|| Pu(n)to ciego ||

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    Megacles {Flam}
    SPOILER (click to view)
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    Nombre: Megacles (Μεγακλῆς)
    Edad: 47 años
    Ciudad de origen: Atenas
    Estado civil: exiliado y divorciado
    Orientación sexual: bisexual
    Ocupación: mercenario a sueldo

    Son ya dos años desde el escándalo que le marcaría de por vida, pero el nombre de Megacles todavía resuena con fuerza por todo el Ática. Ha pasado de ser uno de los polemarcas atenienses más prósperos a, prácticamente, vivir de las limosnas de la gente. Lejos quedan los lujos de Atenas (simposios, fiestas, banquetes en su honor...), ahora da las gracias a Apolo por cada plato caliente que se lleva a la boca.

    Pero, empecemos por el principio.
    La familia de Megacles tiene una profunda herencia militar, siendo su padre —y su abuelo antes que él— importantes generales del ejército. Defendieron el pueblo griego de invasores tan terribles como los persas, dieron buena cuenta también a los bárbaros y piratas que llegaron por el mar y, en los últimos años, defendieron los intereses de Atenas contra los espartanos. Fue en una de las tantísimas intentonas de Esparta de invadir los muros de Atenas donde falleció el general Teomestros. Su hijo, Megacles, fue ascendido de inmediato para ocupar su lugar, ganándose el odio de otros militares que doblaban su edad y se creían merecedores de aquel puesto. Por suerte, Megacles pudo demostrar, y muy pronto, que el cargo no le iba grande a pesar de su juventud. Empezó por pequeñas batallas que se fueron convirtiendo en conquistas de mayor o menor importancia, garantizando algo más de terreno para Atenas.

    Los recelos quedaron atrás y dijeron aquellos militares que los pasos de Megacles los guiaba la mismísima Atenea, pero Megacles sospechaba que fuera Afrodita, porque nunca olvidaría el día que conoció a Filiso, general espartano. Hasta entonces estaba seguro de que sólo tenía ojos para Ifianasa, su esposa, pero quizá su ausencia por tanto tiempo —larguísimas eran las campañas lejos de Atenas— le hiciera mirar a los hombres de otra manera, o quizá siempre había tenido aquella forma de mirarlos... la verdad, nunca pensó demasiado en eso. El caso es que, como a cualquier militar enemigo de cierto rango, mandaron capturar a Filiso para, tras las debidas torturas y humillaciones, sacar toda información posible.
    Megacles estaba tan seguro de que su destino lo marcaba Afrodita porque no sólo liberó al prisionero, sino que le ayudó a escapar y cuando Filiso, al despedirse entre los matorrales, le pidió volver a verse, asintió sin ninguna duda.
    Comenzó entonces una relación teñida de romance desde el primer encuentro, «si los olivos del camino pudieran hablar contarían historias tan interesantes», solía pensar Megacles al ir o venir de aquellas citas prohibidas donde se entregaba a los brazos del supuesto enemigo.

    No fueron pocas las veces en las que los hombres de uno tuvieron que enfrentarse a los del otro y, aunque habían bajas, nunca se llevaban los capitanes más de un corte. Lo más curioso del asunto es que se lamían las heridas la misma noche del enfrentamiento, comentando entre risas las decisiones tomadas en la batalla. Era una rutina tan extraña como agradable. Y puede que ni Megacles ni Filiso tuvieran el seso de los filósofos, pero sabían bien que aquello podría durar toda la vida, incluso estando ambos casados (les gustaba comparar a sus esposas, y si una tenía un carácter de mil demonios, la otra resolvía los problemas sandalia en mano): hasta llegaron a pensar en abandonar la vida militar para buscar su propio camino lejos de Atenas, lejos de Esparta. Filiso propuso echarse a la mar, convencido de que podrían hacerse con un buen barco si ahorraban lo suficiente y sabiendo que Megacles nunca podría negarle nada. De pedírselo, sabía que Megacles le entregaría la vida, pero Filiso prefería sus besos; siempre había tenido alma de ladrón y disfrutaba de robarle alguno cuando le pillaba con la guardia baja.

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    El ascenso de Megacles a polemarca fue recibido como un regalo de los dioses, por cada campaña que realizara recibiría más del doble de dracmas, que dedicaba casi enteramente al ahorro. Ifianasa fardaba en Atenas de lo previsor que era su marido con los gastos, aunque aquello le diera más de un quebradero de cabeza para mantener a los hijos y tampoco pudiera ni sospechar el verdadero motivo por el que Megacles no derrochaba ni una sola moneda.
    Fue la mejor época de Megacles como militar, se le reconocía como un héroe en Atenas y se le temía en Esparta (a excepción de un solo capitán, que tenía una opinión bien distinta de él). Los poetas dedicaban versos a su habilidad con espada y escudo, y los dramaturgos se atrevían a escribir pequeñas obras que ensalzaban las virtudes del militar ateniense, poniendo a Megacles como ejemplo.

    La burbuja en la que vivían estalló un día cualquiera, sin que ni una sola señal de alarma les advirtiera. Los dioses debían estar despistados aquella tarde, o a lo mejor fuera el castigo que merecían por encamarse con el enemigo de sus respectivas naciones. Fuera lo que fuera, se descubrió en la tienda de Filiso un guantelete con telas azules y adornos propios de Atenas. Se tuvo que hurgar en sus posesiones más íntimas para descubrir una serie de objetos que poco o nada tenían que ver con Esparta: hojas secas de olivo, papiros con lo que parecían palabras de amor y, lo más preocupante, el anillo que actuaba como firma y sello de cierto polemarca ateniense.
    Para explicar por qué Filiso tenía tantas cosas en su poder había que volver a su alma de ladrón. Su propio instinto le decía que robara algunas de las posesiones de Megacles sin que éste se diera cuenta, y se mostraba de lo más orgulloso de haberlo conseguido o, cuando Megacles le pillaba, aceptaba con el mismo orgullo el castigo (un castigo demasiado parecido a un premio como para poder considerarlo un castigo).

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    Para cuando la noticia llegó a Atenas, Filiso había sido sentenciado a muerte como traidor de Esparta. Y que Megacles fuera a recoger su cuerpo sólo confirmaba la naturaleza de la relación entre los dos hombres, se confirmó como algo más que un capricho cuando sus lágrimas inundaron el funeral al que sólo él asistió. Decían los hombres que su general había llorado tanto que a Caronte ni le haría falta la barca. Si aquello fue real o una exageración no importaba.

    Sus antiguos logros consiguieron librarle de la pena de muerte, en su lugar, a Megacles le esperaba un juicio de ostracismo a su vuelta a Atenas, fue mera formalidad, su resultado se sabía incluso antes de las votaciones (puede que sólo a unos pocos no les hiciera gracia que Megacles suspirara el nombre de otro hombre y no el de una mujer, pero a ninguno le gustó que ese hombre fuera capitán espartano). Se le declaró enemigo de Atenas y un peligro para la democracia al haber confabulado con el enemigo.
    Realmente, hizo «otras cosas» con el enemigo, pero un juicio donde su familia estaba presente no era el lugar para proclamarlas a los cuatro vientos. De esto se encargaron los poetas y dramaturgos que, no hacía mucho, comparaban a Megacles con antiguos héroes. Se escribieron comedias y tragedias de su vida, y tampoco faltaron las sátiras que siguen siendo tan populares.

    El divorcio no tomó por sorpresa a nadie, y eso que Ifianasa no esperó a que su padre hablara por ella. Ella solita presentó su propuesta y fue aceptaba por mayoría, si bien Megacles fue considerado un traidor, su mujer pasó a ser la heroína de una tragedia. No le faltaron los candidatos a esposo, quién sabe si seducidos por los arrestos de la mujer o por la fortuna en dracmas que dejaba Megacles en Atenas, todo a disposición de su mujer e hijos.

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    Actualmente, y tras unos años lejos de Atenas, Megacles ha puesto su espada al servicio del mejor postor. No le interesa amasar una gran fortuna, tampoco disfruta matando, pero tiene que comer y de esta forma consigue dinero muy rápido y casi a diario.

    Acepta trabajos por aquí y por allá, y es tan bueno en ello (dudoso honor el de segar vidas) que se ha ido creando una cierta fama y reconocimiento. Tiene que admitir que esto es más cómodo: el cliente se acerca a él y pregunta, con miedo y cautela, cuánto debe pagarle para que acabe con algún objetivo. Lo prefiere antes que ir él mendigando de puerta en puerta; los restos de su dignidad agradecen ahorrarse tal bochorno.
    Puede que no lleve su antiguo uniforme —de hecho, no recuerda la última vez que se colocó la armadura entera—, pero se le reconoce fácilmente por el llamativo anillo que lleva en su anular, dedo propio a los hombres casados y anillo digno a un polemarca.



    Algunos gustos:
    -Las aceitunas. No es raro que se desvíe del camino para robar algunas.
    -Visitar los Santuarios, siente que en suelo sagrado nadie podrá juzgarle o, por lo menos, ningún mortal.
    -Seguir siendo diestro con la espada, aunque también sabe manejarse con la lanza y el arco.


    Unos cuantos disgustos:
    -La política.
    -Ese aire elitista que se respira en Atenas, casi se alegra de no poder volver.
    -El mar le recuerda a una felicidad imposible junto a Filiso. Ni hablemos de los barcos.


    Y un poco de información extra:
    -En su larga lista de apodos se incluyen joyitas como: traga-espadas, lanza desviada y roba-maridos. Otros no tan elegantes son La deshonra de Atenas o La zorra de Esparta.
    -Conoce tácticas de guerra espartanas, desde su estilo de lucha hasta el cifrado de los mensajes entre generales. Es capaz de interceptar muchas de las comunicaciones.
    -Decían, él y Filiso, que su árbol era el olivo. Un tronco que se dividía y retorcía sólo para poder abrazarse eternamente.
    -Guarda su antigua armadura militar en un lugar secreto (a semejanza del tesoro de un pirata), bien resguardada en cierta cueva.
    -Lleva la espada de Filiso. No quiere otra arma y morirá antes que entregarle la hoja a nadie.
    -Tiene cinco hijos, todos viven en Atenas y se posicionaron a favor del ostracismo.
    -Ha cumplido dos de los diez años que debe cumplir como exiliado de Atenas aunque, a estas alturas, duda que vuelva a la ciudad. Ifianasa se ha vuelto a casar y sabe que hace tiempo que ha perdido el amor de sus hijos.
    -Aún posee el cuerpo fuerte y robusto de los guerreros; mide 1'83m y pesa algo más de 80kg.
    -Siguiendo con su aspecto físico, su pelo oscuro y sus ojos claros crean una mezcla irresistible para muchos.

    Apariencia:

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    I - II - III




    * Armadura de polemarca (a la izquierda)


    Khnum {Ban}
    SPOILER (click to view)
    Nombre: Khnum (x), hijo de Hipólito de Argos.
    Apodos: Egipcio.
    Edad: 27 años.
    Lugar de origen: Menfis.
    Residencia actual: ---
    Ocupación: Antes escriba, ahora se podría considerar un aedo.

    Hipólito de Argos había llegado a Menfis con la sencilla misión de comerciar y regresar a su tierra natal. No contaba, claro, con enamorarse perdidamente de una egipcia, con la que se casaría y acabaría teniendo dos hijos, el mayor Khnum Adonis y la menor Achly Hathor —fue un acuerdo que los dos niños tuviesen un nombre egipcio y uno griego para satisfacer a ambos progenitores—.

    Menfis era una ciudad triplemente milenaria y había sido capital de Egipto durante gran parte de su historia. Ahora, más o menos un siglo antes de que Alejandro Magno se lanzase a la conquista el mundo conocido, estaba en decadencia, pero seguía siendo admirada y considerada como parte fundamental del imperio.

    En ella había grandes e importantes templos, tierras fértiles y testimonios de piedra de eras lejanas, como las cercanas pirámides de Guiza y otras necrópolis imponentes.

    Para bien o para mal, Khnum no tuvo mucho tiempo para dedicarse a corretear por las calles de su ciudad natal, y es que su padre tenía muy claro lo que quería para su primogénito: un trabajo estable y de gran prestigio social. Así, ser escriba le proporcionaría al joven Khnum una llave para prácticamente todas las puertas de la burocracia estatal.

    La formación de un escriba, realizada entre los cinco y los diecisiete años, era indudablemente concienzuda. Egipto dominaba tres escrituras diferentes —la hierática, la demótica y la sagrada, es decir, la jeroglífica—, por lo que los estudiantes debían aprender los tres sistemas y manejarlos con gran precisión, pudiendo reproducir al dictado cualquier texto sin el más mínimo error o vacilación.

    A la gramática, la ortografía y las matemáticas se añadían materias necesarias por el carácter figurativo de la escritura egipcia, es decir, el dibujo y la pintura. También aprendían lenguas extranjeras —era imprescindible conocer el acadio y, por tanto, la escritura cuneiforme—, debido a que las fronteras de Egipto lindaban con pueblos de diversos troncos lingüísticos.

    Natación, equitación, tiro con arco y autodefensa, por extraño que pudiesen parecer, eran tomadas también muy en serio; para mantener una mente sana hay que mantener un cuerpo sano, decían algunos expertos, así que el ejercicio físico entraba en la agenda de las escuelas, igual que una férrea educación sobre el comportamiento.

    La educación en la escuela era dura, pero para Khnum no había descanso al llegar a casa. Hipólito le obligaba no sólo a repetir la lección aprendida, sino a traducirla al griego y a escribirla en el alfabeto de la Hélade; además, le enseñaba los modales y la cultura de su tierra, esperando así que su hijo tuviese perfecta constancia de los dos mundos, tan distintos, de la Grecia y el Egipto.

    Los niveles de exigencia a los que Khnum estaba sometido eran astronómicos. Daba todo de sí por ser un alumno aventajado tanto fuera como dentro de casa, llegando a deformarse sus dedos de sostener los instrumentos del escriba.

    Las ampollas crecían, sangraban, se curaban y volvían a crecer una y otra vez, por lo que siempre tenía vendas en las manos, aunque no eran las únicas marcas: las cicatrices en sus hombros y muslos eran la dura prueba de los castigos físicos aplicados en la escuela a fin de conseguir la perfección más absoluta.

    La perfección más absoluta. Sí, eso era a lo que aspiraba Khnum en un deseo constante de satisfacer a su padre, un deseo que pareció agravarse cuando su madre enfermó e Hipólito empezó a consumirse al mismo ritmo que su esposa, bajándose sus hombros y hundiéndose sus pómulos.

    Irónicamente, a medida que Hipólito iba aislándose del mundo y despreocupándose de su casa y familia, Khnum y su hermana parecían esforzarse cada vez más por cumplir unas expectativas irreales. Ambos practicaban sus artes —Achly la danza y el canto, principalmente, y Khnum la escritura— hasta que los calambres no les permitían seguir; incluso durante un tiempo consiguieron algo de dinero, cantando Achly canciones que le había escrito su hermano.

    Si semejante situación fue soportable fue gracias a Imhotep. Amigo de Khnum desde el primer día en la escuela, habían acabado trabajando codo con codo en la administración de un templo, lo que garantizaba no sólo la continuidad de una amistad fuerte y asentada, sino momentos de tranquilidad y descanso para el mestizo.

    Juntos comían y descansaban, hablando de todo y de nada, riéndose y jugando. Compartían anécdotas, cotilleos, comida e incluso los instrumentos, en caso de necesidad, y su amistad y complicidad les llevó incluso a medio adoptar un gato callejero: cada día le llevaron restos de pescado y mil caricias, al menos hasta que el gato fue muerto por unos perros. Aquella fue la primera vez que Khnum, que por entonces tenía diez años, se aferró a Imhotep y lloró contra su hombro.

    Esta escena se repitió doce años después. Su madre había, finalmente, fallecido, y una vez su padre y su hermana dormían, Khnum huyó de casa por la noche y fue hasta la de Imhotep, buscando consuelo en su abrazo.

    Aquella noche, Khnum había perdido a su madre y sabía que eso significaba que había perdido también a su padre. Lo que no esperaba era perder también a su mejor amigo. Quizá fuese el dolor, quizá fuese la copa de vino que habían compartido, quizá fuese que llevaba muchos años reprimiendo aquellos sentimientos o quizá fue por todo junto, su corazón explotó y sus labios buscaron desesperadamente los de Imhotep, sin importarle que hubiese otras personas alrededor —en este caso, los hermanos de su amigo—.

    El empujón le pilló por sorpresa, el puñetazo le quitó la ebriedad y lo llenó de miedo. Al luto se sumó el rechazo, y con la nariz sangrando, consiguió ponerse en pie y salir corriendo, teniendo en claro únicamente que esa noche marcaría un antes y un después en su vida.

    Su desdicha continuó sin darle tiempo a reponerse. Su padre no podía aportar ganancias a la casa y su hermana Achly se estaba cansando de desvivirse sin obtener resultados; sin madre, sin marido, ahora sin padre, sus posibilidades se iban cerrando y sentía que se ahogaba en esa asfixiante situación.

    Khnum tuvo entonces el que sería uno de sus últimos grandes actos altruistas, dándole a su hermana dinero suficiente para irse a la Hélade, donde podría vivir su propia vida. Se fundieron en un fuerte abrazo en el puerto fluvial, se besaron cariñosamente y sacudieron las manos en una despedida que se alargó incluso después de que el barco se hubiese alejado demasiado de la ciudad.

    Y todavía despidiéndose de su hermana, Khnum sufrió su primer desvanecimiento.

    Llevaba un tiempo sufriendo dolores de cabeza, pero el médico aseguraba que se trataba de estrés y sobreesfuerzo. Llevar una casa con una moribunda y un hombre hundido, mantener su trabajo como escriba, velar por su hermana, todo aquello debía estar generándole mucho estrés.

    Al trabajo también se atribuyó que cada vez le costase enfocar más; muchos escribas parecían ir perdiendo vista de tanto forzar los ojos y eso, a su vez, agravaba los dolores de cabeza. Pero el desmayo pilló a todos por sorpresa.

    Estando en cama fue cuando más solo se sintió. Su padre parecía una sombra que vagaba por la casa, su hermana se había ido y no tenía la sonrisa amable de Imhotep. «Un día, tú también huirás de Menfis», le había dicho Achly mientras se apretaban el uno al otro en el puerto. «Cuando eso ocurra, ven a verme.»

    Pero ¿cómo iba a abandonar a su padre en ese estado? ¿Y qué pasaba con su trabajo en el templo? ¿Acaso en la Hélade habría médicos tan competentes como los que conseguían aliviarle los dolores según las enseñanzas de Thot? Eran demasiadas preguntas sin respuesta, demasiados miedos para un joven que había vivido siempre por y para complacer a su padre y a sus maestros.

    Tendría que esperar a que sucediese el gran incidente para decidirse a salir de la ciudad.

    Nunca nadie habló de cómo había ocurrido, exactamente. No hubo testigos que pudiesen explicar lo sucedido. Lo único que quedaba claro es que Khnum se recuperaba de una de sus crisis cuando se le acercaron tres compañeros con los que Imhotep había estado juntándose desde su ruptura con el que había sido su mejor amigo, refiriéndose a él como «griego» y «degenerado» en términos muy poco amistosos.

    Khnum consiguió llegar a casa tiempo después de la puesta de sol, con la ropa tan rota como la piel. Su padre levantó la vista, parpadeó con un brillo de alarma… y volvió a bajar los ojos. Y el escriba simplemente se metió en un barril lleno de agua, con la esperanza de retirar de su piel no sólo la sangre, la arena, el sudor… sino también la sensación de esas manos y bocas hiriendo su cuerpo.

    Cuando a la mañana siguiente Imhotep se presentó en la puerta de su casa, el rostro plagado de temor y arrepentimientos, no encontró ni rastro de Khnum. Hipólito yacía en la cama, con una expresión calmada y el vientre inmóvil. Restos de vino en su boca podrían haber contenido trazas de veneno, y sobre sus ojos y en su lengua había un total de tres monedas de plata.

    Sin dinero para una embarcación, Khnum tuvo que salir de Menfis caminando. Sus heridas aún sin curar le obligaron a ir despacio, deteniéndose en cada población por la que pasaba en busca de un trabajo. Claro que nadie quería a un escriba al que cada vez le costaba más enfocar la vista.

    Tardó tres años en reunir suficiente dinero para conseguir un pasaje a Creta, y lo consiguió de la misma forma que había sobrevivido tiempo atrás: componiendo canciones que contaban historias fantasiosas.

    Para cuando pisó la tierra de su padre, su visión era prácticamente nula. Apenas pudo contemplar las azules aguas, ver las verdes llanuras, admirar las grandes construcciones, antes de que sus ojos se apagasen y su vida se sumiese en una perpetua oscuridad.

    Dos años después, sigue sin encontrar a su hermana. Ya no está muy seguro de si lo conseguirá algún día, por lo que se centra simplemente en sobrevivir un día más, consiguiendo comida para pasar el día y refugio para pasar la noche, recorriendo los agrestes paisajes de la Hélade con un bastón en la mano y una venda sobre los ojos.

    Ya qué más da. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿No?

    Normas básicas para tratar con él:
    —No hacer referencia a su origen griego. Reniega totalmente de él, incluso omite siempre su segundo nombre. Prefiere ser tratado como un extranjero antes que ser llamado aqueo. Ser griego nunca le ha traído nada bueno, después de todo.

    —No tocarle. No soporta que le toquen salvo que sea extremadamente imprescindible, e incluso en esos casos se tensa y cuenta los segundos para volver a quedar libre. Sólo admite el toque de Astilo, un niño griego al que tiene de lazarillo.

    —No burlarse de su acento, de sus costumbres o de sus dioses. Sí admite chistes sobre su ceguera, él mismo los hace. Tomárselo con humor, aunque sea uno oscuro y sarcástico, le ayuda a sobrellevarlo.

    —No infravalorarle. Ser ciego no le impide ser funcional. Su oído, su olfato y su tacto se han desarrollado mucho en este tiempo, por lo que puede desenvolverse bastante bien por su cuenta y no tiene miedo de luchar si es necesario. Además, sigue pudiendo escribir, aunque no dibujar, claro.

    —Nada de darle órdenes. Ahora que no vive bajo el yugo de su padre ni de la escuela, no soporta la idea de volver a sentirse sometido a los deseos de otros. Simplemente, no puede.

    Datos importantes:
    —Con el tiempo se ha amargado y ha ido desarrollando una mala hostia considerable. Insultar es algo que se le da bien, lo hace incluso improvisando canciones a veces realmente hirientes, y tampoco dudará en golpear. Definitivamente, meterse con él es entrar en una zona pantanosa.

    —No duda en decir que las frutas nacidas del Nilo son mil veces más dulces y exquisitas que las griegas, pero eh, nunca le dirá que no a una buena manzana, a un higo maduro o a un racimo de uvas.

    —Tardó seis meses en dejar de vestir a la egipcia para adoptar el himation griego. De todas formas, si tiene la ocasión de acudir a un evento formal, se pondrá el faldellín de los escribas egipcios y se adornará como hacía en su Menfis natal.

    —No le gusta destaparse los ojos. Llevar la venda o no es algo que no cambiará vivir entre sombras, pero no le gusta la idea de que la gente los vea. Heredó los ojos grises de su padre, en vez de los ojos almendrados que cuadrarían más con su piel oscura y su pelo negro, y siempre han sido una cualidad muy destacada de su físico. Ahora, en fin, los odia tanto como su origen aqueo.

    —Muestra un desagrado profundo ante la idea de las relaciones entre hombres, incluso si él sabe que jamás podrá sentirse atraído por una mujer. Prefiere estar solo a repetir lo de Imhotep.

    Apariencia física:

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    Referencia de colores (X)
    De adolescente (X)
    El escriba en Egipto (X) (20 páginas)



    || Pu(n)to ciego ||



    —¿Podemos parar? —se quejó Astilo. Su voz demostraba que realmente estaba cansado y que, además, eso le estaba poniendo de mal humor.

