! ¡No lo entiendes! —repitió. Dejó el paño por ahí y se empezó a deshacer su larga trenza, paseando de lado a lado —Mi madre es muy dura y severa, ¡pero mi padre! ¡Por Dios bendito! ¡Mi padre! Lleva la ley marcial en la sangre y él… —al terminar de deshacer la trenza, se desenredó el pelo con los dedos —Guillén, por favor, vete de Monzón. ¡Vete unos días! Si no lo haces, él te…

    Guillén se puso en pie y tomó con suavidad a la mujer por los hombros. Le apartó un par de cabellos del rostro y la miró a los ojos.

    —Tu padre no tiene motivos para pensar que tu hermano y yo estamos juntos.

    —¿Qué dices? —dijo con una risa que rozaba la histeria —Si se os nota a la legua…

    —Por eso no vamos a hablar. Ni a mirarnos, ni a estar cerca del otro hasta que tu padre se haya ido.

    —Eso no servirá de nada. Tenéis enemigos ahí arriba, incluso si pudieseis mantener la farsa…

    —¡Ay, señor! —exclamó Cristina saliendo de pronto de la cocina —¡Que se ha puesto a llover de pronto!

    —¡¡Niñas!! —gritó Juana tras intercambiar una última mirada con Guillén —¡Volved adentro ahora mismo! Ya verás como se me refríe alguna…

    —Médicos sobran ahora mismo en el pueblo —comentó Guillén.

    —Y más vale que sigan sobrando —murmuró Juana.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cubriéndose de la lluvia con su capa, Guillén cruzó el segundo portón del castillo, llegando al patio de armas. Sonrió cuando vio a Rodrigo correr a su encuentro, aunque esa sonrisa se perdió cuando vio su expresión: ¿era terror, preocupación, tristeza o una horripilante mezcla?

    No hizo falta que Rodrigo hablase, sólo su cara ya lo decía todo. Guillén tenía que darse media vuelta y salir por patas ya mismo. No pudo hacerlo, no le dio tiempo, pues justo detrás de Rodrigo apareció Juan con su escudo en la mano y una mirada feroz y asesina.

    —¡¡Brujo!! —gritó, y no tuvo ningún remilgo a la hora de apartar a su hijo de un fuerte empujón que tiró a Rodrigo al suelo.

    El primer impulso de Guillén fue correr a ayudar a su templario, pero claro, Juan le cortó el paso. No le golpeó directamente con el escudo, lo cogió de la ropa y lo arrojó hacia el patio de armas, haciendo que el médico se arrastrase por el impulso sobre el suelo adoquinado un metro y medio.

    Ante aquello, los templarios que estaban en el patio de armas se fueron asomando, curiosos, mientras que los que estaban dentro del castillo salieron para ver qué pasaba. Alberto fue junto a Rodrigo y le ayudó a levantarse.

    —¡No! —casi graznó Guillermina, sujetando el brazo de su hijo. Alberto no sabría decir de dónde salió la mujer, pero tampoco le pareció un buen momento para preguntarlo.

    Guillén se estaba incorporando, pero no se puso en pie, sino que quedó de rodilla en el suelo, alzando las manos para mostrar que estaba desarmado.

    —Don Juan —le llamó —, no soy un brujo. Soy un hombre de Dios.

    —¡Blasfemias y falacias! —bramó Juan, asegurando el escudo contra su brazo —Tus ojos son los de un brujo, ¡y tu profesión es la de un mago! ¿Hiciste un pacto con Satanás o él te envía directamente del Infierno? ¡Esa es la única pregunta que queda por contestar!

    —¡Soy un hombre de Dios! —repitió Guillén, sacando de entre sus ropas su crucifijo.

    —¡Caballero! —ahora era Ferrando quien intervenía, acercándose a Guillén para comprobar que estuviese bien —¡Este hombre es piadoso! Ha ayudado a todos los caballeros del castillo, también a gentes del pueblo. Adoptó a una huérfana y está dando enseñanza a una chiquilla…

    —¡¿Cómo?! ¡Una mujer ejerciendo la medicina! ¡Eso es perversión, padre! —se dirigió ahora a la multitud —¡Os habéis dejado engañar! ¡Es un demonio vestido con carne de hombre! ¡Incita a la lujuria, incita al pecado! ¿Qué cosas os ha convencido que hagáis con sus ponzoñosos susurros? ¿Cuánto mal, cuánta inquina ha repartido por esta tierra? Creéis que os ayuda, ¡pero esa es su mayor mentira! —se giró a mirar a su hijo, que seguía bien sujeto por Guillermina —¡¡Rodrigo!! Hijo mío. Ya te liberé del pecado una vez, ¡pero parece que insistes en revolcarte en él! No pasa nada, porque soy tu padre y es mi deber educarte. Por eso, voy a acabar con este demonio que te ata y luego te llevaré conmigo a Tierra Santa para que te hagas un hombre como es debido —volvió a mirar a Guillén —. ¡Levanta! ¿O acaso deseas morir ejecutado como un cobarde?

    Guillén se quitó el exceso de agua de la cara y se apartó el pelo, aceptando la ayuda de Ferrando para ponerse en pie del todo.

    —Don Juan, por favor, detened esta locura —volvió a intentar el cura —. ¡Es un buen amigo y un buen hombre! ¡Si le dais una oportunidad…!

    —¡Ah! —le interrumpió el hombre —Ya veo lo que ocurre. Usted también ha caído bajo su maleficio, ¿no es así, padre? ¿Cuántas noches ha yacido con esa criatura a la que llama «amigo»?

    —¿Qué…? ¡Ninguna! ¿Quién le ha…?

    —Para que veáis que soy un hombre honrado —volvió a interrumpir Juan —, le daré la oportunidad de un combate justo.

    «¿Y si tan convencido estáis, mi señor, de que soy un brujo, no teméis que use magia contra vos?», pensó Guillén, aunque no se atrevió a decirlo, a riesgo de empeorar todavía más su situación.

    Aceptó la espada que el propio Juan le tiró y miró a Rodrigo. Volvió a sentir su alma estremecerse ante la mirada del hombre, y no era para menos. Pero… ¿Qué podía hacer? No podía huir, y al luchar contra un hombre experimentado como Juan Aguilar, seguramente su destino era la muerte. Aun así, ¿no era mejor morir luchando por defender su honra?

    En ese momento, le sonrió. A través de la lluvia, que ocultaba sus lágrimas, le dirigió una de las sonrisas más grandes que había esbozado jamás. Quizá intentaba tranquilizarle, quizá era su forma de decirle «te quiero» por última vez, o quizá sólo quería decirle que todo iría bien.

    Cogió la espada y se giró hacia Juan, quien sólo tenía en sus manos el escudo, más grande de lo normal y lleno de arañazos de espadas y flechas. Tragó saliva, perdiendo la sonrisa por una expresión más grave, y le hizo un gesto a Ferrando para que se apartase.

    Como si aquella fuese su señal, apenas el cura empezó a moverse, Juan soltó un alarido y se lanzó contra Guillén, quien por la sorpresa no llegó a esquivar la embestida. El escudo le golpeó de lleno y voló para caer contra el suelo con un sonido seco. Se las apañó, sin embargo, para levantarse, y recuperó la espada.

    Pudo esquivar el siguiente golpe, lanzándose hacia abajo y aprovechando la lluvia para resbalarse entre las piernas de Juan. Tomó impulso para levantarse e intentó golpear al templario con la parte plana de la espada, pero el hombre demostró una gran agilidad, girándose para detener el golpe con el escudo.

    Ambos se apartaron, empezando a jadear un poco, y es que moverse bajo una lluvia cada vez más torrencial suponía un esfuerzo extra.

    —Si no fueses un hereje, podrías haber sido un buen templario —se rio Juan de forma cruel antes de lanzarse de nuevo al ataque.

    A partir de entonces, se formó una dinámica extraña. Juan atacaba y Guillén esquivaba, sin intentar golpear. De hecho, al siguiente esquive dejó caer la espada al suelo, simplemente intentando evitar una nueva colisión de esa pesada placa de metal, a riesgo de que le rompiese las costillas o algo peor.

    Sin embargo, esa situación no podía durar mucho, no cuando Guillén había recibido ya varios golpes y resbalones que le habían dejado lleno de moratones y raspones. Por eso, tampoco fue una gran sorpresa cuando Juan logró dar en el blanco.

    —¡¡Médico!!

    Se hizo un silencio sepulcral cuando aquel gitano intentó salir de los establos. Lucas y Ferre lo sujetaban, pero el chiquillo se revolvía como un demonio, intentando ir a por su padre adoptivo.

    —¿Un sucio gitano… en un castillo templario? —gruñó Juan, mirando hacia la ventana en la que Danilo y Augusto estaban observando el espectáculo cómodamente refugiados de la lluvia —¡Eres una vergüenza, Augusto! ¡Haré que te echen de aquí! ¡Serás juzgado por un consejo eclesiástico! ¡Un brujo, un gitano, sodomía… todo bajo tu mandato! ¡Voy a limpiar tu desastre y luego me encargaré de ti!

    Y con tan lúgubres palabras, Juan se agachó y recogió la espada del suelo, acercándose hacia Rodríguez, quien sacó su propia hoja para enfrentarse a ese hombre, pese al miedo que sentía al ver su mirada dura y asesina.

    —¡No te acerques a él!

    Con este grito desgarrado, Guillén recuperó fuerzas suficientes como para lanzarse contra Juan, tirándolo al suelo y consiguiendo que soltase el escudo y la espalda.

    Juan no perdió el tiempo. Apenas se repuso de la sorpresa, consiguió quedar sobre Guillén y le soltó un puñetazo en la cara que rápidamente hizo que el médico escupiese sangre. Levantó el puño y le soltó otro golpe antes de que Guillén consiguiese alcanzar el escudo y lo usase para empujar a Juan.

    Se apartó rápidamente de su suegro, pero no logró levantarse esta vez. Juan se rio mientras cogía la espada y se puso frente a él.

    —Tus días de hechicería se acaban hoy.

    Dicho esto, alzó su espada, listo para dar el golpe final.

    Guillén le sostuvo la mirada, pero entonces vio algo que le hizo cubrirse con los brazos. Un rayo cayó del cielo y dio a parar directamente en la antena metálica que conformaba la espada alzada de un templario cubierto con su armadura.

    Juan convulsionó ante tal descarga eléctrica y, de pronto, se desplomó al suelo, humeando. Guillén logró arrastrarse mientras el público se acercaba corriendo y Guillermina gritaba de horror, soltando por fin a su hijo.

    —¡No lo toquéis! —ordenó Guillén, como si no tuviese una herida sangrante en la mejilla y el labio terriblemente partido —¡Guantes! ¡Traedme guantes de cuero!

    En un tiempo récord, Lucas le dio un juego de guantes de cuero, y con ellos Guillén pudo quitar la parte superior de la armadura de Juan. No perdió tiempo en quitarle el resto, una vez hubo liberado su cabeza y su pecho, se dedicó a golpearle la caja torácica primero haciendo presión con las manos, luego a puñetazo limpio, hasta que el templario se levantó como movido por un resorte, tomando una bocanada de aire.

    Juan volvió a caer al suelo, inconsciente, pero su vientre empezó a moverse al ritmo de su respiración, y en ese momento Guillén se dejó caer también a un lado. Abrió los ojos al sentir a Rodrigo cerca y le sonrió un poco, buscando después su mano para apretársela antes de perder el conocimiento.
  10. .

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    Ife {Flam}
    SPOILER (click to view)
    Apodo: Ife
    Nombre real: (no lo recuerda)
    Edad: (nadie ha preguntado)
    Origen: tribu maldita de los Mutuwa (*)
    Residencia actual: - - -
    Ocupación: (es complicado)

    Pocas cosas dan más miedo que un Mutuwa: magos, brujos, hechiceros de la magia prohibida, capaces de arrancar la vida y sesgar las almas del imprudente que les mire directamente a los ojos. O, al menos, es lo que se dice. Bien, la tribu de los Mutuwa tiene la peor de las famas, y se la han ganado a pulso con su estricto código de conducta y cierre total a cualquier tipo de acercamiento; ni confirman ni niegan las habladurías que corren a su alrededor, sólo las escuchan. Ante esto, los rumores corren como la pólvora, y si hoy se dice que ayudan a las almas a cruzar al otro mundo, mañana se dirá que devoran dichas almas para acabar convertidos en demonios. Los Mutuwa están rodeados de misterio. Misterio y miedo, desde luego, y no es para menos al verlos aparecer con sus guadañas por los pueblos.

    Su presencia se considera un terrible presagio, se cree que donde aparezca un Mutuwa, vendrán también la muerte y la desgracia. Podría decirse que los hombres de Mutuwa son la contraparte de las mujeres de Ise Ilurga. Mientras que ellas sacan lo mejor de sí mismas, esforzándose por mejorar un poco cada día en una existencia pacífica (aunque preparada para la guerra, de haberla); ellos han nacido de la angustia y el dolor. Dicen por ahí que en realidad son muertos vivientes que roban la vida misma de los mortales para poder extender su existencia en este mundo, ya que el otro les está vedado por los horribles crímenes que han cometido.

    El caso es que nadie ha visto morir a un Mutuwa, por ello se les tacha de inmortales. Qué habrá de cierto y qué no en esto nadie lo sabe. Nadie en su sano juicio querría pasar mucho tiempo con alguien que encarna la misma muerte. Ésta es la principal razón de la poquísima información que se tiene sobre ellos, además de la norma de los propios Mutuwa, que tienen prohibido hablar de sí mismos. No pueden decirle a nadie su cometido, así que, por supuesto, nadie sabe que cada miembro de la tribu es una rencarnación de sí mismo, una segunda oportunidad en el mundo para enmendar el crimen tan atroz que hicieron en su primera existencia (crimen que han olvidado con la rencarnación).

    Para ello, para que su alma pueda descansar en paz y no se consuma en una existencia eternamente atormentada, deben garantizar el viaje de muchas otras. Es el verdadero motivo de que aparezcan momentos antes de la muerte de alguien, han podido verla y anticiparse a ella. Ojalá garantizar la felicidad del muerto fuera así de sencillo, el rechazo de los vivos es tal que, con el paso de los años, los Mutuwa han visto a cientos de almas vagar de un lado a otro buscando un descanso que les fue negado con una ceremonia errónea. No faltaban los sacerdotes fanfarrones que a cambio de unas monedas prometían el Paraíso para el fallecido, y lo más frustrante para un Mutuwa es ver que la gente prefiere pagar por un descanso que no se consigue, ¡cuando ellos se ofrecían hacerlo gratis! Un Mutuwa no busca el dinero, sólo busca la salvación: su propia salvación.
    Quizás un lavado de cara no le vendría mal a la tribu para quitarse de encima esa fama de hombres malditos y peligrosos, pero, ¿quién iba a ayudar a unos hombres que daban tanto miedo?

    Hablar de Ife es hablar de cualquier Mutuwa, todos acaban compartiendo más de un rasgo, como el ojo izquierdo de un reluciente color dorado. Con él, Ife puede ver las almas, ya estén agonizando o no. Su labor de redención sería ayudarla a descansar, cosa que se vuelve imposible con tanto rechazo a la tribu.

    Por suerte, hay pueblos donde la presencia de un Mutuwa no se rechaza ni se celebra, simplemente se ignora al tratarse de un asentamiento tan grande y poblado. Es en las grandes ciudades donde Ife puede no mezclarse con la gente pero sí pasar medianamente desapercibido, ¡incluso puede probar una comida caliente!
    Maneja la guadaña como sólo un Mutuwa sabe hacerlo, puede luchar con ella y hacer auténtico daño, y si a esto le sumas los conjuros y la magia —que les hace brillar, literalmente hablando— pues no cuesta averiguar por qué se les tacha de demonios e incluso cosas peores.

    Y hay poco más que contar sobre Ife, ha perdido la cuenta de los años que lleva vagando de un pueblo a otro, ofreciendo salvación para las almas que abandonan el mundo. No abunda la clientela pero, cuando consigue un «sí» de un moribundo, se le puede ver disfrutar de su labor.


    Le gusta:
    ✓ La música y festivales de algunos pueblos, aunque debe disfrutarlos desde lejos, si se acerca demasiado parará toda actividad en los aldeanos.
    ✓ Cuidar de su guadaña, es la única compañía que tiene y no quiere perderla.
    ✓ Moverse de noche, apenas hay gente por los caminos cuando sale la luna.


    No le gusta:
    ✘ Que se haya acostumbrado a la soledad no significa que le guste. Sólo los animales se le acercan.
    ✘ Empieza a creer que su alma nunca podrá salvarse, le aterroriza pensarlo.
    ✘ Teletransportarse. Le consume mucha energía y prefiere moverse a pie.


    Información extra:
    - No guarda recuerdo alguno de su existencia antes de ser «Ife», desconoce cuándo ocurrió y cuál fue su crimen imperdonable.
    - El nombre de Ife se lo dieron en la tribu y se traduce, en lengua de los Mutuwa, como «el que viene al mundo a amar y ser amado». Lo considera una auténtica crueldad de nombre.
    - Las incontables muestras de rechazo allá por donde va le han vuelto un hombre huraño.
    - Como todos en su tribu: no tiene un solo vello corporal. Para muchos, la vida se concentra en el pelo, y como los Mutuwa no tienen derecho a ella, pues simplemente desaparece. Tampoco puede engendrar hijos.
    - Aunque quiera, no puede quedarse mucho tiempo en un mismo sitio. No envejece y eso le ha causado más de un problema con sus vecinos, que no dudan en tacharlo de demonio.
    - El tatuaje alrededor de su ojo izquierdo es la marca de los Mutuwa. Cuando la tinta desaparezca significará que, al fin, puede dejar este mundo en paz. Hasta que esto ocurra, no morirá por profunda que sea la herida o fuerte el golpe que reciba.
    - El silencio de la tribu es relativo. La norma estipula que sólo se hable, se acepte una ofrenda, se responda una pregunta (o casi cualquier cosa, realmente) al tercer intento de la otra parte. El caso es que nadie ha hablado tanto tiempo con un Mutuwa, ¿no es trágico?


    Apariencia:
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    I - II


    Lulú {Ban}
    SPOILER (click to view)
    Nombre: Erluth Pagkamba.
    Apodos: Lulú, Luth.
    Edad: 17 años.
    Raza: Indeterminada.
    Residencia: Santuario de Ise Ilurga.
    Ocupación: ---

    Todo el mundo sabía que el santuario de Ise Ilurga era un lugar seguro para las mujeres. Daba igual de dónde viniesen, cuál fuese el color de su piel, su nombre, su edad, su rango o qué hubiesen hecho —hasta cierto punto, claro—; todas serían acogidas y protegidas en el santuario en caso de necesidad.

    Bajo el santuario vivían mujeres de todo tipo y con toda clase de traumas. Algunas habían sido maltratadas física o psicológicamente por sus parejas, otras habían sido violadas, otras habían sido vendidas, otras simplemente eran infelices, y otras lo habían perdido todo o, directamente, nunca habían tenido nada.

    Había, por supuesto, unas cuantas madres, si bien todas habían llegado con sus niñas entre los brazos o de la mano. Todas menos una, Nerika Pagkamba, quien había aparecido en una horrible noche de ventisca con un embarazo de poco más de ocho meses. Había sido rápidamente recibida por dos guerreras que montaban guardia y, apenas entró, rompió aguas, como si el bebé hubiese estado esperando hasta que su madre estuviese en terreno seguro para venir al mundo.

    Dio la casualidad de que aquel fue el único niño que había nacido en el santuario en los últimos veinticinco años, siendo además el único varón de todo el complejo. Algunas mujeres se mostraron inquietas, sin tener muy claro cómo proceder, pero la suma sacerdotisa, quien llevaba dirigiendo el lugar desde hacía medio siglo, propuso lo mismo que se había hecho décadas atrás: criar al niño como a un miembro más de la familia y, una vez tuviese edad para ser independiente, ofrecerle la opción de ver mundo o de quedarse.

    Esta era, en realidad, una elección que tomaban todas las habitantes del santuario diariamente. Ninguna estaba obligada a quedarse, ninguna estaba obligada a irse. Era, después de todo, un lugar para sanar el cuerpo y el alma y, de ser necesario, para recibir el abrazo de una cariñosa familia.

    Así pues, el pequeño Erluth, como decidió Nerika llamarlo, creció en aquel complejo de piedra rodeado únicamente de mujeres y siendo educado por un montón de tías, abuelas y hermanas mayores.

    Aprendió, igual que todas las demás, a leer y escribir, matemáticas, historia, cultura general sobre el mundo y sus leyes naturales. Y, como todas las demás, participaba en la vida en el santuario.

    Había una buena variedad de tareas. Las pequeñas en formación rotaban por todas las tareas, aprendían lo básico y, en caso de quedarse en el santuario, podían quedarse con una ocupación fija o mantener los turnos rotativos. Las ocupaciones fijas eran, sobre todo, el cuidado de niñas y enfermas —había algunas profesionales que tomaban a las otras como aprendices—, el cultivo de los huertos o la cría de los pocos animales que había en una especie de granjita. Los turnos rotativos se dedicaban a la cocina, el lavado y costura de ropa o la limpieza y adecuación del santuario.

    Había otra posición fija, ocupada por aproximadamente un cuarto de las mujeres: las guerreras. Aquellas eran las que habían aprendido a luchar para hacer del santuario un sitio inexpugnable, brujas y humanas que combinaban sus habilidades en caso de atacantes externos, creando una barrera infranqueable.

    Nerika había pasado a formar parte de ese grupo en cuanto Erluth había dejado de mamar, y aunque nunca dejó de ser una madre atenta de su hijo, sí dedicó unos años a entrenarse, pues al igual que casi todas las otras guerreras no había tocado un arma antes de llegar allí y jamás había luchado.

    Lulú, como cariñosamente le llamaban sus hermanas mayores y alguna de sus abuelas, observaba los entrenamientos y los cambios de guardia, pero nunca sintió suficiente curiosidad por aquel mundo de cuero y acero. No, su vocación era realmente distinta.

    Este muchacho, que había demostrado tener un alma increíblemente cándida y amable, siempre dispuesto a ayudar a las demás, tenía tres grandes habilidades, muy alejadas de la violencia de la lucha: la música, la tierra y la empatía.

    En lo que respecta a la música, parecía tener un don natural para tocar la flauta y el laúd, también para cantar y, sorprendentemente, para bailar con la fluidez de una bailarina. De hecho, en las fiestas que se hacía en el santuario, solía interpretar con dos de sus hermanas un par de canciones, causando el deleite del resto de mujeres de allí.

    Sus otras dos habilidades resultaban muchísimo más sorprendentes. Cuando iba a los huertos o al jardín, o incluso cuando paseaba por el bosque que rodeaba el santuario, algo que hacía más a menudo de lo que a su madre le gustaría, parecía que la naturaleza le acariciaba y le guiaba. Tenía auténtico talento con los cultivos, también, pues sabía detectar al instante si algo le pasaba a una planta y una voz en su interior parecía dictarle la mejor forma de arreglarlo.

    Cuando las granjeras le pillaron poniendo piedrecitas y pieles de fruta troceadas sobre la tierra, él simplemente sonrió y dijo que eso ayudaría a las plantas, algo que a ninguna se le había ocurrido, pero que pudieron corroborar en la biblioteca del complejo.

    Y cuando la suma sacerdotisa le vio acariciar las hojas de un brote y cómo este brote se estiraba hacia los dedos del muchacho, que por entonces tenía unos diez años, fue a hablar con Nerika para interrogarla sobre el padre de la criatura, una conversación que jamás habían tenido antes —presionar a las mujeres no entraba en la política de Ise Ilurga— y que terminó en una discusión de la que la anciana no pudo sacar nada en claro.

    La empatía era, también, algo que preocupaba a la vieja Carau, y es que desde que el niño había soltado su primer llanto, había parecido entender o incluso sentir los padecimientos de las otras criaturitas de la guardería. Cuando ya era mayor, algunas veces lloraba al tocar a alguna de sus tías, como si sintiese un dolor o una tristeza que la mujer ocultaba y que él podía sentir.

    Pese a esto, el niño creció sano y fuerte, con un cuerpo delgado y un rostro que parecía haberse contagiado de la femineidad del santuario, porque se había asentado con una ligera androginia. Era, simplemente, muy bonito, pero a algunas madres no les dio tiempo a temer por la integridad de sus hijas cuando, con 14 años, Lulú se presentó en el dormitorio de Nerika y le dijo que una de sus hermanas se había abrazado a él esa noche de una forma que le había incomodado enormemente.

    Efectivamente, Lulú no parecía sentir ningún tipo de deseo por las muchachas que le rodeaban, ni siquiera por las más hermosas. Quizá en otro tiempo, en otro lugar, se habría podido dar pie a preguntarse si esto se debía a que simplemente había nacido con este desinterés o a que al no haber tenido jamás un referente puramente masculino su personalidad se había desarrollado en esa dirección.

    Como fuese, el chico era dulce, era querido y era colaborativo en las tareas —quitando algún pequeño acto de rebeldía de la adolescencia—, y cuando al cumplir los 15 pidió permiso para quedarse allí, incluso las que más habían dudado al saber de su sexo suspiraron con alivio por no tener que decirle adiós.

    Lulú había nacido y crecido allí, y lo único que conocía era el santuario y sus alrededores. No, no quería irse a ninguna parte, no quería dejar a su familia. Pero, al final, fue obligado.

    Vivir en un santuario perdido en el bosque de una montaña no implica vivir totalmente aislado del mundo. Allí dentro se sabía que, fuera, se estaba librando una guerra, y sabían perfectamente que el bando que estaba lanzando ofensivas con aspiraciones de conquista estaba capitaneado por un brujo oscuro de la peor calaña.

    Ese brujo estaba buscando algo, una especie de arma que, quizá, podría decantar definitivamente la balanza a su favor. El destino, si es que algo así existe, quiso que, tras más de cinco años, sus pesquisas le llevasen al santuario de Ile Ilurga.

    Erluth recordaría poco de aquella noche. El olor del fuego y de la sangre, los gritos, los aullidos de algunos lobos. Su madre entró en su cuarto, le puso un colgante al cuello y le obligó a huir por unos pasadizos subterráneos con Nuluha, una de las mejores guerreras del santuario, discípula de Nerika.

    Nuluha lo sacó de allí, cogieron un caballo cada uno y consiguieron huir, bajando por caminos escondidos en la montaña hasta llegar a un sitio seguro donde le hizo vestirse con una ropa que había metido en una bolsa antes de la escapada y le pintó el rostro. En cuanto Lulú se cubrió parte de la cabeza y del rostro con un velo, quedó perfectamente disfrazado como una sacerdotisa del templo de Lagami, una orden donde las sacerdotisas, al iniciarse, realizaban un viaje durante un año acompañadas por una escolta. Eso les permitiría no destacar en las ciudades y, sobre todo, no llamar la atención del brujo.