    Khnum torció el morro y giró la cabeza hacia su izquierda, donde estaba el lazarillo.

    —No —dijo con cierta contundencia. Él también estaba cansado y no le apetecía discutir —. No nos queda mucho para llegar.

    Dio por terminada la conversación y siguió caminando. El viento que soplaba y movía las hojas de los árboles estaba siendo cada vez más frío y los rayos del sol prácticamente no le proporcionaban ya ningún calor; no hacía falta ser un experto para saber que se estaba haciendo de noche. Y por la noche los caminos se volvían incluso más peligrosos.

    Tomó entonces uno de los extremos del quitón, que por ahora habían estado colgando sobre la falda, doblados por el cinturón, debido al calor del día, y lo alzó hasta la altura del hombro. Había dejado la fíbula engarzada, por lo que sólo tuvo que pasar el brazo por el hueco para, así, protegerse un poco más del aire.

    —¡Eres un amo horrible! —volvió a la carga Astilo.

    El egipcio dejó de escuchar los pasos del chiquillo, así que se detuvo y se giró un poco, sin estar del todo seguro dónde estaba en esos momentos. Con la cabeza algo inclinada hacia un lado, apretó un poco los labios.

    —Si eso piensas, eres libre de irte —le dijo con el ceño fruncido, gesto que de todas formas no podía verse bien al quedar la parte superior de su rostro cubierta con una tela —. Te deseo mucha suerte encontrando a un amo que no te golpee, que no te toque de formas indebidas y que se preocupe de darte comida y techo cada noche. Un placer conocerte.

    Dicho esto, volvió a caminar. Las piedras del sendero se clavaban en sus pies desnudos y le hacían daño, pero no podían detenerse. Por eso, aunque no lo expresó, agradeció volver a escuchar los pasos de Astilo a su lado.

    El resto del trayecto fue en total silencio, hasta que llegaron ante las puertas de la muralla y el muchacho le llamó en voz baja. Khnum extendió su mano y pronto sintió los dedos de Astilo tomársela. Se dejó guiar así, tanteando con su bastón y respondiendo a los sutiles apretones o tirones de Astilo.

    Por eso, cuando el dedo gordo de su pie derecho golpeó un pequeño murete, soltó una larga maldición que sólo otro egipcio podría haber entendido. Tiró entonces de Astilo, que se estaba conteniendo la risa, y lo tomó de un hombro con la mano del cayado, midiendo así las distancias para darle una colleja que hizo que el chico se quejase y se alejase, seguramente para frotarse la cabeza.

    —¡No aguantas ni una broma! —se quejó el lazarillo.

    —¡Broma la que te voy a dar con el bastón como vuelvas a hacer eso! —amenazó Khnum, alzando el cayado.

    Sin embargo, al momento lo volvió a bajar al suelo y respiró hondo, esperando a que Astilo le tomase la mano de nuevo para continuar en busca de un sitio donde pasar la noche. No bien habían dado dos pasos, Khnum escuchó a alguien acercarse a ellos a gran velocidad. Se giró en esa dirección, pero no le dio tiempo a apartarse cuando una mano lo empujó hacia un lado, haciéndole caer al suelo de culo.

    —¡Puto ciego de mierda! ¡Quita de mi camino! —le gritó un hombre que claramente había bebido unas copas de más.

    Khnum no dijo nada, se quedó quieto donde estaba mientras le oía alejarse echando pestes sobre los ciegos y otras personas con defectos físicos. Escuchó también algún murmullo a su alrededor, incluso la risita de una mujer, pero nada más.

    Decepcionado, aunque en lo absoluto sorprendido de que nadie le defendiese o, al menos, ayudase, agradeció en un susurro cuando Astilo se agachó frente a él para tomarle las manos y ayudarle a levantarse.

    —Te has hecho raspones en los brazos —dijo el muchacho.

    Por toda respuesta, el egipcio se recolocó el quitón y aceptó el cayado que Astilo le había rozado contra los dedos. Le tomó de nuevo la mano y giró la cabeza en la dirección que estaban siguiendo antes de la interrupción.

    —Vamos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Con mucho cuidado, apartó de encima suyo el brazo de Astilo, quien se había agarrado a él en algún punto de la noche. Se puso de rodillas y tanteó con las manos hasta encontrar la pared y de ahí no tuvo problemas en llegar a sus escasos enseres personales, apenas una bolsa que se ataba al cinturón para llevar algún objeto pequeño.

    Khnum la abrió y sacó con cuidado la fíbula metálica. Prefería no dormir con ella simplemente por si acaso, no le gustaría despertarse por haberse pinchado accidentalmente durante el sueño. Con un suspiro, acarició las formas; este broche representaba un escarabajo, y sabía que tenía hermosos tonos azules, verdes y rojos porque había pertenecido a su padre, siendo un regalo de su madre.

    Abrió los ojos, como si eso fuese a cambiar algo, y se vistió, colocándose la ropa con cuidado. Para ello, sujetó la fíbula con los labios mientras, con las manos, tomaba dos puntas del quitón y las alzaba hasta el hombro. Una vez logrado esto, pasó los dedos por el lino hasta que dio con una pequeña costura que señalaba dónde iba la fíbula.

    La enganchó y pasó las manos a su cinturón, también traído de Egipto, que se había aflojado para dormir, simplemente procurando que sujetase lo mínimo la ropa sobre su cuerpo. Ahora lo ajustó más, dejando que los pliegues del quitón lo cubriesen.

    No pudo entonces evitar acariciar el hombro que quedaba desnudo. Pese a que habían pasado años desde que la última de aquellas heridas se cerró, las cicatrices seguían marcándose sobre su piel en un tono algo más blanquecino, latigazos que al tacto eran algo más rugosos que el resto de la piel.

    No quiso detenerse a pensar en el pasado y, en su lugar, prefirió tomar la última prenda, un largo rectángulo de tela que también había metido en la bolsa, y atársela sobre el rostro, ocultando así sus ojos inútiles. Ajustó los pliegues para que no le molestasen ni en la nariz ni en las orejas y tocó ahora sus alrededores hasta que dio con el cayado. Ahora sí, pudo ponerse en pie y, con una mano acariciando la pared y la otra manejando el bastón, alejarse de allí.

    Habían pasado la noche en un albergue de los muchos que había por toda la Hélade. Eran edificios sencillos que daban cobijo a los viajeros durante la noche o cuando llovía. Había algunas zonas separadas por cortinas, pero realmente no existían habitaciones como tales: la gente buscaba un hueco y se acomodaba allí para descansar.

    Iba contando los pasos —los había memorizado la noche anterior—, y de esa forma pudo llegar sin tropiezos hasta un río. Con cuidado, se arrodilló allí y se inclinó sobre el agua para limpiarse las manos y los brazos. Chasqueó la lengua al sentir el ligero ardor de una herida reciente, los arañazos que se había hecho la noche anterior al caer, y terminó por negar con la cabeza y meterse por completo en el agua.

    Aprovechó entonces para frotar la ropa, quitándole el polvo del camino y el sudor, y al salir la escurrió bien con las manos. De todas formas, el sol ya empezaba a caer con fuerza y en poco tiempo estaría totalmente seco.

    Escuchó pasos acercándose, así que inclinó la cabeza un poco en esa dirección mientras se apoyaba en el cayado con ambas manos.

    —Tengo hambre.

    —Buenos días a ti también —gruñó Khnum.

    —Buenos días. ¿Comemos algo o qué?

    —¿Vas a hacer algo que no sea quejarte y exigir?

    —Veo que hoy te has levantado de buen humor —murmuró Astilo.

    —Mucho. Y si sigues así, no harás más que mejorarlo —se lamió los labios y estiró un brazo hacia el frente —. Venga, vamos a buscar dónde conseguir comida, a ver si al menos mientras comes te quedas calladito un rato.

    Astilo intentó contener la risa, pero se le acabó escapando un bufido divertido. Después, sus manitas agarraron el brazo de Khnum y empezaron a tirar de él de vuelta a la ciudad.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Tenía una resaca importante de la noche anterior. Se había escapado de casa hacía casi una semana tras una fortísima pelea con su madre —ella quería que entrase al negocio familiar, él tenía otras ambiciones— y había llegado a la vecina Orneas, donde pronto se había enredado en una fiesta en la que corría el vino en cantidades generosas con sólo una mezcla de un tercio de agua.

    Lo cierto es que no recordaba mucho de lo que había pasado tras la segunda copa, pero se había despertado hacía apenas una media hora y lo único que quería era algo que comer.

    Y, bueno, saber por qué ese hombre le estaba siguiendo.

    Al principio había pensado que eran imaginaciones suyas, pero entonces se dio cuenta de que no, aquel hombre de mirada imponente le estaba siguiendo, y algo le decía que lo había enviado su madre. Menuda era esa mujer cuando se ponía de malas.

    Así que, al final, se echó a correr. Por mucho que le doliese la cabeza, más le dolía la idea de tener que pasarse el resto de su vida entre tripas de animales, haciendo embutidos, así que tenía, al menos, que intentar escapar.

    Dio un giro brusco y se arrepintió al momento, no sólo por la arcada que le provocó ese mareo, sino porque vio en la calle a un corro de niños con un par de mujeres cuidándolos, escuchando atentamente la historia que cantaba un ciego. Y ese hombre, con la piel oscura y el rostro cubierto, le sonaba ligeramente.

    No pudo reconocerlo como el hombre al que había empujado e insultado la noche anterior, tampoco le dio la cabeza para ver que uno de los niños le murmuraba algo al ciego. Lo que sí vio, y con dolorosa claridad, fue cómo el ciego agarraba su cayado y lo levantaba.

    Aun así, no se esperó el golpe, quizá porque realmente pensaba que un ciego no podría atinar con semejante precisión. Aun así, recibió el bastonazo en pleno vientre, y lo recibió con tal fuerza que cayó hacia atrás, quedando en el suelo.

    Levantarse no fue una opción, no cuando uno de los pies descalzos del ciego se clavó en su pecho de manera inmisericorde. Y, para más deshonra, el hombre no había dejado de cantar la historia. ¡Incluso había escenificado con él un golpe dado por el protagonista del cuento a un villano!

    Abrió los ojos y vio que las mujeres le miraban con extrañeza, pero los niños se reían y aplaudían mientras el ciego, todavía pisándole, hacía reverencias y su lazarillo ponía las manos para recibir algunas monedas en pago por el entretenimiento.

    —Voy a vomitar —consiguió balbucear.

    El ciego ladeó un poco la cabeza hacia él, pero no respondió. En vez de eso, deslizó el pie hacia arriba, hasta llegar a su cara, y lo puso contra una de sus mejillas, obligándole a girar la cabeza.

    —¿Oh? —el ciego ladeó la cabeza hacia el otro lado y empezó a girarse —¿Quién es?

    —Un ateniense —respondió su lazarillo mientras contaba las monedas. Era un chiquillo joven, no tendría más de catorce años, pero parecía estar acostumbrado a ser los ojos del otro —. Y parece enfadado. ¡Eh, ateniense! ¿Querías a este idiota para algo?

    —Dices que tiene unos dieciséis, ¿no? —el lazarillo hizo un sonido afirmativo y el ciego chasqueó la lengua con claro desagrado —Siendo de Atenas, ya puedes imaginar para qué lo querrá —mientras su lazarillo se reía, el ciego giró otra vez la cabeza en la dirección aproximada del mercenario —. Dame un momento, ahora te lo devuelvo.

    Le quitó el pie de la cara, momento en el que el derribado pudo ver mejor que las plantas de los pies del ciego estaban llenas de duricias y heridas mal curadas. Pensó que debía dolerle caminar, pero tampoco pudo recrearse en ese pensamiento, no cuando precisamente ese pie le golpeó el estómago en una patada que le hizo girarse, rodando de medio lado.

    El ciego dijo algo en un idioma que ni entendió ni reconoció y aún le dio otra patada antes de despedirse con un gesto y buscar la mano de su lazarillo para irse de ahí.

    El adolescente respiró hondo, pero entonces le dio una arcada y acabó vomitando, con tan mala suerte que parte cayó sobre los pies del mercenario. Quiso disculparse, pero le dolía demasiado todo, así que simplemente se quedó tumbado en el suelo unos minutos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Antes incluso de cruzar la puerta, una fuerte mezcla de olores había saturado su nariz, pero también había hecho que su estómago rugiese. No había comido nada en mucho tiempo, apenas un poco de pan, y es que por la mañana sólo habían tenido dinero para un plato. Le había asegurado a Astilo que él en realidad se había levantado muy pronto y ya había comido, para que el chiquillo pudiese disfrutar de su desayuno sin sentir culpas, pero realmente tenía hambre.

    Y ahora tenían algunos calcos, incluso un par de óbolos que Khnum no quería saber de dónde habían salido —porque dudaba que las mujeres de antes se los hubiesen dado y sabía que Astilo tenía la mano larga—, así que podrían disfrutar los dos de un buen plato.

    Unos pasos tímidos se acercaron a ellos entre las risas de los comensales y escuchó un suave carraspeo que le permitió girar la cabeza en esa dirección.

    —¿Os acompaño a una mesa? —preguntó una voz femenina.

    —No, creo que hoy me apetece más comer en el suelo como un animal —gruñó Khnum, recibiendo un codazo en el costillar.

    —¡No le hagas caso! —dijo Astilo con una voz que hizo que Khnum frunciese el ceño. Parecía nervioso, y eso no era normal en él —Es un gruñón. Sí, por favor, llévanos a una mesa.

    Khnum no supo cómo reaccionó la muchacha, pero Astilo pronto tiró de su muñeca de una forma menos delicada de lo habitual, y una vez llegaron a la mesa, le ayudó a sentarse en un banco de madera poco pulida.

    —¿Qué coño ha sido eso? —preguntó el ciego en voz baja, pero molesta.

    —Es muy bonita —respondió Astilo en un susurro. A Khnum le habría encantado poder decir si estaba sonrojándose o no —. Y tú has sido muy borde con ella.

    —Que yo sea o no borde con ella no afectará tanto a que puedas encamártela.

    —¡No voy a…! —se hizo el silencio por unos segundos y entonces Astilo volvió a hablar en un tono incluso más bajo que antes. Parecía que incluso se había inclinado hacia el egipcio —Sólo no quiero que la hagas sentir mal. Ha puesto una carita de susto muy triste, ¿vale?

    —Intentaré portarme —terminó por ceder con un suspiro.

    Más pronto que tarde tenían delante un par de escudillas de barro llenas de un opson compuesto por garbanzos y cordero estofados con vino y otras verduras, bastante especiado. A Khnum le sorprendió la calidad de la carne, quizá porque en la última ciudad estaba correosa y llevaba especias demasiado fuertes hasta para el gusto aqueo.

    Comió con ganas, usando los dedos y un trozo de pan, y sólo relajó el ritmo cuando llevaba la mitad de la escudilla vaciada. Poco después, Astilo le dio una patadita y Khnum enderezó la espalda, tensándose por completo al sentir el aire moverse tras él.

    El calor de un cuerpo humano, su olor a sudor y tierra del camino y un pequeño roce en uno de los brazos del egipcio fue suficiente para confirmarle que había un hombre no sólo junto a él, sino inclinado sobre él, con una mano apoyada en la pared, justo tras la espalda o cabeza del propio Khnum.

    Lejos de sentirse intimidado, Khnum simplemente torció la boca con desagrado, arrugó la nariz y se alejó un poco de ese hombre, evitando así que su ropa le tocase la piel.

    —¿Sabes lo que son los aceites perfumados? —preguntó, sacudiendo con una mano el aire frente a su nariz —Igual te vendrían bien para no ir arruinándole la comida a la gente.

    —Egipcio —le llamó Astilo con un suspiro —, es el ateniense de esta mañana.

    —¿Oh? ¿El del adolescente al que he pateado el culo? —ante el sonido de afirmación de Astilo, Khnum suspiró y apoyó un codo en la mesa, dejando la barbilla sobre sus nudillos —Pues si buscas una disculpa, lo llevas claro.

    Y dicho esto, apuró la comida, llevándose el cuenco a los labios para sorber el resto del guiso. Se limpió las manos en un cuenquecito con agua y se secó sobre el propio quitón, poniéndose ahora en pie. Cogió el trozo de pan que le quedaba y el bastón, pero al girarse para salir se encontró que el ateniense seguía ahí, impidiéndole avanzar.

    —Tiene cara de cabreo —le comentó Astilo.

    —Pues ya somos dos. ¿Vas a apartarte de mi camino o… —movió el cayado para mostrar que la parte inferior, la que apoyaba contra el suelo, estaba tallada de tal forma que formaba un pico afilado —te muevo yo?

    El ateniense respondió, pero la verdad es que Khnum no le prestó mucha atención a lo que decía, al menos no tanta como a su voz. Era… No se esperaba que fuese así. Grave y atractiva. Fuerte. Con un tono autoritario que le gustó más de lo que le gustaría reconocer. Aunque eso no cambiaba nada, claro.

    —Hazle un favor al mundo y báñate —fue lo último que respondió el egipcio.

    No usó la parte afilada del cayado, pero sí el bastón para apartar al ateniense. Pudo de esta manera salir del local, con Astilo a su lado.

    —Me habría gustado quedarme un poco más —le comentó su lazarillo.

    —Déjame en una plaza. Cantaré algunas canciones, conseguiré algo más de dinero… Tienes hasta que anochezca para volver a por mí.

    —¿Toda la tarde? —preguntó el chico con una voz claramente emocionada.

    —Aprovéchala bien —dijo Khnum con una sonrisa de medio lado.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    De pronto, Astilo quería ir a Corinto. Se lo había dicho el día anterior mientras lo llevaba de vuelta al albergue, pero no había dicho por qué esa ciudad en concreto. Sólo había comentado que tenía un buen presentimiento, pero nada más.

    También había dicho que lo mejor sería llegar cuanto antes, por lo que ir andando no era una opción. De Orneas a Corinto había una larguísima jornada de viaje, así que tendrían que parar a medio camino y, decía Astilo, eso haría que perdiesen lo que fuese que les estuviese esperando allí.

    Esto a Khnum le parecían gilipolleces y tenía claro que Astilo ocultaba algo, pero lo cierto es que no le gustaba el aire de Orneas y Corinto era tan buena opción como cualquier otra. Además, cuando Astilo pidió alquilar pasaje en una diligencia, terminó por acceder con un gruñidito, y es que los pies le estaban matando.

    Hacía unos meses se le habían roto las sandalias, pero no había podido reponerlas, ya que siempre iban con el dinero justo para sobrevivir. Cuando consiguió unos óbolos extra, tampoco pudo gastarlos en calzado nuevo, y es que por esa época Astilo había caído enfermo y había tenido que pagar los servicios de un galeno, así como sus medicinas.

    No se arrepentía, le alegraba que el niño estuviese bien, pero tampoco iba a decirle que no a un recorrido más liviano. Además, pagar el precio de dos pasajes le dejaría suficiente dinero como para comprarse por fin unas sandalias nuevas en Corinto, así que el trato no estaba tan mal.

    El carromato estaba listo a primera hora de la mañana. Era de un mercader que había estado haciendo negocios por la zona y ahora, con el carro vacío y el bolsillo lleno, deseaba volver a casa. Eso no le impedía alquilar la parte trasera del carro, claro.

    —Somos los primeros en llegar —dijo Astilo, soltando la mano de Khnum —. Espera, subo y te ayudo.

    El egipcio se quedó quieto donde el chico le había dejado. Escuchó la madera crujir ligeramente con el nuevo peso y el resoplido de los dos caballos. Cascos contra el suelo cuando los animales se removieron. Después, Astilo le llamó y él tendió primero el bastón, luego las manos. Pronto sintió las de su lazarillo sujetarle y, siguiendo sus indicaciones, pudo subir sin problema.

    Gateó hasta el fondo del carro y se acurrucó en una esquina con un suspiro, dejando el cayado a su lado en el suelo.

    —¿Cuántos más seremos?

    —El señor dijo que había hablado con una familia y un mercenario.

    —Vamos a estar apretados, entonces.

    —Nos pondremos de tal forma que sólo yo te tocaré —prometió Astilo, apretándole un poco un hombro a Khnum, quien sólo asintió con la cabeza —. Voy a estirar un poco las piernas.

    El egipcio le dejó salir y simplemente apoyó la cabeza en la pared del carro. Una de sus manos acarició distraídamente la madera del cayado mientras empezaba a canturrear una de sus canciones en su lengua natal.

    No se detuvo ni siquiera cuando sintió que alguien se acercaba al carro. Un niño se quejaba de que tenía sueño y su madre le decía con tono cariñoso que podía dormir en cuanto subiese al carro. Alguien subió, pero no era parte de esa familia, que todavía hablaban fuera, y se acercó a él con arrastrar de telas.

    —Son la familia que te decía antes —comentó la voz de Astilo en un susurro —. Madre, padre, un niño de siete u ocho años y un bebé.

    —Espero que no nos den el viaje —murmuró Khnum, a lo que Astilo se rio un poco antes de volver a alejarse.

    No le gustó que se fuese otra vez de su lado, pero sólo apretó los labios y se quedó donde estaba, abrazándose las rodillas en silencio.

    Volvió a canturrear una canción mientras hacía tiempo, aunque eso no le impidió escuchar al padre de familia saludar a un recién llegado. Quizá sería el mercenario que Astilo le había dicho. Lo cierto es que no tuvo ningún interés en él hasta que le escuchó hablar. Esa voz, grave y varonil, le provocó un pequeño estremecimiento. Era el ateniense.

    Normalmente, ese hombre le habría importado entre poco y nada, pero no le había gustado en lo absoluto la forma en la que se había acercado a él en la posada, como arrinconándole entre la mesa y la pared. Se había acercado mucho a él y lo había tenido que apartar, y eso era algo que a Khnum no le gustaba y, de hecho, la idea le ponía nervioso.

    No quería sentirse atrapado. No quería sentirse impotente. Y ahora no podía evitar pensar en ese hombre como una potencial amenaza.

    Le escuchó maldecir desde la entrada del carro, lo cual primero le sobresaltó, pero luego le arrancó una sonrisa petulante mientras giraba un poco la cabeza hacia allí.

    —Ah, así que ese hedor no era cosa de los caballos y una dieta inadecuada, sino de un ateniense que no sabe encontrar un río —fue su saludo mientras el mercenario subía al carro entre gruñidos —. Parece que será un viaje largo, después de todo.

    No dijo nada más mientras escuchaba al mercenario acomodarse frente a él. ¿Por qué tenía que ser justamente frente a él? Suspiró y volvió a apoyar la cabeza en la madera, alzándola un poco en el proceso. Se dio entonces cuenta que si el ateniense se había sorprendido al verle era porque no había visto a Astilo fuera. ¿Dónde estaba ese mocoso?

    La familia no tardó en entrar: el padre aupó primero al niño, después a su esposa con el bebé en brazos. Finalmente subió él y saludó, algo falto de aliento.

    —¿Estamos todos ya o qué? —preguntó el comerciante.

    Khnum se tensó y se echó un poco hacia adelante, girándose hacia el exterior.

    —Falta mi lazarillo.

    —No voy a esperar todo el día.

    —Por Ra te juro que como no le esperes me encargaré de que…

    Su amenaza quedó en el aire cuando escuchó a Astilo gritar «¡esperad!» mientras corría de vuelta al carro. La estructura se sacudió dos veces, como si hubiesen entrado dos personas en vez de una, pero pronto su lazarillo se arrastró en el reducido espacio para quedar junto al ciego.

    —¿Dónde hostias estabas? —gruñó Khnum mientras el comerciante cerraba la tabla para que nadie se cayese. No esperó a que el chico recuperase el aliento, olfateó el aire y le soltó una colleja —¿La chica de la posada, en serio?