    Porque estaba claro, aunque nadie se lo hubiese dicho, que Erluth era su objetivo.

    Gustos:
    ✓ Quizá no tenga un paladar demasiado refinado ni un apetito voraz, pero parece que podría comer dulces sin parar durante días enteros, si se le dejase. Y fruta de todo tipo, también.

    ✓ No sólo tiene talento para la música y la tierra, es que además le encantan ambas actividades. De hecho, antes del ataque, se había ganado un hueco en los cultivos del santuario, y durante la huida se las apañó para meter en su apresurado hatillo un laúd hecho por una de sus tías. Las cuerdas son muy especiales, ¡todas sus hermanas donaron sus cabellos! Y, todo hay que decirlo, jamás se le ha roto una cuerda.

    ✓ Le gustan, igual que las plantas, los animalitos. Parece que el sentimiento, la mayor parte de las veces, es mutuo.

    Disgustos:
    ✘ Siempre ha estado un tanto consentido, por lo que no lleva muy bien que le griten o que le hablen mal. Con un «por favor» y un «gracias» se consiguen muchas cosas, ¡no hace falta dar órdenes!

    ✘ Le incomoda sentirse sucio, aunque ahora, al parecer, no le queda más remedio que aguantarse.

    ✘ Posiblemente, lo que más odia es no saber qué ocurre a su alrededor. No sabe a dónde van, no sabe si su familia sigue viva, no tiene ni idea de dónde está. ¡Ni siquiera entiende por qué nadie querría buscarle!

    Información extra:
    —Aunque fue educado por mujeres, no se considera a sí mismo una mujer, pero eso no indica que se sienta incómodo cuando le confunden con una, sobre todo ahora que su disfraz es, precisamente, el de una suerte de sacerdotisa.

    —Tiene algunos lunares repartidos por todo el cuerpo.

    —No tiene ni idea de quién es su padre, y jamás le ha importado un cuerno saberlo. ¿Para qué, si nunca le ha necesitado?

    —Siente un profundo respeto y una gran admiración por las guerreras de Ile Ilurga, con sus cuerpos trabajados y su rectitud y coordinación.

    —Su habilidad empática le permite conocer los estados de ánimo de la gente, ya no sólo tocando, como cuando era más pequeño, sino simplemente estando cerca, si la emoción es muy fuerte, y él nunca ha tenido pudor alguno en externalizar sus propios sentimientos. Si siente tristeza o dolor, suyo o de otra persona, es probable que llore. Si siente alegría, sonreirá y su buen humor mejorará.

    —No se lo ha dicho a nadie, ni siquiera a su madre, pero desde hace un tiempo puede ver mucho más que estados de ánimo. De hecho, con toques prolongados ha podido llegar a captar pensamientos, recuerdos e incluso una vez, cuando una hermana suya sufría una pesadilla y él fue a consolarla, pudo ver sus sueños.

    —No lo sabe y, por ahora, nadie parece haberse dado cuenta, pero sus ojos cambian de un profundo azul a un tono dorado cuando las plantas responden a su toque. Sabe por intuición que es algún tipo de magia, pero la única vez que quiso preguntarle a su madre, notó tanto rechazo en su aura que nunca lo ha vuelto a intentar.

    Apariencia:

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    || I | II | III ||



    Nerika
    Nuluha
    ★ Ropa -> parte superior (X) y parte inferior (X).
    ★ Y, sobre el maquillaje de las sacerdotisas esas, pues me imagino algo como esto, líneas bajo los ojos, en vez de blancas pues negras, porque como luego se cubren nariz y boca tampoco vale la pena buscar algo más complejo xdd
    ★ Algo así para el santuario (X)



    || Vida ❤ Muerte ||


    —¡Pero ya estamos aquí! —protestó Erluth, obviamente ofuscado —¿Por qué no puedo hacerlo?

    —¡Porque te digo yo que no! —respondió Nuluha, tan obcecada como él —Por el amor de todos los dioses, ¡déjalo estar!

    —¡No quiero dejarlo estar! —se quejó el muchacho, echándose el pelo hacia atrás con ambas manos mientras daba un par de pasos por la habitación antes de volver a encararse contra la mujer. Respiró hondo antes de volver a hablar —Llevamos más de dos semanas caminando sin parar por senderos terribles que ya han hecho que me sangren los pies tres veces. Nos han intentado atracar en al menos seis ocasiones, ¡y en la última lo consiguieron! Hemos dormido al raso, te he ayudado a cazar y cocinar animales super adorables para comer, he seguido tus instrucciones al pie de la letra. ¡Ni siquiera me he quitado estos malditos velos hasta que hemos estado en habitaciones cerradas! Y no me he quejado ni una vez. Sólo te estoy pidiendo que…

    —Ya sé lo que me estás pidiendo —le interrumpió Nuluha con el ceño fruncido —. Y la respuesta sigue siendo un no rotundo. Es sólo un laúd —al ver cómo Erluth apartaba la mirada con ojos dolidos, relajó un poco la expresión y se acercó a él, acariciándole una mejilla con dulzura maternal —. Podremos conseguir otro. Ahora lo que tenemos que hacer es seguir.

    —¿Seguir a dónde, Nu? —murmuró Erluth, aunque apenas lo dijo, se apartó un poco de ella —¿No lo sabes?

    —¿Qué? Yo no he dicho…

    —No hace falta que lo digas. He notado tu incertidumbre —el chico se abrazó a sí mismo y se dejó caer en el único camastro de la habitación —. Así que caminamos hacia ninguna parte. ¿Es eso?

    —No, Lulú. No es eso. Estamos… —se arrodilló delante de él, reclamando su mirada de nuevo —Estamos siguiendo las instrucciones de tu madre, ¿vale? Y ni siquiera yo sé a dónde nos llevarán porque así puedo protegerte mejor. ¿Entiendes? —cuando Luth asintió, Nuluha sonrió un poco y juntó sus frentes —Te prometo que, en la siguiente ciudad en la que paremos, te conseguiré otro laúd.

    —Pero no será lo mismo —suspiró Luth, abrazando a la guerrera —. Ese laúd es especial, tiene un sonido muy especial. Lo talló la sacerdotisa Kodish y muchas chicas dieron un mechón de su cabello para hacer las cuerdas. Incluso utilizaron uno mío… claro que yo no sabía para qué lo querían, fue un regalo de cumpleaños.

    Nuluha, con el ceño otra vez fruncido, se separó un poco de él, poniendo ambas manos en los hombros de su acompañante.

    —Espera, ¿tu pelo está en las cuerdas?

    —¡Sí! —Erluth sonrió con nostalgia, revolviéndose un poco el pelo —Fue justo cuando me lo corté. ¿Recuerdas que antes me llegaba por la cintura y un día simplemente me corté la trenza? Pues antes de tirar el pelo, Ilyara me pidió un mechón.

    —¡Tenemos que recuperar ese laúd! —exclamó entonces la guerrera, poniéndose en pie.

    —¿Qué…?

    —¿No lo entiendes, Lulú? ¡El cabello es importante! Está lleno de vida y poder —Nuluha suspiró y le miró con decisión —. Si ese laúd terminase en manos de Cárrigan por alguna casualidad, podría utilizarlo en tu contra y en contra de todas las chicas.

    Ahora era Luth quien fruncía el ceño, frotándose la frente con el dorso de una mano.

    —Entonces… ¿Puedo participar en el concurso?

    La guerrera soltó un larguísimo resoplido y puso los ojos en blanco.

    —Iré a inscribirte —Luth empezó a sonreír, pero entonces ella le dio un golpecito en la frente con un dedo —. No salgas de la habitación.

    —¡No, no lo haré!

    Nuluha le miró tres segundos antes de sacudir la cabeza, coger su capa y salir de la habitación. No quería reconocerlo, pero se temía que, aunque hubiese sido el laúd más normal del mundo, habría terminado cediendo ante esa carita.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Famedlla era una de las ciudades más grandes e importantes de la región. En ella no vivía ningún monarca ni ningún noble, ni siquiera el señor de la zona, que vivía cómodamente en un modesto castillo en la capital de la región. Sin embargo, en Famedlla había una rica y boyante burguesía.

    Mercaderes y artesanos de todo tipo y de todas partes del mundo se podían encontrar allí, y si al doblar una esquina veías una joyería regentada por un hombre hechizado que por el día tenía cabeza de gato, en la calle siguiente había una pareja de brujos peleándose por algún producto mágico difícil de conseguir y en la siguiente había una mercería con finos tejidos venidos de todo el continente.

    Había, además, una gran actividad cultural. Uno de los más ricos mecenas de la ciudad, que aunque era un burgués podía considerarse prácticamente el rey de ese pequeño territorio dada su incalculable fortuna, gozaba de la música y las artes y las patrocinaba ampliamente, haciendo festivales, exposiciones y encargos de todo tipo.

    Gracias al señor Bise había bellas esculturas en todas las fuentes y todas las fachadas estaban siempre limpias y bien pintadas, los suelos estaban limpios por su plantilla de limpiadores y, también por su obra, esa misma semana se celebraría un concurso musical en la plaza principal.

    No era extraño que cada mes se hiciese algún concurso auspiciado por él, y los premios solían ser bastante jugosos, llamando la atención de gentes de los alrededores, pero también de personas que viajaban de bastante lejos para poder participar y, de paso, visitar Famedlla y disfrutar de su ambiente y de los exquisitos productos que se ofrecían por doquier.

    Nuluha no se había acercado a Famedlla por nada de todo esto. En realidad, había ido allí para poder enterarse de algunas nuevas sobre la guerra, también de cualquier rumor sobre Ise Ilurga y, de paso, hacer algunas compras que consideraba necesarias.

    Su política había sido la de ir por caminos secundarios, alejándose de los centros urbanos. Era cierto que Luth iba disfrazado de sacerdotisa, pero tampoco quería que fuesen fácilmente rastreables. Una cosa es que ver a una sacerdotisa de Lagami con su escolta no sea algo demasiado raro, otra es que alguien pudiese decirle a los esbirros de Cárrigan que habían visto a la misma sacerdotisa ir del punto A al punto B.

    Pero Famedlla era uno de esos sitios donde no importaba demasiado la individualidad, donde era muy fácil mezclarse y pasar desapercibido. Esta idea le quedó perfectamente corroborada cuando, de refilón, vio a un Mutuwa en una calle vacía, con su imponente altura y su afilada guadaña. Se estremeció y, simplemente, siguió caminando sin mirar atrás, de vuelta a la posada donde había dejado a Luth.

    Un par de horas después, habiendo cenado ya, Nuluha se sentó en el borde de la cama y dejó que Luth, que estaba ya tumbado, apoyase los pies en su regazo. Le quitó con cuidado las vendas de los pies, comprobando que sus llagas estaban mucho mejor que unos días atrás.

    Ese chico siempre había sido delicado. Fuerte, pero delicado. Era cierto que otros en su lugar se habrían pasado el viaje quejándose de que les dolían los pies o de que estaban cansados, pero Lulú había aguantado mucho, quizá porque entendía perfectamente la situación en la que estaban y no quería empeorarla. O quizá porque notaba la constante tensión en la que se encontraba su guardiana y era esa su manera de cuidarla.

    —Estás preocupada —comentó el chico en voz baja.

    Nuluha, algo sorprendida, le miró. Tenía los ojos cerrados y las manos apaciblemente cruzadas sobre el vientre, ella creía que se había quedado dormido.

    —Claro que estoy preocupada —farfulló la guerrera mientras acariciaba los pies del muchacho, quien apenas se estremeció con una sonrisita por las cosquillas.

    —Quiero decir que… estás más preocupada de lo normal. ¿Has visto algo malo ahí fuera?

    Nuluha recordó la sombra del Mutuwa y volvió a estremecerse, pero luego sacudió la cabeza y le dio un par de golpecitos en el empeine antes de tumbarse a su lado.

    —Nada fuera de lo normal.

    Luth abrió los ojos y tamborileó en su tripa un par de veces. Luego, giró la cabeza hacia su escolta y le dirigió una sonrisa tranquila y dulce.

    —Pensaba que ya sabías que mentirme a mí es inútil.

    La mujer suspiró.

    —Nada que deba preocuparte a ti.

    —Hmn…

    El beso en la frente no terminó de satisfacer a Lulú, quien ahora cruzó los dedos.

    —Yo también tengo miedo, Nu.

    —No tengo miedo.

    Luth soltó una suave risa, negó con la cabeza y volvió a cerrar los ojos, sin insistir más en el tema.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Lon Bise, dueño práctico de Fadmella, apoyado en su bastón y vestido con toda la elegancia que su posición le permitía, se acercó a la zona donde los participantes en el concurso terminaban de prepararse. Era una costumbre, solía verles para darles ánimos de forma más o menos individualizada. Una forma de mantener a la opinión pública contenta, quizá.

    Su mirada pasó por los allí reunidos con relativa rapidez, aunque se posó de forma más prolongada en una pareja que se le hizo de lo más curiosa y llamativa. Una mujer alta, claramente una guerrera a juzgar por las piezas metálicas que la cubrían y la espada que colgaba de su cinto, hablaba en susurros con una muchacha menuda y delgada que vestía de una forma imposible de pasar por alto.

    Quizá sus pantalones, ajustados justo en las caderas y en las rodillas, o la parte superior, que le dejaba el vientre al aire —Lon juraría que podía adivinar sus costillas—, incluso sus pies descalzos, o las mangas transparentes que llevaba, no llamaban tanto la atención como su maquillaje y su tocado: un velo cubría casi todo su cabello y la mitad inferior de su rostro, dejando ver así unas líneas negras bajo sus ojos.

    Por todos era sabido que las sacerdotisas de Lagami ocultaban su rostro de los hombres y guardaban muy celosamente su virginidad. Era una tradición que algunos consideraban anticuada y ridícula mientras que a otros les causaba un morbo que había causado auténticas barbaries. Como fuese, eran las únicas mujeres del continente, que él supiese, que guardaban tan celosamente las formas de su cara.

    No era la primera sacerdotisa en peregrinación que veía, tampoco la primera que dejaba sus ropas de viaje por unas de exhibición, pero no dejaba de ser esto último un hecho extraño. Por eso mismo, se acercó a ellas directamente.

    —Buenos días —saludó con su más diplomática sonrisa, haciendo una reverencia que fue secundada por la sacerdotisa con una inclinación y por la escolta por un gesto de cabeza —. Soy Lon Bise, dueño de uno de los bancos más importantes de la ciudad.

    —Es un placer, señor Bise —habló la guerrera con educación, aunque estaba claro que tenerle allí no le hacía mucha gracia. Sólo relajó la expresión cuando la sacerdotisa le acarició un brazo afectuosamente.

    —¿Va a participar usted sola, sacerdotisa? —preguntó con genuino interés.

    —Así es —respondió la muchacha. A Lon le agradó su voz, era grave y dulce —. De hecho… Han dicho que saldré la primera.

    —No hay fe de que una sacerdotisa de Lagami vaya a hacer un buen número —intervino otra vez la guerrera con una sonrisa llena de socarronería —. La ponen delante de todos para bajar las expectativas del público y del jurado.

    —Oh, ¿en serio? Suena cruel —repuso Lon, sonriendo al ver cómo la chiquilla simplemente se encogía un poco de hombros —. Como miembro del jurado que soy, no debería decirlo, pero estoy seguro de que su actuación será muchísimo mejor de lo que los organizadores consideran.

    —¡Gracias, señor Bise!

    Lon se rio y se despidió de ellas, conteniendo las ganas que le habían dado de abrazar a esa muchacha. Saludó al resto de concursantes, aunque ninguno le cayó tan simpático como la sacerdotisa, y después ocupó su lugar en el centro de la tribuna, los únicos asientos colocados ex proceso —el público podía sentarse en el suelo o llevar sus propias sillas—.

    Primero salió un bufón, haciendo malabares para ir caldeando el ambiente y entreteniendo a la audiencia hasta que todo estuviese perfectamente dispuesto. Después, salió la presentadora, una mujer de escote generoso que anunció, como siempre, los premios a los que se podían aspirar. El tercer lugar ganaría una bolsa con monedas de bronce, el segundo tenía monedas de plata. Por último, el primer puesto optaba no sólo a monedas de oro, que ya de por sí era un premio suculento, sino a poder elegir entre una flauta de ébano, una lira con adornos de marfil o el laúd más bellamente decorado que Lon hubiese visto nunca, con taraceas rojas que formaban bonitos motivos vegetales.

    —La primera concursante —anunció la mujer mientras los instrumentos volvían a ser guardados tras el escenario —es, posiblemente, la más llamativa. ¡Una sacerdotisa de Lagami! —guardó silencio mientras el público reaccionaba y entonces volvió a pedir silencio con un gesto —Bailará para nosotros una canción traída de Saiyaan —se escuchó una ovación; Saiyaan era una tierra exótica para esa región, situada al este y proveedora de productos de gran lujo —. Sacerdotisa, por favor, venga aquí.

    Cuando la muchacha apareció, el público volvió a estallar en aplausos. Se escuchó algún abucheo, seguramente de los que habían apostado en su contra o de familiares o amigos de otros participantes, pero también silbidos y algunos comentarios poco decorosos para ser dirigidos a una sacerdotisa de Lagami.

    La presentadora invitó a la muchacha a acercarse y le señaló el mosaico del suelo, el cual formaba una estrella metida en un amplio círculo blanco.

    —Las normas de baile en solitario son sencillas: se permite cualquier movimiento, pero dentro de este círculo.

    —No habrá ningún problema —dijo la muchacha con esa voz cantarina y sonriente. Lon no pudo evitar sonreír.

    —Perfecto, entonces. ¡Que empiece la competición!

    La presentadora se retiró, dejando a la sacerdotisa sola en el escenario. Lon buscó con la mirada a la guerrera, aunque al no verla imaginó que estaba entre bastidores, a un lado del escenario, lista para sacar su espada contra todo aquel que intentase hacerle daño a su protegida.

    El foso de los músicos cobró entonces vida. Se escuchó una cuenta atrás y, en el mismo momento en el que los instrumentos empezaron a sonar, la sacerdotisa cambió su postura relajada y estática por un baile lleno de movimientos amplios, a veces más rápidos, a veces más relajados.

    El público, que realmente no esperaba gran cosa, prontamente prorrumpió en nuevos aplausos llenos de sorpresa mientras la muchacha balanceaba sus caderas, sus brazos y sus pies al ritmo de la música.

    No hacía falta ser un experto para saber que estaba disfrutando enormemente de aquello. Incluso si no se le veía la cara, se podía notar que sonreía. Cerraba los ojos a ratos, dejándose llevar por la música y la voz de los cantantes saiyaanos, y otras veces miraba a la audiencia, aunque sin mirar a nadie en concreto.

    Cuando, acercándose al final de la pieza, se arrojó al suelo, el propio Lon se levantó de su asiento, dispuesto a socorrerla, pero resultaba que formaba parte de la coreografía. Sin mostrar síntomas de haberse hecho daño —y no se lo había hecho, la caída estaba calculada—, la sacerdotisa se había acomodado y había seguido el baile, poniéndose después en pie, aunque no sin antes guiñar un ojo, haciendo que un hombre dejase una flor en el borde del escenario.

    Cuando la música terminó, el aplauso fue generalizado, e incluso la propia presentadora, al volver al escenario, no contuvo el impulso de besar las mejillas cubiertas de la sacerdotisa.

    —¡Vaya! ¡Ha sido auténticamente fantástico! Qué manera de moverte, ¡si pareces de goma! —dijo, consiguiendo que la sacerdotisa se riese un poco.

    La acabó despidiendo y llamó entonces al siguiente concursante. Se produjo un silencio de varios minutos y entonces la presentadora terminó por llamar al tercero, que esta vez sí se presentó. El segundo, al parecer, se había echado atrás en el último momento.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Invita la casa —dijo el posadero con un guiño dirigido no a la guerrera, sino a la sacerdotisa, quien le sonrió con los ojos y le agradeció con un susurro y un gesto de cabeza.

    Las siguió con los ojos mientras subían a su dormitorio con la comida y se sonrió a sí mismo mientras limpiaba el mostrador.

    Ya en la habitación, Luth se retiró los velos del rostro y soltó un suspiro. Después, rio y abrazó su laúd, un merecido premio que el propio Lon le había entregado tras una deliberación muy dura. Había acabado habiendo un empate, el jurado no se decidía entre el baile de la sacerdotisa y la interpretación de otro contendiente, pero Luth lo había solucionado muy fácilmente: dividiendo el premio. Aseguraba que no le interesaba el dinero, sólo el laúd, y con semejante premisa, el otro no había dicho nada al respecto y se había ido tan contento.

    El siguiente acto de Luth había sido rechazar de una forma extremadamente amable la invitación de Lon a comer en su mansión con su familia, y de ahí habían ido entonces a la posada.

    Besó el laúd y lo dejó sobre la cama, acomodándose en el suelo, simplemente sobre unos cojines, tal y como llevaban haciendo los tres días que habían pasado en esa habitación. Aceptó el plato con cocido que le ofreció Nuluha y esperó a que ella se acomodase antes de comer también.

    —Voy a salir al mercado —dijo Nuluha cuando ambos hubieron terminado la comida —. Pórtate bien. No dejes entrar a nadie y…

    —… no salgas de la habitación —completó Erluth a la vez que la guerrera, sonriendo —. Lo sé, lo sé. De hecho, voy a dormir un poco.

    —Bien. Te lo has ganado —sonrió la mujer, besándole la frente —. Volveré a media tarde.

    —Descuida. Tengo mi laúd, así que estaré entretenido.

    Nuluha le sonrió, asintió con conformidad y salió de la habitación. Luth, al quedar solo, dejó el laúd en la mesita, junto a la cama, y se recostó de medio lado, recogiéndose en una bola sobre las mantas.

    Ni siquiera cerró los ojos, en realidad. Cogió el colgante que su madre le había dado y, como había hecho ya tantas otras veces en los últimos días, lo observó con curiosidad, acariciando el símbolo que había grabado en ese círculo metálico. No sabía qué era, pero cuando lo tocaba sentía un cosquilleo en la piel, como una ligera electricidad acariciándole. Era extraño, aunque no desagradable, realmente.

    Suspiró, pensando en su madre. Era una mujer muy fuerte y muy valiente, con ases en la manga y buen entrenamiento, pero ¿habría bastado eso para sobrevivir al ataque de los Caballeros Rojos de Cárrigan? Quería creer que sí, pero incluso Nuluha tenía sus serias dudas al respecto. Y si ella tenía miedo de no volver a ver a las mujeres de Ile Ilurga, ¿qué esperanzas podía aguardar él?

    Esos tristes y pesados pensamientos fueron repentinamente cortados por fortísimas oleadas de ira que llegaban del exterior. La sensación fue tan atronadora que Luth tardó unos segundos en levantarse de la cama, y por poco no olvidó colocarse de nuevo el velo antes de asomarse por la ventana.

    Lo que vio hizo que se le encogiese el corazón. Un adolescente, cegado por la ira, lanzaba piedras contra un animal que, herido, huía, o intentaba huir. Lo cierto es que cuando la cría se desplomó en el suelo, Luth tuvo la certeza de que ese chico iba a asesinar a ese ternerito a pedradas.

    Pese a lo que había hablado con Nuluha, salió corriendo, bajando las escaleras a saltos de tres escalones, y se lanzó sobre el chico, tirándolo al suelo de un placaje.

    —¡¿Qué haces?! —bramó él, empujando a lo que creía que era una sacerdotisa.

    —¡Para! ¡Por favor, para! —suplicó Luth, corriendo a gatas hasta el animal para protegerlo con su cuerpo —No descargues tu ira contra esta criatura, ¡por favor!

    El chico gruñó, se levantó y, sin siquiera quitarse el polvo, siguió tirando piedras, que ahora impactaban contra la espalda de Luth.

    —¡Cállate! ¡Tú no eres nadie para decirme lo que debo o no hacer! ¡No tienes ni idea de quién soy ni de lo que ese montón de carne ha hecho!

    —¡Cuéntamelo, entonces! —dijo Lulú, alzando la mirada hacia el adolescente.

    El joven, que estaba por lanzar otra piedra, se quedó estático ante esos ojos azules. Bajó la mano, sin percatarse de que se estaba empezando a formar público a su alrededor, atraídos por el ruido y los gemidos lastimeros del ternerito.

    —Ha roto algo de mi padre. ¡Y me dará una paliza cuando llegue a casa y lo vea!

    Luth se fue incorporando, acariciando el lomo del animal herido sin importarle mancharse de la sangre que manaba de algunas heridas. Ahora no sentía tanta ira como miedo, puro miedo irradiando de ese chico. Pero no se atrevía a levantarse, el ternero también tenía miedo y, además, estaba herido.

    —¿Qué ha roto? ¿Se puede sustituir? —le preguntó con un tono calmado, intentando así tranquilizar al joven.

    —Creo… Creo que sí…

    —Ve, entonces. Deja al ternero, yo me encargaré de él. Si lo sustituyes a tiempo, tu padre nunca se dará cuenta.

    El joven pareció dudar, pero terminó por asentir. Soltó las piedras, y en ese momento Luth se levantó y se acercó a él, tomándole las manos. Se las apretó con suavidad, sintiéndole mucho más calmado. Incluso notó arrepentimiento en su aura, y eso le hizo acariciarle los dedos.

    —Se llama Kitá —murmuró, sin atreverse a mirar ni al ternero ni a «la sacerdotisa».

    —Está bien. Curaré sus heridas y luego me las apañaré para devolvértela.

    —No… No. Quédatela. Yo… No quiero volver a verla.

    Luth asintió, en un tono comprensivo, y soltó sus manos. El joven titubeó, pero terminó por alejarse y, mirando atrás un par de veces, se fue, agachando la cabeza al fijarse por fin en el corrillo de gente que los había estado mirando.

    Lulú, por su parte, volvió junto a la ternera y le habló suavemente, susurrándole palabras dulces mientras la acariciaba. Poco a poco, consiguió que se pusiese en pie y, aunque el animal cojeaba, Luth consiguió llevarlo al porche de la posada. El dueño del sitio saltó los escalones para coger a la cría en brazos y subirla directamente. Soltó a Kitá con un resoplido, el animal pesaba ya sus cien kilos, y puso una mano en el hombro de la supuesta sacerdotisa.

    —¿Estás bien?

    —Sí, sí… Me preocupa más ella —dijo en voz baja, arrodillándose junto a la cría para volver a acariciarla —. ¿Podría usted traerme algo de agua, unos trapos y alguna venda, por favor?

    El posadero asintió rápidamente y volvió al interior para cumplir el cometido. Se quedó, además, a ayudar a Luth con el ternero, moviéndolo cuando hiciese falta según las indicaciones de Erluth, quien iba limpiando las heridas con el agua y vendándolas con cuidado. Para mantener a la ternera calmada, canturreaba una canción dulce, una nana que, sorprendentemente, hacía efecto en el animal.