    —¡Damalis! —dijo la tímida voz de la chiquilla que les había atendido el día anterior —¡Me llamo Damalis!

    —¡No podía dejarla ahí, egipcio! —se quejó Astilo —¡Su tío la golpeaba!

    —¡Ay, pobre! —dijo la voz de la madre. Por los movimientos de madera, Khnum imaginaba que se había inclinado hacia la chiquilla para tomar una de sus manos o apretarle una rodilla o un hombro afectuosamente —Yo soy Euphemia… Este es mi marido, Rhodes, nuestro hijo mayor, Soterios… Y la pequeña Isadora.

    —Mami —dijo Soterios entonces, claramente poco interesado en Damalis —, ¿por qué ese señor lleva la cara cubierta así?

    —El egipcio es ciego —dijo Astilo, todavía tenso, pero algo más tranquilo. Khnum no había dicho nada más sobre la muchacha, así que no la iba a devolver con su familia.

    —¡Ciego! —repitió Solterios —¿Eso significa que no tienes ojos, egipcio?

    —¡Solterios! —se quejó su madre —No seas tan maleducado.

    —Escucha a tu madre —se rio Rhodes —. Si no te portas bien, este hombre te quitará los ojos.

    El pequeño soltó una exclamación entre fascinada y aterrada. Khnum escuchó un golpe, seguramente de Euphemia al brazo de su marido.

    —No digas esas cosas tú también.

    —No pasa nada, pequeño —intervino Khnum —. Yo jamás le podría quitar los ojos a un niño —y aunque estas palabras parecían sonar conciliadoras, de pronto su boca se deformó en una sonrisa inquietante —. Son demasiado pequeños, así que prefiero los de sus padres.

    Con este comentario, se extendió un silencio bastante incómodo, roto sólo por el sonido del traqueteo de las ruedas, los caballos y algún animalito que correteaba cerca del camino.

    —Bueno, Damalis —volvió a hablar Euphemia al cabo de un rato —. ¿Qué esperas hacer en Corinto?

    —No lo sé. Supongo que… buscaré un trabajo en cocinas. Se me da bastante bien cocinar.

    —Corinto no es una ciudad apropiada para una joven soltera, y menos ahora que hay guerras por todas partes —comentó Rhodes —. ¿Por qué no te quedas con nosotros un tiempo? No sería de gratis, claro, tendrías que ayudarnos con los niños y demás…

    —Yo… ¡Me encantaría! ¡Astilo! ¿Lo has oído?

    —Te dije que tenías que venir conmigo.

    La voz de Astilo sonaba a sonrisa sincera. Khnum suspiró.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Tenía doce años cuando había visto al último miembro de su familia morir. No había sido por fiebres, como una de sus hermanas, ni por la peste, como sus padres, sino por un bandido que les había asaltado con el cuchillo por delante.

    Su hermano mayor, Bemus, había conseguido despistar a ese hombre, dándole a Astilo tiempo suficiente para correr. Astilo, aun así, no había huido al momento, primero tuvo que ver cómo el cuchillo rasgaba de abajo arriba el vientre de su hermano, y cómo sus tripas se desparramaban por el suelo.

    Se dirigían a una ciudad donde, se suponía, tenían familia, pero Astilo no conocía a nadie por allí. Sin su hermano, estaba solo, perdido y aterrado.

    Durante unos meses estuvo viviendo de lo que robaba, y en realidad se terminó haciendo bastante bueno. Conseguía sustraer monedas y comida sin que los dueños legítimos se diesen cuenta, y como era pequeño y delgado podía colarse por sitios que los adultos, en caso de pillarle y perseguirle, veían como imposibles.

    Esto había sido así hasta que se había encontrado con el egipcio. Era un hombre extraño, vestido con un faldellín y armado con un cayado de madera. Lo vio por primera vez en un ágora, acercándose a la cara una manzana y dándole vueltas en una mano, haciendo un auténtico esfuerzo por verla.

    Por aquel entonces no era ciego del todo, pero no le faltaba mucho.

    Parecía una víctima fácil, así que decidió intentar suerte. Lo que no esperaba era que ese ciego le oyese, que sintiese el cambio de viento y que tuviese incluso la certeza de agarrarle la muñeca en pleno proceso de sustracción. Había sido como el ataque de un escorpión, rápido y certero, y Astilo se había quedado paralizado.

    Cuando el casi-ciego le dio la manzana y un óbolo, el huérfano no supo muy bien qué hacer salvo salir corriendo.

    Lo volvió a ver al día siguiente y, tras mucho meditarlo, se acercó y le ayudó recuperar su cayado, que se le había caído después de que un hombre le golpease con el hombro al pasar a su lado. Y así, como quien no quiere la cosa, terminó ayudándole a hacer cosas aparentemente sencillas, como vestirse, cruzar la calle, conseguir comida en buen estado.

    Se convirtió en sus ojos. «Justo a tiempo, los míos están para tirar», había comentado una noche el egipcio mientras cenaban.

    No podía pronunciar su nombre y le hacía gracia su acento. No entendía muchas de las historias que contaba y no sabía a qué dioses mentaba cuando se golpeaba contra algo, pero le había acabado cogiendo mucho cariño. Y, para qué negarlo, era muchísimo mejor vivir acompañado y ayudando a ese ciego gruñón que robar y huir sin nadie con quien siquiera compartir las victorias.

    En dos años, su relación se había vuelto familiar. O eso quería pensar Astilo.

    Por eso le daba tanto miedo que el egipcio se hubiese enfadado con él por lo de Damalis, pero no parecía ser el caso. No había dicho absolutamente nada en el viaje, pero tampoco le había rechazado cuando se había apoyado en él. Se anotó esa victoria, pero se dijo a sí mismo que la próxima vez lo hablaría con él.

    No le gustaba guardarle secretos ni mentirle, incluso si no había recibido gritos ni refunfuños por ello.

    Damalis había estado hablando con Euphemia y Rhodes, y el propio Astilo, incluso el mercenario, habían entrado también en la conversación, pero poco a poco se habían ido callando. Quizá todos estaban cansados. Lo cierto es que ahora Damalis dormitaba, acurrucada sobre el himation con el que había salido de casa, y Euphemia daba de mamar a la pequeña Isadora mientras Rhodes, con los ojos cerrados, acariciaba cariñosamente la mano de su hijo, que parecía también dormitar.

    Astilo los miró a todos y sonrió. Se alegraba de haber podido salvar a Damalis. La muchacha debía tener su edad, más o menos, y había aceptado encantada ir a dar un paseo con él una vez no hubo comidas que servir.

    Precisamente mientras paseaban, Astilo había visto unas marcas rojas en sus brazos, marcas de agarre, y tras presionar un poco, con cuidado y suavidad, Damalis había acabado por confesarlo: su padre había muerto en la guerra y ahora estaba bajo el cuidado de su tío, que no luchaba porque había quedado muy herido en una batalla, y que no dudaba en alzar la mano ante el más mínimo error, que podía ser desde un plato roto a una mirada que considerase maleducada.

    Damalis había llorado y Astilo, nervioso como cualquier chico de catorce años estaría ante una chica bonita, la había abrazado en un intento de reconfortarla. Después, le había prometido que la salvaría y juntos habían urdido un plan que sólo funcionaría si el egipcio accedía a ir a Corinto en carro.

    Miró al ciego, preguntándose cuánto había sospechado de él, pero no pudo preguntar nada, no cuando el pequeño Solterios empezó a sollozar por una pesadilla. Su padre lo chistó suavemente, rodeándolo con un brazo para reconfortarlo, pero no parecía hacer efecto.

    Entonces, el egipcio empezó a cantar una nana en su extraño idioma natal. Su voz era aterciopelada, algo más grave de lo que su aspecto podía dar a pensar, y se mecía con suavidad entre notas.

    Astilo conocía esa canción, se la había oído cantar alguna vez. Siempre le había gustado. Había algo en ella, no sabía qué, que parecía irradiar amor. Por eso sonrió inconscientemente y agradeció que todo el carro se quedase en silencio para oírle.

    Vio a Damalis abrir los ojos y, desorientada, girarse hacia el ciego, frotándose un ojo. Sus miradas se encontraron y la muchacha sonrió, haciendo que Astilo sonriese más ampliamente y apartase los ojos, algo sonrojado.

    Quitando eso, la quietud pareció ser la tónica del momento, y cuando el egipcio terminó la nana, el pequeño Solterios volvía a dormir plácidamente.

    —Gracias —susurró una claramente cansada Euphemia. Sus ojeras eran las típicas de una madre con un bebe, y ahora acomodaba a Isadora entre sus ropas y cerraba los ojos para intentar dormitar un poco.

    —A nadie le gustan las pesadillas —fue la respuesta del ciego, quizá algo seca, antes de volver a acomodarse en su rincón.

    Astilo suspiró y se apoyó en su hombro.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Khnum despertó con un pequeño sobresalto. Su primer instinto fue sujetar el bastón, pero entonces recordó dónde estaba. Sí, el carro… Pero Astilo no estaba a su lado. De hecho, no parecía haber nadie a su alrededor y el carro ni siquiera se movía.

    Guardó el aliento unos segundos, escuchando entonces voces fuera. No necesitó mucho más tiempo para comprender que habían hecho una parada para estirar las piernas y, quizá, comer algo. Lo que no entendía era cuándo se había quedado dormido.

    Se puso a cuatro patas y, con cuidado, consiguió arrastrarse hasta el borde del carro. Sintió en ese momento una mano empezar a cerrarse sobre su hombro y reaccionó de forma algo exagerada, echándose hacia atrás y poniendo el bastón por delante de su cuerpo a modo de defensa.

    —¡No me toques! —siseó.

    Escuchó el bufido y la queja del ateniense —Khnum ni sabía que se trataba de él hasta ese momento—, pero nadie volvió a intentar tocarle, así que se sentó en el borde del carro y, con cuidado, bajó, sintiendo hierba húmeda contra las plantas de sus pies.

    —¡Egipcio! —era la voz de Damalis, que se acercaba a él, algo apurada. Quiso tomarle la mano y, de nuevo, Khnum respondió apartándose como si la chica fuese de fuego —Astilo no se encuentra bien…

    —¿Hemos parado por eso? —preguntó mientras empezaba a caminar.

    —No, pero al bajar ha vomitado y… no tiene buena cara. Espera, es aquí, más a la derecha.

    Khnum se dejó guiar por la chica y terminó arrodillándose en el suelo, con el bastón en el suelo contra la pierna. Estiró las manos y tanteó hasta poder tomar la cara de Astilo, y entonces le besó la frente.

    —No tienes fiebre. ¿Cómo estás?

    —Estoy encontrándome mejor —respondió el chico con el aliento agrio de quien ha vomitado y la voz todavía algo débil —. Me he mareado en las últimas curvas.

    —Está bien, no te preocupes. Túmbate un poco —metió la mano en la bolsa y sacó de ahí una pequeña cantimplora metálica —. Queda agua, bebe.

    Sintió los dedos de Astilo acariciar su mano mientras tomaba la cantimplora y después llevó las manos a sus propias rodillas, quedándose quieto y esperando.

    Los caballos estaban relativamente callados, por lo que debían estar siendo alimentados, y el niño, Solterios, parecía estar cogiendo fruta de un árbol con su padre. No sabía qué hacían ni Euphemia, ni el ateniense ni el comerciante; en realidad, ni siquiera sabía bien qué hacía Damalis, que estaba todavía con ellos. Tampoco le importaba mucho.

    Recogió la cantimplora y se tensó al escuchar pasos acercándose. Era el comerciante, aunque no llegó junto a ellos, se quedó a unos metros.

    —¡Nos vamos! —bramó para ser escuchado por todos.

    —¿Estás bien para seguir? —preguntó Khnum en un susurro.

    —El camino luego es más tortuoso —avisó Damalis.

    Khnum asintió. Cogió el bastón y se puso en pie, girándose más o menos hacia donde estaba el comerciante.

    —Mi lazarillo y yo seguiremos andando.

    —¿Ah? —el comerciante soltó una carcajada —¿Por estos caminos?

    —Él no puede seguir ahora y tú estarás deseando llegar a Corinto a que te quiten el palo que te has metido por el culo, así que sí, seguiremos andando por estos caminos.

    Su respuesta no pareció gustar al hombre, quien se acercó a él con pasos fuertes y un aura poco agradable. Khnum simplemente apoyó las dos manos en el bastón y ladeó un poco la cabeza hacia la izquierda.

    —Reza a Hermes para que no os degüellen los bandidos —fue, sin embargo, lo que dijo el comerciante —. Tienes que pagarme por la chica.

    —¿La chica? —ahora Khnum giró la cabeza hacia Damalis.

    —Sí, la chica. Se ha subido en el último momento, pero todavía no he visto ni un triste calcos.

    —Saca su peaje de lo que me tendrías que devolver por haber hecho sólo medio viaje.

    El comerciante entonces le agarró del quitón, consiguiendo que Khnum se tensase y apretase con las uñas el cayado.

    —Esto no funciona así, lisiado de mierda —le gruñó en voz baja —. Lo que has pagado, pagado está. Ahora tienes que apoquinar más. ¿Ha quedado claro?

    —Suéltame ahora mismo o lo que quedará claro será la marca de mi bastón en tu espalda —fue la respuesta hostil del egipcio.

    Eso debió sonar convincente, o quizá simplemente al otro no le interesaba pelear, porque le soltó y se alejó un paso.

    —No perderé más tiempo. Si no pagas, la venderé en cualquier burdel. Y créeme, en Corinto no faltan los sitios donde se acojan a muchachas bonitas como esa.

    Khnum masculló entre dientes algo en egipcio, pero acabó por meterla mano en la bolsa y sacó de allí las monedas que tenía. Intentaba ver por el tamaño cuáles debía darle, pero el comerciante se adelantó y las cogió todas.

    —¡Eh!

    —¿Qué? Es el precio, ¿o acaso no puedes verlo? —Khnum sintió que esa broma venía acompañada de una sonrisa cruel.

    El egipcio, claramente cabreado, dibujó algo en el aire, frente al comerciante, y al terminar puso la mano sobre el dibujo imaginario, con los dedos juntos, empujando ese símbolo inexistente contra el hombre.

    —Sekhmet la invencible se encargará de que pases tus últimos días solo y en la oscuridad, con cuervos devorando tus ojos.

    No sabía qué efecto habrían causado esas palabras en el comerciante, pero no recibió respuesta, así que quería pensar que lo había asustado, al menos un poco. Lo cierto es que sí que había escrito en el aire el nombre de Sekhmet, y en el fondo sí que esperaba que aquella diosa pudiese ejercer su influencia sobre ese hombre, pero tampoco tenía muchas esperanzas en ello.

    Los dioses no solían cumplir las peticiones de los humanos, de todas formas.

    —Niña —habló de nuevo.

    —Soy… Soy Damalis…

    —No te molestes, no voy a aprenderme tu nombre. Sube al carro, yo cuidaré del chico.

    —No voy a hacerlo —Khnum no sabía qué le había sorprendido más, si que la chica rehusase o que fuese la primera vez que su voz sonaba tranquila, y no tímida o nerviosa —. Me quedaré con vosotros. Un lazarillo mareado no puede ser buenos ojos para un ciego.

    Khnum frunció el ceño, pero no le apetecía continuar con las discusiones.

    —¿Te quedas, entonces? —era la voz de Euphemia, que se había acercado a ellos. Sonaba como una madre preocupada. Como Damalis no respondió, al ciego sólo le quedó pensar que había asentido o hecho algún gesto —Cuando lleguéis a Corinto, buscadnos, ¿vale? No olvido que te hemos prometido trabajo —se rio un poco.

    Khnum sintió ahora cómo unas manos femeninas, aunque algo ásperas por el trabajo continuo, tomaban una de sus manos. Se tensó y quiso apartarse, pero no lo hizo y, como recompensa, sintió unas pocas monedas contra su palma.

    —¿Limosna?

    —Un pago por cantarnos en el viaje —fue la respuesta —. Tienes una voz bonita. Me gustaría volver a oírte en Corinto.

    —Gracias.

    Euphemia le dio una palmadita en los dedos y le soltó, empezando a alejarse. Khnum fue escuchando cómo iban entrando en el carro, hubo algunas despedidas a la distancia y después el traqueteo de las ruedas se alejó de ellos.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Astilo estaba considerablemente mejor. No hacía falta tener ojos para saberlo, bastaba con escuchar cómo su voz se había ido animando a medida que pasaba el rato. Definitivamente sólo necesitaba descansar y que le diese algo de aire.

    Khnum suspiró. Le gustaba escuchar a esos dos parlotear, pero había algo en el aire que no le gustaba nada. Era como si el aire fuese más denso, por estúpido que pudiese sonar.

    —Niño —llamó, deteniendo la conversación al momento —, ¿ves algo raro?

    —¿Eh? Pues no, ¿por…?

    La pregunta quedó incompleta cuando los matorrales se movieron y la tierra fue pisada por nuevas sandalias.

    Lo siguiente pasó muy rápido. Escuchó a Damalis y a Astilo gritar, a dos hombres compartiendo indicaciones, pero no podía prestarles atención, no cuando él mismo estaba luchando contra dos manos que intentaban inmovilizarle.

    Durante la pelea acabó recibiendo un puñetazo en el estómago, y cuando se quiso dar cuenta estaba tumbado en el suelo bocarriba con un hombre sobre él, sujetándole las muñecas sobre la cabeza y manteniéndose las piernas quietas con sus propios pies.

    Astilo y Damalis ya no gritaban, tampoco se oía más forcejeo, sólo el jadeo de los atacantes.

    —Son muy monos —dijo uno de ellos con un acento bastante cerrado, del este de la Hélade —. Pagarán bien por ellos.

    Y mientras tanto, el tercero le quitó la venda de la cara a Khnum y se rio.

    —¡Pues el ciego tampoco está mal! Es… Muy guapo, de hecho —dijo mientras le sujetaba con una mano la mandíbula para hacerle girar el rostro —. ¿Qué te parece si te convierto en mi puta privada?

    Como respuesta, Khnum gruñó y se revolvió hasta conseguir por una parte morderle la mano con todas sus fuerzas y, por otra, soltarse del agarre para arañarle lo que pudo—la cara, estaba seguro cuando sus dedos rozaron lo que parecía una nariz—, enterrando las uñas todo lo profundo que el movimiento le permitió.

    El atacante gritó e intentó soltar un mano, pero lo único que consiguió fue que Khnum apretase incluso más hasta que sonó un horrible chasquido. La cabeza de Khnum, por el efecto rebote, dio contra el suelo mientras el hombre salía de encima suyo, gritando. El egipcio escupió lo que se le había quedado en la boca, una falange con uña y todo, y se giró para ponerse en pie, pero otro de los hombres le pisó la espalda, cortando todo movimiento y, de peso, dejándole sin respiración.

    Con una patada lo giró otra vez, y acto seguido Khnum tuvo que contener un grito al sentir un horrible dolor en un hombro, provocado por una daga enterrándose en su piel. Se llevó una mano ahí, boqueando de forma profunda y girando sobre ese lado para intentar frenar la hemorragia.

    —Es realmente una pena. Podríamos haber sacado unas cuantas dracmas por esa cara, pero esa actitud de mierda no valía nada. ¿Estás bien, hermano? Por Zeus, te ha destrozado la cara…

    Khnum quiso ponerse en pie e ir a por ellos, matarlos a golpes, pero no podía moverse y, de hecho, ni siquiera pudo mantenerse consciente.

    Cuando volvió a despertarse hacía frío y no sentía los rayos de sol. Además, sonaba el ulular de un búho, por lo que debía ser ya de noche. El dolor seguía siendo intenso, pero peor aún fue encontrarse totalmente solo en la más absoluta oscuridad.

    Se echó a llorar, desconsolado, pero tras unos minutos así sacudió la cabeza y se obligó a recomponerse. Llorando no conseguiría nada, tenía que actuar.

    Buscó por el suelo de su alrededor hasta que fue encontrando cosas. Primero tocó un trozo de carne cubierto de hormigas que le dio bastante asco, así que lo arrojó todo lo lejos que pudo. Aún tenía el sabor de la sangre en la boca. Después consiguió dar con el cayado y lo movió para dejarlo a su lado, contra su pierna. Finalmente, y casi de milagro, dio con la venda que solía cubrir su rostro. De alguna forma que había enredado en una piedra.

    Pudo ponérsela otra vez en la cara, en parte quería cubrirse por vergüenza, y después se puso en pie con cuidado. Se imaginaba que debía tener moratones, y estaría lleno de tierra y sangre, pero no podía pararse a limpiarse. No si quería encontrarlos a tiempo.

    En el último momento se le ocurrió llevarse la mano al hombro. No al herido, sino al otro. Sintió un ligero alivio al ver que durante la refriega los atacantes no se habían percatado de su fíbula. Tampoco le habían cogido la bolsa, al parecer. Al darse cuenta de esto, metió la mano y hurgó hasta encontrar otra tela bien doblada.

    La usó para, de una manera algo torpe, cubrirse el hombro herido, al menos lo suficiente para inmovilizarlo un poco, o al menos para que no sangrase tanto.

    Hecho esto, empezó a caminar, rezando para que fuese la dirección que estaban siguiendo, y no de la que venían.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Corinto le recibió sucio, sudado y agotado. Caminaba cada vez con más dificultad, cojeando —estaba seguro de que si los pies le dolían de esa forma era porque se le habían abierto nuevas ampollas—, y además de manera muy lenta, porque no tenía a un lazarillo que le avisase de si había piedras u otros objetos peligrosos por el camino.

    Eso sí, Khnum tuvo que agradecer a todos los dioses la ley de la hospitalidad griega. En la Hélade no se rechazaba a los viajeros que pedían cobijo o comida, de hecho, se creía que hacerlo era una afrenta contra los dioses. Aunque, en este caso, Khnum ni siquiera tuvo que llamar a una puerta.

    Una muchacha se acercó corriendo a él apenas entró en una calle algo transitada, saludándole con voz suave al ver cómo el hombre se tensaba ante su cercanía.

    —Estás… Pareces muy herido. Tienes sangre por todas partes. Por favor, ven conmigo. Te prepararé un baño y te daré comida.

    Por supuesto, a Khnum no le gustaba la idea de confiar en una absoluta desconocida, sobre todo sin tener la opinión de Astilo a su lado, pero realmente le dolía cada centímetro de su ser y estaba agotado y hambriento, por lo que asintió y aceptó, a regañadientes, que la chica apoyase una mano en su brazo para guiarle.

    —Me llamo Axelia —se presentó mientras caminaban —. ¿Cómo puedo llamarte?

    —Egipcio está bien. No podrías pronunciar mi nombre.

    —Oh… Bueno, egipcio —carraspeó —, mi marido está atendiendo a otro invitado que llegó anoche, pero no te molestaremos mientras descansas.

    —No puedo descansar —dijo de pronto el ciego —. Tengo que encontrar a quienes me atacaron. Se llevaron a… —dudó cómo denominar a esos chiquillos —mis compañeros de viaje.

    —¡Eso es horrible! —la voz de Axelia parecía genuinamente consternada —Estos tiempos de guerra son terribles. Nadie está a salvo y los esclavistas campan a sus anchas… Por eso mi marido y yo decidimos hacer lo contrario y ayudar a todo aquel que lo necesitase. Si la gente buena actúa, el mal deberá retroceder, ¿no?

    Khnum no quiso decirle que nunca nadie podría hacer suficiente bien como para remediar todo el mal, pero prefirió simplemente callar y seguir caminando.

    Una vez estuvieron bajo techo, en la casa del joven matrimonio, siguió las indicaciones de la mujer, quitándose la ropa y entrando en una especie de bañera de madera. Se resistió a desnudar también su rostro, pero acabó por hacerlo —Axelia insistió, dijo que le lavaría la ropa— y suspiró con auténtico alivio cuando la mujer empezó a verterle agua tibia por la espalda.