    Un rato después, el posadero había vuelto a sus acometidos, no sin insistir que podía quedarse allí un poco más, y Erluth acariciaba a una ya dormida Kitá, sintiéndose mejor él mismo ahora que la negatividad se había sustituido por las ondas empáticas habituales.

    Esto duró un rato, pero no mucho. De pronto, con la misma intensidad con la que había sentido ira, sintió ahora una tristeza vieja y profunda. Levantó la cabeza y, con los ojos llenos de lágrimas, buscó el origen. Lo identificó en un hombre alto, muy alto, vestido de forma extraña y con una guadaña.

    Una parte de él sabía quién era, o más bien qué era, pero en ese momento no conseguía recordarlo. Lo único que podía sentir era esa tristeza, y eso le motivó a levantarse y dejar a Kitá descansar en el porche para acercarse a ese hombre que la gente que andaba por allí parecía eludir. Y, sin atender a este hecho o a la extrañeza con la que todo el mundo le miraba, incluso el propio hombre al que se dirigía, se plantó delante de él, lo miró con la cara empapada en lágrimas y luego lo abrazó, rodeando su cintura con los brazos y enterrando la cabeza en su pecho, que era lo más arriba que llegaba.

    —Lo siento —le susurró —. Lo siento enormemente.

    Ni siquiera sabía por qué se estaba disculpando, simplemente le pareció que ese era el proceder más lógico en esos momentos. Le acarició la espalda un par de veces y luego se fue separando un poco, agarrándose a la ropa de ese gigante y alzando la cabeza para mirarle.

    Abrió la boca para hablar, pero terminó por negarse a sí mismo y le cogió una manga, tirando un poco de él.

    —Creo que un té te vendrá bien —le miró al no obtener respuesta de ningún tipo. Se limpió las lágrimas con la mano libre, aunque pronto volvió a llorar, y sacudió la cabeza, como para quitarse un poco esa sensación del cuerpo —. ¿No quieres? —no, sí que quería. Lo notó al rozarle la mano con un dedo —Ven, por favor —al no obtener aún respuesta, respiró hondo y le miró directamente a los ojos —. Por favor.

    Ahora sí pareció haberlo activado. Le agarró el pulgar, como si fuese un niño pequeño, y lo guio al porche, donde le señaló una silla de una de las dos mesas que había allí fuera. Luth se sentó en la otra, teniendo a Kitá tan cerca que cuando la ternera se movió en sueños, terminó con la cabeza sobre los pies aún descalzos de Luth.

    —Me llamo Luth, por cierto —se presentó todavía con un sollozo. Se sacó un pañuelo de la ropa y se limpió así las lágrimas.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Nuluha llegó, tal y como había predicho, a media tarde. Había estado durante horas indagando. Nadie sabía nada de que hubiese ocurrido cualquier cosa en el santuario, por lo que tampoco se sabía si alguien escapado, sido apresada o si todas habían muerto.

    Por el contrario, sí había noticias sobre las tropas de Cárrigan. Y estaban más cerca de lo que Nuluha consideraba óptimo, por lo que había decidido recoger sus bártulos y continuar camino nada más llegar, así tuviesen que caminar toda la noche sólo para poner suficiente distancia entre los Caballeros Rojos y Erluth.

    Lo que no esperaba era llegar a la posada y encontrarse a Luth tomando un té con un puñetero Mutuwa y un ternero lleno de vendas comiendo algunas hierbas a sus pies.

    —¿Qué cojones…?

    —¡Nu! —la saludó él con un gesto de mano, de muchísimo mejor humor que cuando había encontrado al hombretón —¿Qué tal han ido los recados?

    —¿Que qué tal han ido los recados? —consiguió preguntar, sin poder creerse lo que estaba viendo. Dio un paso hacia ellos, luego dudó y se quedó donde estaba —¿Qué estás haciendo, Lulú?

    —Tomo el té con Ife —contestó, aunque ya sin tanta alegría, bajando la taza —. ¿Por qué tanto rechazo, Nu?

    —No me lo puedo creer. ¡Es un Mutuwa, Lulú! ¡La Muerte misma!

    Luth miró al hombre y luego a la mujer, y abrió la boca un poco, aunque no se vería por los velos. ¡Claro, un Mutuwa! Eso era lo que no conseguía recordar. Y eso explicaba por qué al posadero le había costado tanto decidirse a traer las infusiones, algo que, en realidad, no habría ocurrido si Luth no tuviese tal mirada de cachorro.

    —No es la Muerte —repuso con calma, intentando tranquilizar esa mezcla de ansiedad, miedo y preocupación que sentía en Nuluha incluso a la distancia a la que estaban —. Es un hombre. Estaba triste y le he ofrecido un té.

    —Luth… ¿Es que acaso no tienes el más mínimo sentido común? —preguntó Nuluha, acercándose con cautela.

    —Mamá siempre dice que hay que darle una oportunidad a la gente y yo he pensado que…

    —¡Ah! ¿Has pensado? ¡Quién lo diría!

    —Nu…

    —¡Aléjate de él ahora mismo y recoge tus cosas!

    —¿Qué? Pero…

    —¡Ni peros ni hostias!

    Luth se quedó petrificado en el sitio. Nunca había llevado bien que le gritasen, y Nuluha le estaba gritando con tanta fuerza que se convertía en una ira semejante a la del adolescente que había atacado a Kitá.

    Sus manos temblaron un poco, pero terminó por levantarse. Kitá, al sentir la actividad, se levantó también, sacudiéndose un poco y mirando al humano que la había salvado. Luth, por su parte, miró a Ife y se inclinó para besarle a través de la tela del velo una mejilla.

    —Perdónala, por favor —le susurró, aunque se apartó de un salto cuando Nuluha le gritó su nombre.

    Obediente, aunque aturdido, subió las escaleras. Nuluha, por su parte, bordeó al Mutuwa como si un roce suyo fuese a matarla, y subió también, viendo sin poder creérselo cómo esa dichosa ternera se quedaba abajo, esperando a Luth.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Erluth no había hablado en los dos días que llevaban caminando. Ni siquiera había tocado el laúd, simplemente caminaba, cuidaba a Kitá y hacía las tareas básicas cuando Nuluha se las pedía, sin responder más que, con suerte, con algún gruñido.

    Nuluha había pensado en disculparse, pero no había llegado a hacerlo. Erluth lo sabía, Nuluha sabía que Erluth lo sabía, pero ninguno había dado un paso adelante y aquella situación tensa se estaba volviendo lo normal.

    Al tercer día, la guerrera sintió que aquello era insostenible. Mientras un conejo salvaje se asaba en el fuego, miró a Luth, que estaba en esos momentos limpiando las heridas de Kitá.

    —Lulú —también era la primera vez en tres días que le llamaba así, pero el chico no levantó la mirada —. Escucha… Sé que el otro día fui muy dura, pero…

    —Lo entiendo —dijo de pronto, encogiéndose un poco de hombros —. Tu misión es protegerme y yo no te lo pongo fácil.

    Nuluha respiró hondo y asintió, aunque no quedó muy convencida con aquello, principalmente porque Luth no había dicho nada más después de aquello ni había dado pie a continuar la conversación.

    Volvieron a caminar en silencio. Cuando el sol empezó a caer, ellos buscaron un sitio donde refugiarse, pero no llegaron a encontrarlo cuando, de la nada, aparecieron dos Caballeros Rojos.

    Este sobrenombre venía por sus armaduras, pintadas de rojo. Las leyendas afirmaban que originalmente sus armaduras eran de metal normal, pero la sangre de todas sus víctimas las habían teñido de rojo. Y esta leyenda se fundamentaba en lo violentos y sádicos que eran estos caballeros, que conformaban una guarnición de élite dentro de las tropas de Cárrigan y que, al parecer, ahora tenían una misión clara.

    —Vaya, vaya, vaya… Así que hemos dado con una sacerdotisa de Lagami y su escolta…

    —¿Sí? No sé, yo creo que esa sacerdotisa oculta algo entre las piernas…

    Los dos hombres se rieron. Iban rodeando a la pareja en círculos lentos, con las espadas apuntándoles y un cuchillo preparado en la otra mano.

    —Ah, ¿sí? —el primero en hablar se detuvo y guardó el cuchillo, usando esa mano para quitarle el velo a Erluth —Su cara no resuelve nuestras dudas, habrá que bajarle los pantalones…

    —Pero despacito —dijo su compañero, viendo al primero acariciar la mejilla de Erluth —. Nuestro señor dijo que lo quería intacto.

    —Lo sé, lo sé…

    Nuluha aprovechó que parecían estar distraídos con Luth para atacar, pero uno de los dos hombres reaccionó rápidamente, dándole una patada que la lanzó contra un árbol.

    —¡Nu! —exclamó Erluth, pero poco más pudo decir cuando el otro soldado le agarró el cuello. No apretó, realmente parecía que no querían dejarle marcas, pero sí fue suficiente para callarlo.

    El metal de esos guantes estaba tan frío que dolía, pero todavía le dolía más sentir ese increíble vacío en esos dos hombres. La gente solía tener alguna emoción. Tristeza, alegría, incluso el aburrimiento era algo que notaba. Pero en ellos no había nada. No había ni siquiera ira, sólo… vacío.

    El segundo soldado en ese momento sonrió y se relamió mientras se quitaba el guante metálico. Acarició los labios de Luth, esquivó la mano de su compañero e introdujo la mano por la parte superior de su ropa, acariciando su pecho.

    —Creo que es nuestro chico, pero… Voy a asegurarme —dijo, bajado la mano por dentro de la ropa.


    SPOILER (click to view)
    Bueno, bueno, bueno. Voy dejando cositas por aquí xdd

    El bailecito de Luth (x). Más o menos, que la música pues igual es un poco moderna, pero me ha gustado mucho tanto el baile como el estilo de la música. ¿Y su ropita durante el baile? Pues mira, simple y llanamente, el mod femenino de Link en Breath of the wind (x)

    El símbolo de protección del colgante de Lulú sería el de arriba del todo a la derecha (x)

    Yyyy no me olvido de la bebita Kitá (x), que creo que va a ser tan pura como su humano xdd

    Te dejo la escena en una situación un poco asá, confío en Ife (?). Tengo cosas planeadas y he estado a punto de meter alguna aquí, pero es muy pronto para eso, así que lo iré introduciendo poco a poco xDD

    Y eso es todo, creo. Cualquier cosa pues por wsp sin problema, como siempre.


    Edited by Bananna - 27/12/2020, 21:19
  11. .
    Ademo VIII tenía como sobrenombre «el Sabio», y esto no había sido en lo absoluto aleatorio. Sus consejos, sus propuestas, sus estrategias, todo ello le había permitido, tras cincuenta años, poner fin de una vez por todas a las horribles guerras intraespecies que llevaban sangrando el continente desde hacía largo tiempo.

    Hasta que él había puesto en marcha su política de relaciones exteriores, elfos, enanos, ogros y orcos, viera, feéricos varios, humanos, todo ser inteligente perteneciente a una civilización, se disputaban territorios, se lanzaban en cruentas guerras —muchas veces con pretextos absurdos— y llegaban a cometer auténticas barbaridades, como las famosas purgas de los elfos.

    Sí, esos orejudos se habían empeñado durante un tiempo en eliminar cualquier rastro de sangre no élfica de sus territorios, asesinando a cientos de personas hasta que se había los había conseguido frenar.

    Por supuesto, esto no significaba que Ademo VIII no se hubiese manchado las manos con la sangre de sus soldados… y de las de ejércitos rivales. No. La diplomacia había sido un punto muy importante, desde luego, pero también había tenido que emplear la fuerza.

    Cincuenta años —cuarenta y ocho, siendo más específicos— habían sido necesarios, pero lo había logrado. Había podido establecer una serie de intrincados pactos y treguas, había logrado reunir en consejo a los cabecillas e incluso podía colgarse la medalla de haber logrado que tanto elfos como orcos hiciesen concesiones en las cuestiones territoriales.

    Las fronteras habían sido marcadas, se habían establecido pactos de ayuda y muy duras represalias para quienes incumpliesen. De hecho, uno de los contratos estipulaba que el rey de R’Lash tendría pleno derecho a aniquilar las ciudades que considerase necesarias hasta aplacar la rebelión.

    Porque R’Lash quedaba como vigía del Concilio. Eran un imperio extenso, aunque pequeño en comparación a otros. Tenía un sistema que permitía un funcionamiento autárquico, pero se enriquecían mediante comercios multidireccionales, y consentía en su demografía la variedad de especies, aunque había que señalar que el 90% de la población fija era humana.

    Los humanos, lo sabían todos los demás, eran criaturas inferiores en cuestiones físicas, pero con un potencial destructivo prácticamente ilimitado. Debían ser controlados, debían ser contenidos, o la supervivencia del resto de especies, así como la del propio continente, podría estar en peligro.

    El hecho de que los ejércitos de R’Lash fuesen humanos era uno de los motivos del triunfo del imperio. Que sus órdenes fuesen acertadas y su rey y mariscal fuese un kaltrix sólo añadían leña a ese grandioso fuego.

    Los kaltrix eran considerados por la mayoría de especies como seres cuasi divinos. Eran más atractivos que los elfos, más fuertes que los ogros, más rápidos que los viera y podían ser mucho más feroces que los enanos y los orcos. Además, podían infiltrarse en cualquier especie, lo cual los haría increíblemente peligrosos si no hubiesen demostrado mucho tiempo atrás que sus prioridades no se centraban en la conquista, sino en la comodidad.

    Ademo era un claro ejemplo. Si lo hubiese querido, podría haber sometido a todos esos pueblos, en vez de reunirlos en un Concilio. Pero no, él sólo quería reinar en su imperio, ocuparse de sus ciudades y, por fin, ahora que todo estaba en paz —tensa, pero paz, al fin y al cabo—, cederle el relevo a su hijo.

    Había otros kaltrix, al menos cinco, que Ademo supiese. Dos gobernaban como sumos sacerdotes de religiones centradas en las Madres Lunas, los otros tres eran variantes de reyes. Bien, que hiciesen lo que quisiesen. Mientras no se acercasen ni a él ni a su obra, le daba igual. De otra forma, tendría que enfrentarse a ellos.

    Sacudió la oscuridad de esos pensamientos con un suspiro y se frotó los párpados con las manos. Daban igual, no importaban. Realmente no recibía noticias de ellos desde que el Concilio se había establecido, y habían pasado décadas desde entonces.

    Besó el hombro de la mujer que dormitaba a su lado, sólo ronroneó suavemente, y se puso en pie, acercándose a un gran espejo ovalado. Nadie que entrase en ese momento podría decir que ese cuerpo, desnudo y fuerte, de músculo fibroso, acababa de cumplir los ciento treinta y tres años. De hecho, ni siquiera aparentaba los treinta y tres, parecía haberse quedado estancado en los veintipocos.

    De todas formas, los kaltrix no solían ser tan longevos. Tendían a llevar ciclos semejantes a los humanos, pero su situación había sido algo peculiar. Su primer hijo no había dado la talla, y después había decidido esperar un poco más hasta que los augures le dijesen que la situación era óptima.

    Acarició una cicatriz que le había dejado Haibe, una de las pocas heridas que había podido causarle antes de… En fin, esos eran otros pensamientos que tampoco quería tener rondando por su cabeza.

    Se vistió con una simple túnica y se peinó con los dedos un poco antes de salir de sus aposentos. Saludó con simples cabeceos de cabeza a los sirvientes con los que se iba encontrando y sonrió un poco cuando, ya en la planta terrestre el castillo —sus aposentos estaban en subterráneo— reconoció no a su hijo, sino a su mejor amigo.

    —Pagro —detuvo a aquel muchacho de doce años, quien se plantó como todo un militar e hizo el saludo de R’Lash, dándose una palmada en el pecho, a la altura del corazón —. ¿Alguna novedad?

    El joven vaciló antes de inclinarse levemente hacia delante es símbolo de respeto.

    —Majestad, de hecho… ahora iba a buscaros, mi señor.

    Ademo enarcó las cejas, pero antes de preguntar se acercó al chico y se inclinó sobre él, oliendo su ropa. Olía a polvo y tierra, olía a Khamlar, a madera y a…

    —¿Vieras? —preguntó con calma mientras se incorporaba de nuevo. Vio a Pagro asentir y le acarició una mejilla con suavidad —¿Dónde está mi hijo?

    —Está atendiendo a la delegación, Su Majestad —contestó rápidamente Pagro —. Están en la Sala del Trono, con el Consejo.

    —Oh —murmuró Ademo —. Será mejor que me reúna con ellos, entonces.

    Pagro se inclinó un poco más y el rey dio un paso al frente. Cuando sus pies descalzos volvieron a tocar el suelo, estaba en la Sala del Trono, o más concretamente delante de su trono. Buscó con las manos los reposabrazos y se acomodó, mirando a su derecha, donde su hijo estaba sentado en un asiento más bajo y de menor importancia.

    Khamlar tenía diez años y dos meses. Su pelo era rubio oscuro, como el de la mujer que lo había gestado, y tenía los ojos del color del cobre, como los del actual rey. Su cara era fina, la de un niño, pero su expresión era tan seria y grave como la de un adulto, igual que su postura, que era impecable.

    El pequeño le devolvió la mirada y le hizo un pequeño gesto con la cabeza, asegurándole así que acababan de empezar, y Ademo asintió, volviendo la mirada al frente. Había cuatro vieras, enormes y fuertes, con las pieles más oscuras de los leporis. Se habían inquietado un poco al ver al rey aparecer de la nada, pero el más anciano los había calmado con un gesto de orejas.

    —Proseguid —indicó Ademo, acomodándose entre los cojines de su trono.

    —Le explicábamos al joven príncipe —habló precisamente el más anciano, con cierta lentitud, poco acostumbrado a usar la lengua para formar palabras —que nuestras ciudades se mueren.

    —¿Cómo es eso?

    —Las plantas se están secando —intervino Khamlar, intentando mantener una voz firme que compensase su tono agudo.

    —¿Todas? —preguntó Ademo con auténtica sorpresa.

    —Así es, Majestad —habló el anciano viera —. Las fuentes manan agua, pero nuestros campos se secan. Algo los está matando.

    Ademo no cambió su expresión pensativa en las siguientes dos horas. Había mandado alojar a la delegación viera en un pequeño edificio de los jardines, una especie de casa donde los reyes podían refugiarse sin salir del recinto y donde los vieras podrían tener algo más de silencio que dentro de los edificios residenciales, y luego había mandado a Khamlar a continuar con su agenda, que ese día, si no mal recordaba, consistía en dos horas de educación matemática y luego entrenamiento con la espada y el escudo.

    Ahora estaban cenando, pavo asado con salsa de grosellas y ensalada, y seguía dándole vueltas al asunto. El agua estaba bien, así que quizá podía haber algo en la tierra, algo que hubiese cambiado.

    No, en realidad daba igual qué era lo que estuviese causando aquello. Lo importante era encontrar la forma de salvar las plantas.

    Alzó la vista cuando notó que su hijo había dejado de comer de pronto y hasta se le hizo tierno encontrarle con la misma expresión pensativa que él mismo había tenido en las últimas horas. Khamlar le miró con auténtica compasión en sus ojos y ladeó un poco la cabeza.

    —Si sólo pudiésemos hacer que las plantas se curasen como nosotros… —comentó en voz baja.

    Ademo entonces fue sonriendo hasta reír, y todavía riéndose se levantó y rodeó la mesa para abrazar a su niño, besándole la sien.

    —Khamlar, hijo mío… Un día te conocerán como «el Grande» —profetizó con una gran sonrisa.


    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Khamlar acarició la piedra oscura de la pared de aquella construcción, con los labios entreabiertos y los ojos brillando por la emoción. Sus dedos se separaron de la pared cuando se fue acercando a la barandilla y se asomó para mirar también los peces que nadaban tranquilamente en el agua.

    —Oh, Kunic… —murmuró.

    Se giró hacia el viera con una sonrisa y le tomó una muñeca, guiándole por entre esos pasillos hasta unas escaleras que subían y subían, hasta la planta donde estaba el agua. Soltó una risa, tan pura que parecía la de un chiquillo, y se arrodilló al borde de esa piscina mágica, metiendo la cabeza en el agua. Los peces huyeron de la intrusión, pero después simplemente le rodearon, siguiendo su camino.

    —Vamos abajo del todo —le dijo al sacar la cabeza del agua —. Quiero mostrarte algo.

    No esperó a que el viera respondiese. Se puso en pie de un salto, abrazó a Kunic y se lanzó con él al agua, atravesándola y empezando a caer por el vacío las tres plantas que habían subido. Miró los ojos de Kunic y le sonrió al sentir cómo se agarraba a él con más fuerza a medida que se acercaban al suelo, pero no llegaron a estrellarse, fueron aminorando la velocidad hasta detenerse a un palmo del suelo.

    Quizá Kunic no se había fijado en que Khamlar, en todo momento, había estado agarrado con dos de sus tentáculos negros a la planta desde la que habían saltado, pero pudo verlos sin problema cuando Khamlar, ya de pie en el suelo, se soltó y los volvió a esconder bajo sus ropas, ahora empapadas.

    Se echó el pelo mojado hacia atrás con la mano, para que no le molestase, y le señaló un agujero en el suelo, justo en el centro de aquel cuadrado que, hacia arriba, ocupaba la piscina. Se producía un efecto extraño, ¿la luz de la luna entraba desde arriba ahí abajo, iluminando lo que quiera que hubiese allí, o había algo dentro que irradiaba luz?

    Khamlar se frotó las manos y se acuclilló, buscando con los dedos en el suelo hasta encontrar una rendija que le permitió levantar una losa que debía pesar, al menos, dos toneladas y media. Era una piedra gruesa y grande, pero Khamlar la alzó con relativa facilidad, y al apartarla quedó al descubierto una nueva sala subterránea.

    Se asomó y luego miró a Kunic. Parecía que no podía dejar de sonreír.

    —Mira, mira —le dijo en un susurro, como si sintiese mucho respeto como para alzar la voz.

    Cuando Kunic se asomó, pudo ver que, efectivamente, allí dentro había algo que irradiaba luz. Concretamente, una esfera sostenida por las manos de una escultura que representaba a una mujer.

    Khamlar le hizo un gesto para que le acompañase y, con cuidado de no tocar la escultura, bajó al suelo. Lo primero que hizo fue arrodillarse frente a la mujer de piedra y darse una palmada en el pecho con la mano. Después, se puso en pie y miró a su alrededor.

    Era una estancia grande, pero mucho mejor iluminada que el resto de las ruinas. Eso permitía que se viesen bien los tapices y las esculturas que había en hornacinas horadadas en la pared. Khamlar se acercó a una de esas hornacinas y soltó una pequeña risa, señalando la escultura que había ahí.

    —Es increíble —murmuró —. Pensaba que yo… había desaparecido por completo.

    Y, sin embargo, estaba ahí. Literalmente, pues esa escultura representaba a Khamlar con su corona, vestido con una camisa de cuello alto, un chaleco con el emblema de R’Lash y unos pantalones amplios que se ajustaban sobre las rodillas. Unas botas altas y una faja de la que pendía una cimitarra de hoja gruesa completaban el atuendo. Debajo, una placa rezaba: «KHAMLAR V EL GRANDE | SANGRE · HONOR · GLORIA».

    Miró entonces al otro lado de la sala, justo a la pared de enfrente, y volvió a agarrarse a Kunic, esta vez tomando su mano para llevarle a rodear la gran escultura central hasta llegar a la otra hornacina, donde había otro hombre en una postura tan digna como la de Khamlar. Vestía una túnica ceñida a la cintura por una faja, y bajo ella se veían unos pantalones que se perdían en unas botas altas parecidas a las de la escultura de Khamlar. Su arma no era una cimitarra, sino una espada de hoja curva. Grabado en una placa de bronca: «ADEMO VIII EL SABIO | SANGRE · HONOR · GLORIA»

    —Mi padre —dijo Khamlar. Apoyó las manos en los pies de la escultura y la barbilla en sus manos, tal y como alguna vez había hecho con su padre real —. Cuando yo era pequeño, una delegación viera llegó a nuestro reino pidiendo ayuda. Había en el desierto varias ciudades y todas estaban aquejadas por el mismo problema —suspiró suavemente y miró a Kunic, quizá con algo menos de alegría que antes —. Antes, en mis tiempos… Los vieras eran más abiertos. Vivían en distintas ciudades y eran guerreros formidables, aunque sobre todo cultivaban oasis. Pero esos oasis empezaron a morir.

    Se incorporó y se alejó un poco de la estatua de su padre, yendo a la mujer. Khamlar rio suavemente cuando Kunic se dio cuenta de que la mujer tenía dos caras, como si tuviese dos cabezas, cada una girada hacia un rey kaltrix.

    —Son las Madres Luna. Leptis —dijo, señalando el rostro que sonreía —y Ceno —añadió, rodeando la estatua para señalar el rostro serio —. ¿Recuerdas que te dije que antes había dos lunas? Eran ellas. Pero Leptis murió —dijo, con una expresión más tristona —, y poco después yo morí también.

    Sacudió la cabeza y subió al pedestal donde estaba la escultura, tumbándose en su regazo, como si realmente fuese su madre y buscase su consuelo.

    —Mi padre se fue, estuvo fuera dos semanas, y cuando volvió, se sentó en su trono, me sentó en sus piernas y me dijo: «Khamlar, imagínate que tienes un artilugio que puede dar energía a una ciudad de muy grandes dimensiones, pero es todo el imperio el que se está muriendo. ¿Qué harías?». Yo le dije que reuniría a la gente de las distintas ciudades en un mismo punto. Entonces se río, me besó la frente y me dijo que eso es lo que haríamos con los vieras leporis: reunir los distintos clanes del desierto en un gran Santuario, Leporidae. Aunque, claro, no se llamaba así entonces, y hasta que no he visto esta embajada no estaba seguro de que fuese… en fin.

    Miró a Kunic y sonrió, alzando una mano no para tocar la esfera luminosa, sólo para señalarla.

    —Escucha —le pidió en un susurro. Porque incluso un viera tendría que afilar el oído para escucharlo, pero entonces oiría cómo de aquella esfera salía una especie de latido —. Es, literalmente, un corazón de kaltrix. El único artefacto de todo el continente capaz de dar energía vital a una gran ciudad, al menos si su energía es bien canalizada. Mi padre mató a un kaltrix, le arrancó un corazón y consiguió encerrarlo en esa esfera que revitalizó todo el oasis de este Santuario… y que sigue haciéndolo actualmente. ¡Pero —bajó de un salto al suelo —no es el único! La enfermedad de la tierra no sólo estuvo en el Páramo de la Muerte, también llegó a otros reinos… y mi padre los sanó con el mismo sistema. Yo… hice mucho por mi imperio, pero mi padre realmente le dio vida al continente.

    Fue ahora a otra pared, donde colgaba un gran tapiz, y sonrió un poco.

    —¿Cómo de poderosa es esta magia que permite que incluso las telas sobrevivan al paso del tiempo? Deberías haber visto mi castillo. Todo podrido, todo destruido. ¿Sabes por qué? Por eso —y señaló el tapiz.

    En él se veía una escena nocturna. En el cielo, una mujer sentada sobre una esfera blanca lloraba al ver a otra mujer que parecía caer de su esfera con una herida sangrante en el pecho. En el plano terrestre se alzaba un castillo y una aldea, pero parecía que todo iba a ser devorado por un terrible monstruo todo negro, con luz sólo en lo que sería su ojo, el mismo monstruo que, al parecer, había asesinado a la mujer.

    Parecía que Khamlar iba a explicar mejor la historia, pero tras abrir la boca, la volvió a cerrar y negó con la cabeza. Si lo hacía, se pondría demasiado triste, y no estaba seguro de si podría recuperarse de esa tristeza tan terrible.

    —Lo que no entiendo es por qué Lagur-Tolen quiere esto. Creo que ni siquiera saben lo que es, sólo que tiene mucho poder dentro. Pero si sacasen el corazón de la esfera, el tejido se iría regenerando y el kaltrix en cuestión volvería a la vida, lo cual sería horrible, aunque no tanto como lo que le ocurriría al Santuario si quitásemos su fuente principal de vida —suspiró y se pasó una mano por el pelo, en un movimiento hacia atrás —. Vámonos, por favor —pidió entonces en un susurro, cambiando abruptamente de tema —. Necesito salir de aquí.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Chin’nesstre estaba desolada. Los ancianos del santuario no habían recibido noticias de su aldea, ni siquiera sabían que se había producido un ataque contra los elfos. Eso dejaba claro que, si había habido algún superviviente al ataque, o se había refugiado en otro lugar, cosa poco probable dado el hecho de que no habían dado ningún aviso, o habían sido apresados por los humanos.

    Suspiró, apenas agradeciendo con un gesto de cabeza cuando la sabia Onoga le ofreció una taza de té, y cerró los ojos mientras aspiraba el aroma de flores que emanaba del líquido.

    Le habían ofrecido quedarse allí, en el Santuario, protegiendo a los ancianos y también la Reliquia del Antiguo Templo, como llamaban a lo que Khamlar le había dicho a Kunic que era una embajada. Pero ella no sabía si esa era la mejor opción, porque una parte de ella le decía que debía averiguar si alguna de su gente estaba viva. Y, además, deseaba vengarse, aplastar ese maldito reino humano que no paraba de quitar y quitar a todos los demás.

    Abrió de nuevo los ojos al escuchar pasos acercándose, aunque eran tan suaves que si no hubiese tenido un oído tan afinado no los habría captado hasta que hubiesen estado más cerca. Giró la cabeza y vio a Kunic y a Khamlar. El primero lo miraba todo con cierto recelo; obviamente los vieras no acostumbraban a meterse en el «territorio» de los elfos. El segundo también observaba todo, pero con ojos atentos y curiosos.

    Chin’nesstre se puso en pie —estaba sentada sobre unos cojines, al estilo de los elfos—, y se acercó a ellos.

    —¿Qué os trae por aquí? —preguntó, sin poder evitar que su tensión se reflejase en su voz, algo borde.

    —Chin’nesstre, no trates así a nuestros invitados —la regañó la sabia Onoga. Era esta una mujer muy elegante, con el pelo negro ya veteado de canas recogido en un moño atado con palillos de mármol y vestida con una túnica ceñida a la cintura, con flores bordadas y mangas amplias —. Por favor, pasad. ¿Puedo ofreceros un té?

    —Gracias —sonrió Khamlar. Cuando la más joven gruñó y se volvió a sentar, Khamlar hizo lo mismo, indicándole a Kunic que podía acompañarles —. He visto el Corazón del Kaltrix —dijo, consiguiendo que, al instante, toda la sala se sumiese en el silencio.

    La sabia Onoga se quedó petrificada con a tetera en la mano, y los otros cinco ancianos que había en la sala, conversando, tocando instrumentos o leyendo apaciblemente también pararon toda actividad y se giraron a mirar al otrora rey.

    —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Chin’nesstre con cierta sospecha.

    Khamlar esbozó una sonrisa agradable.

    —Kunic me ha llevado a la construcción antigua que hay más allá del centro del oasis. Fue construida en tiempos de R’Lash y, en su interior, alberga el corazón de Leporidae.

    —¡Tonterías! —exclamó uno de los ancianos, Nitu’ga, poniéndose en pie. A punto estuvo de tropezar con su larga barba, pero pudo recomponerse a tiempo —¡R’Lash es sólo un cuento de viejas!

    —Kin’aya no dice lo mismo —comentó Onoga mientras retomaba su labor de servir el té.

    —¡Bah! —gruñó Nitu’ga, acercándose a los dos recién llegados. Llegó cuando Khamlar sonreía al tomar su taza —Kin’aya chochea. ¡Tiene tres mil años, por favor! Ni siquiera sabe dónde está.

    —Pero ya escribió sobre R’Lash de joven —añadió otro elfo mientras volvía a tocar su instrumento musical, llenando la estancia de un sonido melodioso y lento —. No creo que chochease entonces.

    —Siempre ha estado un poco… —Nitu’ga hizo girar su índice a la altura de su sien.

    —Kin’aya —musitó Khamlar tras dar un primer sorbo a su té. Ladeó la cabeza y entonces le vino una imagen a la cabeza —. ¿Kin’aya, de Pahtonia, hijo de Kin’una?

    —¿Cómo sabes tú eso, muchacho? —dijo el músico entre risas.

    —¿Podría hablar con él? —preguntó entonces, mirando a Onoga, que era la más cercana.

    —Bueno… Verás, querido. Kin’aya es muy, muy anciano. Es posiblemente el elfo más anciano que ha habido nunca. Su cabeza falla, él… vive en el pasado. Cree que soy su madre y que está en Pahtonia.

    —No importa —afirmó Khamlar —. Puedo hablar con él.

    —¿Para qué? —volvió a gruñir Nitu’ga —Incluso si hablases con él, sólo dice tonterías sobre kaltrix y R’Lash…

    —Tengo la teoría —intervino el que antes estaba hablando con Nitu’ga —que R’Lash pudo existir como algún tipo de imperio antiguo, y que sus regentes eran Kaltrix. Apellido, no raza. Debieron hacer algo horrible, porque la historia los convirtió en auténticos monstruos y se conservan prácticamente cenizas de ellos…

    —No es cierto —dijo Khamlar con calma —. En ese viejo edificio en el que ninguno de vosotros ha debido entrar hay tapices, esculturas… Y, bueno, no sé muy bien qué más. Espero poder explorarlo mejor mañana —bebió otro sorbo de té y miró a Kunic, guiñándole un ojo en complicidad —. Ahí están las efigies de los dos últimos reyes de R’Lash. El padre inició la construcción de la embajada, o sea, de ese edificio, y el segundo la mandó concluir, aunque nunca llegó a visitarla.

    —¿Cómo sabes todo eso? —se volvió a reír el músico, que al parecer tenía muchísimo mejor humor con Nitu’ga.

    —Porque yo fui el último rey de R’Lash.

    En este caso, todos se rieron, incluso el gruñón y Chin’nesstre, quien por cierto dio un par de suaves palmadas en medio de la carcajada. Khamlar no se ofendió, simplemente les dejó reírse y se terminó el té, totalmente calmado. Después, volvió a mirar a Onoga.

    —Entonces… ¿Existe alguna posibilidad de que pueda reunirme con Onoga?

    —Más tarde —dijo la mujer con cierta severidad, como si realmente fuese su madre —. Ahora está descansando. Chin’nesstre te avisará cuando esté despierto… Majestad —dijo con tono divertido.

    —¡Un momento! —era muy gracioso que, aunque estuviesen gritando, realmente no alzaban la voz más que hasta el volumen de una conversación normal. Era, por supuesto, Nitu’ga quien hablaba —Muchacho. ¿Qué decías antes del Corazón de Kaltrix?

    —¿Hmn? Ah, lo he visto. Es, literalmente, el corazón de un kaltrix, aunque no era ese su nombre original, y de todas formas no sé por qué lo llamáis así, si no creéis en los kaltrix —se encogió un poco de hombros —. Lagur-Tolen lo quiere, las diosas sabrán por qué, pero es ciertamente la fuente de vida de este lugar, así que debemos protegerlo a toda costa —dejó la taza vacía sobre la mesita y se puso en pie —. El té estaba delicioso. Muchas gracias, mi señora —le dijo con tal galantería que la sabia Onoga se sonrojó ligeramente. Después, miró a su alrededor, a esos elfos que le miraban como si estuviese loco, y les sonrió de nuevo —. Nos veremos más tarde, entonces. Por favor, pasad una mañana agradable.

    Miró a Kunic, se puso su gran sombrero para protegerse del sol naciente y salió de allí. Chin’nesstre se recostó en los cojines y torció un poco el morro.

    —Hay algo en él… No sé qué es, pero es raro.

    —Bueno, es muy atractivo —bromeó Onoga —. Y caballeroso.

    —No es eso —protestó la joven con una media sonrisa, aunque luego volvió a ponerse seria —. Es algún tipo de brujo de gran poder, y sé que es un cazador extraordinario. Pero no sé qué es.

    —¡Será un kaltrix! —gruñó Nitu’ga.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Khamlar no había hablado más en el viaje de vuelta a la casa de Kunic, y al llegar apenas había saludado a todos con gestos antes de retirarse a la habitación donde habían dormido sus compañeros de viaje. Ica se acercó a él con suaves balidos, moviendo su esponjosa cola de lado a lado, y cuando el kaltrix se tumbó en el catre, la oveja saltó para ponerse a su lado. Khamlar la abrazó y se decidió a dormitar.

    Evat, que había despertado tras varias horas inconsciente y tenía dolor en el abdomen, por no hablar de un moratón donde la pequeña Kaneh la había pateado, no estaba de muy buen humor y refunfuñaba en voz baja mientras removía un brebaje que Kanát le había dado para calmar las molestias.

    Con todo, al ver la sonrisa cansada que le había dirigido Khamlar, se preocupó lo suficiente como para levantarse y mirarle dormir desde la puerta de la habitación. Movió un poco las orejas y giró la cabeza al sentir a Hirale a su lado y compartió con ella una expresión preocupada.

    —¿Siempre que duerme parece tan… triste? —preguntó, tomándose por primera vez la molestia de bajar un poco la voz.

    Hirale asintió y la tomó del brazo, llevándola de nuevo a la sala común.

    —Ha hecho mucho esfuerzo estos días, así que será mejor que lo dejemos descansar —le dijo la muchacha en un susurro —. Cuando despierte, a lo mejor podrías ir a pasear con él —sugirió, a lo que a Evat primero se le iluminaron los ojos y después se le enrojecieron las mejillas mientras apartaba la mirada.

    —Quizá.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    La rutina de Kenet solía ser bastante estable. Madrugaba, comprobaba que su familia estuviese bien e iba a un pequeño cuartel que había a las afueras de Leporidae, más allá incluso de los campos de cultivo. Allí ayudaba a entrenar a la milicia leporis, que se encargaba de proteger el Santuario ante posibles ataques a la Barrera.

    En este caso, Kunic, como único explorador superviviente, le había acompañado tras ir por motivos que ni conocía ni le interesaban a la biblioteca de los elfos, sólo para informar de la situación.

    Como cada día, volvían ahora para comer en casa. No comían en el cuartel ya que la gran cantidad de niños que había en las familias viera obligaba a que los adultos volviesen a casa para asegurar el orden. Como fuese, normalmente se habrían encontrado a las más pequeñas jugando en la calle con otros niños, pero esta vez se las encontraron a todas acosando a Khamlar.

    Bueno, acosar igual no era la palabra, porque el kaltrix parecía encantado. En esos momentos tenía a Kaneh sentada sobre sus hombros, agarrándose de su pelo —mucho esfuerzo le había costado a Khamlar conseguir que dejase su sombrero quieto a riesgo de llenarse de molestas quemaduras—, y estaba haciendo malabares, literalmente, con las dos más pequeñas, lanzándolas por los aires y pasándoselas de una mano a otra mientras ellas reían.

    Las cuatro restantes, de la edad de Kaneh, saltaban a su alrededor, pidiendo ser las siguientes, aunque al final Khamlar paró el movimiento de las pequeñas, dejándolas sentadas cada una en una de sus manos —una increíble demostración de fuerza, ni Kanát ni Evat, que observaban desde la puerta, terminaban de creérselo— y llamó a las otras, que saltaron sobre él sin hacerle tambalearse.

    Terminó el kaltrix como un árbol navideño con pequeñas vieras en vez de adornos: una sobre los hombros, dos en las manos, otras dos en los brazos y las últimas se agarraban a su codo o a su pecho mientras él caminaba fingiendo un ritmo marcial que las hacía balancearse y reír mientras daban patadas al aire.

    Por si el espectáculo no fuese suficientemente alucinatorio, escuchar a su hermano soltar una risa hizo que los ojos de Kenet casi se saliesen de sus órbitas. Sin embargo, no pudo reaccionar o decir nada más, no cuando un horrible chirrido se hizo oír por toda la ciudad, causando un daño atroz en aquellos que tuviesen el oído tan sensible como los vieras.

    Cayeron los dos adultos al suelo, las niñas también estuvieron a punto de caer; no llegaron a hacerlo porque Khamlar tuvo reflejos suficientemente rápidos y las sujetó a tiempo, abrazándolas contra su cuerpo como buenamente pudo.

    El ruido le molestaba a él también, pero al menos podía moverse, y lo que hizo fue correr en la casa, donde dejó a las chiquillas en la zona más profunda en la roca, donde el pitido se oía con menos intensidad. Hizo lo mismo con Evat y Kanát, y pronto salió a la calle, donde cogió a la vez a Kenet y a Kunic, cada uno con un brazo, para llevarlo con las chicas, que empezaban a recomponerse, aunque no del todo.

    Al volver a salir, se encontró con Hirale, que estaba entrevistando a otra familia en el momento en el que todos habían caído fulminados al suelo, retorciéndose de dolor.

    —¿Qué ocurre? —preguntó la estudiosa.

    —Un ruido horrible, viene de la Barrera —Khamlar gruñó y miró a su alrededor —. Encuentra a Ruya y ayudad a los que podáis.

    —¡Espera! ¿Qué harás… tú?

    Hirale gruñó. Khamlar no le había dado tiempo a terminar la pregunta y había desaparecido en la nada.

    De todas formas, cuando estaba poniéndose en marcha, ese ruido infernal cesó y los vieras empezaron a relajarse, aunque enormemente confundidos por este ataque.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Fayrez había aguantado cinco días consecutivos de torturas a manos de los humanos. Como único superviviente de su aldea, a excepción de Chin’nesstre, a quien había visto huir, había intentado callar, no responder a sus preguntar, no revelar información.

    Esta resistencia le había hecho perder tres dedos y media oreja, le había valido que le rompieran las dos piernas de forma extremadamente lenta y dolorosa, por lo hablar de otros horrores que es mejor no relatar.

    Había aguantado cinco días. Al finalizar el sexto, sin embargo, no había podido más y había accedido a conducirlos hasta el Santuario.

    El viaje había sido muy duro para él. Lo tenían atado a una carreta, con las heridas sólo vendadas y lo alimentaban con un mendrugo de pan y dos vasos de agua diarios, y aun así le habían obligado a hacer un hechizo de teletransporte, increíblemente complicado, increíblemente agotador, para acortar tiempo. Por supuesto, en las condiciones en las que estaba no había podido afinar mucho, o quizá no había querido afinar mucho, y eso les había valido cuatro días de un viaje azotado por fuertes tormentas de arena y un sol de justicia.

    Pero ahí estaban, frente a la gran puerta de entrada a Leporidae. Y Fayrez rezaba para que su pequeña Chin’nesstre hubiese llegado a tiempo de avisar a los vieras.

    Aunque cuando vio a esos humanos sacar los malditos cuernos, supo que poco importaba: en cuanto empezaron a sonar, todos los vieras habían caído al suelo inmovilizados por el dolor. Fayrez también había tenido que cerrar los ojos, intentando inútilmente proteger sus oídos de aquel sonido.

    Y, de pronto, llegó la paz.

    Al abrir los ojos de nuevo, pudo ver que una figura había aparecido de pronto, envuelto en telas y con un sombrero cubriendo su rostro. Los soldados habían dejado los cuernos, pero ahora le apuntaban con armas. Al menos hasta que ese hombre alzó la cabeza, dejando ver su cara.

    Incluso Fayrez debía reconocer que era un hombre muy apuesto y atrayente, pero no terminaba de entender las miradas de prácticamente adoración que le dedicaron aquellos bárbaros.

    Contuvo el aliento, viendo cómo ese desconocido se acercaba a ellos, que bajaban las armas quedamente. Una mano enguantada acarició la mejilla de uno de esos hombres, y Fayrez habría jurado que el soldado en cuestión había suspirado como una colegiala enamorada.

    —Abandonad este lugar —les pidió el hombre con un acento que el elfo jamás había oído antes. Alzó las manos en un gesto calmo, como intentando abarcar a esa guarnición militar —. Volved a vuestro reino.

    Los hombres parecieron pensárselo, pero entonces su capitán sacudió la cabeza y se pellizcó la mano con tanta fuerza que se hizo sangre, rompiendo así esa especie de embrujo.

    —¡No nos iremos sin el Corazón de Kaltrix!

    El desconocido suspiró.

    —No sabéis lo que es, no sabéis lo que puede hacer.

    —¡Eso no importa! —volvió a gritar el capitán, avanzando hacia el kaltrix —Nuestra reina lo desea y se le será concedido. Danos el Corazón… O mataremos a ese elfo —amenazó, señalando a Fayrez.

    El desconocido ladeó un poco la cabeza y, de pronto, sonrió.

    —Tengo otra idea.

    Fayrez esperaba que el hombre salido de la nada explicase la opción que ofrecía, pero en vez de eso empezó a actuar. Y vaya forma de actuar. Su mano atravesó la coraza, la piel, la carne y hasta el hueso del capitán, arrancándole el corazón, el cual todavía palpitaba cuando el cuerpo del soldado cayó al suelo.

    Esto fue decisivo para romper ese encantamiento que había idiotizado a los demás. Los soldados gritaron y se lanzaron para atacarle, pero el hombre no sólo sabía luchar, sino que era muy rápido. Se libró de ellos sin problema, incluso cuando uno consiguió sorprenderle y atravesarle desde la espalda, sobresaliendo la hoja de la espada por el vientre. Entonces, el recién llegado sonrió, le rompió la nariz de un codazo y después se giró y le rompió el cuello.

    Para cuando Fayrez se quiso dar cuenta, sólo quedaban dos hombres en pie: el soldado que antes había suspirado y el propio guerrero, quien en esos momentos se sacaba la espada del cuerpo y la arrojaba al suelo.

    —Ven —le pidió al joven soldado con una voz dulce que contrastaba con el sangriento espectáculo que acababa de protagonizar.

    El soldado, tembloroso, decidió que no tenía nada que perder, más que la vida, así que se acercó. En lugar de una muerte rápida, como había esperado, recibió un beso que no sólo eliminó sus temores, sino que hizo que sus piernas temblasen, de forma que cuando el enguantado lo soltó, cayó de rodillas al suelo y apoyó la frente en su vientre.

    —Vuelve a Lagur-Tolen. Dile a tu reina que he destruido el Corazón de Kaltrix. ¿Lo harás por mí? —al sentirle asentir, el desconocido le acarició la nuca con tanta suavidad que el joven soldado volvió a suspirar, esta vez prácticamente de placer. Se puso en pie con ayuda del guerrero y recibió un segundo beso, después una sonrisa y una nueva caricia en la mejilla —Dile que tú mismo viste cómo lo destruía. ¿Lo harás? —un nuevo asentimiento supuso un nuevo beso —Buen chico.

    El joven, con una sonrisa embobada, se despidió del desconocido y subió al caballo más rápido del grupo, dejando ahí todo lo demás. El desconocido se acercó al carro, donde Fayrez no sabía ya qué pensar.

    —¿Qué eres? —se atrevió a preguntarle cuando lo tuvo cara a cara.

    —Un amigo —respondió el hombre con una sonrisa suave que hacía extraña pareja con las manchas de sangre de su cara.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —¡Padre! —exclamó Chin’nesstre, lanzándose sobre la cama en la que descansaba Fayrez.

    —¡Mi niña! —susurró el elfo tras un quejido de dolor, acariciando la espalda de su hija —Sabía que lograrías llegar…

    —No sin ayuda —reconoció ella en un sollozo, alzando la mirada hacia Khamlar.

    El kaltrix había llevado a Fayrez en brazos hasta el barrio élfico y se había quedado a su lado mientras lo curaban, pero al poco se había acomodado en un sillón y se había quedado profundamente dormido, como si la batalla le hubiese agotado o como si tuviese horas de sueño acumuladas.

    El reencuentro entre padre e hija fue muy emotivo. Chin’nesstre terminó recostándose junto a su padre y pasaron horas hablando en susurros. Ella le contó cómo había escapado, cómo había conocido a ese extraño grupo —Fayrez no terminó de creerse que ese formidable guerrero tuviese una oveja como mascota hasta que Ica entró como si fuese su casa y se acomodó a los pies del kaltrix— y cómo había llegado hasta el Santuario, y luego Fayrez le habló de lo que había visto y oído durante su captura, saltándose todo lo referente a la tortura… aunque al final se echó a llorar y confesó que no había sido fuerte, que no había aguantado.

    —¡Padre! —le regañó ella —Aguantaste más de lo que muchos podrían presumir. No tienes nada, ¿me oyes?, ¡nada!, que reprocharte.

    Fayrez quiso protestar, pero entonces la sabia Onoga entró en la sala con una bandeja con tres cuencos llenos de sopa.

    —Oh, ¿sigue dormido? —preguntó, acercándose a Khamlar, cuya respiración suave y acompasada le delataba pese a que su rostro quedase de nuevo bajo su sombrero.

    —Ni se ha movido —comentó el propio Fayrez.

    —Chin’nesstre, deberías avisar a sus amigos de que está aquí.

    —Oh, ya lo saben.

    —¿En serio?

    —Sí, ese ruidoso hombre, Ruya, incluso irrumpió en la habitación, pero al ver que dormía soltó algunas maldiciones y luego se fue. La lias vino y le puso esa manta… —la elfa suspiró, estaba segura de que Evat había aprovechado para robarle un beso —En fin, saben que está aquí.

    —Espero que despierte pronto —dijo Fayrez mientras veía a Onoga dejar la bandeja en una mesita, cerca de la cama —. Quiero agradecerle el que me salvase la vida.

    —Yo también espero que despierte pronto —comentó la propia Onoga —. Quería ver a Kin’aya, y ese pobre anciano sólo está despierto tres o cuatro horas diarias.

    Chin’nesstre, al oír eso, se levantó con cuidado de no mover mucho a su padre y se acercó al kaltrix. Agachada a su lado, le movió suavemente el hombro, pero no obtuvo respuestas, así que lo zarandeó con un poco más de fuerza. Esta vez sí, Khamlar despertó y a punto estuvo de acabar con la vida de la elfa en ese momento. Detuvo su mano, cuyas uñas se habían convertido en poderosas garras en sólo un segundo, a escasos milímetros de su garganta. Sonrió a modo de disculpa y se puso en pie, bostezando discretamente y haciéndole una reverencia de saludo a Onoga.

    —Qué indecoroso por mi parte, cuánto lo lamento…

    —Querido, me paso el día rodeada de viejos elfos babosos y todavía no he conocido a ninguno que no roncase. Te aseguro que verte a ti dormido ha sido incluso un placer —medio bromeó la mujer.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Aunque Khamlar la había ayudado a llegar hasta Leporidae y había salvado la vida de su padre, Chin’nesstre no estaba aún segura de qué opinión debía tener de él, por lo que había decidido acompañarle en su visita a Kin’aya. Fue ella quien abrió la puerta de esos aposentos, pasando, eso sí, después que él.

    Kin’aya tenía más de tres mil años. Había perdido los dientes, las piernas y buena parte de su identidad. Sus recuerdos se habían ido corrompiendo, aunque, por suerte, había dedicado prácticamente toda su vida a la incansable tarea de escribir, escribir y escribir. Sin él, podría decirse que muchos eventos habrían caído en el más absoluto olvido.

    Sin embargo, como siempre ocurre, la historia la escriben los vencedores, por lo que muchos de sus escritos habían sido censurados o deformados por las generaciones más jóvenes. Había cosas que, simplemente, no tenían sentido para ellos, así que las obviaban o las tomaban como intrincadas metáforas o parábolas.

    Así, los kaltrix habían terminado por convertirse en leyendas, los dragones en fieras criaturas y los grifos en majestuosos animales salvajes que no dudaban en arrancarle la mano o la cabeza a aquel que se acercase a sus nidos.

    Khamlar, seguramente, podría desmentir y corregir todas estas afirmaciones, pero no tenía fuerzas ni ganas en esos momentos.

    —¿Majestad? —balbuceó Kin’aya cuando sus ojos, casi blancos por unas cataratas que milagrosamente aún no le habían arrebatado también la vista, reconocieron ese rostro joven que se acercaba a él —¡Príncipe Khamlar!

    El kaltrix sonrió, pero de forma temblorosa. Recordaba a Kin’aya de su vigésimo cumpleaños: era un elfo de unos quince o dieciséis años, muy alegre y con ganas de ser un gran aventurero, que había acompañado a la embajada élfica porque su madre estaba entre ellos. Habían practicado espada en los jardines, se habían bañado con Pagro en el río y había acariciado a su magnífica tigresa roja.

    Pero de eso hacían ya tres largos milenios, y si Khamlar recordaba a un joven mofletudo y con los ojos brillantes, ahora tenía a un hombre con la piel convertida prácticamente en cuero, un cabello hirsuto terriblemente largo y los ojos vacíos como los de un pescado.

    —Soy yo, Kin’aya —sonrió Khamlar, arrodillándose junto a él. Tomó sus manos, de uñas deformadas por el tiempo y piel manchada por la edad, y le besó los nudillos, tal y como se saludaban antaño los elfos.

    Chin’nesstre, a un lado, no entendía nada. ¿Cómo era posible que Kin’aya, que sólo recordaba cosas de miles de años atrás, pudiese reconocer a Khamlar? O, peor aún, ¿por qué conocía a Khamlar, si era la primera vez que ese joven entraba en el Santuario y Kin’aya llevaba más de 2000 años allí?

    Turbada, terminó por decidirse a dejarles intimidad y salió de la habitación, aunque no se fue muy lejos.

    Un par de horas después, Khamlar salió también y la miró con los ojos totalmente anegados de lágrimas.

    —Se ha dormido —dijo con la voz quebrada, sonriendo con una tristeza tan profunda que a Chin’nesstre se le encogió el corazón en el pecho —. Pero no sé si se despertará. Creo… Creo que he podido darle paz.

    Dicho esto, el kaltrix salió del edificio, sin que la elfa se atreviese a seguirlo.