    —Tienes muchas cicatrices —aventuró la mujer. Khnum no pudo evitar llevarse una mano a un hombro, aunque su cabeza bajó hacia sus muslos, donde también había latigazos blancos —. ¿Eres un… liberado?

    —Nunca he sido esclavo —fue la respuesta de Khnum.

    —¡Axelia! —dijo otro hombre con voz alegre, acercándose a donde ellos estaban —¡Qué bien que has vuel-¡ Uy, ¿y este?

    —Demetrio —la voz de la mujer irradió amor en esa sola palabra. Khnum sólo pudo pensar que eran un matrimonio joven —. Este pobre hombre vagaba cerca de la entrada. Tiene una herida muy fea en el hombro, ¿puedes mirársela?

    —¡Ahora mismo! ¿Cómo te llamas, forastero?

    —Egipcio.

    —Es un nombre un poco raro.

    —Es un apodo para facilitaros la vida a vosotros.

    La risa de Demetrio le pilló por sorpresa.

    —Perdón, perdón —empezó a disculparse el hombre —. ¿Te han atacado por el camino? —Khnum asintió y Demetrio suspiró, esta vez con pesadez —Lo lamento enormemente.

    —Me ha dicho que han secuestrado a sus compañeros.

    —¡Eso es horrible! ¡Ah! —chasqueó los dedos en el aire —Pero nuestro otro invitado, Megacles, es un mercenario. Quizá pueda ayudarte a encontrarlos.

    —Bueno, pero por ahora vamos a curarte y a darte algo de comer, ¡debes estar hambriento! —añadió Axelia, empezando a alejarse de la bañera —Voy a por vino caliente y algo de pan y queso.

    —Yo voy a por aguja e hilo, porque esta herida del hombro es demasiado profunda. Tengo que dejarte solo un momento, ¿estarás bien?

    Khnum, de nuevo, simplemente asintió, pero cuando dejó de escuchar ruido a su alrededor, sólo pudo abrazarse a sí mismo y apretar los labios para contener un sollozo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    La verdad es que se sentía mejor. Las heridas seguían doliendo una barbaridad, pero al menos ahora estaban limpias y mejor vendadas. Su ropa ya no estaba cubierta de tierra y sangre —intuía, aunque no se atrevía a preguntar, que en realidad le habían dado un quitón nuevo, porque bien sabía Khnum lo difícil que era sacar la sangre de una tela sin teñir— y su rostro volvía a cubrirse con una tela.

    En esos momentos estaba comiendo algo mientras esperaba a que el tal Megacles regresase de a saber dónde. Lo habían sentado en un banco y le habían puesto delante algo de comida. Podía escuchar a Axelia canturrear mientras hacía alguna tarea cerca de él, aunque de pronto el canto se interrumpió por una exclamación de sorpresa.

    Khnum se tensó y se puso en pie, cayado en mano, pero ella rio un poco.

    —Estoy bien —contestó, acercándose a él y sentándose a su lado —. El bebé me ha dado una patada. ¿Quieres sentirlo?

    El egipcio no entendía de qué hablaba la mujer, pero dejó que le tomase la mano y se la guiase hasta una superficie caliente y redondeada. No se había dado cuenta hasta ese momento de que Axelia estaba embarazada, y de al menos siete meses, por el tamaño de su vientre.

    —¿Es el primero? —preguntó, sobresaltándose otra vez al notar cómo algo se movía bajo la piel. Se le escapó una sonrisa cuando notó una patada contra los dedos.

    —Sí… Y viene fuerte —se rio Axelia —. Aunque me da bastante miedo… Muchas mujeres no sobreviven al parto.

    —La gran mayoría lo hacen —comentó Khnum, atreviéndose a acariciarle un poco el vientre —. Y serás una madre estupenda. Estás llena de amor, tu hijo lo debe notar incluso ahora.

    Axelia no respondió, pero Khnum se la imaginaba sonriendo, sobre todo cuando le puso una mano sobre la de él.

    Entonces, la puerta se abrió y el ciego giró la cabeza en esa dirección. El sonido de una espada moviéndose, esos pasos firmes como los de un militar…

    —Bienvenido de nuevo, Megacles —dijo Axelia —. Egipcio, te presento a nuestro primer invitado. Es el hombre del que te habló antes Demetrio.

    Khnum frunció el ceño y enderezó la espalda, dando un sorbo al vino aguado.

    —Megacles, ¿cómo el famoso tragaespadas que traicionó a su polis por un espartano? —el gruñido le confirmó sus sospechas: era el mismo ateniense que había conocido en Orneas —Diría que nos conocemos de vista, pero sería una afirmación bastante unilateral.

    —Oh, ¿ya se habían cruzado vuestros caminos? ¡Pero eso debe ser el destino! ¡Entonces podrá ayudarte!

    Khnum apretó un poco los labios. La idea no le gustaba nada. Ya ese hombre le caía mal de antes, pero saber que encima era el protagonista de canciones que no lo dejaban en muy buena posición…

    Pero, claro, ¿qué otra opción tenía? Acabó por suspirarle a sus dioses por consejo y paciencia, pero debían estar ocupados con sus cosas, o quizá su reino se limitaba exclusivamente a Egipto y Khnum estaba demasiado lejos de ellos para ser escuchado.

    Terminó por gruñir y, de mala gana, meter la mano en su bolsa, sacando las dos monedas que Euphemia le había pagado cuando se habían despedido. Las puso sobre la mesa y las empujó hacia adelante, donde creía que estaba ese Megacles.

    —Astilo y Damalis —siempre decía que no se aprendería sus nombres, pero por supuesto que lo había hecho —fueron secuestrados ayer. Eran tres hombres, al menos dos eran hermanos. A uno le falta parte de un dedo y tiene la cara arañada.

    —¿Cómo… sabes eso? —preguntó Axelia en voz baja, entre preocupada e inquieta.

    —Fui yo quien le mordió y arañó.

    —Eso explica… la sangre en tu cara… —murmuró ella, pero contrario a lo que Khnum esperaba no se alejó de su lado. Sí que sintió movimiento, así que suponía que se había llevado las manos al vientre.

    —Encuéntralos —fue una orden clara, pero la recalcó con un golpe contra la mesa con la mano —. Encuéntralos —repitió, esta vez con la voz menos firme —. Por favor —añadió mientras agachaba la cabeza y apretaba los puños.


    SPOILER (click to view)
    Pues como ya hay confianza, te digo que no tengo imágenes de los personajes XD Lo más parecido que te puedo ofrecer por ahora es una imagen de Dafnis y Cloe para aproximarnos a Astilo y Damalis. Pues no sé, por poner algo xdd

    Lo que sí que tengo es información. Empezamos con una imagen de ropita; Khnum lleva el quitón atado sólo sobre un hombro con su fíbula. Y va descalzo por pobre, efectivamente xdd Astilo la llevará con dos botones, uno en cada hombro, seguramente.

    La página de wikipedia sobre la ropa griega está bastante bien, completita y bien documentada, así que te la dejo aquí por si la quieres cotillear.

    Igual te sorprende lo del albergue al aire libre. En realidad fue una práctica común incluso en la Europa medieval: los peregrinos podían quedarse en una zona concreta de la iglesia por la noche para dormir antes de retomar su camino. En la Grecia antigua, había estructuras preparadas para albergar gente pues eso, cuando llovía o por la noche. Como no quedan muchos restos xdd me he inventado un poco eso de que hay algunos ambientes separados con cortinas, pero eh, tampoco es tan descabellado, que lo de las cortinas sí que se usaba. En fin, un poquito sobre la hostelería griega en este enlace.

    ¡La comida! La comida en la antigua Grecia era tan importante como ahora. Aquí explican un poco su importancia, PERO esta es la buena mierda. Ahí te hablan del opson y del pan. El opson, antes que nada, es simplemente la comida que acompaña al pan, que era la base de la dieta. Igualmente, es probable que me lo preguntes mientras lees, antes de llegar aquí, o que lo hayas visto en el AC, así que bueno, yo lo digo por si acaso xdd

    Economía, vamos a ver. Como ya sabes, la dracma era la moneda base, pero había también óbolos y calcos, de menor valor, así como tetradracmas, minas y talentos, de muchísimo más valor. Como es imposible, sobre todo con mis conocimientos, aproximar el valor de las cosas y tal, yo dejo a Khnum el Pobre con óbolos y calcos y, de vez en cuando, alguna dracma xdd No sé cómo de correcto será eso, pero bueno, ahí estamos.

    Por último, dos extras. El mapa que te prometí y esta imagen de la señora poniéndose el quitón. Porque me hace gracia.

    Cualquier cosa, ya sabes dónde encontrarme xdd
     
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    La vida del misthios no era una vida de relax y tranquilidad, para nada. Se corría el riesgo de morir apuñalado por los mismos compañeros del gremio, o también se podía morir por un cliente insatisfecho con el trabajo realizado, tomándose la justicia por su lado. Por no hablar de que se debía negociar cada contrato sin caer en la violencia, los ingresos de Megacles dependían en buena medida del boca a boca, y si un cliente le recomendaba a sus amigos y familiares garantizaba más monedas en el saco.

    El caso de Amara fue precisamente uno de estos últimos (su prima, Clímene de Corinto, había contratado a Megacles hacía unos meses para darle un escarmiento a un marido celoso, y tan contenta quedó que no dudó en hablarle a toda su familia sobre el ateniense que la había ayudado). Amara se presentó como viuda del carnicero, angustiada porque su hijo se había fugado de casa desde hacía unos días, alegando que no seguiría con el negocio familiar. La mujer le entregó 10 dracmas y prometió 50 más si lo traía de una pieza. Era muy buen aliciente para hacer el trabajo encomendado. Y tampoco parecía tan difícil encontrar a un adolescente fugado y devolverle a su casa sin un rasguño; buscaría en tabernas y calles de reputación cuestionable. Después de todo, a un hombre joven sólo podían moverle las pasiones.

    Encontró su rastro (Sandro se llamaba el muchacho en cuestión) en una fiesta privada en Orneas. Le habían visto entregarse a la bebida y al baile como si quisiera hacerse pasar por el propio Dionisio. No fue difícil encontrarle por las calles, tambaleándose por la resaca y luchando por no tropezar con sus propios pies, pero lo que prometió ser una captura fácil se convirtió en un desastre que acabó con restos de vómito en sus sandalias.

    —¿Te manda mi madre?

    —¿A ti qué te parece? —le hizo levantar de un tirón algo brusco, Sandro volvió a vomitar pero Megacles tuvo reflejos suficientes como para echar su cabeza al otro lado—. Te pide que vuelvas a casa.

    —¿Y dedicar mi vida a trocear jamones? No, gracias.

    —Bien, entonces te trocearé yo a ti —y se alejó un paso desenvainando la espada, clavando la punta contra la ropa del muchacho. No le sorprendió ni su grito ni que cayera al suelo entre lágrimas—. O regresas con tu madre, o te echaré a los perros, ¿qué decides?

    —¡Me rindo! ¡Me rindo! —y alzó las manos intentando no llorar.

    —Más te vale no engañarme y desviarte del camino —advirtió guardando la espada, a Sandro se le escapó la caricia sutil de Megacles a la empuñadura—. Porque volveré a por ti, sabes bien que te encontraré, y te daré tal paliza que el Barquero no sabrá qué hacer contigo, ¿me has entendido? —sonrió volviendo a tirar de su brazo para levantarle, Sandro estaba blanco como el mármol—. Te daré unas monedas para que alquiles un caballo, vuelve ya mismo a casa y quédate con tu madre.

    —¡Lo haré! ¡Lo prometo!

    Megacles despidió con él a las monedas extras que había prometido Amara, ¡y todo por un entrometido! Le importaba poco o nada que estuviera ciego, lo que importaba era que había interferido en su trabajo y le había hecho perder una buena suma. Debía encontrarle y decirle cuatro cosas, ¡y vaya si lo haría!

    Iba tan decidido a hacerlo que acabó de lo más frustrado por no haber podido decir nada de lo que quería, debía reclamarle el dinero perdido, debía recordarle que no tocara objetivos ajenos y, desde luego, no le vendrían mal unas lecciones para socializar, ¿se había metido con su olor corporal? Bien, Megacles no era un cliente habitual de los baños y... bueno, sí, el olor a sangre era difícil de quitar, no debía hacer buena combinación con el sudor.
    Tuvo que morderse la lengua, quizás el ciego llevaba razón.


    Gastó unas monedas en limpiar armas y armadura, pero rechazó la oferta de tener ayudante en su baño personal. Sabía bien qué tipo de ayuda sería ésa, y no le apetecía especialmente tener las manos de una prostituta paseándose por su cuerpo, eso no le relajaba en absoluto.

    El caso es que salió de la casa de baños fresco como una lechuga, pero su buen humor duró poco, concretamente, hasta que el dueño de las caballerizas le dijo que no tenía ninguna montura disponible. Megacles tampoco tenía prisa por dejar la ciudad, pero Orneas era pequeña y tranquila, sería cuestión de días que muriera de hambre, debía irse a lugares más grandes y poblados, donde los problemas abundasen. Pensó en Corinto y sus muchas opciones de ocio. Recordó aquella vez que Filiso y él honraron a Afrodita de varias formas en el cuartucho de lo que decía ser un inocente alojamiento para el viajero cansado...- No dejó que la tristeza le dominara y en su lugar prefirió quedarse con lo agradable de aquel recuerdo. Pensó que le haría una buena ofrenda a Afrodita cuando llegara, así que mejor valdría ahorrar unas monedas. Razón por la que optó por el carromato compartido de un comerciante a punto de partir.

    De haber sabido quiénes serían sus compañeros de viaje, habría ido a pie. Pero no tuvo forma de saberlo y se encontró otra vez con aquel joven tan amable de ojos vendados.

    Megacles estaba acostumbrado a observar, y es que para un guerrero mirar y aprender era algo fundamental, y se atrevería a afirmar que en el fondo, pero muy en el fondo, digamos que en el fondo de lo más hondo de su corazón, había una luz de amabilidad en aquel egipcio. De no ser así, no habría ayudado con aquella nana. Nana que, por cierto, sonó muy agradable al oído, demostrando que no hacía falta entender una canción para tener una opinión sobre ella. Y puede que el oído de Megacles no estuviera hecho para la poesía y la música, pero sí sabía apreciar una voz bonita.

    Casi se sintió preocupado de que siguieran el viaje a pie, y decía «casi» porque de haber estado preocupado del todo habría bajado y se ofrecería a ir con ellos. Pero sólo estaba casi preocupado, despidió con un gesto a la pareja y contempló cómo las tres figuras se iban haciendo más y más borrosas a medida que el carro se alejaba.


    *


    Corinto tenía la curiosa habilidad de ser una ciudad más animada por la noche que por el día, y eso que a pleno sol no escaseaba el público por sus calles. Digamos que el público nocturno se dedicaba a ciertas cosas que convenía hacer a escondidas.

    Su primera opción de hospedaje fue la casa de Clímene, conocía a la mujer y sabía que no le negaría un techo. Pero quien estaba en la casa era el marido, que no dudó en cerrarle la puerta en las narices y mandarlo a paseo. Cuando amenazó con llamar a la guardia supo Megacles que sería mejor buscar otra opción. Fue cuando encontró a Axelia y Demetrio, que le acogieron con la mejor de las intenciones y rechazando las monedas que estaba dispuesto a pagarles.

    La bondad genuina escaseaba en tiempos de guerra, y Megacles temió que vendieran su ropa y sus armas mientras dormía, pero amaneció con todas sus pertenencias y un desayuno caliente a la mesa. Hasta Demetrio se ofreció a acompañarle al mercado y señalarle el camino hasta el templo de Afrodita en lo más alto de la ciudad.

    Megacles había visitado tantísimos templos a lo largo de su vida, y no era la primera vez que pisaba Acrocorinto, pero siempre se sentía sobrecogido al pisar un lugar sagrado. Esta vez, quien sabe si fue por la construcción en sí o la falta de ropa (llevaba una túnica prestada, sin una sola pieza de armadura), se sintió especialmente vulnerable, como si mil ojos observaran todos y cada uno de sus pasos, desde el primer escalón al templo hasta dentro del mismo.

    A diferencia de otros fieles, que gritaban pidiendo los favores de la diosa, Megacles prefirió arrodillarse y rezar de manera mucho más íntima y privada. Nadie, además de Afrodita, tenía por qué saber qué le pedía. Y pidió por el buen descanso de Filiso.

    Tardó un buen rato en irse, más que nada porque le gustaba el olor del incienso y las flores, pero se obligó a irse cuando, además de los gritos de fe y devoción escuchó ¿jadeos? Bien, las heteras tenían tanto derecho como cualquier otro ciudadano de ganarse el jornal. Rechazó varios ofrecimientos, a cada cual más atrevido, y regresó a la casa de Axelia y Demetrio... ¡y otra vez tropezaba con el egipcio!

    «¿Siempre han sido los dioses tan caprichosos?», pensó cruzando el patio, no tenía nada que decirle a ese hombre ni a la parejita que habría venido con él. Pronto descubrió dos cosas: una, su «fama» había traspasado fronteras y llegado a Egipto; y dos, la pareja que formaban lazarillo y muchacha estaba en problemas.

    Sonrió escuchando lo que decía el egipcio, no le gustaban las malas noticias que daba, pero sí lo mucho que le estaba costando pedir ayuda. Había dado con alguien orgulloso, egoísta y malhumorado; terrible combinación.

    —¡Pero hombre, claro! —exclamó de pronto—. ¿Cómo no iba a ayudarte? Es más, guarda esas monedas, que lo haré gratis. Es lo que merece alguien que no ha parado de insultarme, ¿verdad? —también dio un golpe en la mesa, atrapando la mano del egipcio, apretó un poco el puño mientras se inclinaba hacia él—. Viniendo de ti, no aceptaría ni toda la fortuna que debe bañar el Nilo —soltó una segunda risita liberando su mano—. Buena suerte con el rescate, la vas a necesitar.

    No se le ocurrió despedirse y siguió su camino hacia la habitación que había usado esa noche, encontrando aquí su ropa y sus armas recién afiladas (justo lo que le pidió a Demetrio en el mercado). Se esperaba la llegada de Axelia, pero no tan pronto. La mujer entró y cerró las puertas hecha una furia.

    —¡¿Cómo puedes no ayudarle?! ¡Ha perdido la vista! ¡No tiene nada que ofrecer y él solo no podrá recuperar a sus compañeros! —se quejó—. ¡Hazlo por nosotros! ¡Mi marido y yo te pagaremos lo que sea! Pero, por favor, ayúdale, salva a esas pobres criaturas.

    —Si no acepto dinero de alguien que no tiene ni para comprarse unas sandalias, ¿qué te hace pensar que lo aceptaré de una embarazada? —preguntó cruzándose de brazos, viéndola ladear la cabeza—. En unos meses tú y tu marido necesitaréis cada moneda que entre en esta casa, créeme, no lo parezco pero también soy padre.

    —¡Pero no puedes dejar a este chico a su suerte! ¡Por favor!

    —Y no voy a hacerlo, pensaba ir a por esos críos apenas me prepare.

    —Pero... ¿entonces? ¿Por qué le has dicho esas cosas tan feas?

    —Es un correctivo —rio, Axelia había ladeado la cabeza hacia el lado contrario—. Ese jovencito tiene unos modales terribles y un ego desmesurado, hay que hacerle frente y esperar que se corrija —suspiró—. Axelia, mujer, voy a cambiarme, que sigo llevando ropa prestada, ¿vas a mirarme o...? —sonrió con su sonrojo, no tardó en darse la vuelta—. Le he dicho eso para que reflexione un poco y cambie de actitud. No podría dormir tranquilo sabiendo que dos críos inocentes están en manos de unos bandidos.

    —Sabía que eras un buen hombre.

    —Un mercenario no puede ser un buen hombre, Axelia.


    A Axelia le faltó tiempo para volver al patio y explicarles a los dos hombres el plan original del ateniense. Demetrio alabó su buen corazón y le dio unos golpes al hombro a Khnum, pero no consiguió arrancarle ni una palabra.
    Cuando Megacles salió de la casa (ajustándose la correa que cruzaba su pecho y mantenía sujeta la lanza a su espalda), encontró al egipcio junto a la puerta.

    —Dice que quiere acompañarte —explicó el matrimonio casi a la vez.

    —Tú te quedas aquí —pero Khnum levantó su vara como una barrera, impidiéndole avanzar.

    —Sería mejor que te quedaras —comentó Axelia—. No podrás hacer mucho contra unos bandidos, estás... estás ciego.

    Si bien las cejas de la mujer se alzaron de la sorpresa, a Megacles se le escapó la risa con la respuesta que dio, ganándose un reproche por parte de Demetrio.

    —Haga usted lo que quiera, faraón —bromeó tirando de la vara, logrando que Khnum se acercara a él—. Yo parto ya mismo, no hay tiempo que perder.

    Y el egipcio le siguió, pero iba despacio. Muy despacio en comparación a Megacles, que parecía que siempre tenía prisa y al caminar casi corría. Hábito del ejército, ser lento era un lujo que podía costar la vida, tanto la suya como la de sus compañeros.

    Intentó tener paciencia y recordar que el chico estaba ciego, era natural que se moviera más despacio. Pero Megacles no era un hombre paciente, fue con él y, ni corto ni perezoso, se lo cargó al hombro como si fuera un saco de cebada.

    No pudo avanzar demasiado de lo mucho que se removía y quejaba el egipcio, ¡incluso le había mordido! No le importaron sus heridas y le soltó, cayendo Khnum al suelo desde su hombro. No fue una caída elegante y más de un curioso se llevó las manos a la cabeza.
    Megacles se agachó y agarró su cabello, tirando de él para quedar frente a frente.

    —He aceptado no sólo a ayudarte sino a que vengas conmigo —habló mucho más serio a lo que esperaba, suspiró para calmarse—. Caminas más despacio que las tortugas, y si seguimos a este ritmo cuando demos con los bandidos será demasiado tarde. Antilo, tu lazarillo, tendrá una daga en el estómago y por ahí se escaparán sus tripas; y Damalis, su tierna noviecita, estará mal atada a un árbol con las piernas rotas. ¿Quieres que ése sea su final? Porque yo no. Así que deja de oponer esta resistencia inútil y colabora, ¿estamos?

    Le volvió a cargar de la misma forma, y aunque Khnum se siguió revolviendo, no fue lo suficiente como para llegar a molestar. Pareció encontrar un lugar seguro aferrado al pañuelo o a las correas.


    *


    Le había pedido cualquier información sobre el lugar para poder situar con mayor precisión el accidente. No se esperaba que el egipcio le hablara con tanto detalle de las heridas que le había hecho a uno de los bandidos, y también le sorprendió que supiera identificar el acento, ¿cómo alguien de Egipto podía identificar los acentos de los griegos?

    La zona donde ocurrió todo olía a laurel, según le había dicho, lo que reducía el perímetro de búsqueda. Los bosques alrededor de Corinto eran frondosos, cualquier ayuda era muy bien recibida. Y fue gracias a todas las pistas que pudo encontrar el pedazo de dedo arrancado, lo que quedaba de él.

    —Es un buen punto de partida —comentó mirando los restos, quien sabe qué pájaros se habían encargado de picotear la carne, dejando poco más de la uña y algo de piel circundante—. Debe haber un rastro de sangre, lo seguiremos y daremos con ellos.

    Tuvo suerte, porque no sólo vio sangre sino también pedazos de tela enganchados a algunas ramas.
    —Ten, ¿lo reconoces como de tu lazarillo? —le dejó el retal entre sus dedos—. Parece lino, es marrón. Un pedazo muy pequeño si alguien intentara quitarle el quitón. ¿Crees a tu lazarillo tan inteligente como para dejar un rastro que seguir? Ten, este trozo es verde, ¿puede ser de la muchacha?