    SPOILER (click to view)
    Originalmente, los soldados iban a poder entrar en el Santuario y pues Khamlar iba a romper el Corazón delante de ellos para, una vez expulsados de Leporidae, arrancar uno de sus dos corazón y usarlo como nueva fuente de vida, pero al final me ha parecido todo muy complicado, así que se queda así. Eso sí, lo de que sustituya con su corazón el de otro kaltrix que esté siendo usado de esta forma pues queda en el aire.

    Sobre Kin'aya, poco más que añadir. Creo que sí que morirá, ahora que por fin ha hablado con uno de sus últimos recuerdos. No he incluido su conversación porque me parecía más literario así, pero básicamente Khamlar le ha preguntado por el proceso de eliminación de todo lo kaltrix.

    La conversación pues no le ha sentado muy bien, como imaginarás, así que va a desaparecer. Kunic lo podrá encontrar en las ruinas esas, quizá dormido en el regazo de la diosa o a los pies de su padre o en alguna otra sala de por ahí, lo que prefieras. Pero vamos, que va a necesitar algún mimito para salir de esta XD

    Se me ha ocurrido también que dentro de esas ruinas Khamlar consiga 1) un arcón con ropa de su tiempo 2) una cimitarra como la de su escultura, porque era su arma favorita y pues eso. Y por si te preguntas qué es una cimitarra, es un tipo de espada con hoja curva, así (X), pero un poco más larga para Khamlar.

    Ah, y... iba a añadir una última escena donde Khamlar tapase las entradas a las ruinas levantando unas piedras ENORMES y fardando ahí de fuerza para hacer suspirar a Evat y a Kunic XD pero mira, lo dejo estar. Si lo quieres añadir, guay, si no pues otro día.
  12. .

    ShallowRecklessJackrabbit-size_restricted


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    Pasquale {Ñeh}
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    La curiosidad, un vicio del entendimiento


    profile


    Mateo 16: 19-21





    ● Nombre: Pasquale Monti
    ● Edad: treinta y tres años.
    ● Especie: humano.
    ● Procedencia: la Tierra.
    ● Residencia actual: localidad de Riano, Italia.
    ● Ocupación: teólogo / asistente de exorcismos.
    ● OS/RS: NS/NC.








    Información sobre él:

    [color=indianred]
    Nació en Italia un ocho de marzo del año 1987.
    Desde pequeño fue criado en el seno de una familia de ferviente fe católica.
    A lo largo de su niñez y adolescencia cumplió con cada uno de los sacramentos y a la corta edad de diesisiete años tomó la decisión de ingresar al seminario.

    En sus años como seminarista, se destacó por ser un estudiante aplicado y esto, sumado a su constancia y prudencia, le facilitaron una vacante para concluir su preparación sacerdotal en la Ciudad el Vaticano.
    La práctica, sin embargo, no satisfizo su creciente interés por los misterios de la fe. Sin pensarlo mucho, supo que su llamado exhortaba a ampliar sus conocimientos en el área de la teología, siempre hambriento por conocer más secretos sobre el cielo.
    Más temprano que tarde, su vicio por el entendimiento acompañado de su recurrentes consultas al Rituale Romanum lo llevaron por senderos aún más complejos hasta que, finalmente, un día se encontró a sí mismo fascinado por el estudio de la demonología.

    Escribió al padre Facundo Bianchi, reconocido exorcista de la época, para pedirle que le tomase como aprendiz. Fue así como tras años de estudios sobre ángeles, demonios y posesiones, Pasquale se convirtió, tras mucho esfuerzo, en asistente de exorcismos.

    Durante ya un tiempo ha acompañado al padre Bianchi en su labor, por lo que ha presenciado toda clase de posesiones malignas. Fue precisamente al frente de estos encuentros donde descubrió que no resultaría tan sencillo obtener la investidura de exorcista.Pasquale Monti resultó ser, irónicamente, extremadamente susceptible a presenciar estos rituales. Si bien nunca ha abandonado su puesto al lado del padre Bianchi durante un exorcismo, tiende a sufrir mareos, calambres y extrema sudoración al encontrarse ante estas entidades demoníacas. Al parecer, ni su entrenamiento espiritual ni su complexión física le han podido jugar a su favor durante en estas situaciones.
    Por si a quedado alguna duda: sí, Pasquale Monti le teme al diablo. Sin embargo, siquiera este importante detalle le hará dejar los hábitos o abandonar su aspiración por ser exorcista. Por el contrario, continúa educándose en la materia y acompañando a Bianchi en su lucha por erradicar el mal de este mundo terrenal.

    Actualmente dedica la mayor parte de su tiempo a colaborar instruyendo a los seminaristas más jóvenes, de esta forma goza de mayor tiempo para continuar asistiendo a su mentor.

    Apariencia:

    Mide 1.84 m y su peso es de 84 kilos. Tiende a preservar una apariencia ordenada, mas no llamativa. Cuando puede prescindir de la sotana y el alzacuello le gusta vestir jeans y alguna camisa como cualquier civil. Posee ojos claros y una mirada apacible que invita a la gente a poder hablar con él fácilmente. Habitualmente se le ve llevando consigo sus gafas, las cuales no tienen a gustarle mucho, al igual que algún libro bajo el brazo, principalmente títulos relacionados a su labor.

    I - II -III





    Samatriel {Ban}[color]
    SPOILER (click to view)


    Clive-Standen-Signed-8x10-Photo-Actor-Vikings-Rollo


    Almost Human
    00:08 ─❙─────── 03:54
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    Nombre: Samatriel.
    Edad: Datos desconocidos.
    Especie: Ángel.
    Procedencia: El Cielo.
    Residencia actual: Ninguna fija.
    Ocupación: Guerrero de Dios / Fugitivo.
    OS/RS: Datos desconocidos.
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    Fighter
    00:25 ──❙────── 04:05
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    Judas 1:6

    Información sobre él:
    ⊱ Fue creado como Querubín, el segundo rango más alto en la jerarquía angelical, pero sus acciones lo relegaron a Señorío. Actualmente, es calificado de «ángel caído».
    ⊱ Su título siempre ha sido el de Guerrero de Dios, lo cual implica que sabe luchar tanto a mano desnuda como con armas blancas, si bien nunca le ha gustado estar cerca de las de fuego. Su estilo de lucha, por otra parte, siempre fue muy alabado por sus hermanos.
    ⊱ De su tiempo como luchador celestial sólo conserva su arma de combate.

    ✩ Siente una gran fascinación por la humanidad. Considera su deber cuidarla y protegerla, pero también conocerla y comprenderla, por lo que incluso antes de caer buscaba excusas para caminar entre los humanos a fin de estudiarlos.
    ✩ No necesita comer, pero le gusta sentir distintos sabores en la lengua. Por otra parte, es capaz de comer cualquier cosa, incluso lo que no es realmente comestible. De la misma forma, no necesita dormir salvo que haya sido herido de gravedad.
    ✩ En relación a esto, tiene un muy acelerado proceso de regeneración, salvo en lo que se refiere a armas sobrenaturales. Esas heridas, aunque curan más rápido que las de los humanos, requieren más tiempo.

    ∆ El cuerpo que habita perteneció a un antiguo caballero templario, pero las cicatrices que hay en la piel son posteriores al fallecimiento del hombre.
    ∆ Entre estas cicatrices, las que más destacan son las de sus omóplatos, pues son siempre recientes, ya que se corta las alas cuando éstas empiezan a salir.

    ★ Es capaz de comunicarse en todos los idiomas humanos, incluyendo las lenguas muertas.
    ★ De alguna forma, también puede comunicarse con la naturaleza. Quizá por eso se lleve tan bien con los animales, especialmente los perros.

    Apariencia:
    Mide 1.90 m y pesa 94 kg. Suele llevar el pelo y la barba desarreglados, más que nada porque nunca les ha puesto demasiada atención. Sus ojos son de un azul oscuro grisáceo y su expresión suele ser seria, puede que, en parte, porque no termina de entender bien las emociones humanas. Está en ello.


    || I | II | III ||



    ≻─────────────────── ⋆✩⋆ ───────────────────≺


    || Plumas · Blancas ||


    Cuando la gente piensa en ángeles, suele imaginárselos según los códigos que los artistas del Renacimiento establecieron: personajes jóvenes, a veces incluso niños, andróginos, de rostros bellos y expresiones apacibles vestidos con largas túnicas blancas, los cabellos rubios, rizados y largos, y alas blancas y esponjosas.

    Quizá, alguien que haya visitado museos, iglesias, conventos o similares con pinturas medievales podría recordar la imagen de San Miguel derrotando al Diablo, con un San Miguel más varonil vestido con coraza y portando una espada flameante, y incluso las figuras bizantinas, con ángeles con alas de colores, aunque mismas características que los renacentistas.

    Y, al pensar en «querubines», la imagen colectiva está repleta de niñitos sonrosados y desnudos en actitudes traviesas tan propios del Barroco, amorcillos con flores o incluso arcos y flechas en estrecha relación con el Cupido romano.

    Samatriel era un ángel, pero no encajaba en ninguna de esas descripciones. Su forma original era, precisamente, la de un Querubín, pero jamás había parecido un niño juguetón, sino más bien una acumulación de energía pura que reduciría a polvo a cualquier ser vivo que osase contemplarlo directamente. Esta forma no había cambiado mucho cuando había sido relegado a Señorío, incluso si el proceso había sido doloroso.

    En cuanto a la vasija que había ocupado, tampoco se asemejaba mucho a esas imágenes. Era un hombre alto, tremendamente alto, y tenía el cuerpo de un puñetero berseker que llamaba la atención, sobre todo de las mujeres jóvenes. Por supuesto, esta atención se disipaba cuando llegaban a su cara, no porque fuese poco agraciado, sino por la mala hostia que desprendía ese ceño permanentemente fruncido y la mandíbula tan tensa que casi podías escuchar los dientes chirriando.

    De hecho, si alguien le miraba, lo último que se le ocurriría pensar era que fuese un ángel, sobre todo con la ropa que llevaba en esos momentos: unos vaqueros oscuros con algunas costuras que indicaban que habían sido remendados recientemente, una camiseta azul con manchas que se habían intentado limpiar sin éxito, una chaqueta negra y unas zapatillas medio rotas.

    Desde luego, debía tener la apariencia menos angelical de todo Madrid.

    La mujer que lo acompañaba, por otra parte, era todo lo contrario. Le llegaba a la altura del hombro, tenía una cara redonda y agradable, unos enormes y expresivos ojos y una sonrisa bonita. La falda de su vestido subía y bajaba un poco sobre sus medias blancas mientras daba saltitos, intentando seguir el ritmo de ese hombretón, aunque no podía quejarse, porque él estaba cargando su caja llena de libros.

    Julia Basterra de la Rosa todavía no terminaba de creerse que, realmente, tuviese de acompañante a un ángel. Aunque, quizá, «acompañante» no era una palabra tan adecuada como «guardaespaldas» para calificar era relación.

    Samatriel había aparecido en su casa hacía tres noches. Estaba empapado, como si le hubiese estado lloviendo encima, pero hacía un par de semanas que no caía ni una gota en Madrid. Luego le explicaría que sí estaba lloviendo en Vancouver, su última localización.

    Ella al principio había tenido miedo. ¿Quién no lo tendría, si un hombre desconocido aparece de pronto en el salón de tu casa en mitad de la noche? También era cierto que el miedo le había durado poco.

    Igual que con los ángeles, el público general no tiene mucha idea de qué es un profeta. Los religiosos podrían decir que un profeta es una persona capaz de comunicarse con Dios o con los ángeles, y a través de esa comunicación se le desvelaba el futuro.

    Julia podía afirmar que esto no era exactamente así. Podía escuchar la voz de los ángeles, eso era cierto, pero salvo que hablasen muy alto, necesitaba concentrarse para ello. Y jamás había podido responderles, era una comunicación unidireccional. En cuanto a ver el futuro… Era cierto que a veces le llegaban visiones, pero era un proceso tan doloroso que no se lo desearía a nadie. Luces parpadeantes, dolor de cabeza… y normalmente se desmayaba.

    ¿Para qué? Nunca esas visiones habían sido algo positivo, nunca la habían ayudado mucho. No era algo que hubiese pedido, y si se lo hubiesen ofrecido, habría soltado un rotundo no.

    De todas formas, entre las habilidades de un profeta había una que la gente no solía barajar, y es que podían ver los auténticos rostros de aquellos que no eran humanos. Bueno, quizá esto no era tan literal como sonaba, pero por poner un ejemplo, al mirar el rostro de Samatriel había visto una luz que lo rodeaba y había podido <sentir> como una vibración en el alma que la había llevado a sentir cierta paz.

    Esa era la impresión que le daba un ángel. Al menos, uno con buenas intenciones, claro.

    —Profetisa Julia, hija de Nerea —había hablado con una voz tan grave que Julia se había estremecido ligeramente —. Tu vida corre peligro.

    Esa había sido la primera interacción que había tenido con el ángel Samatriel. Como era la primera vez que un ángel se dirigía a ella directamente (¡estaba en su casa, joder!), no había sabido muy bien qué hacer. ¿Debía arrodillarse? ¿Debía tratarlo de vos o de usted? ¿Debía ofrecerle un refresco, o quizá un poco de vino?

    Todavía estaba procesando la información cuando vio que ese hombretón tenía una herida en el costado y le estaba llenando el parqué de sangre. ¿Cómo podía un ángel sangrar?

    —Estás sangrando —fue su elocuente comentario.

    Acto seguido, había abandonado el salón para ir a por un botiquín, y después le había hecho desnudar su torso para tratarle la herida. Él había obedecido con una docilidad que contrastaba con su ceño fruncido, pero Julia le había podido coser la herida. Al día siguiente, de todas formas, tendría que quitarle los puntos, descubriendo que no había ni herida ni apenas cicatriz y que podría haber ahorrado en hilo.

    —Unos demonios quieren matarte —había dicho Samatriel mientras miraba la botella de cerveza que Julia le había ofrecido, como sin terminar de entender muy bien qué hacer con ella.

    —¿Matarme? ¿Y para qué quieren matarme a mí? ¡Si sólo soy una enfermera!

    Samatriel hizo una pausa y se decidió a darle un trago a la botella. Parpadeó, ladeó la cabeza y le dio otro trago.

    —Nunca había bebido de un recipiente de vidrio como este.

    Julia no supo si reír o llorar en ese momento. Decidió simplemente reconducir la conversación.

    —¿Qué he hecho para que los demonios me quieran muerta?

    —Nada.

    —No lo entiendo…

    —En tu cerebro hay grabadas una serie de imágenes acerca del futuro, imágenes que ellos no quieren que sean reveladas jamás. Por eso, te matarán para eliminar los posibles avisos.

    —Espera. ¿Me estás diciendo que el futuro está escrito? —se puso en pie, incrédula —¡¿Está escrito en mi cabeza?!

    Samatriel la miró a los ojos sin variar su expresión. Le dio otro trago a la botella y ladeó la cabeza de nuevo.

    —El futuro se reescribe constantemente, pero para cada evento llega un punto de no retorno. Al pasar ese punto, la imagen prefijada en tu cabeza te es revelada, y a partir de ahí nada puede cambiarse.

    Julia había necesitado sentarse y permanecer en silencio unos minutos, procesando la información. El hecho de que Samatriel la mirase sin prácticamente pestañear había hecho de aquella pausa algo un poco incómodo, pero al final había retomado la conversación.

    —¿Has venido para detenerlos?

    —He venido para intentar detenerlos —corrigió Samatriel, sin al parecer captar el miedo y la desesperación de la mujer en pijama que había frente a él.

    —¿Intentarlo?

    —Sí, intentarlo. ¿No me has oído la primera vez? —Julia se habría enfadado con él si no hubiese visto en sus ojos que la pregunta era absolutamente sincera —Estoy algo débil y no sé cuántos van a venir. Pero soy un buen guerrero y ellos son sólo demonios. No debería haber problema.

    —Vale… —la mujer tomó aire hondamente, soltándolo en un lento suspiro —¿Y ahora qué?

    —No entiendo.

    —¿Cuándo van a venir? ¿Qué hacemos hasta que lleguen?

    —Haz lo que haces normalmente. Yo me quedaré a tu lado y te cuidaré.

    —¿Serás mi ángel de la guarda? —intentó bromear la mujer, pero al ver la cara de incomprensión del hombre, negó con la cabeza y volvió a suspirar —Vale… Voy a intentar dormir un par de horas más. ¿Los ángeles dormís?

    —Normalmente, no.

    Con eso, Julia le había dado el mando de la tele y le había enseñado a usarlo, y luego había ido a la cama, aunque no había tenido mucho éxito en su tarea de dormir.

    Igualmente, de eso hacía ya dos días. Aquel era el tercero, y por el momento no había habido ni rastro de demonios. En cuanto a Samatriel (o Sam, como ella había empezado a llamarlo), había recibido un par de gritos de parte de la mujer cuando, por ejemplo, había entrado en el baño mientras ella se duchaba para preguntarle si es araña que había encontrado era una mascota de la humana, o cuando la había despertado en mitad de la noche por qué su vecina gritaba tanto y si creía necesitar ayuda o no.

    En fin, estaban siendo unos días interesantes. Y aunque al principio Julia había pensado que sería mejor mantener al ángel oculto en su casa, al final se había apiadado de él y se lo había llevado en su día libre de paseo, a comprar libros y dar una vuelta por la ciudad.

    Para ser un Guerrero de Dios, como él mismo le había afirmado, Julia pensaba que parecía más bien un niño enorme repleto de curiosidad.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —¿Por qué no te sientas y cenas conmigo? —preguntó Julia con voz dulce.

    —Los ángeles no tenemos la necesidad de comer —dijo Sam.

    —Bien, pero ¿no es mejor que te sientes conmigo, en vez de quedarte como un pasmarote plantado en el sofá?

    El ángel parpadeó y la miró, pero terminó por levantarse y sentarse frente a ella. Al ver que se había puesto en la misma postura, con la espalda recta y las manos en los muslos, y que ahora miraba su plato atentamente, Julia pensó que, igual, no era mejor.

    Suspiró, pero al final sólo bebió un poco de agua y continuó cenando, intentando pensar algún tema de conversación. Claro que, a ver… ¿Qué se puede hablar con un ángel? Le había preguntado ya cosas sobre Dios, sobre los ángeles y sobre los demonios, pero las respuestas habían sido vagas, evasivas o nulas.

    Ella no era una experta, pero si hubiese tenido que apostar, habría puesto la mano en el fuego a que si Sam no hablaba de esas cosas era porque le dolía a nivel espiritual pensar mucho en su familia. Porque se había referido a los ángeles como sus «hermanos» y, respecto a Dios, lo único que había dicho había sido: «Hace mucho tiempo que nadie sabe nada de Mamá», lo cual, por cierto, le había suscitado a Julia nuevas dudas que no se había atrevido a formular, no al ver la tristeza que había inundado el rostro de Samatriel.

    Suspiró de nuevo y apoyó el codo en la mesa, reposando la mejilla en esa mano mientras miraba al hombre que tenía en frente.

    —Sam. ¿Por qué no dejas esa vida errante tuya y te quedas a vivir conmigo? —le preguntó de pronto, siguiendo un impulso.

    —No entiendo qué sentido tendría —comentó él, de una forma que quizá sonaba borde, pero estaba claro que no era eso lo que él pretendía. Realmente, no lo entendía, y lo demostró su forma de ladear la cabeza, como un perrito cuando recibe una orden que no acaba de comprender —. Mi presencia no será necesaria una vez tu seguridad haya sido asegurada.

    —Sí, pero… ¿Realmente estaré a salvo? Quiero decir… Los demonios que vienen a por mí, ¿no seguirán intentando matarme una vez los hayas detenido?

    Samatriel se quedó entonces unos segundos en silencio, bajando la mirada antes de volver a clavarla, sin pudor alguno, en los ojos de Julia.

    —¿Sugieres, entonces, que debo permanecer a tu lado hasta que tu ciclo vital termine?

    —¡Claro! ¿Por qué no? Podemos decir que eres mi hermano —sonrió con dulzura —. Así nos cuidaremos mutuamente. ¿No suena bien?

    Samatriel abrió la boca, seguramente para contestar con otra pregunta, quizá algo relacionado a la corta duración de una vida mortal respecto a la de un ángel, pero entonces los ojos de Julia se pusieron en blanco y la chica cayó al suelo con unas pocas convulsiones.

    El hombre rápidamente se arrodilló a su lado y tocó su frente con dos dedos, calmando su dolor y sus temblores, y luego la cogió en brazos sin mucho esfuerzo para llevarla hasta el sofá, donde la tumbó procurando que estuviese lo más cómoda posible. Se sentó a sus pies, y apenas la vio despertar, le puso una mano en el hombro.

    —¿Qué has visto? —fue lo primero que le preguntó, a lo que ella sonrió un poco.

    —Estoy bien, gracias por preguntar —su indirecta no debió ser recibida, Sam la seguía mirando fijamente, así que tomó aire antes de hablar —. No estoy muy segura. Creo que… ¿Italia? Había una iglesia muy grande… Creo que era el Vaticano.

    —¿Crees? Necesito que estés segura.

    —¡No puedo estar segura! Mi vista estaba como… Como si mirase a través de un saco del agua. Pero no era agua, era más rojo…

    —¿Sangre?

    —¡Sí! Creo que sí. ¿Puede? —se incorporó y se mordió el labio —¿Qué significa eso?

    Samatriel no contestó.

    —Has visto el Vaticano. ¿Qué ocurría ahí?

    —Bueno. Había un hombre, un… Creo que era un sacerdote, pero no de los que dan misa. Es difícil de explicar, ¡son sólo sensaciones!

    El ángel frunció un poco el ceño, pero asintió y simplemente puso sus dedos índice y corazón de ambas manos contra las sienes de Julia. Cerró los ojos, y ella sintió como si sus recuerdos más recientes volviesen a aflorar. Volvió a ver la visión, a aquel hombre caminando por la plaza de San Pedro. No ocurría realmente nada, pero ella sabía, de alguna forma, que ese hombre era importante. Que había algo en él importante.

    Cuando Sam la soltó, ella respiró hondo y se dejó caer otra vez sobre los cojines, viendo a su invitado levantarse y acercarse a la ventana, uno de sus lugares favoritos de la casa, parar clavar los ojos en esa calle madrileña, pensativo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Todavía no entendía bien qué había ocurrido. No entendía ni siquiera cómo había ocurrido. Miró sus manos, como si al hacerlo la sangre fuese a desaparecer de ellas, pero no, seguía estando ahí. Y Julia seguía estando muerta, tirado su cuerpo de cualquier manera en un callejón de la capital española.

    Ella había insistido en ir sola. Bueno, no sola del todo, pero sí en que Sam se quedase a cierta distancia. Decía tener una cita y no quería asustar al muchacho al tener un guardaespaldas de metro noventa al lado.

    Todo había ido bien. Al menos, al principio. Samatriel se había quedado relativamente cerca, pudiendo vigilarla e intentando no llamar mucho la atención, aunque claro, un hombre como él llamaba la atención, sobre todo llevando esas pintas en un restaurante mono.

    No, realmente la cita había ido bien. Pero luego, cuando estaban volviendo a casa, un demonio había poseído el cuerpo del hombre. Había sido tan rápido que Sam ni siquiera lo había sentido a tiempo. Había surgido de una alcantarilla y él había podido ver cómo entraba en el cuerpo del hombre.

    Acto seguido, el poseído había arrastrado a Julia al callejón, y para cuando Sam había llegado, ella ya tenía un cuchillo enterrado en su vientre, penetrando su corazón a juzgar por la trayectoria ascendente de la hoja. El demonio sonrió y abandonó ese cuerpo, que cayó inconsciente al suelo. Samatriel sólo pudo sujetar a Julia, pero cuando puso su mano en la herida para sanarla, ella ya estaba muerta.

    Todo había sido demasiado rápido. ¿De dónde había surgido aquel demonio? ¿Por qué no lo había sentido a tiempo? ¿Por qué había tardado un segundo de más en salvarla?

    Se le había escapado una lágrima, difícil saber si por la impotencia o por el dolor de la pérdida, y después había dejado el cuerpo ahí, sabiendo que pronto sería encontrada por otros humanos. Se había puesto en pie y había rastreado el demonio. Su apestosa esencia todavía estaba en el aire, así que no le costó mucho dar con él.

    Pero al llegar al campo abierto en el que el demonio estaba, se encontró con otra desagradable sorpresa: una trampa.

    Sacó su espada corta justo a tiempo de que aquellos cinco demonios saltasen todos a la vez sobre él y pudo defenderse con una soltura que sólo un auténtico guerrero podía mostrar. Los esquivó, los golpeó, incluso cogió el cuerpo de uno (un ejecutivo que había sido poseído tres días atrás, mientras se dirigía a una suite donde le esperaba su amante de turno) y lo arrojó contra otro (un obrero de la construcción que debía estar muerto, pues llevaba un año siendo recipiente de un demonio), haciendo que ambos cayesen al suelo y ganando unos valiosos segundos para poder atravesar a un tercero con su espalda, una prostituta que llevaba poseída dos semanas.

    En definitiva, se desenvolvió muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que estaba en clara desventaja numérica.

    Cuando tuvo a los cinco en el suelo, dos definitivamente muertos —la espada celestial atravesaba la carne y el alma, por lo que el demonio se disolvía en la nada, en vez de volver al Infierno—, fue poniendo la palma de la mano en las frentes de los supervivientes, realizando así un exorcismo inmediato que enviaría a esos desdichados su lugar de origen.

    Sin embargo, de nuevo fue incapaz de reaccionar a tiempo, y uno de esos demonios le clavó una daga demoníaca en el abdomen justo antes de que Sam lo exorcizase.

    Gruñó por el dolor y miró cómo la sangre salía de ese cuerpo que ya podía considerar suyo, siendo que llevaba ochocientos años con él. Se riñó a sí mismo. ¿Cómo había podido ocurrir, cómo había podido ser tan jodidamente descuidado ya no una, sino tres veces en el mismo día?

    En el fondo, lo sabía. Su cabeza estaba ocupada por la visión que había tenido Julia, la de aquel hombre del Vaticano. Lo recordaba bien, un hombre joven con gafas que vestía la sotana y que llevaba algunos libros bajo el brazo.

    No sabía quién era, por lo que no era ni profeta ni vidente, tampoco era un ángel o un demonio, ni otra criatura sobrenatural. Era un humano normal y corriente. ¿Por qué Julia lo había visto en una visión?

    Al menos ahora entendía por qué había visto aquella visión a través de sangre, y eso le hizo respirar hondo. Julia ya estaba muerta durante dicha visión. Por lo tanto, Sam jamás habría podido impedir su muerte, no desde el momento en el que ella había caído al suelo durante la cena.

    Se tambaleó un poco ante el dolor y volvió a mirarse las manos, pero seguían llenas de sangre. Sangre suya, sangre de esos desgraciados que yacían a sus pies, sangre de Julia. Era demasiada sangre, demasiados cuerpos.