    Y siguieron los pedazos de tela de uno y otro color hasta llegar al improvisado campamento que habían hecho los bandidos. Se agazaparon detrás de unos matorrales, y aunque el egipcio quiso comentar algo sobre los frutos o flores que había en estas plantas, Megacles le estampó la mano en la boca para que no hiciera ni un ruido.

    —La muchacha es muy lista —admitió en un susurro—. Cuando se le acerca alguno de los hombres, cuatro en total, no son muchos, les enseña las manos y grita. ¿La oyes?

    Sí, Damalis gritaba con tanta fuerza que de milagro no se desgarraba la garganta, mentaba a las diosas de la luna y se encomendaba a Artemisa, le pedía que tomara las vidas de los hombres que quisieron tomarla a ella. Pedía para ellos un castigo peor al de Acteón y entonces les escupía y enseñaba sus manos, teñidas de sangre. Astilo, quizá convencido de su actuación y aterrorizado, o quizá cómplice de la treta, gritaba y suplicaba que le alejaran de Damalis; estando los dos con sus tobillos atados, era una misión complicada.

    —Es muy lista —repitió—. La sangre es suya, del periodo. Mete las manos entre las telas y... —soltó una risita—. Bien parece que estos hombres nunca hayan visto a una mujer menstruando. Me alegro por ella, se ha salvado gracias a su ingenio —apartó la mano (todavía cubría la boca del egipcio) y removió su bolsa y las correas—. Ten, si te manejas bien con un palo, con esto lo harás mejor.

    Le entregó al egipcio la punta de una lanza. Había pensado venderla en el mercado esta mañana pero el comerciante le había ofrecido tan poco por ella que prefirió conservarla y usarla como daga. Sin saberlo, había tomado la decisión correcta.

    —Cógela por aquí... no, no dejes ahí los dedos. Te cortarás —movió cada uno de sus dedos hasta indicar cómo debía sujetar la hoja y no cortarse—. Tajos de arriba a abajo —y le hizo mover muy despacio el brazo en esa dirección—. Eso es, como si pintaras un mural. El peso de la hoja hará el trabajo por ti, será más fácil para esos bracitos de niña que tienes —se esperaba su refunfuño—. Después de cortar asegúrate de clavar, no importa el sitio, y sigue haciéndolo hasta que el enemigo deje de respirar, ¿entendido? Bien —suspiró preparando su lanza, liberándola de la correa y comprobando, una vez más, su estado—. Ahora, en posición y oído alerta, voy al campamento. Si alguien se acerca, no seré yo.


    Damalis cogía aire para una nueva ronda de gritos y pataleos, antes se giró hacia Antilo y el muchacho asintió conteniendo el aliento, la falta de aire enrojecía su rostro y llenaba de lágrimas sus ojos. Los teatros y anfiteatros de toda Grecia se estaban perdiendo a dos grandes talentos de la actuación. Pero entonces vieron una lanza salir disparada hasta atravesar el abdomen de uno de los bandidos. El grito de Damalis fue de auténtico terror, pero consiguió calmarse cuando Antilo le señaló al ateniense.

    Megacles corrió a por su lanza, la arrancó de cuajo y giró para atravesar a un segundo bandido. Le dejó caer y atacó al tercero con la espada, después de unos tajos le vio desplomarse y se abalanzó contra el cuarto, dándole tal placaje que acabaron los dos en el suelo. Ahí no le costó mucho rebanarle el pescuezo.

    Rescató su lanza antes de liberar a Astilo y Damalis.
    —El egipcio debería estar bien escondido —le dijo al chico, que salió disparado hacia los matorrales que le señaló. Encontró a Khnum, pero también la punta de una lanza enterrada entre las costillas de uno de los bandidos.

    «Así que al final eran cinco hombres», pensó Megacles cuando el grupo se reunió. Mientras Damalis comía las sobras de carne que dejaron sobre la hoguera, Megacles revisaba las bolsas de cada uno, rescatando muy pocas monedas.

    Se puso en pie escuchando los primeros aullidos.
    —Los lobos no tardarán en llegar. Se darán un gran festín y para entonces deberíamos estar muy lejos de aquí —le quitó las sandalias a uno de los bandidos y fue con el egipcio—. Si no quieres que vuelva a cargarte, ponte eso —por supuesto, Khnum se negó—. No me pueden importar menos tus remilgos y reparos, oh faraón. Tienes los pies llenos de heridas y ahora mismo eres lastre, peso muerto. De estar en el ejército te dejaríamos atrás.

    —¡Pero no lo estamos! —le defendió Astilo.

    —Afortunadamente, o estaría solo con tres cadáveres —suspiró—. Ponte las putas sandalias o te arranco uno a uno los dedos de los pies para alimentar a los lobos, ¿estamos? Venga, en marcha.


    *


    Hicieron una única parada junto al riachuelo, pausa que aprovecharon para beber agua y refrescarse, Damalis además pidió algo de intimidad para asearse un poco, momento en el que Astilo y Megacles se giraron para darle la espalda (Khnum se libraba pues la presencia de un hombre ciego no la incomodaba en absoluto).

    —Es usted un guerrero formidable —le dijo a Megacles, alzando un poco la voz—. Atenas ha perdido a uno de sus mejores hombres.

    —Atenas ha perdido muchas cosas con el paso del tiempo.

    —¿Y no me hablará usted de ellas?

    —Muchacha, no es el mejor lugar para charlas. Cuando lleguemos a Corinto hablaremos largo y tendido de lo que quieras.

    —Le tomo la palabra.

    —¿De quién fue la idea de usar la tela como pistas en el camino?

    —¡Mía! —respondió Astilo levantando el brazo—. Sabía que mi señor vendría a por nosotros, no sabía que vendría acompañado.

    —¡Doy gracias a los dioses! —Damalis rio un poco, y hasta Khnum pudo notar la fuerza con la que Astilo apretó puños y dientes—. Ya he terminado, podemos marchar cuando usted quiera, eh, ¿está bien que le llame por su nombre?

    —También puedes tutearme.

    —De acuerdo... Megacles —sonrió al escucharle reír—. ¿Puedo preguntarte cómo es la vida de mercenario? ¿Es un trabajo emocionante?

    —Bueno —hizo una pequeña pausa, no para dar emoción a la respuesta ni mucho menos, sino porque Damalis decidió colgarse de su brazo y caminar a su lado—, no es una vida apta para todo el mundo. Y tampoco la vida que deseo vivir, pero los dioses disfrutan tejiendo nuestros destinos.

    —Pues te desenvuelves divinamente con la lanza y la espada.

    —Y tú eres una muchacha más lista que muchos estrategas que conozco.

    —¿De verdad lo crees?

    —No tengo por qué mentir —y miró hacia atrás escuchando su risa, decir que Astilo le asesinaba con la mirada era quedarse corto. La mirada de ese chico le mandaba directo a las puertas del Hades sin opción de vuelta. Quiso comentar algo al respecto pero una sombra sospechosa le hizo actuar por instinto.

    Empujó a Damalis contra Astilo (pesaba tan poco la muchacha que no le costó mucho hacerlo) y corrió hacia Khnum.

    —¡Egipcio, al suelo!

    Megacles fue el primer sorprendido de que obedeciera, se había preparado para pasar por su lado, pero Khnum se agachó y pudo saltar sobre él sin ningún problema, le lanzó su yelmo a aquella figura y luego amenazó con la espada. Bien, no hizo falta, el soldado alzó las manos como señal de rendición y se marchó de vuelta al bosque.

    «Me están buscando», pensó recuperando el yelmo, colgándolo a un lado de la cadera, contrario a la espada.

    —¡Megacles! —a Damalis no le afectó haber acabado casi a gatas sobre Astilo, porque se incorporó de golpe para ir con Megacles—. ¿Estás bien? ¿Quién era? ¿Le seguimos?

    —No, tranquila. No es nada.

    —Era un soldado ateniense —dijo Astilo poniéndose en pie, ayudando luego a Khnum—. ¿Te siguen porque eres un traidor? —nunca tuvo el lazarillo tanto miedo como ahora, Damalis le dedicaba toda su ira en un vistazo.

    —Efectivamente —respondió Megacles, que le importaba bastante poco un truncado romance juvenil—. Razón de más para apurar el paso hasta Corinto. Debemos separarnos cuanto antes, no estáis a salvo conmigo.


    *


    La tripa más que abultada no impidió a Axelia saludar a cada uno del grupo con un fortísimo abrazo. Demetrio no se quedó atrás con sus besos y apretones de mano.

    —¡Daremos una gran cena! —exclamó—. Axelia, ¿qué te parece la idea?

    —¡Me parece una idea estupenda! Podemos asar algo de cordero o...-

    —Ahorraos mi ración, no haré noche aquí.

    —¿Cómo que no? —le divertía que muchas veces hablaran a la vez—. ¿Y dónde vas a dormir?

    —Tengo amistades en Corinto. Hace un tiempo ayudé a una mujer, Clímene, que seguramente me esté buscando por un desencuentro que tuve con su marido.

    —Ah, las mujeres infieles abundan en Corinto. Creo que sólo tú eres la excepción, querida.

    Megacles rio pero prefirió no explicar las intimidades de Clímene, algo alejada de la monogamia según le había dicho aquella vez.
    —Como os digo, dormiré en otro lado, quizá volvamos a vernos. Cuidaos.

    —Eres tú el que tiene que cuidarse —dijo Damalis sin querer soltar su mano con las despedidas—. Te rodean muchos peligros. Ten mucho cuidado, por favor.

    —Y tú cuida bien de un lazarillo muy tozudo —rio con el resoplido de Astilo—, y cuídate de los caprichos de un faraón —le dio un golpecito en la frente, la maldición seguramente vino en egipcio porque no la entendió—. Cuidaos de los bandidos y todo irá bien. Jaire.


    Astilo se quedó cruzado de brazos viéndole irse, no soportaba el brillo en los ojos de Damalis cuando miraba al ateniense. Mantuvo el malhumor hasta en la cena y tampoco mejoró cuando Demetrio se burló de sus «celos infantiles», ¡no estaba celoso! ¿Cómo iba a estar celoso de un hombre así?

    —¡Ese hombre traicionó a Atenas! —explotó mientras recogía los platos—. ¡Y traicionó a su esposa por irse con otro hombre! ¡Un espartano! ¡No te hace ningún bien en un hombre sin honor! ¡Por algo le llaman tragaespadas!

    —Astilo, ese hombre tuvo sus motivos para hacer lo que hizo —Axelia pidió calma dejándole la mano en el hombro, pero Astilo se removió para apartarla.

    —¡Es una rata traidora! ¡Y tú le miras como si hubiera caído del mismo Olimpo! ¡No se merece ni que le hablemos!

    El golpe que le dio Damalis fue tan fuerte que se cayeron los platos que cargaba, cortándose Astilo varios dedos y hasta en las pantorrillas.

    —¡Es un hombre que ama tanto y tan fuerte que incluso traiciona a la tierra que le dio la vida por estar junto al ser amado! —fue su turno de gritar—. ¡Un amor tan profundo, tan sincero y devoto que traspasa las fronteras! ¡Megacles fue valiente como pocos al atreverse a seguir los deseos del corazón y tú, y toda Grecia, os burláis de algo así de honorable! —dio un pisotón al verse incapaz de controlar sus lágrimas—. ¡Nunca podréis amar de esa forma a nadie! ¡Por eso os burláis! ¡Porque os consume el odio y la rabia que os pudre el corazón desde dentro! ¡Axelia, Demetrio! Lamento mucho las molestias, ¡pero yo tampoco pienso dormir aquí esta noche! ¡Jaire!

    —¿Qué? Espera, espera, ¡Damalis!

    Pero Damalis no esperó y se marchó siguiendo los pasos de Megacles, más que dispuesta a acompañarle en sus viajes. Quería demostrarle que no estaba solo, que por lo menos existía una persona que no rechazaba sus acciones, que podía considerarla una amiga. Su historia le despertaba tal compasión que al verle al final de la calle se lanzó a sus brazos, llorando a moco tendido contra su ropa.
    Por supuesto, Megacles no entendió nada, pero le sabía muy mal dejar a la muchacha llorando por la ciudad.


    Algo lejos de allí, Astilo se había sentado en uno de los bancos que había en el patio de la casa para limpiarse las heridas. No se sorprendió cuando Khnum se le sentó al lado, iluminándole con vela y palmatoria.

    —Es mejor que se haya ido con ese tragaespadas si tanto le admira, ¡verás qué poquito tarda en volver porque se volvió a ir con un espartano! —se quejó secándose las lágrimas—. Yo la liberé de su tío, ¿y qué hizo ese hombre? ¡Nada! Yo solito me habría encargado de esos bandidos, y encima contigo allí, me habrías ayudado —se quejó al apretar demasiado el trapo húmedo por el cortecito de la pierna—. Ojalá no la volvamos a ver, ¡es una egoísta! Y a ese hombre tampoco quiero verle, ojalá se muera por ahí o le maten los de Atenas —suspiró—. Sé que pensamos lo mismo, señor, no hace falta que disimules.


    SPOILER (click to view)
    QUOTE

    assassins-creed-odyssey-characters-compared-8un Brodie griego de gratis pues porque sí (y porque me vale como detalle a esa correa que le he dado al Megacles)
    es SUPERGUAPO el hijoputa #ayuda


    -me gustó el artículo, aprendí cositas y por ello lo comparto: LINK

    -aprendiendito con el juego, usan el "jaire" cuando se despiden. Así que ahí lo tienes, buenas tardes XD
     
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    Astilo miró al ciego con cierta inquietud. El egipcio no había dicho absolutamente nada ni durante ni tras la discusión que había terminado con Damalis abandonando la casa de Axelia y Demetrio. Se había sentado a su lado, pero nada más.

    Ahora que estaban preparándose para dormir —compartirían además habitación, durmiendo uno junto al otro—, el egipcio se sentó y se quitó la venda de los ojos para doblarla y dejarla sobre su bolsa. Hizo una pausa de sus movimientos y suspiró, llamando así la atención de Astilo, quien se tensó, pensando que, por fin, iban a hablar del tema.

    —Mañana tendré que preguntarle a estos dos cuál es el mejor sitio donde colocarnos para cantar.

    Astilo parpadeó, confuso, e incluso ladeó la cabeza. Buscó esos ojos vacíos, de un color que siempre le había llamado la atención —era como un aceituna grisáceo, extraño, pero muy bonito—, pero no vio ni rastro de broma en su expresión.

    —¿Y qué pasa con Damalis y el ateniense?

    Ahora sí, el egipcio alzó una ceja con cierta sorpresa.

    —¿Qué quieres decir?

    —¿No vas a decir nada sobre que se hayan ido? —intentó Astilo mientras tomaba la fíbula del ciego para colocarla sobre la venda, en la bolsa.

    —¿Y qué voy a decir? Pensaba que estabas contento. De hecho, antes has dicho que esperabas no volver a verlos.

    —Ya, pero…

    El egipcio esperó, expectante, pero la respuesta no llegaba, y es que Astilo estaba gesticulando vagamente, intentando dar con las palabras adecuadas. Como el ciego no se caracterizaba precisamente por su paciencia, pronto resopló y se acomodó mejor sobre el colchón, tumbándose.

    Astilo suspiró y se tumbó a su lado, mirando su perfil recortado por la cada vez más escasa luz de la palmatoria.

    —Es mucho mejor así —dijo por fin el egipcio, a lo que Astilo, como si esas palabras le hubiesen quemado, se volvió a incorporar, quedando sentado a su lado y mirándole patidifuso. Aunque esto, por razones obvias, su amo no lo podía saber —. Te distraía y encima ha sido una desagradecida. Contigo, que como bien dices la has salvado de su tío, y conmigo, que le he pagado el pasaje hasta aquí. Así que estaremos mejor sin ella. Sólo tú y yo, como debe ser.

    —Bueno, eso tampoco es justo —empezó a articular el lazarillo, claramente cohibido por la contundencia del otro.

    —¿No? Son tus palabras, no las mías —el egipcio todavía tenía los ojos abiertos; los movía por el techo como con un leve temblor, como si no acabase de controlar muy bien dónde los fijaba. Ahora entrecerró un poco los párpados, pero no se giró —. Aclara tu corazón, niño. Piensa bien qué quieres. ¿Prefieres intentar hacer las paces con ella o continuar con tu vida dejando ese asunto sin resolver?

    —Yo… No lo sé —musitó Astilo, agachando un poco la cabeza. Se miró sus manos, que descansaban sobre sus rodillas, y apretó los labios para intentar contener unas lágrimas que querían escapar.

    —Toma la decisión de la que menos te vayas a arrepentir. Y ahora haz el favor de tumbarte y estarte quieto o no podré dormir.

    Astilo le vio cerrar por fin los ojos y darse media vuelta, quedando de lado y de espaldas a él. Le observó unos segundos, acabó por suspirar y se tumbó, soplando la vela para sumir la habitación en la oscuridad de la noche.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —La gente de Corinto es mucho más generosa que la de Orneas —exclamó Astilo alegremente. Por el sonido de metal y cuero, deducía que estaba guardando las monedas que acababa de contar.

    —Bueno, los de Orneas tampoco tienen dónde caerse muertos —fue la respuesta del ciego, provocando una pequeña risa en su joven lazarillo.

    Astilo se había levantado esa mañana de mejor humor. Canturreaba mientras se lavaba y había estado haciendo parloteando en el desayuno. Axelia le había preguntado en voz baja a Khnum a qué se debía ese cambio con respecto a la noche anterior, pero el egipcio sólo se había encogido de hombros.

    Aunque, si tuviese que apostar, diría que el buen humor era debido a la resolución que había tomado con respecto a aquella chiquilla, Damalis.

    Lo cierto es que Khnum también estaba de buen humor, o al menos con un humor algo mejor a lo usual. Axelia le había llevado del brazo a una zona de descanso dentro de una bulliciosa ágora, y allí Khnum había estado cantando diversas historias, algunas traídas de otras ciudades, algunas inventadas por él mismo.

    Su voz, clara y bien modulada, acompañada por los golpes rítmicos de su bastón y la siringa que Demetrio le había dejado a Astilo, había atraído pronto a curiosos viandantes, niños, mujeres, también hombres e incluso trabajadores que hacían un alto en sus tareas para comer algo y escuchar alguna canción.

    Hacía meses que no recolectaban tanto dinero y aplausos. Quizá podrían quedarse allí un par de semanas, moviéndose por distintos puntos de la ciudad cada pocos días, hasta agotar al público y tener que cambiar de población.

    En ello pensaba Khnum, haciendo sus cálculos, cuando Astilo le hizo detenerse. Habían estado caminando en busca de un lugar donde comer antes de hacerla ronda de la tarde, pero el egipcio bien sabía que no sería cualquier sitio: Astilo, en realidad, estaba buscando a Damalis. Y parecía haberla encontrado, a juzgar por las prisas con las que tiró del brazo de su amo.

    —¡Pero bueno! —sonó la voz de la chica, con un tono de irritación y molestia algo suavizado con respecto al día anterior —¿Acaso nos estáis siguiendo?

    —Efectivamente —respondió Khnum, sonriendo con malicia al escuchar el jadeo sorprendido de Astilo por su honestidad —. El niño ha estado lloriqueando toda la noche…

    —¡Eso no es cierto!

    —… quejándose de haber sido tan borde —completó el ciego como si no hubiese escuchado sus quejas.

    —Oh… —la voz de Damalis pareció algo más dulce.

    —¿Por qué no os sentáis en otra mesa, coméis juntos y habláis un poco? Yo puedo quedarme con… —soltó un dramático suspiro antes de mover la mano de forma vaga en la dirección en la que imaginaba que estaba Megacles —Él.

    Ambos chiquillos aceptaron el acuerdo, y Astilo pareció tan entusiasmado que hasta se le olvidó ayudar a Khnum a sentarse. Con un gruñido, el ciego tuvo que tantear con bastón y mano hasta dar con la mesa, y después bordearse con cuidado. Agradeció con un gesto la ayuda de Megacles, pero en cuanto el ateniense soltó su mano, se la frotó contra el quitón, como para limpiarse.

    Al darse cuenta, pues lo había hecho de forma inconsciente, apretó el puño y alzó un poco la mano, todavía dirigiendo su cara hacia el frente y un poco hacia abajo, hacia la mesa.

    —No es personal —dijo en voz baja, escuchando el resoplido del mercenario —. Igual que cuando me cargaste al hombro —suspiró, llevándose una mano a su propio hombro, todavía vendado. Había recordado cómo le había dolido el día anterior por revolverse como un animal —. Odio sentirme inmovilizado y no me gusta que me toquen. Así que cuando me levantaste, yo… Bueno, entré en pánico —acabó por reconocer con la voz con la que diría que hacía un buen día —. Habría mordido y golpeado a cualquiera.

    No llegó a añadirlo, pero sí se le pasó por la cabeza que cuando alguien le cogía de esa forma, no solía ser para aligerar el paso. Cierto es que desde que iba con Astilo no había recibido más ataques de ese tipo, en parte porque Astilo podía avisarle, en parte porque ir en grupo siempre era más seguro, pese a todo, pero había pasado mucho tiempo solo.

    Se le torció un poco el morro al recordarlo, pero acabó por apretarse el puente de la nariz sobre las vendas con un nuevo suspiro, respirando hondo. Alzó un poco la cabeza al escuchar pasos acercándose y la ladeó hacia un lado cuando un chico le preguntó por su comida.

    Una vez el joven se fue, Khnum se acomodó mejor en el banco, apoyando bien la espalda en la pared que le servía de respaldo. Podía oír las conversaciones de la gente, el trasiego de personas yendo y viniendo, incluso el ruido de la calle —por lo que dedujo que estaba cerca de una ventana—. Prestó algo más de atención a la mesa más cercana, donde estaban Damalis y Astilo, y relajó los hombros al escuchar que la cosa parecía estar yendo bien.

    Le había aconsejado a su lazarillo que fuese humilde, que se tragase su orgullo y pidiese disculpas mil veces si hacía falta. Él mismo entendía la ironía de aquello, siendo que su disculpa hacia Megacles había sido bastante vaga.

    —Supongo que no te han vuelto a atacar —comentó, aunque cuando Megacles le dijo que había un par de atenienses comiendo en otra esquina del local, se le escapó un resoplido mientras cruzaba los brazos sobre el pecho —. La gente tiene muy poquita cosa que hacer, ¿eh? Ir por ahí persiguiendo a un excompañero… ¿No deberían estar luchando por esa ciudad a la que tanto aman? Hasta donde yo sé, seguís en guerra.

    Guardó silencio cuando le trajeron su comida. Le sorprendió un poco lo corta que había sido la espera, pero luego supuso que eso se debía, simplemente, a que Corinto era bastante populosa y los ritmos eran algo más acelerados que en ciudades más pequeñas.

    Se inclinó un poco sobre la escudilla y aspiró el olor del potaje. Su estómago se quejó con impaciencia, ya que llevaba horas sin probar bocado, pero el vaho que golpeaba su cara le decía que era mejor esperar a que se enfriase.

    —He oído muchas canciones sobre ti, y no lo negaré, también he cantado algunas. Supongo que ya lo sabes, pero hay como dos grandes versiones: la de un soldado lujurioso, casi un sátiro, que se encama con el enemigo por morbo y hedonismo, y la de un hombre enamorado que compone poemas y ramos de flores para su ser amado. Me da igual —dijo rápidamente, alzando una mano —qué versión sea más acertada. No voy a hablar contigo del tema, sólo quería decirte admiro ese arrojo. Aunque creo que las relaciones entre dos hombres sólo traen problemas para todos, entiendo lo que es hacer sacrificios por las personas a las que quieres. Y sé que no hay sacrificio más difícil que dejar a esa persona irse —añadió en voz más baja, con el ceño un poco fruncido.

    Era cierto. Él había dejado Egipto en busca de su hermana, pero no había tardado mucho en darse cuenta de que era una misión estúpida y que no valía la pena. ¿Qué iba a hacer, convertirse en una carga para ella? ¿Y si estaba casada y con hijos? ¿Y si estaba soltera y viviendo su mejor vida al no tener que cuidar a un padre deprimido y a un hermano ciego? Hablando de eso, Achly ni siquiera sabía que Khnum había perdido la vista.

    En definitiva, había abandonado aquella idea. Achly estaría mejor sin él, no había mucho más que añadir al respecto. Así que sí, había decidido liberarla de su anterior familia, con la esperanza de que tuviese una nueva.

    Empezó a comer, por fin, sorprendiéndose cuando el primer bocado le llenó la boca de un delicioso sabor a cerdo, bien jugoso y magníficamente combinado con el resto de ingredientes. Se le escapó una especie de gemido de puro placer gastronómico y siguió comiendo con ganas redobladas, casi olvidando al hombre que tenía al lado.

    Sólo frenó el ritmo, aunque sin detenerse, cuando escuchó dos pares de pisadas acercarse.

    —¿Os habéis arreglado? —preguntó aún con la boca medio llena, ganándose un nuevo resoplido del ateniense.

    —Creo que sí —comentó Damalis con voz dulce, como tímida, recuperando así su tono habitual.

    —Nos gustaría seguir caminando juntos un tiempo —añadió Astilo, haciendo después una pausa —. Pero ella no quiere irse del lado del ateniense, así que iremos con ellos.

    Ante esta resolución, Khnum, que había empezado a tomar un trago de vino diluido, se atragantó y empezó a toser, dándose golpecitos en el pecho. Terminó inclinado hacia adelante, tomando una amplia bocanada de aire, para después enderezar la espalda. Su cabeza se giró un poco demasiado a la izquierda, como si les mirase de medio lado, y alzó las manos en una gesticulación propia de los mercados egipcios.

    —¡No puedes tomar esas decisiones por tu cuenta!

    —¡No tienes que venir si no quieres! —respondió Astilo en un nuevo arranque de rebeldía adolescente —Seguro que encuentras a otro lazarillo.

    —¡Pero…! —tomó aire, pero no salieron palabras de su boca abierta, y acabó soltando un gruñido mientras se frotaba de nuevo el puente de la nariz sobre las telas —¿Por qué no puedes volver a ser un niño en vez de este tocapelotas en el que te has convertido?

    —Oh, venga, ¡no será tan malo! —empezó Damalis.

    —Os recuerdo —interrumpió Khnum —que este hombre es perseguido por soldados bien entrenados. Él mismo quiere separarse de nosotros, ¿se os ha ocurrido preguntarle si le apetece formar una caravana? —nunca un silencio había sido tan claro —Eso me parecía a mí.

    —Ah, ¡pero podría ser beneficioso para todos! —volvió a la carga Damalis —Seremos más ojos vigilando los caminos…

    —Más gente de la que él tendrá que estar pendiente.

    —¡Podemos repartirnos todas las tareas!

    —Acabará habiendo discusiones.

    —¿No volveremos a sentirnos solos?

    —El niño y yo somos dos, por lo tanto, no estamos solos. ¿Tú te sientes solo?

    —¿Eh? Yo…

    —¡Pero bueno! —Khnum enderezó la espalda con el pisotón que dio Damalis. Se la imaginó llevándose las manos a la cintura, o tal vez cruzando los brazos bajo el pecho —¿Por qué eres siempre tan negativo?

    —No soy negativo, soy realista.

    —¡Venga, egipcio! —habló ahora Astilo —La compañía tampoco está tan mal…

    Khnum apretó los labios y torció la boca. ¿Astilo estaba proponiendo una tregua en esa pelea unilateral con Megacles? ¿Sólo por estar más tiempo con Damalis? Soltó un pequeño gruñido mientras repiqueteaba los dedos contra la mesa.

    —Hoy ha sido nuestro primer día en Corinto y hemos recibido más dinero que en las últimas dos semanas juntas. No podemos irnos ya, no si tenemos la posibilidad de ahorrar por una vez.

    —¡Pero…!

    —Ni peros ni mierdas —interrumpió a su lazarillo con voz tajante —. Y ahora, si me disculpáis, me gustaría terminar la comida antes de que se enfríe del todo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Khnum aceptó con un gruñido la cantimplora que Astilo le pasó y dio un largo trago, sin importarle mucho que parte del agua cayese de sus comisuras y resbalase por su mentón y cuello. Al terminar, se secó un poco con el brazo y le devolvió la cantimplora. Estaban junto a una Fuente de agua natural, así que imaginó que Astilo la estaba rellenando de nuevo, por el sonido metálico que escuchaba.

    Suspiró, dejando uno de sus brazos sobre la pierna que tenía doblada, y se tensó cuando Damalis, que estaba a su lado, se puso en pie de golpe.

    —¡Por ahí viene Megacles! ¡Hola! —saludó alegremente, y Khnum juraría que estaba dando saltitos y moviendo al menos una mano en el aire.

    —No armes tanto escándalo, pareces una cría —pidió Astilo con un tono que parecía clamarle paciencia a los dioses —. Ah, mira, hablando de crías. Se acercan tres niños, egipcio.

    —Hmn —fue la respuesta del ciego, una forma de pedir más información que Astilo entendió al instante.

    —Se han detenido a unos cinco metros —dijo en voz baja, inclinado sobre su oído —y cuchichean, mirándonos de vez en cuando. La mayor tendrá diez años y lleva a uno de cuatro o así en brazos. La mediana tendrá siete y… Oh, espera, ahora la de siete coge al niño. La mayor se acerca.

    Khnum ladeó la cabeza primero hacia Megacles, que acababa de llegar junto a ellos, hacienda un pequeño asentimiento a modo de saludo, y después se giró hacia la niña, que se había detenido a una distancia que, seguramente, consideraba prudencial.

    —¿Qué ocurre, pequeña? —preguntó con una voz bastante más suave a la que solía emplear.

    —Oh, hmmn… —la pequeña parecía claramente nerviosa, pero Khnum, contra su naturaleza impaciente, no la apuró —Mis… mis hermanos y yo te hemos oído cantar antes y… ¡Nos han gustado mucho tus canciones!

    —¿En serio? —su sonrisa pareció genuine —¿Cuál ha sido vuestra favorita?

    —¡La del guerrero de piel de cocodrilo! —dijo ella, claramente más relajada ahora que había comprobado que el ciego no la iba a echar a gritos o golpes.

    —También es mi favorita de las que he cantado hoy.

    —Y, hmmn… —la chiquilla volvió a su estado nervioso, aunque seguía teniendo más fuerza en la voz —Nos preguntábamos… ¿Por qué te vendas los ojos? Quiero decir, todos los ciegos que hemos visto hasta ahora tenían la cara descubierta…

    —Oh, ¿era eso? —Khnum rio suavemente, su primera risa sincera en un largo tiempo —Dile a tus hermanos que se acerquen y os lo dire a lost res.

    —¿Cómo sabes que somos tres? —preguntó ella, maravillada.

    —Venid y os lo digo.

    La niña llamó a sus hermanos, y una vez Khnum consider que había prolongado suficiente el silencio para crear una auténtica atmósfera de expectación, sonrió y alzó un poco el mentón.

    —En realidad, no soy ciego —al escuchar los jadeos de sorpresa, su sonrisa se ensanchó un poco —. Mi problema es que puedo ver más que la gente normal.

    —¿De verdad? —preguntaron las dos niñas a tiempos distintos. Khnum asintió y se echo un poco hacia adelante, acercándose a ellas.

    —¿Sabéis todos esos espíritus de la naturaleza que se ocultan del ojo humano? Las ninfas, los sátiros… Bueno, yo puedo verlos incluso cuando son invisibles para los demás. Y resulta que un día, sin querer, vi a una ninfa que se estaba bañando. Yo no quería violar su intimidad, así que rápidamente aparté la vista, pero su padre, que era el espíritu de un río, no opinaba lo mismo y creía que tenía malas intenciones con su hija —hizo una pequeña pausa, sintiendo la tensión de las niñas —. La ninfa, que sí me creía, salió en mi defensa y consiguió que su padre no me matase, pero a cambio tuve que prometerles que siempre cubriría mis ojos para que algo así no volviese a pasar nunca.

    —Hala…

    —¡Es increíble! —dijo una nueva voz, la niña de siete años —¿Y cómo era la ninfa? —preguntó, ahora en voz más baja, como si le diese miedo que el río la oyese?

    —¿Ves a la chica que me acompaña? —preguntó, haciendo referencia a Damalis —Se parecía bastante a ella. Con la piel clara como la nieve y el pelo rubio como el oro.

    La conversación no duró mucho más, y una vez las niñas se habían ido —correteando, como cualquier niño de su edad—, la sonrisa de Khnum se borró de golpe. Apoyado en su bastón y en una mano de Astilo, se levantó con un pequeño gruñidito y movió el pie que se le había dormido por estar demasiado rato sentado en el suelo.

    —¿Los has atraído? —preguntó en voz baja. Al escuchar la confirmación de Megacles, el egipcio asintió un poco —Perfecto.

    —¡Espera! —Damalis no sólo gritó, sino que se puso frente a él, con las manos en su pecho. La reacción de Khnum fue agriar la expression y retroceder un paso y medio, alejándose así de ese toque inesperado —Lo que les has dicho a esos niños… ¿Es verdad?

    —¿Cómo va a ser verdad? ¿Tienes acaso la cabeza rellena de paja o qué?

    —¡Podría serlo! Yo he visto a alguna ninfa por el bosque cercano a Orneas…

    —Lo que has visto ha sido alguna joven que estaba con su amante entre árboles y arbustos.

    —¡Pero! ¡Me has descrito!

    —El niño me describe a toda la gente que considera relevante. Así puedo hacerme una imagen mental de con quién estoy hablando.

    —Oh… ¿Y cómo visualizes a Megacles? —dijo Damalis con pura curiosidad, hacienda que Astilo escupiese el agua que había empezado a beber.

    —He dicho que describe a la gente que considera relevante. Por lo que a mí respecta, el ateniense es como un gran montón de nada con una higiene deficiente y trocitos de metal adheridos al cuerpo —antes de que se montase una nueva pelea entre adolescentes, decidió volver a tomar la palabra —. Pero a veces puedo ver como… pequeñas luces de colores, sobre todo de tonos brillantes, como azules, rojos, verdes…

    —Un momento —Damalis parecía pensativa por su voz —. ¿Cómo sabes qué colores son?

    —Porque no nací ciego —fue la única respuesta que la chica obtuvo —. Ahora, si me disculpas, tengo que hablar con unos soldados sanguinarios. Niño.

    —Sí, eh… —las manos de Astilo le ayudaron a orientarse, girandole un poco hacia la derecha —Todo recto, unos noventa pasos.

    —Gracias —dijo Khnum, revolviéndole el pelo antes de echar a andar.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Esto es una idea terrible —suspiró Astilo.

    —Últimamente, todas mis ideas os parecen terribles —gruñó Khnum.

    —Sinceramente, puede que esta sea la peor idea que has tenido jamás.

    —Nah —el egipcio se ajustó mejor la venda de los ojos y respiró hondo —. Créeme.

    —¿Y cómo sigues vivo? —preguntó Damalis con auténtica preocupación.

    —Es una buena pregunta. Supongo que los dioses se divierten viéndome ir de un lado para otro.

    —Ay, por los dioses —suspiró otra vez Damalis —. Megacles, por favor, déjame agarrarme a tu brazo porque me tiemblan los tobillos.

    Khnum soltó un resoplido divertido al escuchar los dientes de Astilo rechinar.

    —Todo irá bien —gruñó el chiquillo.

    —¡Oh! No lo sé, no lo tengo claro. Tu amo ha apostado nuestra libertad. ¡No quiero ser esclava de uno de esos brutos!

    —No lo serás —dijo Khnum —. Si pierdo, huiremos. Y si no podemos huir, nos mataré a los tres y ya está. Nadie será esclavo de nadie.

    —¿Lo dice en serio, Astilo? —nunca la voz de Damalis había sonado tan aterrada.

    —¿Sinceramente? Yo… ya no lo tengo claro —respondió un inseguro Astilo, consiguiendo que Khnum soltase una carcajada corta.

    —Confiad un poquito en mí, joder.

    —Cuesta confiar en un ciego con una herida grave en un hombro y los pies destrozados que va a enfrentarse a un soldado ateniense perfectamente sano y entrenado.

    —Hablando de, ¿aún no llegan?

    —Le dijiste de quedar al anochecer —dijo Astilo con un suspiro —. No deberían tardar mucho en llegar, el cielo ya se está cubriendo de naranjas.

    —Lo que no encuentro es la luna —añadió Damalis.

    —Hoy no la verás —susurró Khnum.

    Efectivamente, la espera no duró mucho más y al cabo de unos cinco o diez minutos llegaron tres personas, los tres hombres que habían estado siguiendo a Megacles y con los que Khnum había hablado unas horas antes en el ágora.

    —No son horas para que los niños estén despiertos —fue la forma de saludar del cabecilla del grupo —. No si no están lavando mi ropa o haciendo pan para mañana, claro.

    —O preparándose para calentar mi cama… —comentó otro del grupo, consiguiendo las risas de sus dos compañeros.

    Khnum también rio, pero de una forma tan falsa y ruidosa que acalló las risas de los atenienses.

    —¡Soy tan graciosos, chicos! Ojalá pudiera veros las caras, seguro que cualquiera os confundiría con cómicos por la calle. ¿Habéis escrito los chistes o se os han ocurrido ahora? ¡Porque menudo trabajo!

    —Ya veremos si hablas tanto cuando seas mi esclavo personal y tengas la boca llena de mi polla —habló el cabecilla, esta vez en un tono molesto.

    —Pues estoy seguro de que podré seguir hablando con tu polla en la boca. No es que tenga la boca muy grande, pero… Ya sabes.

    —Córtale la lengua —le dijo el tercer hombre —. Y luego se la metes por el culo.

    —Quitarme la lengua sólo hará que su polla parezca incluso más pequeña cuando me la meta en la boca.

    —Odio esta conversación —esa era Damalis, quien parecía a punto de echarse a llorar. Khnum no lo sabía, pero se estaba refugiando tras Megacles.

    —Venga, acabemos con esto de una vez —otra vez, el cabecilla —. ¿Repasamos las normas con los testigos delante?

    —Claro —sonrió Khnum —. Nada de armaduras ni de armas —diciendo esto, soltó su bastón. No llegó a caer al suelo, así que imaginó que Astilo lo había cogido al vuelo —. El primero que quede inconsciente, pierde. El primero que grite «me rindo», pierde.

    —¿Por qué has dicho eso con acento ateniense? —musitó Astilo.

    —Si uno termina en el suelo durante diez segundos enteros, pierde.

    —Suena bien. ¿Empezamos?

    —Alto, alto. Hay que repasar primero las condiciones de la apuesta —dijo Khnum, quien claramente no tenía ninguna prisa por ponerse a dar golpes. Notó la inquietud en el aire en forma de sonidos que indicaban que los atenienses se estaban removiendo en su sitio. Pero eso era lo que quería, así que tuvo que contener una sonrisa —. Si yo pierdo, podéis hacer lo que queráis con el tragaespadas y los chicos y yo pasaremos a ser vuestros sirvientes. Si tú pierdes, juraréis por Ares, por Atenea y por vuestros dioses domésticos dejar en paz a este señor… y a nosotros, claro.

    —Vale, pero, eh… ¿Y si luchamos mejor mañana al alba? —preguntó el cabecilla.

    —¿Hmn?

    —Prácticamente no queda sol y hoy no hay luna y las estrellas apenas brillan.

    —¿Cuál es el problema?

    —¡Que dentro de unos minutos no vamos a poder ver ni a un palmo de distancia!

    —Entonces tendrás que vencerme rápido, ¿no? ¡Pero eso debería ser fácil! Como mi lazarillo no ha parado de recordarme en toda la tarde, yo sólo soy un ciego con una herida grave en el hombro y los pies destrozados y tú… tú eres un soldado bien entrenado, ¿no? Salvo… Que tengas miedo, claro. ¿Es eso? ¿Eres un cobarde? Porque eso explicaría que vayas acompañado de dos hombres para matar a un vejestorio retirado. Vaya —suspiró dramáticamente —. Así que estoy hablando con un niño asustadizo.

    Aquella provocación, dicha con una sonrisa petulante, fue suficiente para que el ateniense se terminase de decidir.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —¡Lo odio! —gruñó Damalis, dándole una patada a un mueble. Resultó que, en vez de darle con la sandalia, le dio con el dedo gordo del pie, haciéndola soltar una exclamación y dar un par de saltitos para luego sentarse frente al fuego.

    Habían vuelto todos a la casa de Axelia y Demetrio, quienes estaban encargándose de la cena entre besos y risitas. Megacles estaba a un lado, bebiendo algo de vino, y Astilo limpiaba un pequeño cuchillo que solía llevar al cinto.

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó el lazarillo.

    —¡Tu amo es un desagradable!

    —Sí, eso me cuadra —se rio Astilo, sacudiendo un poco la cabeza de lado a lado.

    —Le he limpiado los golpes y las heridas y hasta le he ayudado a entrar en la bañera. Pero en vez de darme las gracias, como una persona normal…

    —Sí, me lo imagino —el chico suspiró y la miró, ofreciéndole después una tela para que se cubriese los hombros.

    —Gracias —susurró ella, mirando después a Megacles, lo que hizo que Astilo pusiese los ojos en blanco y volviese a su tarea de limpieza —. ¿Siempre ha sido así?

    —No —Astilo se rascó una sien antes de seguir —. Cuando lo conocí era peor.

    —¡Imposible!

    —Lo juro —volvió a reírse por lo bajo —. Lo conocí hace algo más de dos años. Todavía no había perdido la vista del todo, ¿sabes?

    —¿En serio? Creía que la habría perdido de joven… —con la negación de Astilo, la cara de Damalis se tiñó de tristeza por empatía.

    —Aunque cuando nos encontramos apenas veía sombras. Estaba siempre de muchísimo peor humor que ahora, nunca reía, ni siquiera para burlarse de otros. Sólo buscaba pelea. Al menos hasta que…

    El chico se había callado de pronto, consiguiendo toda la atención de Damalis, que le miraba con los ojos bien abiertos, envuelta en la tela.

    —¿Hasta que…? ¡No me dejes así, por favor!

    Astilo suspiró.

    —Me matará a golpes si sabe que te lo he contado.

    —¡No se lo diré a nadie! —prometió ella, trazando una cruz sobre su pecho con la mano.

    El lazarillo la miró, luego miró a Megacles, pidiéndole con los ojos que también guardara el secreto, y cuando obtuvo un mudo asentimiento, suspiró de nuevo y se lamió los labios.

    —Una noche lo vi muy callado y, no sé, triste, y le pregunté qué le pasaba. Él olía a vino, así que supongo que estaba borracho. Me miró y me acarició la mejilla, y después se rio un poco y me dijo que apenas recordaba «su cara».

    —¿De quién? —claramente, Damalis estaba completamente sumergida en la historia.

    —No lo sé —dijo Astilo, encogiéndose de hombros —. Nunca me lo dijo. Lo máximo que le saqué fue que era una mujer que había venido a la Hélade hacía años y que la echaba mucho de menos. Luego comentó que él había venido aquí por ella, pero que lo mejor sería dejarla libre y no obligarla a cargar con un ciego cascarrabias. No me dijo mucho más, se puso a llorar y acabó durmiéndose abrazo a mí. No hemos vuelto a hablar del tema y creo que lo más sensato es dejarlo estar.

    Damalis, con los ojos brillantes por lágrimas acumuladas y la nariz enrojecida, asintió y se pasó una mano por la cara.

    —Sabía que en el fondo tenía un corazón tierno —dijo en voz baja.

    —Acabar de decir que le odias y que es un desagradable…

    —¡Es como una cebolla, con capas y capas de misterio! —se defendió ella.

    —¿Quién es como una cebolla? —interrumpió la voz del ciego. Acababa de terminar de secarse y vestirse, aunque aún tenía el pelo algo húmedo y el quitón no estaba bien alisado; Astilo se anotó solucionar ambos problemas en seguida —Ah, debe ser Megacles. ¿Por qué no aprovechar que el agua todavía no se ha enfriado del todo y te bañas? Es mejor un agua algo sucia que nada en lo absoluto.

    —Puedes ser una persona horrible, egipcio, pero estoy segura de que hay alguna parte de ti llena de amor y cariño.

    El ciego se quedó callado unos segundos, incluso estático en el aire, con la cabeza algo ladeada y una mano medio abierta, pero terminó por llevarse la mano a la cara con un largo suspiro.

    —Ni siquiera voy a contestarte. Niño, ayúdame —añadió, tendiendo una mano al aire.

    Astilo rápidamente se puso en pie y le tomó la mano para guiarle a un asiento. En el proceso, cruzó una mirada con Damalis, quien le sonrió y le guiñó un ojo, haciendo que su corazón palpitase más rápido y sus mejillas se enrojeciesen.

    Una vez acomodado, el egipcio dejó su cayado a un lado y suspiró. Tenía un corte en el labio y algunos moratones aparecían en su piel oscura; también tenía los nudillos y las rodillas llenas de heridas… Era de esperar, después de haber peleado con un hombre que era puro músculo y le sacaba media cabeza.

    Aunque había que admitir que su plan había sido bueno. El solsticio de invierno era la noche más larga del calendario, y se había sumado una luna nueva, por lo que una vez el sol había desaparecido, la visión había sido prácticamente nula. Pero ese era el terreno en el que el egipcio se movía, por lo que la oscuridad no había vuelto sus movimientos lentos y vacilantes, al contrario que al ateniense.

    Y para cuando los otros dos soldados consiguieron encender un fuego que alumbrase la escena, el ciego estaba sentado sobre el ateniense, retorciéndole los brazos a la espalda y pegándolo contra el suelo. Astilo además estaba seguro de que le estaba clavando una rodilla justo en el espinazo.

    Como fuese, esos hombres se habían ido y ahora estaba en una casa cómoda que olía a deliciosa comida. De hecho, Axelia y Demetrio no tardaron en llegar con la cena, y una vez tenían las tripas llenas, el egipcio aceptó, por petición popular, cantar una canción.

    Astilo, sentado a su lado, sonreía escuchándole, y es que aquella era su canción favorita de todas las que le había oído al egipcio. Era cierto que el ritmo no era para nada como el de las canciones griegas, pero la letra era entendible a sus oídos y la historia era bonita.

    Hablaba sobre un comerciante de Argos que llegaba a las costas del Nilo y caía profundamente enamorado de una hermosa muchacha egipcia. Noche tras noche, se acercaba al balcón de la casa de la joven, le regalaba una flor de loto y le cantaba historias sobre su bella Hélade.

    Pero el padre de la chica, cuando descubrió esas reuniones, decidió tenderle una trampa, secuestrando a su propia hija y enfrentándose al aqueo, quien, en vez de luchar, se arrodillaba frente a él, ofreciéndole su espada. «Prefiero morir ahora sabiendo que he amado con todo mi corazón de forma honesta antes que perder los afectos de mi amada o huir y vivir en la deshonra», era la respuesta del comerciante.

    La canción terminaba, por supuesto, con un final feliz donde el aqueo y la egipcia se casaban y bailaban entre pétalos de loto.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    —Épsilon —dijo el egipcio, consiguiendo que Axelia, que sólo pasaba frente a la puerta de esa habitación, se detuviese y asomase.

    Algo extrañada, vio al joven ciego con un brazo extendido. Su lazarillo estaba sentado a un lado, dibujando con el dedo una letra. Damalis les observaba atentamente y Megacles parecía también entretenido viendo la lección, aunque quizá era por las caras que ponía Astilo cuando no estaba seguro de cómo escribir la letra que el otro le pidiese.

    —Psi —fue la siguiente petición, haciendo que Astilo soltase un gruñidito.