    Respiró hondo, sintiendo su carne abierta quejarse por el esfuerzo, y se presionó la herida con cierta fuerza.

    No sabía por qué ese muchacho era importante, pero sentía que debía encontrarlo. Protegerlo, mejor de lo que había protegido a la profetisa.

    Visualizó el Vaticano, pero en el último momento se acordó de Roma, de la Roma medieval, en realidad, aquella en la que había vivido el cuerpo que habitaba. Cuando volvió a abrir los ojos, no estaba en el Vaticano, sino en una calle de Roma. Cerca de la Ciudad Santa, sí, en una bocacalle que daba a la Piazza Navona.

    Nadie se sorprendió de que un hombre apareciese de la nada, parte de la magia angelical, aunque sí más de uno se asustó al ver cómo ese señor caía de rodillas al suelo, sangrando bajo su abrigo.

    Samatriel no pudo evitar sonreír, de forma muy fugaz, y es que justo antes de perder la conciencia vio exactamente al hombre al que había ido a buscar.


    SPOILER (click to view)
    Normalmente pongo los diálogos en negrita, pero UGH. Me da mucha pereza. ¿Lo siento? En realidad no jsjsjjs

    No estoy del todo satisfecha con este inicio. Se me fue la inspiración a mitad y además llevo unos días de estrés y agotamiento, pERO mi ansiedad me espoleaba para que la sacase y sabía que o esperaba tres semanas o dejaba un producto mediocre. LO SIENTO y esta vez de verdad.

    Prometo, eso sí, que las siguientes respuestas serán un tanto mejores.

    También iba a poner alguna imagen de Julia, pero para lo que me ha durado la moza, pues tampoco vale la pena.

    Te dejo, por la pura curiosidad, un plano tridimensional del Vaticano, porque mola mucho y vale la pena, y ya que estamos pues un mapita más con la situación del Vaticano dentro de Roma. Si no hay ido nunca, super recomendado. Yo quiero volver cada día de mi vida, la verdad.

    Respecto a la visión de Julia, he pensado que igual realmente sólo vio a tu muchachito pooooorque va a ser una persona importante para cierto ángel, PERO eso no quita que en un futuro no nos podamos montar una fantasía sobre que Pas resulta ser una figura clave porque es el único capaz de detener el Apocalipsis o lo que sea xdd Todo es cosa de hablarlo ~

    Espero que te guste este inicio, aunque sea un poco meh, ¡y ojalá disfrutemos juntas con esto! <3
  13. .

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    Oscar Morelli {Flam}
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    Nombre: Oscar Morelli
    Edad: 31 años
    Nacionalidad: italiana (natural de Roma)
    Residencia actual: en los alrededores de Volterra, rondando la Toscana
    Ocupación: futbolista retirado
    Canción para el personaje: Lo Stadio – Tiziano Ferro

    Las plagas han sido algo relativamente común en el planeta, y la última (causada por el virus Solanum) está ya muy cerca de diezmar a la población global, convirtiendo a los infectados en «zombis», seres primitivos y violentos movidos por una sola necesidad: el hambre. Pero hablemos de nuestro muchacho antes de seguir hablando de los infectados.

    Oscar Morelli tenía una vida interesante, se dedicó al fútbol y cumplió el sueño de muchísimos niños italianos (y franceses, españoles, ingleses…) al fichar por un equipo bien popular en Italia: la Juventus. No le veneraban como a un héroe, pero tampoco le echaban a los leones cuando cometía un error. La verdad es que esos primeros años como jugador profesional fueron inmejorables, pero la vida le preparaba algo más, le tenía reservado un papel todavía mejor. Morelli se volvió un imán para la prensa, pero no por su rendimiento en los partidos o su racha de goles, sino por su vida amorosa: se descubrió bastante pronto que era gay. Lo que, creyó Morelli, sería su fin acabó por convertirse en su catapulta al éxito. Se ganó muy rápido el favor del público y se volvió casi un icono para la comunidad gay en el deporte profesional, sí, también hubo malas miradas por los pasillos y hasta en el vestuario, y cuando terminó su contrato no pudo sorprenderse al descubrir que al equipo no le interesaba renovarle por toda la polémica y presión que llevaba a sus espaldas.

    Pero no decayeron los ánimos de Morelli, se dijo que volvería al estadio en algún momento, y para ello necesitaba ganarse del todo al público, ¿qué le ayudó a hacerlo? Convertirse en toda una celebridad local, frecuentó programas de entretenimiento y concursos, y armado con el título de semifinalista en Masterchef Italia o jurado invitado en La Voz Italia, pudo regresar al fútbol, ¡sin duda había sido todo un milagro! O los señores detrás del equipo se dieron cuenta que contratar a Morelli atraía a un público fiel en cada partido en el que entrara a jugar, lo que se traducía en un flujo constante de dinero, además de convertirse en un equipo protegido por todo un movimiento social que arrasaba en redes sociales.

    Sí, el futuro de Morelli, ya fuera como jugador o abanderado del movimiento gay, era prometedor pero, cómo no, la vida volvió a contratacar. El virus Solanum se propagó como la pólvora de una ciudad a otra, y lo que comenzó como un pequeño foco en el centro de Europa, terminó afectando a todo el continente y a expandirse más allá del mar; y lo que antes eran urbes llenas de vida eran ahora ciudades llenas de muerte e infectados. Morelli huyó de ellas (como su natal Roma, donde vio a su familia convertirse en aquellas criaturas hambrientas) y aunque los primeros días pudo aprovecharse de los coches que iba encontrando por los caminos, pronto descubrió que era un medio de transporte muy ruidoso que atraía infectados, y optó por uno mucho más discreto: la bicicleta.

    Acabó en Volterra seducido por sus murallas y falta de población. Los infectados seguían el ruido y la vida ajetreada de la ciudad, y pueblos como éste quedaron vacíos en poco tiempo. Se instaló en el Palacio de los Priores no porque disfrutara especialmente de los edificios históricos, sino por su torre, desde las alturas tiene una vista panorámica del pueblo y los valles circundantes. Un lugar privilegiado para controlar lo que fuera que se acercara a su posición.


    Le gusta:
    ✓ Obviamente, el fútbol.
    ✓ Mantenerse en forma, gracias a su cuerpo atlético ha podido salvar el pellejo más de una vez.
    ✓ Los amaneceres, siempre ha sido madrugador.


    No le gusta:
    ✘ Ir desarreglado, hace lo que puede por llevar un aspecto decente incluso en una época como ésta.
    ✘ Las armas, se le daría mejor acabar con los infectados con patadas al balón.
    ✘ Los infectados le dan bastante miedo, como es natural.


    Información extra:
    - Sus ojos, que no se deciden entre si ser verdes o azules, han robado más de un corazón. Oscar es guapo, es un hecho.
    - Entre sus posesiones más preciadas está la camiseta que llevó en la Juventus.
    - Ha visto por el pueblo cromos e imágenes suyas, le divierte que ahora esté a solas con los recuerdos de su pasado.
    - Le ha costado, pero se ha terminado por acostumbrar a la vida sin agua ni luz.
    - Echa de menos salir a cenar a un buen restaurante.


    Apariencia:
    QUOTE

    Alessandro Merissi {Ban}
    SPOILER (click to view)
    Nombre: Alessandro Merissi.
    Edad: 45 años.
    Nacionalidad: Italiana, nacido en Treviso, cerca de Venecia.
    Residencia actual: Ninguna.
    Ocupación: Mecánico, escritor en sus ratos libres.
    Canción para el personaje: Be like that sometimes | Mint Condition

    Cuando las noticias anunciaron poco menos que el fin del mundo, Alessio se frotó la barba, soltó un largo suspiro y se bebió un botellín de cerveza.

    A decir verdad, esta era su forma de proceder ante las noticias de gran peso, ya fuese que había muerto un familiar o que su novela había sido aceptada por una editorial. Nunca había sido muy dado a exteriorizar sus sentimientos o a reaccionar de manera expresiva, en lugar de eso actuaba con una aceptación que podía llegar a ser preocupante.

    Quizá esto se debía a que su vida había sido una mierda desde siempre. Su hermano pequeño había muerto en un accidente de tráfico a los cinco años y su padre, que era quien conducía, no pudo soportarlo y a los cuatro meses se ahorcó en el garaje. La madre tampoco pudo procesar aquello y dejó a su hijo superviviente en una casa de acogida, desapareciendo después de su vida.

    A Alessio le gustaba soñar con que se había ido muy lejos, a otro país, donde nadie la conociese ni juzgase, y había iniciado una nueva vida con una nueva familia. Sí, quería creer que su madre había tenido un final feliz, después de todo.

    Respecto a su nueva familia, no podía quejarse mucho, la verdad. Era un matrimonio afable y estable, especializado además en niños con problemas de habla. Este era el motivo por el que Giulia les había confiado a su pequeño, y es que Alessandro era tartamudo. En cuanto a Matteo y Sandra, tenían un hijo, Gianni, un par de años mayor que Alessio cuyo defecto era la incapacidad absoluta para hablar.

    Los niños, mudo y tartamudo, formaron equipo muy rápido. Alessio aprendió el lenguaje de señas y Gianni, a cambio, se convirtió en su héroe y su modelo de referencia.

    Su infancia empezaba a normalizarse —aunque su paso por la escuela no se podría considerar normal, teniendo en cuenta el duro acoso al que estuvo sometido por sus compañeros gracias a su tartamudeo—. Sin embargo, cinco años después de perder a su padre biológico, recibió la noticia de que perdería también al de acogida: Matteo tenía cáncer terminal, lo que le obligó a pasar sus últimos días en el hospital, increíblemente debilitado y reducido casi a nada.

    Pero Alessio, en vez de derrumbarse y llorar, simplemente se frotaba la barba y suspiraba.

    De eso hacía ya mucho tiempo y ahora se enfrentaba a algo quizá más duro: un apocalipsis zombi. Mientras se bebía esa cerveza, pensó en qué había logrado en la vida. Un grado medio que le había granjeado un trabajo en un taller, ocho novelas de moderado éxito con tramas entre la fantasía y el horror literario, una corta lista de relaciones amorosas fracasadas…

    No era mucho, la verdad.

    Con un nuevo suspiro, decidió comunicarse con Gianni, su hermano mayor, su familia. Sin embargo, no consiguió hacerlo, y después no tuvo muchas más oportunidades. La red eléctrica cayó, por lo que los móviles eran bonitos montones de metal y plástico, y la horda de infectados llegó hasta la Milán en la que residía.

    Terminó en un campo de refugiados militar y allí intentó conseguir información, pero nadie sabía decirle qué ocurría en Roma, que era donde Gianni se había mudado con su familia apenas un año atrás.

    Aunque ese tiempo también ha quedado atrás. El campamento fue atacado y Alessio aún no se explica cómo consiguió salir con vida. Nunca había sido un hombre demasiado atlético, y aunque esos cinco meses largos en el campamento le habían hecho bajar de peso, perdiendo esa barriguita que se había ido formando con los años, no justificaba el haber escapado de cientos de zombis rabiosos.

    Quizá huir nadando por las alcantarillas había tenido algo que ver, los militares les habían dicho que los infectados rehuían el agua, o quizá había sido pura suerte.

    Como sea, su misión ahora está clara: debe encontrar a su hermano y su familia, comprobar que están vivos y a partir de ahí ya ir viendo la situación. Aunque entre medias le vendría bien encontrar una farmacia, porque al huir se hizo una herida en el brazo y el color que está cogiendo no parece precisamente muy saludable.

    Le gusta…
    —La cerveza, fría si puede ser. Y la comida chatarra, aunque de eso ya poco.
    —La noche. Siempre se ha sentido mucho más cómodo en la oscuridad y el silencio de la noche, aunque ahora la situación tampoco facilita mucho disfrutar de ese panorama.
    —Escribir, volcar sus ideas, aunque lo vayan a leer cuatro gatos. Otra actividad difícil de lograr ahora, todo sea dicho.

    No le gusta…
    —Hablar mucho, sobre todo si la conversación va de sentimientos.
    —Los insectos. Le dan mucho asco.
    —Toda la situación, en general, le parece una reverenda mierda.

    Información extra:
    —Durante años fue a un logopeda que le enseñó a controlar su tartamudeo. Aun así, cuando se pone nervioso o se emociona, no puede evitar trabarse de nuevo.
    —Gracias a sus novelas y a que siempre ha sido retraído y bastante rarito, tiene conocimientos variados, aunque consideraba la mayoría inútiles. Ahora que su vida depende literalmente de saber qué partes de ciertas plantas se pueden comer o no o cómo fabricar y colocar trampas y bombas caseras ya no le parece todo tan inútil.
    —No había empuñado un arma hasta que lo llevaron al campamento militar. Ahí los soldados les enseñaron a defenderse en cuerpo a cuerpo y con disparos… o lo intentaron. Alessio no es demasiado bueno ni en lo uno ni en lo otro, pero bueno, ¿al menos sigue vivo? Además, al huir del campamento consiguió hacerse con un par de armas que le han permitido salvar el culo varias veces desde el ataque.
    —Hay dos elementos de los que nunca se separa y que son lo primero que asegura cada día: una medalla de San Nicolás que pertenecía a su madre biológica y una fotografía de Gianni con su hijo, Fran.

    Apariencia:

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    || I | II | III ||




    SOLANUM


    Tenía hambre, sed y sueño, y lo único en lo que podía pensar era en una cerveza fría y una buena hamburguesa doble con queso acompañada de patatas fritas rociadas de salsa barbacoa y mostaza.

    Sentía sus piernas arder y palpitar por el esfuerzo que había realizado en las últimas horas. También le palpitaba el brazo, aunque sabía que era por otros motivos. De hecho, estaba seguro de que la infección le estaba empezando a provocar fiebre.

    Pero no podía parar. No aún, al menos. Porque si paraba, no sería capaz de levantarse hasta unas horas después, y se encontraba en mitad de la más absoluta nada, sin siquiera árboles suficientemente altos como para poder trepar en caso de que algún infectado apareciese de pronto.

    Ah, pero a lo lejos, desde hacía ya un rato, veía torres. Quince torres medievales, enormes e imponentes, que marcaban como un alfiler en un mapa la situación de San Gimignano, un pequeño y encantador pueblo muy cercano a Florencia y Siena.

    Alessio respiró hondo y se insufló de unas fuerzas que realmente no tenía para continuar su caminata. San Gimignano tendría no sólo farmacias y hospitales donde conseguiría poner remedio a ese horrible escozor, sino también ropa que no estuviese manchada de sangre, sudor y a saber qué más y, con un poco de suerte, algo de comida envasada al vacío o enlatada que le permitiese acallar los rugidos de su tripa.

    Se llevó una mano al cuello de la camiseta y de ahí rescató el medallón de su madre. San Nicolás era el santo protector de los niños, ya que algunos milagros que se le atribuían involucraban el salvamento o directamente la resurrección de infantes. Alessio nunca había sido creyente, pero su madre sí, por lo que cuando lo llevó a su nuevo hogar le colgó aquella medalla al cuello.

    Lo recordaba perfectamente. Sus ojos brillaban de manera muy hermosa por las lágrimas que no había dejado de derramar en todo el viaje y tenía las manos frías cuando le tomó las mejillas a su hijo por última vez. «San Nicolás velará por ti» le había dicho, besándole la frente.

    Si Alessio cerraba los ojos y se concentraba mucho, casi podía recordar el aroma del perfume, o quizá fuese el olor del suavizante que usaba en la ropa. Nunca había vuelto a oler algo similar, pero tal vez se debía a que los años habían ido distorsionando aquel recuerdo hasta volverlo totalmente fantasioso.

    Después de todo, al rememorar algo, estás recordando el recuerdo de un recuerdo.

    Pero le gustaba esa imagen, por muy irreal que fuese. Aunque su madre no tuviese realmente los ojos así de bonitos, aunque su voz sonase distinta y su cuerpo oliese de otra manera.

    Besó la medalla y la volvió a meter bajo la camiseta, mirando otra vez las torres. Intentó calcular la distancia que lo separaba de San Gimignano, pero lo cierto es que nunca se le había dado bien calcular nada.

    Bueno, lo averiguaría.

    Para cuando llegó al pueblo, la noche había caído, empezaba a hacer frío y las dos cantimploras que había conseguido meter en una bolsa estaban totalmente vacías. De todas formas, eso no era tan preocupante como el hecho de que las murallas medievales estaban totalmente cerradas. En cuanto a las casas circundantes, construidas por la propia expansión del pueblo, habían sido destruidas, seguramente al inicio de la pandemia.

    Imaginó que aquello sería una medida de protección contra los infectados, quizá incluso habría gente en el pueblo. A lo mejor se había formado un campamento militar, como aquel del que había escapado de milagro. A ver, igual que ese, pero mejor protegido, claro.

    Sin embargo, si era así… ¿No debería haber vigías en las murallas o en las torres?

    Tomó aire y bordeó la muralla hasta dar ya no con una puerta, le parecía absurdo intentar abrirlas si realmente estaban enclaustrados, sino una zona que le permitiese trepar, algún sitio donde el mortero o los propios sillares tuviesen huecos en los que afianzar manos y pies.

    Le costó muchísimo trepar, la verdad. No sólo porque ya estaba terriblemente agotado, sino porque le dolía cada milímetro de su cuerpo. De hecho, ya ni sentía el dolor del brazo, todo se había igualado y era, simplemente, horrible.

    Pero logró trepar. Logró llegar arriba, a lo alto de la muralla. Y tan pronto como llegó y se asomó, inició el descenso sin decir ni una sola palabra.

    Su suposición de que las murallas se habían cerrado como medida de defensa contra los infectados era acertada. En lo que había fallado era en la dirección de esa defensa. No había gente allí dentro, no al menos gente viva, sólo un montón de infectados yendo de un lado a otro, quizá en busca de alguna persona que se les hubiese escapado.

    Al llegar de nuevo al suelo, soltó un largo suspiro mientras se frotaba la barba. San Gimignano no era una opción, pero en esos momentos no se veía capaz de hacer nada, por lo que se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda en la dura piedra de la muralla.

    En el mismo momento en el que se sentó, cayó totalmente dormido. No montó trampas, no se parapetó del frío, simplemente durmió.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Con mucho cuidado, se fue quitando la venda del brazo. Sin embargo, ir con cuidado estaba siendo terriblemente doloroso. La tela se había pegado gracias a la sangre y a lo que parecía pus a la carne abierta, la cual no sólo tenía un color terrible, sino que empezaba a oler a podrido, y él no era médico, pero estaba seguro de que eso no era bueno.

    Negó con la cabeza y se echó un poco de vodka en la herida. No contuvo el grito de dolor, porque vaya si gritó. De haber habido infectados cerca, aquella habría sido una señal con luces de neón y todo. Golpeó la mesa con la mano sana y respiró hondo varias veces hasta que el dolor se convirtió de nuevo en un molesto escozor.

    Cogió una tela que, bien, no estaba limpia, pero al menos no estaba llena de sangre. La había sacudido varias veces para quitarle todo el polvo y telarañas y la había sumergido en algo de agua, y así tal cual la uso para vendarse.

    Tras despertar, ya cercano del mediodía —hacía meses que no dormía tanto, la verdad—, hacía decidido volver a ponerse en marcha, y al poco había llegado a un pequeño complejo. Azienda Agricola Palagetto, rezaba un cartel destartalado.

    Entrar no había sido difícil. Una patada y la puerta había cedido. Había encontrado un par de cadáveres, gente que se había suicidado ante el horror de la pandemia, pero comida no había nada que no estuviese creando civilización. Una botella de vodka y algo de ropa acribillada por las polillas era lo mejor que había conseguido.

    Eso y un magnífico cuchillo, muchísimo más afilado que el que llevaba encima desde el campamento militar. Con él había troceado un cerdito. Este cerdo, había que decirlo, había caído en una trampa que Alessio había puesto. Ahora que no había muchos humanos rondando por ahí, los animales, que no parecían ser objetivo de los infectados, estaban recuperando territorios, así que no era raro ver caballos, ovejas, vacas… Joder, Alessio se había encontrado a osos y jabalíes por las carreteras.

    En cuanto a matar y cocinar un animal, no, no era una tarea agradable, pero era eso o morirse de hambre, y Alessio consideraba que había formas muchísimo mejores de palmarla. Además, por Dios, qué buena estaba la maldita carne. Desde luego, valía la pena haberse manchado de sangre porcina para ello.

    Con la tripa llena y el cuerpo más descansado, decidió que se merecía hacer una parada algo más larga. Volvía a anochecer y había cojines cómodos. Estaban llenos de polvo, excrementos de ratón y a saber qué más, pero un par de sacudidas y dándoles la vuelta podían volverse incluso habitables.

    Así que esa noche durmió bajo techo y cubierto con mantas apestosas, no sin antes haber contemplado durante largos minutos aquella fotografía doblada y redoblada.

    Gianni y Francesco aparecían con el cielo azul de la Toscana a sus espaldas. Ambos sonreían, felices, totalmente desconocedores del terrible desastre que les avecinaba.

    Gianni se había mudado con su mujer e hijo a Roma por una cuestión de trabajo. No del suyo, sino del de ella. Pero estaban bien allí. Cierto era que habían necesitado un periodo de adaptación, sobre todo Fran, y cierto era también que echaban de menos Milán y pasar algunas tardes con Alessio, pero bien, la vida no les trataba mal allí.

    Francesco tenía ya diecinueve años en esa foto. Se la habían enviado a Alessio el día mismo que le habían dado su nuevo carnet de conducir, aunque ese detalle en la fotografía no se veía, ya que el carnet que tan orgulloso enseñaba el muchacho había quedado destrozado al pelarse el papel por las continuas dobleces.

    Estaba tan endiabladamente mayor en esa fotografía.

    Alessio recordaba aún cuando el chico había nacido. Gianni relucía de la felicidad mientras Sofía dormía, agotada tras el parto. Y Alessio lo había cogido en brazos con auténtico miedo a romperlo. ¿Y si se le caía? ¿Y si lo cogía mal y le hacía daño? Pero aquello no había ocurrido y esa pequeña patata arrugada con una pelusa de pelo negro en la cabeza apenas había hecho un sonidito mientras se recolocaba entre sus brazos.

    Es hermoso, Ale —le había dicho su hermano con las manos, aunque moviendo también los labios, como si las palabras pudiesen formar sonidos —. Lo amaba con toda mi alma incluso antes de conocerlo, pero creo que ahora lo amo más.

    Alessio también lo quería. Quizá porque su hermano había deseado tanto tener hijos que ese bebé había resultado maná caído del cielo para él. Quizá porque, sin el propio Alessio, nunca habría habido bebé. Quizá simplemente porque era el hijo de su hermano, su sobrino. Era su familia.

    Sonrió al recordar aquel día, y con una sonrisa se permitió sumirse en el reinado de Morfeo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Lo despertó un ruido. Tenso, asustado —aterrado, más bien—, se aferró al rifle y, de la forma más silenciosa posible, comprobó si había recargado la última vez. Cerró los ojos, soltando suavemente el aire de sus pulmones al ver que, efectivamente, había balas en el cargador, y despacio se puso en pie, listo para disparar.

    Lentamente, todo lo calladamente que podía, se fue moviendo en la dirección del sonido. Alguien, o seguramente algo, estaba escarbando entre los restos del cerdo. Se felicitó entonces por haber guardado algunos trozos en sal y plástico en su mochila. La recogió de camino y se la puso a la espalda, para no dejarse nada cuando saliese corriendo.

    Vio una sombra moverse y se ocultó tras una pared, al lado de una puerta. Sus manos temblaban un poco, pero sujetaban el rifle con fuerza. Asomó primero el cañón, después la cabeza, y finalmente se atrevió a dar un paso, listo para apuntar y disparar.

    No llegó a hacerlo, no cuando vio que lo que estaba removiendo la carne y haciendo ruido era un jabalí salvaje. Respiró hondo con cierto alivio y se dio la vuelta, encontrándose de cara con uno de esos malditos infectados.

    Del susto, el arma saltó de sus manos, aunque consiguió cogerla y apuntar. Le costó apretar el gatillo. Era una niña, no tendría ni doce años. Su pelo aún estaba recogido en dos trenzas y su vestido, aunque sucio y roto, todavía dejaba ver la cara de Minnie Mouse y topos blancos sobre la tela roja.

    Sus ojos muertos miraron al hombre. Ladeó la cabeza, abrió la boca emitió uno de esos horribles sonidos inhumanos. Alessio pensó que le iba a saltar encima, que le iba a morder y que si no disparaba pronto o sería comida o sería un infectado. En definitiva, estaría muerto, de una forma o de otra.

    Con todo, la niña no saltó. Le rodeó y se acercó al jabalí, que resopló y se apartó un poco antes de compartir la carne de cerdo con la niña.

    No lo entendía. ¿Un infectado estaba comiendo un cerdo muerto? Bueno, sabía que la carne de cerdo era la más parecida a la humana, pero no había oído nunca que pudiese ocurrir algo así. ¿Quizá se debía a que llevaba mucho sin comer? Situaciones desesperadas, medidas desesperadas, incluso para los infectados.

    Pero eso no era lo único anómalo. Él estaba ahí. Estaba vivo. Era un magnífico piscolabis al alcance de sus dientes amarillos. Y, sin embargo, la niña le había sorteado, como si no lo hubiese visto, como si no existiese.

    Tampoco quiso darle muchas vueltas al asunto. Agradeció por no haber gastado balas y por no haber muerto aún, quizá sobre todo lo segundo. Recogió el resto de sus cosas y se fue de allí.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Habían pasado un poco más de seis horas desde que había partido de San Gimignano. Había hecho una parada al mediodía para descansar las piernas, beber agua y comer un poco de carne salada cocinada en un mechero, y luego había seguido la carretera.

    Por las señales, había podido calcular más o menos cuánto tardaría en llegar a Volterra. No era, quizá, la opción más inteligente, si estaba intentando llegar a Roma, ya que quedaba básicamente en dirección contraria. De hecho, tendría que haber ido hacia Arezzo, pero, bueno, recordaba haber oído a los militares hablar de que Volterra había sido evacuada rápidamente. Eso significaba que no había dado tiempo a saquear ni supermercados ni farmacias. Arezzo, por otra parte…

    Su prioridad en esos momentos era curarse el brazo, la verdad. Si no conseguía algún medicamento pronto, no estaría en condiciones de encontrar a su hermano, y entonces todo ese viaje de peregrinación habría sido inútil y absurdo.

    Pero ahí estaba, Volterra, con la torre del Palacio de los Priores dominando la vista. Y esta vez las murallas no estaban bloqueadas, sólo cerradas, lo cual le permitió entrar sin tener que hacer malabares.

    Con el rifle colgando de su hombro sano, recorrió las calles desiertas. Lo cierto es que quitando el miedo a ser devorado por una suerte de zombi, aquello no estaba nada mal. Era incluso bonito, con sus calles retorcidas y sus construcciones silenciosas.

    Pensó que, en otra situación, no le habría importado alojarse en una de esas casas y pasar las tardes en la terraza, con una cerveza, un poco de embutido y escribiendo en su portátil una nueva historia. Pero ahora tampoco tendría mucho sentido hacerlo.

    Dio un pequeño brinco cuando le pareció ver una sombra moviéndose en una calle. No, no había nada. La fiebre le estaba empezando a hacer ver cosas que no existían, y eso era realmente preocupante.

    P-p-p-por fin —gimió en un susurro al ver una farmacia.

    Se mordió la lengua y se maldijo por ese ridículo tartamudeo, pero entró sin más preámbulos. Casi se le escapó una lágrima al ver que apenas se habían vaciado un par de estantes de la entrada y fue directamente a la zona del mostrador.

    Recorrió los cajones haciéndose con todo lo que consideró necesario y lo dejó en el mostrador. Se quitó la chaqueta y se subió la manga de la camiseta, retirándose la tela. Aquello estaba fatal. Ardía, estaba inflamado, supuraba…

    Cogió una gasa y la empapó en alcohol, empezando a limpiar un poco. No, aquello dolía mucho. Gruñó y se obligó a seguir, pero sus dedos temblaron y la gasa se cayó al suelo. Dio un pisotón y entonces…

    La puerta de la farmacia se abrió y Alessio apenas tuvo tiempo para apuntar con el rifle, temblándole el brazo malherido por el dolor y el agotamiento. Pero quien había cruzado la puerta no era un infectado, tampoco un animal salvaje. Era un hombre normal y corriente.

    Parpadeó varias veces, intentando enfocar cuando notó que la visión se le volvía borrosa. Estaba sudando más que los días anteriores, y se encontraba peor a efectos generales. Bajó el rifle y miró a ese hombre a unos ojos que bailaban entre el verde y el azul. Se lamió los labios y respiró hondo, pensando en qué decir. Podía presentarse. Podía explicarle la situación.

    O podía sucumbir a la fiebre y desmayarse, que fue lo que hizo al final.


    SPOILER (click to view)
    San Gimignano, a 35 minutos en coche de Florencia y de Siena, llegó a tener 72 torres de las que, casi por milagro, se conservan 15. No sé si realmente tiene la muralla medieval o si sólo quedan restos, pero me apetecía montarme la fantasía, así que x d (X)

    No tengo imagen para el hermano, pero sí del sobrino (X). Adora a este chico tanto como a Gianni, la verdad.

    La Azienda Agricola esta existe, pero no sé realmente cómo es. Cotilleando en el Google Maps el recorrido de San Gimignano a Volterra, he visto que al lado de San Gimignano estaba ese complejo y me he dicho: «¿por qué no?» La niña, por cierto, no le ataca porque está bastante mal, como puedes comprobar x d

    Y bueno. No sabía si escribir un poco más, pero como estoy cansada he decidido dejarlo ahí, con Alessio medio muriéndose frente a Oscar. Todo tuyo (?)
  14. .
    Wilson no parecía tener demasiada prisa cuando se levantó y caminó lentamente hasta la ventana. Apartó con un manotazo en el brazo a Billy, quien se quejó y se volvió a la mesa frotándose el golpe, y miró al enjambre de mujeres que zumbaban alrededor de Joyce, quien al parecer no se había fijado en la clase de interés que tenían en él.

    Sin embargo, Wilson sonrió. Sonrió mirando el rostro de Joyce, escuchando sus gritos desde esa distancia, y sonrió incluso más cuando el forajido se giró y le saludó con la mano para sorpresa de las mujeres.

    Wilson conocía a Ava, por supuesto. Conocía a su prima, Ramona, y a todas las mujeres que había allí. Las que no se habían burlado de él durante la infancia, habían cuchicheado a sus espaldas durante la adolescencia, y aunque alguna había intentado encamarse con Wilson (y alguna lo había conseguido, para qué mentir), nunca había tenido una relación buena con las gentes de ese pueblo.

    Quizá por eso se le hizo tan divertido que de pronto esas mujeres y sus hijas le mirasen tan atentamente cuando se dignó por fin a salir de la casa.

    —Wright —saludó la señora Berenice Schwab, de padres emigrados de Colonia, con ese pelo rubio y las mejillas rubicundas tan características de Alemania —. No sabíamos que habías vuelto al pueblo.

    —Hace apenas una hora —sonrió Wilson, caminando hasta llegar a Joyce —. Querido, mi tía está deseando saludarte. Por favor, pasa, te sacaré una botella de whisky.

    —¡Perdona! —se quejó no Ava, sino Sharon, que al parecer estaba más recuperada de su desmayo —Estábamos manteniendo una muy interesante conversación con este caballero y-

    —Este caballero —la interrumpió Wilson sin perder su sonrisa, que ahora era muchísimo más fría y afilada que antes, y con un tono de voz tan calmado como con el que había empleado escasos segundos atrás —es nuestro invitado. Ha recorrido un largo viaje y, además, tiene asuntos más importantes que tratar que… —se lamió los labios, regodeándose en la expectación que veía en ese corro —Bueno, cháchara superflua con un grupo de mujeres que, al parecer, no tiene nada mejor que hacer un jueves a estas horas de la tarde.

    —¡Pero bueno!

    —¡Wright, esto es inaudito!

    —Inaudito me parece a mí que vengáis a mi casa esgrimiendo vuestros lazos más bonitos y exhibiendo a vuestras hijas como si fuesen cerdos de competición para ver si las podéis casar con un hombre que, de todas formas, no aceptará a ninguna de ellas como esposa.

    —¿Y cómo estás tan seguro? —volvió a hablar Berenice, alzando la barbilla con aires de superioridad.

    Wilson soltó una risa suave y melodiosa, le guiñó un ojo y se dio media vuelta, tomando a Joyce del brazo con su mano sana para guiarlo al interior de la casa.

    —Porque eres mío —susurró para que sólo Joyce pudiese oírle, haciéndole luego un gesto para que guardase silencio.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Mary Su había hecho carne asada con patatas, un auténtico festín que había supuesto un desembolso importante de dinero, aunque Billy lo había pagado todo. Decían los dos hermanos Wright que era lo mínimo que podían hacer para celebrar la resurrección de su Wally, así que Wilson no había podido quejarse. Y, honestamente, no había tenido ganas tampoco cuando le empezó a llegar el olor de la carne haciéndose lentamente al fuego, con esa combinación mágica de miel y especias que Mary Su había logrado desarrollar tras años de experimentar en la cocina.

    Por otra parte, pese a todo pronóstico, la cena no había sido tan incómoda como los Wright se habían supuesto en un primer momento. Billy había saludado a Joyce y después había optado por permanecer en un segundo plano, al menos hasta que había sacado una botella de buen whisky y la cosa, entre tragos y risas, había fluido un poco más.

    Al terminar el coloquio —era gracioso, seguramente Wilson era el único en toda la casa que conocía esa palabra y su significado—, Mary Su había mandado a su sobrino adoptivo a dormir, diciéndole que tenía que reposar y que con el brazo así tampoco iba a dejarle ayudar en nada, así que Wilson había cumplido obedientemente, llevándose a Joyce consigo a su dormitorio.

    Sentado en el borde de la cama, le veía acariciar distraídamente algunos libros apilados como buenamente cabían en un pequeño estante. Sonrió y carraspeó suavemente para llamarle.

    —¿Me ayudas a quitarme la ropa, por favor?

    En otra situación, el no poder hacer algo tan simple como desabotonar una camisa o desatar unos zapatos lo tendría loco de la impotencia, pero esos días había descubierto lo maravilloso que era ser cuidado por una persona querida.

    Joyce fue quitándole la ropa con cuidado de no hacerle daño, claro, pero Wilson no pudo más que volver a sonreír al notar cómo acariciaba su piel, sobre todo las recientes cicatrices de la caída o las más antiguas de su costado. Cerró los ojos al sentir la camisa resbalar por su cuerpo, y al abrirlos y encontrarse con los ojos de Joyce, se le escapó un suspiro, mezcla de anhelo y deseo, antes de que sus labios se encontrasen.

    Su brazo izquierdo estaba bien atado, pero el derecho buscó asirse al cuerpo del forajido, como si de no sujetarse a él fuese a volver a caerse por un precipicio. Joyce debió tener la misma sensación, o quizá leyó la de Wilson con ese instinto mágico suyo, porque pronto el inglés se vio firmemente abrazado por los brazos del pistolero en medio de aquel beso con sabor a whisky y felicidad.

    Al separarse por un poco de aire, Wilson sonrió, juntando sus frentes y rozando sus narices. Le miró a los ojos, sin palabras, y le volvió a besar con algo más de calma, aunque su mano se aferró a la piel de Joyce con algo más de firmeza al sentir cómo se iba reclinando hasta terminar tumbado.

    En el nuevo descanso que les dieron a sus pulmones, leyó las dudas en los ojos de Joyce, pero le sonrió y le acarició una mejilla.

    —Está bien —susurró con la voz tomada por la emoción —. Basta con que tengamos cuidado.

    Eso debió bastar. Cerró otra vez los ojos y echó la cabeza hacia atrás con un suspiro de placer cuando los labios de Joyce bajaron por su pecho a la par que sus manos iban recorriendo su cuerpo, empezando a deshacerse del resto de la ropa.

    Después, simplemente dejó que su cabeza se nublase.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    No podía entenderlo. Llevaba un par de horas dándole vueltas a la cabeza, pero no hallaba una explicación satisfactoria. ¿Cómo era posible que Joyce, precisamente Joyce, que era un alma opuesta a la suya, hubiese sido capaz de hacerle sentir así?

    Ya no se refería sólo al terreno sentimental, aunque eso le había llevado también sus buenos quebraderos de cabeza, pues si Wilson era un lector ávido, Joyce lo máximo que había hecho con un libro era calzar una mesa, y si Wilson era un experto en mentir y engañar, Joyce sólo conocía la verdad más pura. Wilson era silencioso y elegante, Joyce era audible a kilómetros de distancia. Y si el inglés era limpio y ordenado, Joyce… Bueno, seguía la misma ley de contrarios. Wilson podía ser mezquino, pero la franqueza de Joyce lo hacía muy distinto, con una especie de bondad esencial. Wilson era cuidadoso y cauteloso, Joyce improvisaba y no le importaba destrozarlo todo.

    Quizá debía achacarlo todo a esa manida frase de que los opuestos se atraen, y con eso, viendo lo dolorosa que era la ausencia de Joyce, Wilson estaba bien.

    Pero ya no era sólo eso, no. Ahora habían pasado al terreno íntimo y, la verdad, el inglés sentía incluso cierta vergüenza al recordar la desesperación con la que se había abrazado a ese maldito forajido analfabeto, la de veces que había gemido «Brian» contra su oído o que incluso había jadeado frases totalmente inconexas y faltas de sentido.

    Y es que Joyce había conseguido lo que nadie jamás había logrado: enloquecerlo de placer. Cada vez que sus dedos le tocaban, cada vez que sus labios le besaban o que su lengua le acariciaba, cada vez que sus caderas chocaban, cada vez, Joyce parecía saber exactamente cómo y dónde actuar hasta reducir a Wilson a un tembloroso cuerpo que sólo conseguía suplicar por más.

    ¿Le había suplicado que no parase? Sí, creía que sí.

    Se tapó la cara con una almohada y ahogó en ella un grito antes de decidirse a incorporarse. Recordó entonces un momento en el que Joyce le había sentado en su regazo y sintió su cara entera arder, no tanto por eso, como porque recordaba también que había intentado besarle y Joyce había jugado con él, negándole un beso un par de veces antes de compadecerse de sus lágrimas de frustración.

    Aquello era terriblemente degradante. Él, Wallace Wilson Wright, uno de los mejores ladrones del país, un jodido embaucador que podía venderle nieve a un esquimal y arena a un camello, que había conseguido auténticos secretos de Estado en una pseudo prostitución o que directamente había vendido sexo por dinero, incapaz de controlarse ante el cuerpo de un hombre que apestaba a caballo y sudor y que no sabía contar hasta diez.

    Mirando el lado positivo, ni se había acordado de que aún tenía molestias hasta la mañana siguiente.

    Soltó un largo suspiro y alzó la cabeza con el ceño algo fruncido y la mandíbula apretada en un mohín cuando vio a Joyce reaparecer con un cubo de agua caliente. No parecía muy contento, pero vertió el agua en una bañera que había en la habitación, terminando por fin de llenarla, y luego fue hasta Wilson para ayudarle a levantarse.

    —Gracias —murmuró cuando estuvo dentro del agua tibia. Cuidando mantener su brazo entablillado fuera del agua, miró a Joyce y ladeó la cabeza —. Tú también deberías entrar —le divirtió la forma en la que reaccionó, con un resoplido y poniendo la misma expresión que si le acabasen de decir que el cielo es verde y la hierba roja —. Venga, que estás tan asqueroso como yo tras el viaje y lo de… anoche —dijo esto último en voz algo más baja. Soltó una risa suave y le tendió la mano sana —. Por favor, Joyce. Entra conmigo. No tardaremos mucho, te lo prometo.

    Le costó un poco más, pero finalmente consiguió lo que quería, y una vez con el forajido en el agua (tan incómodo como un animal salvaje siendo bañado por primera vez), le hizo mojarse la cabeza y frotarse un poco con un trapo que servía las veces de esponja.

    Sonrió por fin y le puso un pie en el pecho, acariciándole con los dedos en círculos mientras apoyaba un codo en el borde de la bañera y la mejilla en esa mano.

    —No seas así, hombre. Es la primera vez que estamos totalmente a solas en… —suspiró y le dio un golpecito en la barbilla con el pie —¿Por qué tan tenso, por qué no te gusta el agua? ¿No le ves lo relajante? —puso expresión pensativa y se mordió el labio inferior —A ver si esto te ayuda.

    Tomó un poco de impulso y se movió en el estrecho espacio de la bañera hasta quedar sobre él. Encajó sus cuerpos, se sentó en su regazo y rodeó su cuello con los brazos, suspirando suavemente antes de darle un beso corto. Después, se terminó de acomodar en aquel abrazo, apoyando la barbilla en su hombro y ronroneando suavemente con las caricias en su espalda.

    —Eres un hombre muy extraño, Brian Joyce —le susurró, escapándosele después una sonrisa. Dejó un mordisco muy suave, ni siquiera dejó una marca blanquecina, en su cuello, y decidió cambiar de tema —. Manuel, el hombre que nos acompañó hasta aquí… Creo que puedo ayudarle con esos asuntos que tiene en Tucson. Bueno… en realidad, lo sé. Y siento que debo hacerlo, para saldar mi deuda con su gente. La ciudad está a unos días a caballo, pero nosotros podemos acercarnos a la ciudad más cercana, coger un tren y llegar antes que él. ¿No suena bien? Una misión, tú y yo solos, como pareja… Antes de volver con la banda.

    Se alzó un poco sobre él y le miró a los ojos. Volvió a morderse el labio, ahora no de forma pensativa, sino con deseo al recordar las oleadas de placer que le habían sacudido y estremecido la noche anterior.

    Ese era otro punto extraño para Wilson. El sexo siempre le había parecido un medio para llegar a un fin. Ese fin podía ser dinero, información, algún objeto valioso, simplemente para desestresarse tras una temporada difícil… Pero con Joyce…

    Era estúpido. Sólo habían estado juntos una noche, una noche, y aun así había sido la mejor de toda su vida. Wilson había empezado en el mundo del sexo con dieciséis años, pero nunca se había sentido tan bien con nadie. Nunca había pensado que el sexo pudiese ser un fin por sí mismo, no hasta Joyce, al menos.

    No estaba seguro de que aquello fuese bueno, tampoco. Temía que podía volverse adicto no tanto al sexo en sí como a la idea de abandonarse a los brazos de ese hombre que ahora le miraba con la candidez de un cachorrito.

    Deslizó una mano por la barbilla de Joyce, su cuello y su pecho, suavemente, mientras iba hablando, sus labios tan cerca que se rozaban al moverse.

    —… Y, entre medias, puedes seguir follándome cada vez que tengamos ocasión. Como… ahora mismo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Pero qué bien os lo pasáis —se rio Billy cuando vio a su hijo adoptado bajar las escaleras, arreglándose el cuello de la camisa —. ¿Qué? ¿Has dejado al guapito de cara durmiendo?

    —Está vaciando la bañera —dijo Wilson con calma, ignorando el primer comentario, aunque Billy no debía tener ganas de dejar la conversación, porque se levantó para ir a molestar al otro cuando Wilson cambió de habitación.

    —No esperaba que os fueseis a montar una fiesta aquí… Pero, claro, supongo que es lo que tiene volver de entre los muertos, que el cuerpo pide marcha.

    —Billy, por favor —gruñó Wilson frente al único espejo de la casa —. ¿Puedes cerrar el pico y ayudarme con esto?

    Billy puso los ojos en blanco, pero se despegó de la pared en la que había estado apoyado y fue junto a Wilson, tomando un bol con espuma y una navaja de sus manos. Le invitó a sentarse empujándole contra una silla y empezó a afeitar su barba.

    —Esto me trae recuerdos. De cuando eras un crío y te empezaban a salir pelos en la cara. Supongo que tú también te acuerdas…

    —Claro que me acuerdo —suspiró Wilson, controlando por el espejo el trabajo del otro hombre.

    Se hizo entonces un silencio algo incómodo. Billy carraspeó mientras limpiaba la espuma antes de volver a empezar.

    —Oye, Wally… ¿Es cierto todo lo que dijiste…? Ya sabes, ese día.

    —El día en el que me caí por el precipicio —vio a Billy asentir con incomodidad, pero su expresión no cambió —. Dije muchas cosas. Pero sí, era verdad.

    —¿Incluso cuando dijiste que recordabas… aquello y que aun así me perdonabas?

    Wilson, por fin, miró a Billy directamente a la cara, obligándole a apartar la navaja para no hacerle un corte comprometido. Clavó sus ojos en los del mayor, quizá con cierta fiereza.

    —Es imposible que lo olvide, Billy. Incluso los olores, el sonido de madera y huesos rompiéndose, el calor de la sangre en mis manos. Lo recuerdo todo. Y te perdono porque, de alguna forma, no puedo odiarte. No sé si porque, a pesar de todo, me cuidaste y me diste un hogar. Y mira que tengo motivos de sobra. Uno de ellos: eres la persona que más moratones me ha provocado.

    —Wally…

    —Pero eso da igual, porque, como te digo, no puedo odiarte, aunque lo intente. Así que, sí, te perdono. Pero también espero que tú cambies hacia mí. Nada de golpearme, nada de insultarme… Nada de intentar matar al hombre del que estoy enamorado ni a esa banda de dementes que se ha vuelto mi familia.

    Billy le sostuvo la mirada, pero terminó por asentir. Con eso, Wilson ladeó la cabeza, dándole pie a seguir afeitándole, y al hacerlo vio por el reflejo a Joyce en las escaleras, esperando para no interrumpir, se imaginó. Le sonrió a través del espejo.

    —¿Sabes cuándo volverá Mary Su del mercado?

    —Bueno… —Billy suspiró y se frotó la nuca con la misma mano con la que sostenía la cuchilla —El guapito de cara y tu salida de ayer nos han hecho la comidilla del pueblo, así que seguramente se líe a hablar con las vecinas y tarde un poco. ¿Por qué?

    —Mn… Joyce y yo nos iremos esta tarde. ¡Au! —se quejó mientras un fino hilo de sangre brotaba en su mejilla.

    —¡Perdona! —se disculpó Billy, limpiándole la heridita —Pero ¿qué es eso de que os vais? ¡Acabáis de llegar, joder!

    —Tenemos algo que hacer en Tucson.

    —¡Voy con vosotros!

    —¿Qué…? ¡No hace ninguna falta!

    —¡¡Claro que sí!! ¡No voy a dejar que te vayas sin más, no aún!

    —¡No seas pesado!

    —¡Soy tu padre y seré todo lo pesado que me salga de los cojones!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Igual que conocía la fama de la banda de Joyce, conocía sobradamente la estela de muerte que dejaban los cascos del caballo de Billy Wright. Por eso, estar precisamente con esos dos hombres y con el único punto de unión entre ambos le hacía sentirse algo inquieto, incluso si ya había visto que los de Joyce no eran lo que parecían y que Wilson (o Wally, no entendía por qué cada uno lo llamaba de una manera) en realidad no era un mal tipo. O esa imagen le había dado.

    Se los había encontrado a los tres al poco de llegar a Tucson. Uno impecablemente vestido, peinado y afeitado, todavía con un brazo entablillado y apoyado en un bastón que le daba un curioso aire de elegancia y distinción. Flanqueándole, dos hombres con una apariencia totalmente opuesta a la de Wilson casi parecían sus matones.

    Quizá lo eran.

    —Os escuché hablar —le había dicho Wilson frente a un plato de sopa de pollo en la posada de un tal Flint, que al parecer era amigo del embaucador de acento inglés —. No entendía vuestras palabras, pero sí vuestras intenciones. La guerra es un lenguaje universal, después de todo. Y si sumas a una tribu de ópatas en actitud marcial con rumores y cotilleos en las altas esferas blancas… No es muy difícil entender qué pasa.

    Lo que pasaba era simple y llanamente lo que pasaba siempre: un señor blanco con mucho dinero en el bolsillo quería construir un nuevo pueblo en unas tierras ocupadas por «indios salvajes». Con esta excusa, se le había dado permiso para masacrar a dichos indios y simplemente «colonizar» los terrenos.

    El hecho de que esos terrenos abriesen posibles vías directas de comunicación a los principales puntos auríferos de la zona, seguramente, no tenía nada que ver con el plan del buen hombre.

    La misión de Manuel era tan sencilla como estúpida y se basaba en la vieja idea de que para matar a la serpiente basta con cortarle la cabeza. Literalmente, quería cortarle la cabeza al señor Friang con la esperanza de que eso detuviese todo el proceso.

    La cara que había puesto cuando Wilson le había dicho que eso sólo daría más argumentos para continuar la masacre había sido tristísima, sobra decirlo.

    —Pero yo conozco a uno de los inversores del señor Friang —le había calmado entonces —. Y tengo un plan que os ayudará.

    Así que Manuel había terminado por ceder a toda aquella locura, convencido por el tono suave y tranquilo de Wilson, su mirada astuta y sus movimientos hipnóticamente elegantes. Ni siquiera se había fijado en los modales de sus acompañantes, que tanto deberían haber contrastado a su lado.

    Y ahí estaba ahora, esperando una señal de Wilson, apoyado en un cobertizo con Brian Joyce a un lado, sintiendo mil dudas nuevas a cada segundo que pasaba y preguntándose por qué hostias había aceptado participar en esto. Especialmente cuando, en realidad, no estaba participando.

    —Esto va a funcionar… ¿verdad? —preguntó en un susurro quedo.

    Apenas dijo esto, vio cómo Wilson asomaba a través de una ventana y les hacía señas para que se acercasen.

    Manuel respiró hondo y llamó a la puerta. El exmilitar que le abrió no era de los que trabajaban para Jason Ende, el inversor de Friang, sino Billy Wright, quien a juzgar por las gotitas de sangre de su ropa y nudillos se había encargado personalmente de despejarles el camino.

    Miró a Joyce, quizá intentando encontrar en él confianza, y subió las escaleras que Billy le indicó con un gesto y un gruñido. Se encontró con un pasillo donde había tres o cuatro hombres tirados en el suelo, con suerte sólo inconscientes. Al final, una puerta abierta desde donde le llegaba la voz de Wilson hablando bajito.

    Se atrevió a entrar y vio al inglés sentado frente al escritorio, detrás del cual se alzaba el señor Ende con un traje blanco. Como Wilson llevaba un juego de ropa crema y tenía la misma sonrisa calculadora, de hombre de negocios, hacían desde luego una pareja aterradora.

    —Señor Ende, este es Manuel —sonrió Wilson, haciéndole un gesto al nativo para que se acercase a la mesa.

    Manuel lo hizo con cautela, con los dedos acariciando su pistola, pero vio cómo Billy se apostaba en la puerta del despacho y cómo Joyce se apoyaba en la silla de Wilson, todos actuando con una calma perturbadora para lo tensa que él veía esa situación, así que terminó sentándose en la silla libre.

    —Es un placer conocerle por fin, caballero —dijo Ende, tendiéndole una mano a Manuel, quien le miró con tanta intensidad que obligó a Ende a retirar su saludo —. El señor Smith —señaló a Wilson —y yo hemos discutido su caso y he decidido, por el bien de las tribus nativas americanas, retirar todos mis apoyos al señor Friang, así como recomendar fervientemente a mis compañeros que sigan mi ejemplo.

    —No lo entiendo. ¿Por qué…?

    —Muchas veces una pluma es más efectiva que una espada —le interrumpió Wilson con calma, alzando su mano sana para acariciar con ella la mejilla de Joyce, un gesto que dejó a todos los presentes, seguramente incluso al propio Joyce, bastante sorprendidos —. Los forajidos disparen primero y pregunten después, mira el pasillo cómo está…

    —Una lástima —gruñó Billy.

    —Pero —retomó Wilson —, aunque trabajo con ellos, yo no soy un forajido.

    En esos momentos, Manuel vio a los habitantes de aquella habitación con nuevos ojos. Billy en la puerta, Joyce recibiendo esas caricias… parecían perros. De hecho, casi podía ver las correas que ataban sus cuellos y que terminaban en las manos de Wilson, cuyos ojos le pareció que brillaban con incluso cierta maldad, igual que los de Jason Ende.

    Y tuvo algo muy claro: Wilson no había hecho eso únicamente para saldar una deuda con los ópatas, sino para conseguir algo más, algo que a Manuel se le escapaba y que, de todas formas, no estaba seguro de querer conocer.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    La cena había sido más que saciante y la cama era sorprendentemente cómoda, pero Manuel no conseguía dormir. Terminó por ponerse en pie y caminar descalzo como estaba hasta la habitación que, sabía, habían ocupado Wilson y Joyce.

    Llamó un par de veces, pero nadie respondió, así que forzó la cerradura todo lo silenciosamente posible. Al entrar, chasqueó la lengua sin poder evitarlo al ver el panorama: estaban los dos en la cama, abrazados. Concretamente, Wilson estaba apoyado en almohadas, medio recostado, y Joyce estaba prácticamente enredado en él, con la cabeza en su pecho. Un libro a un lado, sujetado a medias por Wilson, indicaba qué habían estado haciendo antes de dormirse.

    Manuel dio un paso hacia la cama. Su idea era despertar a Wilson, pero no de esa manera. Un tablón chirrió bajo sus pies y al momento tuvo un revólver de Joyce y un cuchillo de Wilson apuntándole, así que alzó las manos.

    —Joder, Manuel —susurró Wilson al reconocerle.

    Dejó el libro sobre la mesita y acarició la espalda de Joyce, quien también había bajado el arma, dedicándole al intruso una mirada inquisitiva.

    —Perdonad, es que… No entiendo.