    —¡Pero ahora vendría la eta! ¿No? —preguntó, buscando la aprobación del público.

    —No, idiota —el egipcio no dudó en darle una colleja, haciendo que Axelia tuviese que contener una risa —. Después de épsilon va dseta, y después de dseta va eta. Además, si te las pregunto siempre en orden, es imposible que te las aprendas bien. ¡Las palabras no están escritas por orden alfabético!

    —¡Ya, pero…!

    —Venga, no es tan difícil —el ciego soltó un pequeño resoplido y le cogió la mano, haciéndole ponerla hacia arriba para dibujar sobre su dedo —. Psi es como el tridente de Poseidón. ¿Ves?

    —Oh… Vale, lo entiendo.

    —Venga. Ahora lambda.

    —¡Esto es muy difícil!

    —¡Eres tú quien quería aprender a leer y escribir!

    —Egipcio —interrumpió la mujer con una sonrisa suave, consiguiendo que el hombre girase un poco la cabeza hacia ella —, ¿cómo es que sabes escribir en griego?

    —Yo era escriba antes de… —movió rápidamente una mano frente a su cara, como si la venda no fuese suficientemente elocuente —En egipcio hay tres escrituras oficiales, pero también aprendemos cuneiforme. El griego era un paso lógico.

    —¡Es increíble! ¿Tres sistemas de escritura? ¿Cómo podéis diferenciarlas?

    —¡En realidad es fácil! —la sonrisa que se abrió en el rostro del hombre mostraba que el tema realmente le interesaba —La escritura jeroglífica es sagrada, por lo que se usa para cosas muy concretas, como tumbas y templos. Además, es ideográfica, es decir, la forman símbolos como halcones, serpientes, ojos… Hay que saber dibujar para poder escribirla. La hierática es como una versión abreviada y se usa en un ámbito sacerdotal, y la demótica se utiliza para los asuntos cotidianos. Cuando trabajaba en el templo…

    Toda la emoción de su voz desapareció en ese momento. Parecía que un mal recuerdo le había golpeado, porque de pronto su rostro —o la parte de su rostro que se podía ver— perdió toda alegría, volvió a sentarse con la espalda recta y bajó la cabeza de nuevo, tendiendo otra vez el brazo.

    —Lambda, Astilo.

    Astilo miró primero a su amo y después a la mujer, con un tono de disculpa en la cara, para finalmente dibujar algo sobre el brazo del ciego. Damalis, contagiada por el cambio de atmósfera, se puso en pie y se acercó a ella, ofreciéndose para ayudarla con la colada, y Axelia le rodeó los hombros con un brazo mientras se alejaba de la lección.


    SPOILER (click to view)
    No me apetece comentar mucho, así que simplemente diré que esto es escritura demótica (x), esto es escritura hierática (x) y, aunque todos la conocemos, esta es la jeroglífica (x).

    Khnum puede escribir, aunque necesita ayuda para saber cuándo cambiar de línea, y quizá su caligrafía no es tan bonita como antes, pero bueno. Ya no puede dibujar, pero se me ha ocurrido que tuviese un retrato de su hermana (obviamente, la misteriosa mujer equisdé) en su bolsa. Esto es, en realidad, arte de época romana, ya en el "d.C.", pero eh, me gusta pensar que su dibujo más personal podría ser algo como los retratos de El Fayum (X).

    A ver qué te parece esto xdd
     
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    En una ciudad como Corinto, donde a las jovencitas sin compañía se les buscaba muy rápido un acompañante, la noche podría haberse vuelto muy complicada para Damalis; por suerte, encontró rápido a Megacles, y la buena de Clímene no tuvo reparos en aceptar en su casa a una jovencita de la que decía: «me recuerda tanto a mí, nos dejamos llevar por nuestros impulsos». Pensó Megacles que, por el bien de la propia Damalis, no se pareciera demasiado a la anfitriona.

    Quiso irse cuando la muchacha hizo las paces con Astilo, pero de alguna manera se vio arrastrado a la cena en casa de Alexia y Demetrio, después del enfrentamiento que tuvo el egipcio con los hombres que le seguían. Ese encuentro demostraba una realidad, y es que le seguirían a él y a quien fuera que le acompañara, ¿cómo tenía que explicarles que lo más sensato era seguir solo? Claro que le gustaba la compañía, le divertían los gestos del muchacho intentando llamar a como diera lugar la atención de Damalis, que le recordaba tanto a una de sus hijas (a la pequeña Elpis, que se describía a sí misma como una niña muy tozuda); y también estaba el faraón, al que no sabía si tachar de valiente o imprudente. Lo que sí tenía claro es que sabía usar la cabeza, una cualidad a tener muy en cuenta en el futuro.

    Le costaba mantener la risa durante la lección a Astilo, aunque le parecía de lo más irónico que un ciego diera clases de escritura. Le dio hasta pena marcharse al mercado, pero no podía dejar que una mujer embarazada hiciera la compra después de entenderse con la colada y haberle dado cama y comida estos días.

    No le sorprendió que Astilo insistiera en acompañarle en las compras, era la excusa perfecta para escaquearse de los estudios, y tampoco le extrañó que se les uniera Damalis.

    —No soportaría una hora bajo el mismo techo que ese hombre, ¡es muy desagradable! —Se iba quejando por el camino—. ¡Y un maleducado!

    —A mí me está dando apuro dejarle solo —comentó Astilo mirando hacia atrás, dedicándole una última mirada a la casa antes de doblar la esquina—. Sé que no le gusta que le ayude cuando se baña. —Suspiró—. Pero está ciego, ¿cómo no voy a preocuparme?

    —Está ciego, no impedido.

    —No tardará en estarlo si sigue metiéndose en peleas con soldados —dijo Damalis dando un paso al frente, sin ningún tipo de vergüenza se colgó del brazo de Megacles—. ¿Dónde crees que deberíamos ir cuando dejemos la ciudad? ¿Tienes algún plan?

    —Partiré en dirección contraria a la vuestra.

    —¿Qué? ¿Por qué? —Le miró tan sorprendida como ofendida—. ¡Ya habíamos acordado seguir juntos nuestro viaje! ¡Díselo Astilo!

    —Mi señor y yo pensamos seguir unos días más en la ciudad, hasta que el público se aburra de nosotros. —El chico se alzó de hombros—. Si te marchas ahora, no te seguiremos.

    —¡Astilo! —Soltó el brazo de Megacles y fue junto a él—. Eso ha sido una grosería, ¡discúlpate ahora mismo!

    —¡No he dicho nada que no sea verdad! ¡No tengo de qué disculparme!

    —¡Claro que sí!

    Megacles prefirió dejarlos a su aire, no quería interrumpir una discusión entre adolescentes, y se adelantó al mercado. Pudo comprar todos los ingredientes sin ningún problema, hasta se dio el capricho de un saquito de aceitunas; las pipas que escupía no eran, ni de lejos, lo peor que había ensuciado las calles de Corinto. Se dejó engatusar por el ganadero del humilde puestito y aceptó también una porción de queso. Era un alimento tan sabroso como frágil, obligado a consumirse cuanto antes mejor, sobre todo en estas fechas próximas al verano. No había que subestimar el calor del Mediterráneo.

    Se dejó contagiar del buen humor que inundaba las calles del mercado, y por esta misma razón no vio venir el gesto del pescadero. Supuso que la explicación a su ceño fruncido fueran las malas ventas o problemas con su señora, nunca podría imaginarse que ese hombre hubiera visitado Atenas el mes pasado, volviendo a Corinto con un nuevo enemigo al que dedicar todo su odio. Por supuesto, reconoció las telas azules que contradecían el adorno espartano de la espada; sabía quién era Megacles y le arrojó una cesta llena de cabezas de pescado.

    Se ganó unos gritos de sorpresa e incomprensión de los que intentaban comprar, y el pescadero aprovechó estos segundos de atención para señalar a Megacles, que se retiraba los restos de pescado como podía.

    —¡Los traidores como tú no sois bien recibidos en Corinto! —Le gritó llegando a escupir de rabia—. ¡Vuelve a Esparta a calentar las sábanas de su ejército!

    *



    A Astilo y Damalis no les hizo falta caminar demasiado para enterarse del incidente que había revolucionado ya a casi media ciudad. El propio pescador se subió al mostrador para contar lo que había oído en Atenas, sin ningún reparo en exagerar las historias con fines dramáticos. Contaba de Megacles que había vendido secretos del ejército ateniense a generales espartanos, que les recibía en su propia alcoba, o que en realidad había nacido en Esparta y llegó a Atenas en calidad de espía. Como nadie tenía pruebas (ni interés) para defender lo contrario, se aceptó esta versión como la auténtica, y para el final del día, una larga serpiente de rumores comenzó a envolver el nombre de Megacles con intenciones de devorarle.

    Clímene maldecía y daba vueltas en el patio trasero de su casa, asqueada de las habladurías que habían traído las sirvientas del mercado. Amenazó con despedirlas si volvía a oír esos rumores sin fundamento, y no se le pasó el enfado ni siquiera cuando apareció Megacles pidiéndole un lugar tranquilo para asearse. Y en ello estaba, frotándose el cuerpo con las toallas perfumadas que le alcanzaron las tímidas doncellas, bajo la mirada atenta de Clímene. Lamentaba no poder añadir a Megacles a su lista de amantes, pero supo conformarse con disfrutar de su desnudo junto a la fuente.

    —Doy gracias a los dioses que no seas un hombre pudoroso. —Y, ni corta ni perezosa, paseó su mano por la espalda de Megacles, bajando hasta apretar su trasero. Apartó la mano sólo cuando Megacles se lo pidió—. No creas lo que dice ese perturbado, le ocurre que su mujer tiene más actividad nocturna que las heteras del templo de Afrodita, y ha pagado su frustración contigo.

    —A estas alturas, ¿crees que me importan los cotilleos de la gente? —Sonrió—. ¿Qué tal si me miras a la cara, para variar?

    —Eso es perder el tiempo. —Le devolvió la sonrisa—. La chica que vino preguntando por ti, Damalis, ¿está bien?

    —Sí. —Asintió con la cabeza cogiendo otra de las toallas—. Ha acabado con un grupo de viaje… Interesante, digamos: un ciego y su lazarillo.

    —¿Un ciego recorriendo la Hélade? Qué valor.

    —Un ciego venido de Egipto recorriendo la Hélade.

    —¿Un egipcio? —Clímene se echó a reír—. Pobre Damalis, teniendo que parar en cada bola de estiércol para rezarle a un escarabajo, ¡y rindiendo pleitesía a cualquier gato que encuentren por el camino! —Exageró la reverencia—. Oh, dios minino, ruego que llene mis alforjas de ratones y me disponga de un buen tejado al que saltar. —Entonces rio tanto y tan fuerte que tuvo que sentarse en uno de los bancos, abanicándose con la mano—. Ah, me hacía falta una buena carcajada.

    —¿Has terminado ya de reírte de las creencias de otro?

    —Sí, por hoy es suficiente. —Volvió a reír limpiándose un par de lágrimas que arruinarían su maquillaje—. Venerar a un insecto que come mierda, por los dioses, ¿qué tienen en la cabeza esos salvajes?

    Megacles se alzó de hombros, más interesado en limpiarse que en entrar en debates sobre dioses y creencias. Damalis y Astilo no tardaron en encontrarle, guiados por las doncellas y aceptando la amabilidad de Clímene que hasta les ofreció algunos aperitivos, decía que tenía un gran espectáculo en su jardín.

    *



    Astilo entró en la casa soltando un par de insultos, sorprendiendo a Demetrio, que troceaba unas porciones de pan; si no se cortó un dedo fue, sin duda, por deseo de los dioses.

    —Te está comiendo la envidia —le dijo Damalis cuando Megacles entró en la casa para coger sus cosas.

    —¡Claro que no! —Se quejó Astilo sentándose en el banco junto a Khnum—. Sólo le envidio un poco, ¡pero muy poco!

    —¿Qué os ha pasado? —Preguntó Alexia entre risas, le divertían los refunfuños del muchacho.

    —Hemos visto a Megacles desnudo. —Explicó Damalis tan tranquila—. Astilo ha comprobado de primera mano la diferencia entre el cuerpo de un niño y un hombre.

    —¡Todavía estoy creciendo!

    —Podrás crecer toda la vida, nunca te parecerás lo más mínimo a Megacles, le viste bien. —Suspiró imitando las maneras exageradas de Clímene—. El propio Heracles le envidiaría: duro como el mármol y ardiente como el fuego.

    —Damalis, no creo que ésas sean formas de hablar. —Le riñó Alexia, preocupada por la influencia de la ciudad en ella, una jovencita influenciable—. Intenta moderar un poco el lenguaje, no es apropiado. —Se confirmaron sus sospechas al verla chasquear la lengua y girarle el rostro. Buscó un cambio de tema y siguió indagando—. ¿Por qué se paseaba Megacles desnudo por la ciudad? ¿Qué le pudo haber pasado?

    —En Corinto no se aceptan traidores. —Gruñó Astilo al contestar—. Sinceramente, se merece algo mucho peor a que le arrojen tripas de pescado, ¡es la perra de Esparta!

    —¡Me tienes harta con tus desprecios! —Damalis se puso en pie y le señaló—. ¡Megacles se irá y yo me iré con él!

    —¡Serás malagradecida! —Astilo no se quedó atrás y también se levantó, apartándola de un manotazo—. ¡Fuimos mi señor y yo los que te salvamos de las garras de tu tío! ¡Tendría que haberte dejado en aquella cocina, junto a los cerdos!

    —¡Por los menos los cerdos me ofrecerían mejor compañía! Pero no te preocupes, ¡que no volverás a verme la cara!

    —¿Qué os pasa ahora?

    A Megacles se le escapó el resoplido al reunirse con ellos. Comenzaba a ser lo normal ver a Astilo y Damalis discutir por cualquier motivo.

    —¿Pero cómo? ¿Marchas ya? —Demetrio optó por ignorar los restos de la discusión y hablar directamente con Megacles—. Todavía no hemos comido.

    —Debo irme cuanto antes, de lo contrario os traeré muchos problemas.

    —¡Eso mismo digo yo! ¿Por qué no te marchas de una vez? ¡Vuélvete a Esparta, que es donde tienes que estar! —El golpe vino por parte de Damalis, siendo más bajita que Astilo no llegaba bien a su cara, optó por dar un puñetazo a su tripa, siendo de lo más efectivo—. ¡¿A ti qué te pasa?!

    —¡Vámonos de una vez, Megacles! ¡Esta gente no se merece siquiera una despedida!

    Ajeno a sus deseos, Megacles sí se despidió. Le dio un abrazo a Demetrio, que le entregó unos pedazos del pan, y otro abrazo a Alexia cargado de buenos deseos en el parto; prefirió mantenerse alejado de Astilo, el chico le asesinaba con la mirada, y se acercó en su lugar a Khnum.

    —Usa bien esa lanza que te he dado, faraón. —Le revolvió el pelo y, al escucharle gruñir, le pellizcó también la nariz.

    Volvió otra vez a pasear por Corinto con Damalis colgada de su brazo. El plan era dejar la ciudad, pero no pensaba hacerlo con una adolescente, no quería esos dolores de cabeza en sus viajes. Así que optó por el único refugio que se le ocurrió: Clímene.

    Aceptó encantada a la chica, prometiéndole a Megacles que la cuidaría, e incluso actuaría de mediadora con el otro joven si llegara la ocasión de sentarse a hablar como personas civilizadas. Y por muy tentado que estuvo Megacles de quedarse para disfrutar del encuentro de Clímene con un egipcio de tan mal carácter como Khunm, tuvo que irse devolviendo la promesa de que regresaría pronto a Corinto para comprobar el crecimiento de Damalis bajo los cuidados de una de las mujeres más ricas de la ciudad.

    —La convertiré en una joven exquisita —dijo Clímene en la despedida, apretando los hombros de Damalis, justo frente a ella—. La haré una versión más joven de mí misma.

    —Eso es precisamente lo que me preocupa. —Bromeó Megacles, se agachó un poco para mirar los ojos de Damalis—. Esta casa es sólo temporal, cuando se te bajen los humos, regresa con ellos, ¿de acuerdo?

    —¡Pero…!

    —Déjalo en mis manos. —La interrumpió Clímene, le guiñó un ojo a Megacles y le despidió moviendo la mano de un lado a otro. Cuando Megacles desapareció calle abajo miró directamente a Damalis—. Primera lección, querida: al hombre preocupado báilale siempre el agua. —Se apartó un poco volviendo a sonreír—. Quiero decir, que una mentira piadosa no hace daño a nadie y mantendrá a ese hombre siempre de tu lado.

    *



    Habían pasado casi dos semanas desde que dejó Corinto, y casi echaba de menos las discusiones entre Damalis y Astilo, o las quejas de Khnum pidiendo silencio; formaban un grupo divertido, de eso no había duda. Agradecía estar solo en estos momentos en que se le escapaba la risa, le hubieran tachado de perturbado al reírse de la nada.

    El caso es que, con risa o sin ella, el cielo comenzaba a teñirse de negro cuando llegó a las murallas de Pelene. Por lo general, Pelene era territorio prohibido para un soldado ateniense, siendo la ciudad aliada del ejército espartano, pero supieron mirar hacia otro lado con la llegada de Megacles, después de todo, un enemigo de Atenas era un aliado en potencia. Esto lo sabía el polemarca Queimonas muy bien, máxima autoridad en la ciudad. Como cualquier hombre de cierto rango del ejército, Queimonas conocía bien la historia que compartieron Filiso y Megacles. En su momento la tachó como la mayor de las deshonras pero, con el tiempo, y viendo que Megacles se movía errante por los caminos, comenzó a ver aquella historia como un arma muy poderosa. Sólo tenía que esperar el momento perfecto para atacar con ella.

    Por ahora, se dio por satisfecho al guiar a Megacles a un alojamiento asequible, ordenando a dos de sus hombres que vigilaran la zona. Megacles se dejó caer en el catre apenas cerró la puerta de su habitación, el dueño del local incluyó cena y desayuno, además de servicio de lavandería. Esto era demasiado por unas pocas monedas. Giró un poco en el colchón para ver a la camarera sirviendo su cena, agradeció haberlo hecho, tuvo tiempo de posicionarse y rechazar la puñalada de un golpetazo. Forcejeó con la camarera (aunque, era evidente, no trabajaba aquí) y rodaron por la habitación buscando dominar la pelea. En menos de un parpadeo, ella presionaba un cuchillo contra su cuello, y él un pedazo de vidrio contra el suyo.

    La chica gruñó bajo Megacles, incapaz de zafarse, y acabó por admitir la derrota alzando las manos. Se preparaba para devolver golpes y tomar ventaja para defenderse, así que quedó de lo más sorprendida cuando Megacles se levantó sin muestra de querer pelear.

    —¿No vas a matarme? —Se puso en pie de un salto y volvió a apuntar el cuchillo hacia él—. ¿Cuál es el truco? ¿Qué quieres?

    —Come algo.

    —¿Perdón?

    —No sé si has envenenado mi cena, así que come algo. Si te niegas, sé que no deberé comer.

    Ella, después de digerir la desconfianza, bajó el arma. No sólo comió un par de pedazos de carne, sino que también bebió el vino. Volvió a mirar a Megacles al escucharle reír, las prisas de la chica por comer le recordaron, por un momento, a Khnum; ambos parecían animalillos asustados, siempre alerta incluso al comer.

    —¿Cómo sabías que venía a por ti? —Preguntó dejando la cena, se sentó a un lado de la mesa, y desde aquí vio a Megacles comer—. No creo haber sido demasiado llamativa.

    —Porque una camarera no tiene esos brazos. Y una prostituta, menos. —La señaló—. ¿Vienes de Esparta? ¿De Atenas?

    —De Egipto. —Y se retiró la capucha para mostrar su rostro. La mirada era una afilada que recordaba a la de un halcón, y por cómo tensaba la mandíbula Megacles se podía hacer una idea de su carácter serio, rígido y fuerte—. Trabajo para el que mejor me pague, en este caso, un hombre de Corinto que se oculta a las afueras de Pelene. Me pidió que acabase con el amante de su mujer, que además fue amante de un general espartano. No presté mucha atención a la historia, no me interesaba. —Se alzó de hombros—. Me faltará cobrar la mitad del encargo al no llevarle tu cabeza, pero sigo con vida.

    —Ese hombre, ¿se llama Fincias? ¿Y su mujer Clímene?

    —Ah, así que es cierto, te acuestas con ella. —Megacles no encontró las ganas para explicar que su relación con Clímene se mantenía en la amistad—. Ten cuidado, está cerca y está enfadado. Y sigues siendo mi objetivo. —Le señaló con el índice guiñándole el ojo—. No te perdonaré si dejas que otro se lleve mi recompensa.

    *



    El amanecer descubrió a Megacles durmiendo no en la habitación que le fue asignada, sino en la de enfrente. Fue una maniobra acertada, pues el pobre viajero que durmió en su cama no llegaría a despertar nunca. Dejó el alojamiento con la llegada de los soldados, pidiendo explicaciones al propietario por el cadáver encontrado en la habitación con cinco puñaladas a la espalda. En esa posada lloverían los problemas y Megacles no quería ser parte de ellos.

    Utilizó las últimas horas de la noche para terminar de escribir una carta que tenía pendiente, quería informar a Clímene de su situación y llevar sus saludos a Damalis. También le gustaría saber de Astilo y Khnum, y hasta del embarazo (o parto, con suerte) de Alexia. En dos semanas podían pasar muchas cosas, y lamentaba no saberlas.

    El problema estaba siendo el envío, el único servicio que no dependía de los hombres del ejército lo llevaban unos jovencitos con más pinta de ladronzuelos que de mensajeros. Le prometieron llevar cualquier texto al mismísimo Hades si se les pagaba lo suficiente, pero Megacles no se fiaba de unos chicos que decían ser más rápidos que el propio Hermes.

    —Hermes, protector de viajeros y mensajeros como nosotros —dijo el cabecilla dándose un golpe en el pecho—. A mis sandalias le salen alas cuando voy por los caminos.

    —Hermes también protege a los ladrones, ¿qué garantías tengo de que cumpláis lo que pido?

    —Tendrás que confiar en nosotros.

    Ése era el problema, que no se fiaba de un grupo de niños más interesados en el dinero fácil que en trabajar.

    —Tengo una carta que enviar. —Megacles reconoció esta voz y se giró hacia ella, vio a la chica de la posada (otra vez cubierta con la capucha) bajar de su caballo—. Tened, dos monedas. —Las lanzó al aire, y los niños tuvieron que saltar para atraparlas al vuelo—. Id a Corinto y buscad a una mujer llamada Clímene. Es guapa y elegante, y vive en la casa más bonita de toda la ciudad, no tiene pérdida. Tened. —Y lanzó una tercera moneda—. La carta la envía un tal Megacles, y tiene que llegar ya mismo, ¿estamos? —Los niños rieron cuando la chica sacó la carta del escote de su camisa, Megacles buscó en su alforja y se preocupó, ¿cuándo le había robado la carta?—. ¡Venga! ¿A qué esperáis?

    Los niños se echaron a correr, de lo más contentos por un nuevo encargo, y Megacles volvió a mirar a la mujer.

    —Con esto estamos en paz. No soporto deberle nada a nadie —dijo montando en el caballo—. Anoche tuve el que pudo haber sido un error fatal, fui descuidada. —Suspiró—. El hombre, Fincias, sigue en las afueras, le acompañan cuatro borrachos a los que pagó; sigue el olor a vino barato y llegarás hasta ellos. —Le hizo callar volviendo a alzar el índice—. Me perdonaste la vida y me invitaste a cenar, te he devuelto ya los dos favores. Nada de agradecimientos. —Acabó guiñando el ojo a modo de despedida—. La próxima vez que nos veamos me aseguraré de cobrar tu recompensa.