    —¿Humn?

    —¿Qué has hecho para convencer a ese cuico?

    —Oh —Wilson suspiró, mirando las maderas del techo —. Simplemente le expliqué las ventajas que podría tener para su empresa aceptar el rumor de que Friang es un sodomita que en realidad quiere esos terrenos para construirle una mansión a su amante.

    —¿Y ya está? —preguntó Manuel tras unos largos segundos de silencio.

    —Y ya está.

    Sin estar del todo convencido, Manuel asintió, les dio las buenas noches y salió del dormitorio. Al quedar a solas otra vez, Wilson sonrió y besó la frente de Joyce.

    —Joyce… Sé que estás deseando volver con los chicos, yo también tengo ganas, pero ¿crees que podríamos quedarnos un día o dos más con Mary Su? Billy seguramente se irá pronto —añadió con incentivo, acariciándole ahora el pelo —. Sólo hasta que me pueda quitar las tablillas del brazo. ¿Sí? —pidió con la sonrisa más dulce que había esbozado nunca.

    La más dulce, al menos, que no había tenido que fingir.


    SPOILER (click to view)
    Bueno. No me termina de convencer, pero así de va a quedar.
  15. .
    No sabría decir cuánto rato había pasado desde que había logrado entrar en la habitación de Shay. Quizá diez minutos, quizá tres cuartos de hora. Lo único que estaba claro era que había abrazado al muchacho con firmeza y había terminado recostándose en la cama, con su pequeño británico entre sus brazos, llorando hasta dormirse al amparo de su calor.

    Tras cinco días separados, lo cierto es que a Gavril le costó mucho decidirse a soltarle, pero lo consiguió, no sin antes llenarle de caricias y de algún beso en la cabeza. Lo dejó con todo el cuidado del mundo sobre la cama, incluso lo cubrió con la sábana para que no se destemplase, y entonces miró la habitación con más atención.

    La mitad de sus cosas estaban ahí, lo cual se le hizo muy tierno, aunque un poco raro. Y esa dichosa almohada… Le hizo pensar en el dormitorio de Shay en su casa de Londres, con la cara de Gavril por todas partes, y le recorrió un pequeño escalofrío. Si su relación no hubiese evolucionado de la forma en la que lo hizo, en vez de en un noviazgo, aquello habría terminado en una denuncia por acoso.

    Pero las cosas habían avanzado de una determinada manera, y la ternura y candidez de ese chiquillo lo tenían totalmente sometido. Se sonrió, pensando en lo tonto que era algo así. Como si volviese a ser un adolescente en su primer amor… que era, básicamente, lo que era Shay.

    Sacudió la cabeza y decidió ponerse manos a la obra. Intentando no hacer ruido, fue recogiendo aquel desastre, doblando la ropa y organizándola sobre el escritorio una vez lo dejó despejado. Los zapatos quedaron alineados junto al armario, la ropa de Shay quedó en bien colgada o doblada dentro del armario… De hecho, dentro del armario quedaron también un par de camisetas de Gavril, un pequeño regalo, y le dejó también un juego de calcetines y una de sus chaquetas.

    Lo último que hizo fue coger esa dichosa almohada. Ni siquiera entendía de dónde había salido, recordaba todos los productos que había consentido y estaba seguro de que ese no estaba entre ellos, pero en esos momentos lo último que quería era discutir con Shay, así que se conformó con dejarla en la parte alta del armario. Si el inglés la quería, sólo tendría que subirse a una banqueta o pedírsela, pero así no molestaría.

    Ahora que la habitación tenía un aspecto muchísimo más presentable, salió con el mismo cuidado de no despertar a Shay que antes. Dedicó unas pocas atenciones a los dos animales que habían terminado jugando en el dormitorio de Gav y cogió un par de cosas antes de volver con Shay.

    Se sentó en la cama y se inclinó para besarle la mejilla, moviéndolo con suavidad mientras susurraba su nombre. Al verle abrir los ojos, le sonrió y besó su frente, aceptando esa muda petición de abrazo.

    —Tenemos que hablar —le dijo mientras frotaba su espalda con cariño.

    Le ayudó a incorporarse y, tras pensárselo un segundo, lo tomó de la cintura y lo alzó, sentándolo en su regazo. Sonrió al sentir una caricia en la mejilla y cerró los ojos, apoyando la frente en el cuello de Shay. Era curioso, sentía que olía más a Gav que a sí mismo.

    Alzó la cabeza tras unos segundos, acariciando la nariz de Shay con la propia, y besó sus labios.

    En un principio, cuando había asediado la habitación, estaba enfadado. No exactamente con Shay, o no en exclusiva, sino con el mundo en general. Estaba enfadado con Carol por haberle hablado de un tema tan delicado sin cortapisas, estaba cabreado con los dirigentes italianos, estaba cabreado consigo mismo por no saber qué hacer.

    Pero al ver a Shay, al verle llorar, al sentirle temblar entre sus brazos, esa ira se había visto sustituida por una curiosa mezcla de alivio y tristeza. Y, ahora, no sabía bien cómo sentirse.

    —Lo estamos haciendo mal —empezó con un tono suave, retirándole unos mechones de pelo del rostro. Al ver los ojos de Shay empezar a llenarse de lágrimas, se mordió el labio y juntó sus frentes —. No, pequeño, no llores… Lo estamos haciendo mal, pero tiene remedio. Escucha… Creo que nos falta comunicación. ¿Entiendes a qué me refiero? —al verle negar, suspiró, limpiando la primera gota salada que rodaba por esa mejilla pecosa. Besó la comisura de sus labios y lo apretó un poco más contra su pecho —Hace unos días, dijiste que somos una pareja y que debías cuidar de mí, pero no sé si entiendes bien qué implica eso. Porque cuidar de mí no significa que tengas que pasarlo mal haciéndome una mamada sólo porque creas que eso me va a gustar, ni tampoco que tengas que encerrarte, apartándote de mí, por temor a que me puedan hacer daño si me ven contigo.

    Respiró hondo y metió una mano bajo la camiseta de Shay para acariciarle la espalda piel con piel. No necesitaba apretar mucho para poder contar sus vértebras, incluso sus costillas, y tampoco debía hacer un gran esfuerzo para abarcar su contorno con los brazos. Le volvió esa sensación de fragilidad y lo rodeó en un abrazo protector, volviendo a besar sus labios con toda la dulzura del mundo.

    —No puedes cuidarme si no confías en mí. No digo que no lo hagas —se apuró a añadir al ver cómo habría la boca para protestar —. Sólo que deberías confiar un poco más. ¿O acaso crees que voy a permitir que te vuelvan a hacer daño? No podría… No con lo mal que lo pasé cuando Haze te metió en esa nariz de kaiju, o cuando esos malditos yanquis te secuestraron. Shay, cariño… No quiero que te hagas daño por intentar complacerme, y tampoco quiero que sufras pensando que es lo mejor para mí, sobre todo si no lo hablas conmigo antes. Durante estos días… —se le quebró un poco la voz y tuvo que apretar los labios y respirar hondo —. Durante estos días, no entendía qué estaba pasando. No sabía si es que había hecho algo mal contigo, o si te habías cansado de mí… No sabía si, al ver cómo soy en realidad y no delante de las cámaras, te habías dado cuenta de que no soy lo que creías. No sabía ni siquiera si habías empezado a odiarme. Porque no respondías mis mensajes ni mis llamadas, ni me decías nada cuando golpeaba la puerta, y eso me hizo sentir… horrible —en algún momento había empezado él también a llorar, aunque no de una forma exagerada, lo que le había permitido seguir hablando sin grandes temblores de voz.

    Se detuvo para buscar un pañuelo de papel. Lo dobló y se limpió un poco antes de volver a mirar a Shay para poder seguir hablando en ese tono bajo e íntimo.

    —Si Carol no hubiese hablado conmigo esta mañana, seguiría sin entenderlo. Yo… Yo conocía a Bianca, ¿sabes? Y sé lo que le hicieron. De hecho, me uní a las quejas y protestas, pero cuando los poderosos quieren silencio, lo consiguen. De todas formas… Eso ocurrió en Italia. Pero Australia no se parece a Italia en cultura. Italia es un país profundamente religioso, con unos firmes conceptos de la culpa y la moral cristiana, con una homofobia tan interiorizada con el racismo o el machismo. Pero Australia es distinta, es más abierta, más moderna. Siempre habrá gente necia que odie lo que sea distinto. No te digo que si tú y yo vamos ahora mismo a la playa y nos besamos no vaya a haber gente que nos mire mal, pero será un grupo minoritario. Y… Y hay algo también importante, y es que nuestro propio mariscal apoya la homosexualidad. Mi hermano era pareja de su sobrino —dijo esto con una risa llena de tristeza; ambos habían muerto hacía tiempo, uno en combate, el otro en un accidente de tráfico por andar borracho al volante —. Que una vez en un sitio ocurriese algo no significa que vaya a repetirse siempre. Si no, sí que estaríamos jodidos. Hay países donde nos apedrearían por la calle, hay países donde nos impondrían la pena de muerte de forma legal. Lo que le hicieron a Bianca fue una mierda, pero no se ampararon en las leyes, y no es algo que vaya a volver a pasar. No tiene por qué repetirse. Will nunca lo permitiría, y yo tampoco. Así que, Shay, por favor, la próxima vez que tengas un problema, sobre todo si me afecta así, si afecta así a nuestra relación, háblalo conmigo. Porque no quiero perderte, no quiero que se acabe lo que tenemos. Y si realmente quieres romper, tienes que decírmelo directamente, porque yo…

    Estuvo a punto de decirle que él también le quería, pero no encontró el impulso para hacerlo. Quizá le pareció demasiado pronto, quizá había agotado su batería emocional con ese discurso, o quizá el llanto de Shay le oprimía tanto el corazón que no se veía capaz de decir nada más, ni siquiera esas dos simples palabras.

    Así que, en vez de hablar, decidió actuar. Volvió a besarle, esta vez con una mano en su nuca, agarrando con suavidad ese pelo rubio oscuro tan inglés. Le besó con cariño, pero también con pasión, con una nota desesperada, mientras lo abrazaba contra su cuerpo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Bennet —le llamó en un susurro.

    Sonrió al escucharle ronronear contra su cuello y retomó las caricias en su pelo. Tras una larga sesión de besos, cada vez más calmados y con los ojos más secos, habían vuelto a tumbarse abrazados. Gavril no estaba seguro de cómo había podido vivir estos días sin los abrazos de ese muchacho.

    —¿Sabes? Hace un tiempo ya que no cenamos en el helipuerto. Podríamos ir, ver las estrellas… Como antes, cuando aún no salíamos —le propuso, besando su frente.

    Soltó una suave risa al ver cómo los ojos del inglés brillaban ante la idea. Le besó una vez más, luego otra, y finalmente se incorporó, acariciando la cintura, cadera y pierna de Shay mientras le miraba desde su posición elevada.

    Le dio un suave pellizquito en la nariz y luego le hizo unas cosquillas en el cuello, poniéndose finalmente en pie. Estiró la espalda y los brazos y le tendió una mano a Shay para ayudarlo a levantarse.

    —Voy a calzarme —le dijo, dándole un nuevo beso.

    Al llegar a la puerta, se giró, le miró y le guiñó el ojo con una sonrisa. Después, cruzó esos dos pasos que separaban el dormitorio de Shay del suyo propio y se puso las deportivas, acariciando la cabeza de Cerbero. Cogió a Victoria en brazos, apoyándola sobre su pecho, y le ofreció un brazo a Shay cuando estuvo listo.

    El plan era el habitual: coger la cena e ir al helipuerto. Sin embargo, cuando estaban a punto de terminar la primera parte del plan aparecieron los colegas junto a Alicia, corriendo los dos primeros a abrazar a su coleguita, la chica quedándose un poco más apartada mientras veía el panorama.

    —¡¡Coleguita, estás vivo!!

    —¡Creíamos que no íbamos a volver a verte nunca!

    —¡Ay, coleguita! ¿El griego te ha hecho algo?

    —¡Como te haya hecho daño…!

    —Ya vale, ¿no? —resopló Gav, aunque medio sonriendo, intentando rescatar a Shay de entre esos pares de brazos —Lo vais a ahogar al final.

    —¡Vaya! Sí que debe hacer magia el inglés —comentó Alicia —. ¡Plutón ya no da tanto miedo!

    —Perdona, ¿cómo me has llamado?

    —Plutón. Ya sabes, cómo el dios de-

    —¡Ali! —interrumpió Jack al ver cómo el ceño de Gavril volvía a fruncirse —¡Mira, hoy hay espaguetis con albóndigas!

    —¡Ay! ¡Vamos, Jacky, corre! ¡Me voy a poner un plato más alto que tú!

    Ambos se fueron, entonces, entre risas, haciendo una competición de quién se serviría más pasta. Daly se limpió una lagrimita y soltó un suspiro.

    —Mi colega se está enamorando… ¡Voy a ser cuñado!

    —Suena a que las navidades van a ser un auténtico dolor de cabeza —dijo entonces Caroline, haciendo que Daly soltase un grito mientras daba un salto atrás. Cerbero ladró a la vez que esto ocurría y saltó junto a Daly, moviendo la cola como si aquello fuese un juego.

    —¡No me des esos sustos! ¿De dónde diablos has salido, colega?

    —¿De la mesa en la que estaba sentada? —se rio Carol mientras acariciaba al dingo tras las orejas —Me alegra volver a verte, muchacho. Creo que… —se frotó un brazo con una sonrisa triste —Creo que os debo una disculpa.

    —No te preocupes, Carol. Tarde o temprano se habría enterado de lo de Bianca —comentó Gavril, rodeando la cintura de Shay con el brazo libre.

    Caroline abrió la boca como para decir algo más, pero terminó por negar con la cabeza y les sonrió.

    —¡Bueno, bueno! Vamos a comer, ¡que tengo hambre! ¡Coleguita, tengo que contarte muchas cosas que han pasado en tu ausencia!

    —¿Hmn? No, Shay y yo íbamos a cenar en…

    —¡En nuestra mesa! —completó Daly, sin dar lugar a réplica.

    —Pero-

    —Gav, por favor —pidió entonces Carol, mirándole con una súplica divertida y exagerada —. Cenad con nosotros. Necesito algo de cordura en esa mesa.

    Gavril respiró hondo y miró a Shay, quien parecía contento igualmente ante la perspectiva de estar con sus amigos —y qué poco acostumbrado debía estar a esa idea—. Le revolvió el pelo cariñosamente y dejó a Victoria en el suelo, terminando por asentir.

    —Está bien.

    —¡Genial!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    La conversación de la cena había sido realmente agotadora. Los colegas no habían parado de parlotear, y encima Jack y Ali se emocionaban el uno a la otra y aquello terminaba en una charla a gritos. Haze había sido el primero en abandonar la contienda, después de que en un amago demasiado exagerado Jack le tirase un montón de espaguetis a la cara, y le había seguido Eugene, que se había ido después de que Daly le gritase casi al oído cuando se le cayó una albóndiga al suelo —la albóndiga ni llegó a tocar el suelo, Cerbero se encargó de ello con envidiables reflejos—.

    De todas formas, el claro dolor de cabeza con el que Gavril había terminado no le impidió, nada más cruzar la puerta del dormitorio, atrapar la muñeca de Shay y tirar de él para acercárselo y darle un beso que marcaba bastante las intenciones que tenía para el resto de la noche.

    Al separarse, miró al inglés a los ojos, tras lo cual le lamió los labios y volvió a besarle mientras empezaba a quitarle ropa. Para cuando se quiso dar cuenta, estaban desnudos sobre la cama, enlazados en besos y caricias y con la temperatura aumentando exponencialmente.

    —Humn —murmuró Gav de pronto, mirando al suelo. Cuando dio con sus pantalones, alargó una mano (tuvo que apoyarse en el cabecero de la cama para encontrar equilibrio suficiente) y rescató de un bolsillo trasero un par de preservativos que mostró a Shay con una sonrisa que sólo aumentó al ver lo rojo que se ponía el otro —. Son de estos lubricados. He pensado que podrían… ya sabes, venir bien.

    Abrió el primer sobre, dejando el otro sobre la mesilla, y lo dejó a un lado mientras retomaba los besos. En un momento dado, pegó a Shay contra su pecho y giró en la cama, dejándolo sobre él. Se sentó, quedando cara a cara al muchacho, y volvió a besarle mientras dos de sus dedos, que había mojado con el lubricante que su pareja guardaba en la mesilla, se dedicaban a tocar la zona más íntima del joven.

    —Shay —le llamó con la voz algo agitada —, si te hago daño o si notas cualquier molestia… Dímelo al momento, ¿vale? —le pidió, soltándole un mordisquito en la puta de la nariz —Pararemos si es necesario y cambiaremos lo que haya que cambiar. Yo no… no podré disfrutar si tú no disfrutas también.

    Le sonrió, apartándole un par de mechones del rostro, y movió los dedos un poco más antes de decidirse a ponerse el condón. Después, le tomó de la cintura y lo ayudó a alzarse para, poco a poco, empezar a bajar. Le costó bastante, porque su interior estaba tan apretado que lo estaba volviendo loco, pero intentó quedar al tanto de sus reacciones. Terminó gimiendo y jadeando, sobre todo cuando las uñas de Shay se clavaron en su piel, y a punto estuvo de correrse antes de siquiera terminar de entrar en él.

    Lo abrazó, con la respiración hecha un desastre, y mordió su cuello y mandíbula, también sus labios antes de volver a besarle. Se preocupó al ver algunas lágrimas en sus ojos, pero se relajó al ver su sonrisa.

    Le sonrió en respuesta y, después, simplemente dejó de pensar.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —¿Cinthia? —Gavril enarcó una ceja, acercándose después a la periodista —¡Pero bueno! No te veo en cuatro años y, de pronto, no consigo despegarte de mi culo.

    —Es que menudo culo tienes, querido —sonrió ella sin dudar ni un momento a la hora de darle una buena palmada —. ¿Qué tal estás? —preguntó con una risa mientras le saltaba a los brazos.

    Gavril la levantó y dio una buena riendo con ella antes de volver a dejarla en el suelo.

    —Supongo que no puedo quejarme… mucho —arrugó la nariz en un gesto divertido —. ¿Y tú? Espera, no me lo digas. ¿Vienes por las d’Angelo?

    Cinthia se dio un par de golpecitos en la nariz.

    —Voy a la cafetería, ¿me acompañas?

    —Hacia allí iba yo también —reconoció Gav.

    La mujer sonrió y le tomó el brazo, empezando a caminar con el temido Hades por esa base militar de Sidney.

    —Todo está bien, como siempre, y… Pues sí, vengo por las d’Angelo. ¡Australia tiene que conocer a sus nuevas protectoras! —le dio un manotazo suave en el brazo, deteniéndose en medio de un pasillo —¡Oye! ¿Dónde está tu muchacho? Bennet, ese inglés tan adorable.

    —Pues… —se le escapó una sonrisa satisfecha —Está en la cama. De hecho, voy a la cafetería para llevarle algo de comida.

    —¿Está malo, acaso?

    —¿Eh? No, no… Más bien, uh… Algo dolorido.

    Cinthia lo miró con la boca un poco abierta durante unos segundos antes de estallar en carcajadas.

    —¡Gavril!

    —¿Qué? ¡No es culpa mía! —dijo él también entre risas, aunque más comedidas —Yo tampoco he salido indemne. Si me vieses la espalda… ¡Parece que he bailado con un tigre! Pero bueno. Llevo toda la mañana con él, ya sabes…

    —Pues así poco se va a recuperar.

    —¡No, Cinthia! —se quejó él, aunque de nuevo riéndose —No me refiero a eso para nada.

    Y era cierto. Había pasado toda la mañana con él, acariciándole en un abrazo, contándole de forma más reposada cosas que habían ocurrido en estos días pasados. Que si Meredith y Eva habían logrado vencer a un kaiju nivel 3 en la simulación tras semanas intentándolo, que si el gato de la bruja parecía haberse adueñado del despacho del mariscal… Y lo mucho que lo había echado de menos, esto entre besos e incluso alguna cosquilla cariñosa.

    —Sí, seguro… —todavía se rio un poco más antes de retomar la marcha —Lo que me sorprende a mí es verte de pronto con un chico. ¡Y tan joven! ¿Es la crisis de los cuarenta, que te está golpeando con un bate a la salida de una discoteca, o qué?

    —¿Qué pasa? ¿Acaso tener a unos añitos no me permite enamorarme de nuevo o qué? —se burló él, consiguiendo que Cinthia le dirigiese una mirada dulce, con caricia de mejilla incluida y todo.

    —Qué va, Gav. De hecho… Me alegra mucho verte tan feliz. Creía que no volverías a reírte así nunca.

    Gav, en toda respuesta, le besó la sien. La conversación terminó poco después, cuando llegaron a la cafetería, no tanto por el hecho en sí, sino porque ya estaban comiendo allí las italianas junto a los colegas. Eugene se debía haber quedado trabajando en el laboratorio y Haze… La verdad es que a Gavril le importaba una mierda lo que hiciese Haze con su vida.

    —¿Son ellas? —susurró Cinthia, pegándose más al brazo de Gav y señalando con la mirada hacia la mesa más ruidosa de toda la cafetería.

    —En vivo y en directo.

    —Joder, Caroline está muchísimo más buena en directo. O sea… Ya me parecía arrebatadora en las entrevistas, pero…

    —¿Por qué no se lo dices? —sonrió Gav, a lo que Cinthia enarcó las cejas, mirándole.

    —¿Me estás retando, Kasdovassilis?

    Gav se rio entre dientes y la acompañó primero a coger una bandeja con comida, después a la mesa.

    —¡Cinthia George! —exclamaron los colegas a la vez —¡Hola, Cinthia George!

    —¡Hola, chicos! —saludó ella con una gran sonrisa.

    —¿Qué pasa, es que todos en Sídney tienen esta energía desbordante? —se rio Alicia, como si ella fuese un ejemplo de moderación y decoro.

    —El sol nos da alegría. Vosotras deberíais saberlo —contestó Cinthia, guiñándole un ojo antes de mirar a Carol. La piloto miraba a la entrevistadora de arriba abajo sin ningún disimulo y Cinthia correspondió con el mismo repaso —. Es gracioso. Creía que los mejores bombones de Europa se hacían en Bélgica, no es Italia…

    —¿Sí? Porque yo no estoy nada decepcionada con el calor de Australia…

    —Suficiente para mí —interrumpió Gav —. Me vuelvo a la habitación.

    —¿Y el coleguita? —preguntó de pronto Daly —¿Está enfermo?

    —¡Ay, que nuestro coleguita se ha enfermado!

    —¡Iremos a cuidarlo!

    —¡No! Por el amor de todos los dioses, ni se os ocurra —Gavril resopló y se echó el pelo hacia atrás con una mano —. Está bien, ¿vale? Sólo nos apetece pasar tiempo juntos.

    —Es normal, tras tantos días separados —intercedió Ali en su lugar —. Si la persona que me gusta me rehuyese durante cinco días seguidos, yo me volvería loca.

    —Quien se aleje de ti tanto tiempo está loco —sentenció Jack —. De Hades, en cambio… ¡Lo raro es que nadie quiera estar con él!

    —Yo también te quiero, Jack —dijo en tono sarcástico.

    —¡Ay! ¿Has oído, colega? ¡El griego me quiere!

    —¡Yo no sé si es bueno que Plutón te quiera!

    —Que no me llames Plutón, coño.

    —¡Eh, a mi hermana no le hables así!

    —¡Ya, basta! Os dejo con Cinthia George para que os conozcáis mejor y me voy antes de terminar atrapado en una nueva y horrible espiral de conversación de besugos. Que aproveche la comida y buenas tardes.

    —¡Qué carácter! —sonrió Carol.

    —Ya era así en la uni…

    —Uy. No me digas, Cinthia George —sonrió al decir el nombre completo —que conoces a Gav desde la universidad. Seguro que tienes buenas anécdotas sobre él…

    —Así es. Pero quizá sea mejor contarlas algo más tarde, ¿quizá a solas y con una botella de vino?

    —Me encanta el plan…

    —Jacky… Siento que mi propia hermana ha olvidado que estoy justo delante de ella.

    —¡Alicia!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuando Gavril volvió a entrar en la habitación, fue con dos bandejas en las manos, lo cual provocó una estampa curiosa cuando le tocó abrir la puerta. Tuvo que apoyar una bandeja en su antebrazo y pecho, haciendo equilibrios para poder mover el pomo.

    Dejó la comida sobre el escritorio, liberándose así para poder acercarse a la cama. Le quitó a Shay el móvil con el que andaba trasteando y acalló sus quejas con una nueva sesión de besos que terminó en un par de mordisquitos cariñosos, uno en el labio inferior, el otro en la garganta.

    Contempló su cuerpo, tan joven y delgado, tan blanco, ahora cubierto de marcas entre rojizas y amoratadas que mostraban los labios, dientes o incluso dedos de Gavril, y le quitó la sábana, dejándolo totalmente desnudo, para mordisquearle ahora los muslos, buscando sobre todo haciéndole reír.

    Se sentó, haciéndole apoyar un pie en su hombro, y se dedicó entonces a besarle y llenarle de mordisquitos el otro, subiendo por su pierna hasta la rodilla mientras su mano acariciaba el muslo del chico. Al terminar el recorrido, le miró con una sonrisa y alargó una mano para acariciarle la mejilla, gesto que le obligó a inclinarse sobre él, entre sus piernas, posición que pareció gustarle porque terminó por apoyarse en su vientre con todo el cuidado de no aplastarle.

    —¿Cómo vas? ¿Te has levantado bien o aún te molesta? —le preguntó, dándole un nuevo besito en los labios —No puedo ser más suave de como fui anoche, pero si te vas a sentir así por las mañanas… No sé, igual tenemos que pensar en alguna solución.

    Suspiró y se volvió a poner en pie, yendo a por las bandejas de comida.

    —Por favor, no andes haciendo mezclas raras con la comida —le pidió mientras se volvía a sentar en la cama, esta vez frente a él, con la espalda contra la pared, en la parte de los pies —. Acabo de encontrarme con Cinthia, la que nos hará la entrevista en algún momento. Parece ser que quería conocer en persona a las d’Angelo… Oh, y los colegas preguntan por ti. Si luego te encuentras mejor, deberías ir a verles, antes de que se les meta alguna idea rara en la cabeza y decidan echar la puerta abajo para comprobar que estés bien —bromeó, aunque luego se puso un poco más serio —. Y, hmn… He pensado que, quizá, deberíamos hacer pronto un nuevo ensayo de Deriva. De hecho, deberíamos hacer una simulación de combate. Contra un kaiju nivel 1, ya que será tu primer intento, pero si de verdad vamos a luchar, tendremos que aprender juntos. Aunque… si fuese por mí, no lucharíamos. No por mí, sólo… no quiero que te pase nada —le miró a los ojos, bajando el plato de comida —. Y cuidaré que no te pase nada.
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