    Megacles la vio irse sin tener la menor idea de que ella era la mujer misteriosa que aparecía tantas veces en los sueños de Khnum.

    *



    Los hombres no se tomaron muchas molestias al montar el campamento, dejándolo al lado del camino sin ninguna cobertura o defensa natural al estar en una llanura. Megacles encontró a los cuatro borrachos durmiendo a pierna suelta y a un muy nervioso Fincias montando guardia que, al estar mirando al lado contrario, no se enteró de su llegada hasta que Megacles gritó y pateó a uno de los dormidos.

    —Largo de aquí. —No tuvo que repetirlo, las amenazas a punta de espada eran terriblemente efectivas. Guardó el arma y miró a Fincias, no sabía qué temblaba más, si sus tobillos o sus manos, incapaces de sujetar una daga—. Guarda eso, te harás daño. Sólo quiero hablar.

    —¡Claro! ¡Te acuestas con mi mujer y quieres narrármelo! —El hombre se revolvió, pero acabó lanzando la hoja al suelo, se sorprendió cuando Megacles negó esa supuesta relación—. Ah, lo dices para calmarme, ¿cierto? Desde que baje la guardia me matarás, ¡no te dejaré hacerlo! ¡Me defenderé con todo lo que tengo!

    —Escucha, payaso. —Y, por si acaso no le oía, se acercó y le levantó por el cuello de su camisa, levantándolo unos palmos del suelo—. Si hubiera querido matarte, ya lo habría hecho, ¿no te parece? —Le soltó y no se inmutó cuando cayó de culo sobre las rocas—. Clímene te engaña, lo sé yo y lo sabe toda Corinto, pero no lo hace conmigo y nunca te engaña a plena luz del día, siempre actúa con discreción y sensatez.

    —¿Qué iba a decirme un infiel no sólo a su mujer sino también a su patria? Los traidores os apoyáis entre vosotros.

    —He venido en son de paz, pero como sigas por este camino Clímene se convertirá en viuda, ¿me estás entendiendo? Bien. —Resopló—. Si la defiendo es porque es mi amiga desde hace años, y nunca me ha contado nada de embarazos. Los rumores de sus aventuras son sonados, sí, pero rumores al fin y al cabo, no son dañinos. Es una mujer casada con un hombre estéril que nunca ha tenido un bebé en brazos.

    —¿Y debo estarle agradecido por tener ese detalle conmigo? ¡Ya es bochornoso que mi mujer hable de cosas tan íntimas contigo, un desconocido! —Imitó a Megacles y resopló antes de sentarse frente a él, calentándose las manos en la hoguera—. Está encantada con esa joven, la cree la hija que nunca ha tenido.

    —Ni tendrá, sigue casada contigo y es una mujer cabal, no quedará embarazada de ningún amante.

    —Buena muestra de decencia al colarse en la cama de otros hombres.

    —Si busca diversiones fuera de tu cama es porque tú no se la das. —Fincias le miró como si acabara de decir una locura—. Clímene es una mujer muy activa sexualmente, eso por lo menos lo sabes, ¿no?

    —¿Y debo creerte cuando dices que no eres su amante porque…? —Fincias negó con manos y cabeza—. Sé muy bien cómo complacer a una mujer.

    —Eso no es lo que ella me cuenta.

    —¿Qué clase de conversaciones tienes con mi mujer?

    —Pues el tipo de conversaciones que debería tener ella contigo, me cuenta lo que a ti no, por no ofenderte. No todo el mundo sabe admitir su torpeza en la cama.

    —¡Yo no soy torpe!

    —Esto no te va a gustar. —Advirtió antes de señalar directamente su entrepierna—. Tenerla pequeña no es excusa para que tu mujer no disfrute. Veo que tienes buenas manos, y también boca, dales uso.

    —Manos y boca… ¿de qué iban a servir en la intimidad?

    —Por Afrodita, ¿y tú vives en Corinto? No me extraña que Clímene busque mejores compañeros.

    —¡Espera, espera! —Se levantó tan rápido que casi llegó a pisar el fuego, lo bordeó y atrapó la capa de Megacles para retenerle—. Parece que conoces el tema, cuéntame más, ¡tengo preguntas!

    —Esto es incómodo, como comprenderás. Clímene es mi amiga y tú su marido, no me parece bien hablar de ella a sus espaldas.

    —¡Te pagaré! ¡Tómatelo como un trabajo!

    *



    Había sido una charla extraña, Megacles nunca pensó que a su edad tuviera que explicarle a un hombre casado cómo hacerle el amor a su mujer. Pero no hizo ascos a las monedas, hasta prometió rezar para que Fincias siguiera cada uno de sus consejos y consiguiera mantener a Clímene en su casa.
    Regresó a Pelene pensando en qué reacción tendría ella cuando Fincias confesara de dónde venía su nuevo conocimiento, por un momento pensó que sería divertido regresar unos días a Corinto, pero descartó la idea viendo la sonrisa con la que le recibió Queimonas en el campamento militar. El asentamiento espartano en Pelene no era demasiado grande, pero sí eficiente, cumplía su función con creces y más de un ladronzuelo se pensaba dos veces si robar algo, teniendo soldados yendo y viniendo continuamente por las calles.

    No había tenido tiempo de pedir una copa de vino en la taberna cuando un par de soldados le informaron que el polemarca le buscaba. Se temió lo peor y no se equivocó al pensarlo.

    —No tengo ninguna intención de regresar a la guerra. —Repitió ya en la tienda del general, que le miraba cruzado de brazos desde su sitio.

    —Un enemigo de Atenas es un aliado de Esparta. Y no te pido que aceptes de inmediato mi propuesta, pero sí que te lo pienses. —Admitió Queimonas—. Y, mientras tanto, que acompañes a un pequeño grupo al puerto. Hemos detectado movimientos sospechosos.

    —¿Y Esparta no tiene buenos hombres que sepan explorar el terreno?

    —Ando escaso de personal. —Mintió con una sonrisa—. Eres un mercenario, pones tu hoja al servicio del mejor postor, me parece bien. Ten. —Y arrojó en la mesa una bolsita de monedas—. Ve con alguno de mis hombres y garantiza la ruta al puerto.

    —¡Señor!

    A Queimonas le molestó la interrupción, pero se relajó al reconocer el rostro de su hijo. No le sorprendió su expresión de terror porque estaba siguiendo perfectamente el guion establecido.

    —¡Atenienses en el puerto! —gritó el soldado quedando junto a Megacles—. Han atrapado a todo un grupo, señor. Solicito permiso para iniciar su rescate.

    —Por supuesto, Megacles te acompañará. Id solos y no levantéis sospechas.

    —Sí, padre.

    —Ateniense. —Megacles suspiró antes de girarse—. Debes saber que no me interesan los rehenes, liquida a todo el que no haya nacido en Esparta.

    Llegar al puerto había sido demasiado fácil, y encontrar un campamento abandonado hizo sonar todas las alarmas en Megacles: había caído en una trampa. Se giró hacia el soldado que vino con él, Tideo, y le encontró sirviéndose una copa, la bebió con prisas y no tardó en tomarse una segunda.

    —¿Estás bien? —Se le ocurrió preguntar, parecía que Tideo debía armarse del valor que da el alcohol para actuar.

    Tideo se acercó y le ofreció la botella, olisqueó y disfrutó del olorcillo tan dulce. Pensó que por una copa no pasaría nada, pero sí pasó. Se trataba de un vino adulterado que hizo temblar sus rodillas, incapaces de sostener su peso por más tiempo. Quiso alejar la bebida, pero sintió un beso húmedo, y tuvo que tragar el vino compartido de esta manera, que siempre le había parecido excitante.

    Consiguió parpadear en mitad de un suspiro, y entonces vio a Filiso. Eran sus manos callosas acariciando sus mejillas, bajando por su cuello para retirarle la capa. Escuchó su risa, vio sus dedos, sus ojos. Hasta le llamó y le contestó, era su voz.

    *



    Despertó con un dolor de cabeza tan fuerte que tuvo que llevarse las dos manos a cada lado, casi tapando sus orejas. Pasó unos segundos luchando por mitigar el dolor hasta que consiguió incorporarse lo suficiente como para quedar sentado. Se descubrió desnudo sobre una manta y, a su lado, Tideo dormido. Le despertó de un golpe y le escuchó quejarse entre maldiciones.

    —¿Qué llevaba ese vino?

    —No lo sé. —Tideo se cubrió con la manta y le dio la espalda, Megacles pudo ver los mordiscos por su cuello—. Déjame dormir, estoy agotado.

    —Aquí nadie va a dormir hasta que me expliques qué ha pasado.

    —Por el amor de Afrodita. —Tideo gruñó y volvió a girar, bostezó y consiguió sentarse—. Nos emborrachamos y follamos, ¿es tan difícil de entender? El vino sería uno barato, ¿yo qué sé? —Se le escapó otro bostezo—. ¿No me digas que quieres repetir? ¿Puede ser desde atrás esta vez? Prefiero no verlo.

    —Sé muy bien cómo soy follando.

    —Y me alegro por ti.

    —¡Que me escuches! —Megacles gruñó interrumpiéndole—. Conozco mis habilidades como amante, y nadie me ha mirado con miedo el día después. Tú no querías acostarte conmigo, no me deseas. —Le vio girar el rostro—. ¿Alguien te ha obligado a hacerlo? ¿Quién podría ordenar algo así…? Espera un momento, ¿es orden del polemarca?

    —Como ya te he dicho, estoy cansado. Haz lo que quieras, pero déjame dormir.

    Megacles nunca se había vestido tan rápido como aquella vez, comenzó el regreso a Pelene mientras recolocaba espada y lanza. Aunque no tenía planeado usar ningún arma, tampoco lo descartaba del todo, estaba tan perplejo como enfadado, no sabía cómo canalizar todo esto. Queimonas había ordenado a su propio hijo que se acostara con él, ¿qué tipo de persona era ese hombre?

    Parecía ser el tipo de persona que disfruta de una pequeña merienda al aire libre, untaba paté de aceitunas en un par de tostadas y comía mientras releía los informes de la guerra, seguramente trazando estrategias en su cabeza. Megacles dio un golpe en la mesa con las dos manos, y obligó a Queimonas a levantar la vista para mirarle a los ojos.

    —¿Ha habido algún problema en el puerto? ¿Por qué estás tan alterado? —Alzó las cejas, Megacles lanzó sobre sus tostadas la bolsita con las monedas que le había entregado—. ¿Y esto? ¿Quieres más dinero?

    —¿Usas a tu hijo de prostituta y me preguntas por qué estoy alterado?

    —Tideo es mayorcito, libre de elegir sus compañeros en el lecho. —Se alzó de hombros—. Sólo quise mostrarte que mi ejército te recibe con los brazos abiertos… y también las piernas.

    —Eres un monstruo.

    —No, soy un hijo de Esparta que piensa agotar todos sus recursos para ganar esta guerra. —Le respondió poniéndose en pie—. Y tú eres un recurso muy valioso. No voy a parar hasta que tu lanza atraviese el mismo corazón de Atenas, porque sé que lo puedo conseguir. Tú lucharás bajo la bandera de Esparta.

    Megacles negó con la cabeza y se marchó sin decir ni media palabra, le dolía saber que Esparta casi dignificaba a hombres crueles como Queimonas, pero trataba de escoria a hombres buenos de verdad, como era Filiso.

    No sintió el mínimo pinchazo de culpa al robar un caballo del ejército, cabalgando para dejar Pelene sin demora. Ahora bien, ¿a dónde ir cuando no tenía a dónde volver?


    SPOILER (click to view)
    *pues Damalis se dedicará al ocio puro y duro de la mano de Clímene, e imagino que le gustará una vida de fiestas, juegos de azar y mujerzuelas XD Puede volver al redil con los muchachos, o quedarse un tiempo de oveja descarriada (?)

    *esta mierda es: útil (x.)

    *y sí, Queimonas está dispuesto a prostituir a su hijo (idea: puede no ser la primera vez que lo hace)


    FAMILIA EN ATENAS (además de Ifianasa, su ex)
    Sus hijos (5): Lisipe, Mimnosa, Calíope, Exequias, Elpis
    (edad del padre en cada parto: 20, 22, 23, 26 [en estos años conoce a Filiso] 35)

    (♀) Lisipe (27) casada, ¿con hijos? [se repite con ella la historia de Ifianasa porque su marido también la engaña. Posible divorcio en el futuro. No habrá reconciliación con Megacles]
    (♀) Mimnosa (25) es 100% lesbiana [la Moira de la familia. Reconciliación inminente con Megacles, sabe algo de “amar a quien no debes”]
    (♀) Calíope (24) hace honor a su nombre y adora escribir/leer poesía [apoyó a Megacles, y quizás haya escrito alguna cosa sobre amores prohibidos, pero por la presión de los hermanos cedió al “odio”]
    (♂) Exequias (21) [anoté el nombre del AC, lo busco ahora en Google y “ceremonias religiosas que se celebran por un difunto”, diré que este niño nació viendo venir el fin del matrimonio de sus padres. Lo imagino un chico más bien triste, quizá se culpe (o haya culpado alguna vez) del divorcio]
    (♀) Elpis (12) otro nombre a propósito, fue la esperanza de Ifianasa por salvar el matrimonio [spoiler: sale mal]
    *sep, Khnum tiene la misma edad que su hija mayor
     
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    ¿Qué había hecho para merecer esto? ¿Era un castigo de los dioses por los crímenes que había cometido o era simplemente una mala jugada de los hados? Porque Khnum sabía que viajar con un adolescente sería difícil, ¡pero no habría podido jamás esperar algo como esto!

    Megacles se había ido, seguramente sin ser del todo consciente del caos que había dejado a su partida, y es que ahora el egipcio tenía que lidiar con el mal humor y las quejas de Astilo. ¿Y todo por qué? ¿Por envidias estúpidas? ¿Por un romance que se había visto truncado antes incluso de empezar?

    Khnum no era un hombre paciente, pero es que además no tenía ni idea de qué hacer con esta situación. Él nunca había sido así, nunca se había rebelado contra sus padres —no hasta que había sido ya mayor—, nunca había orbitado alrededor de una persona con la que discutía sin parar.

    Así que no tenía consejos que ofrecerle a Astilo, quien se había pasado dos días enteros refunfuñando y hablando de Damalis y Megacles. A veces se ablandaba y elaboraba en voz alta un plan para conseguir su perdón, y a veces hacía hincapié en lo malagradecida y petulante que era.

    El parche que ofreció Khnum, porque no era ni de lejos una solución, era intentar mantenerlo ocupado. Cuanto más se centrase en tareas varias, menos tiempo y fuerzas tendría para pensar en Damalis o en compararse a sí mismo con Megacles, ¿no?

    Demetrio al principio se opuso a esto, pero para el mediodía del primer día tras la partida de Megacles incluso ayudó a Khnum a darle tareas a Astilo. Esto no sólo les evitaba a todos el dolor de cabeza del mal de amores adolescente, sino que le permitía a él pasar más tiempo con su esposa, cuidarla ahora que se acercaba el fin del embarazo y que el peso de su vientre le provocaba dolores de pies y de espalda más frecuentes.

    Por desgracia, el problema de los parches es que se acaban cayendo antes o después. Y este se cayó una mañana, pocos días después de que Megacles se fuese de Corinto.

    Khnum y su lazarillo estaban en el mercado, frente a la herrería que Demetrio les recomendó. Habían conseguido en relativamente poco tiempo bastante dinero, y el egipcio había decidido apartar un poco para mejorar su punta de lanza. Al ser, eso, una punta de lanza, pensó que no le vendría mal tener un poco de mango. No tanto como una lanza completa, por supuesto, pero sí suficiente para poder manejarla con algo más de comodidad.

    —No necesito que sea bonita —dijo Khnum con calma, haciéndose oír entre el ruido del mercado —. No la voy a ver, de todas formas. Me basta con que sea resistente y lo más ligera posible.

    —Por supuesto, creo que tengo la madera indicada —le dijo la voz del herrero, rasposa por pasarse el día tragando el humo de la fragua —. ¿Necesita algo en especial?

    —No… Sí —se corrigió Khnum al momento —. Me gustaría alguna marca, me da igual si incisa, en relieve o con un cambio de textura, que me indique en qué dirección está la hoja. Para no cortarme por accidente o intentar apuñalar a un ladrón con el mango —añadió con una media sonrisa que se vio acompañada por la risa del herrero.

    —Creo que ya sé qué hacer. Vuelva mañana por la mañana, quizá lo tenga ya listo. ¡Aunque no se lo garantizo!

    —Perfecto, entonces. Hasta mañana —se despidió con una sonrisa suave.

    Puso una mano en el hombro de Astilo y empezó a alejarse de la herrería. Aún tenían que encontrar una verdulería, le habían prometido a Alexia llevar los ingredientes para la comida, pero Khnum le llevó a una zona con menos tránsito y le apretó un poco el hombro con seriedad.

    —¿Qué te pasa?

    —¿Ah? Nada, ¿por qué lo dices? —respondió Astilo de forma distraída.

    —Estás muy callado. Pero no callado normal, sino callado pensativo. Está claro que te pasa algo.

    Durante unos segundos hubo silencio. Khnum no sabía qué expresión estaba poniendo Astilo, pero sí notaba el movimiento de su brazo, por lo que estaba jugando con su ropa con cierto nerviosismo.

    —Creo que debería comprarle algo a Damalis.

    Ahora fue el turno de Khnum de guardar silencio unos instantes. Respiró hondo y se masajeó el puente de la nariz por sobre las vendas.

    —¿Por qué?

    —Porque he sido un auténtico idiota.

    Oh, vale, eso no se lo esperaba.

    —Un poco, la verdad.

    —Ya, bueno… —Astilo suspiró y se movió un poco, quizá para apoyarse en una pared o algo sólido —No sé qué me pasa con ella. Quiero hacerla feliz y que me mire con admiración, como mira a ese maldito traidor… ¡Agh! ¡Pero cuando me mira, sólo ve a un niño!

    —Es que eres un niño. Los dos sois niños. Las chicas siempre van a mirar a los hombres ya adultos, y en comparación los de su propia edad les parecen poca cosa.

    —¿Y entonces qué puedo hacer? —murmuró Astilo con una voz cargada de pesar.

    Khnum le apretó un poco el hombro.

    —No te va a gustar mi respuesta, pero lo mejor que puedes hacer es renunciar a ella.

    —¿Qué? ¡Pero-! —no pudo terminar de hablar cuando Khnum le tapó la boca con una mano.

    —Ofrécele tu amistad. De forma sincera y desinteresada. Sé su amigo. Conoceos mejor, creced juntos. Y, mientras tanto, esfuérzate por convertirte en un hombre hecho y derecho, si es lo que realmente quieres. Entrena tu cuerpo y tu mente, y déjate de niñerías como insultar a todo aquel al que consideras un rival —Quitó la mano y la puso sobre el otro hombro de Astilo —. En serio, ¿por qué tanto ataque a ese misthios? Si él está claramente desinteresado en esa niña.

    —No lo sé… —reconoció Astilo con un tono de voz que sólo se podía catalogar como avergonzado.

    Khnum le volvió a apretar los hombros y buscó apoyar su frente en la del muchacho unos segundos para después dedicarse a arreglarle el pelo y estirar su ropa mientras seguía hablando.

    —Debes ser paciente. Debes demostrarle que vales su atención. Y eso es algo que no se consigue con un par de semanas de viaje juntos, sino con meses, años incluso, de construir una relación sólida basada en la confianza y el respeto mutuo. Respétala a ella y haz que empiece a respetarte. Sé bueno con ella.

    —Pero… Entonces nunca estaremos juntos.

    —Quizá no —admitió Khnum —. Pero estoy seguro de que al daros ese tiempo ganaréis una relación tan hermosa que el amor más romántico dejará de tener importancia. Porque hay muchos tipos de amor, ¿sabes? Y ninguno se consigue por arte de magia. Todos requieren tiempo, cuidados y mantenimiento. Empieza por una amistad con ella y deja que las cosas sigan su curso de forma natural. Quizá os enamoréis, quizá te enamores de otra persona. Ni tú ni yo podemos saberlo, eso queda en manos de los dioses. Lo que sí puedo garantizarte, Astilo, es que dentro de no mucho tiempo te arrepentirás de todas las cosas feas que le dijiste y de todas las cosas bonitas que te callaste.

    —Ya empiezo a arrepentirme…

    —Bien. Amistad. Empieza por una amistad.

    —Una amistad… Está bien —su voz seguía sonando decaída, pero con un poco más de esperanza —. Gracias, egipcio.

    Con estas palabras, Astilo rodeó la cintura de Khnum con los brazos y hundió la cara en su hombro. Khnum se quedó estático unos segundos, pero después correspondió al abrazo, acariciándole la espalda con movimientos suaves.

    Aquella fue la primera vez en mucho tiempo que sintió la calidez de un abrazo sincero, y no pudo evitar pensar que eso, su relación con Astilo, tenía ya consolidado uno de esos tipos de amor de los que le había hablado.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Megacles no les había dicho dónde había dejado a Damalis, pero Khnum podía hacerse a la idea. Sabía que no se la había llevado consigo, no después de tanto insistir en que viajar con él era peligroso, así que estaba seguro de que la había dejado en Corinto. Y tenía que ser en la casa de alguien en quien confiase.

    Debía ser Clímene, la misma mujer que había aceptado tanto a Megacles como a Damalis tras la primera gran discusión de los dos adolescentes. Y, por suerte, encontrar la casa de Clímene no fue algo difícil, ni siquiera para un ciego.

    Era grande, estaba bien situada, y Astilo decía que era bonita y tenía un jardín bien cuidado, lo que era un logro de por sí, pero prácticamente un milagro cuando hablamos de Corinto.

    En circunstancias normales, Khnum y Astilo jamás habrían podido entrar en el recinto. No eran, precisamente, el colmo de la elegancia, incluso si estaban aseados y llevaban ropa limpia. Pero no eran circunstancias normales y la señora de la casa les invitó a entrar e incluso a tomar algo.

    De pie en un patio interior, esperando a la anfitriona, Astilo se removía hecho un manojo de nervios al lado de Khnum, quien simplemente le puso una mano en la espalda para intentar tranquilizarle.

    Entonces ladeó un poco la cabeza al escuchar pasos que se acercaban, y pronto se abrió una puerta y el olor de perfume invadió ese pequeño patio.

    —¡Oh! ¡Por fin nos encontramos! —dijo una exagerada voz femenina que sólo podía corresponder a Clímene —Pasad, pasad. La pequeña Damalis está esperándonos con bebida y algo de comer.

    —Muchas gracias —dijo Khnum con calma, dándole un pequeño empujón a Astilo para que empezase a caminar.

    Pronto llegaron a otra habitación más recogida, pero con ventanas abiertas que dejaban pasar algo de brisa, así como el sonido de los pájaros y de la ciudad. Khnum agradeció con un gesto la ayuda de Astilo para sentarse sobre unos cojines y volvió a asentir cuando tuvo en su mano una copa con vino aguado.

    —Buenos días, caballeros —saludó Damalis con un cierto retintín que hizo que Khnum apretase los labios para contener una sonrisa —. ¿A qué debemos el honor?

    Khnum se acercó la copa, oliendo el penetrante olor del vino antes de dar un pequeño sorbo que le permitió hacerse una idea de lo rica que debía ser Clímene para permitirse esa calidad. Quizá incluso vendría de sus propios viñedos. No sabía si tenía viñedos. ¿Con qué se ganaba la vida ese matrimonio?

    Mientras se preguntaba esto, se dio cuenta de que la pregunta de Damalis no estaba recibiendo respuesta, así que le dio un codazo a Astilo, quien dio un saltito en el sitio antes de carraspear y moverse.

    Khnum no necesitaba ver para saber que estaba echando mano de su zurrón, donde había guardado el paquetito, o que se lo estaba entregando a Damalis de una forma quizá poco elegante.

    Escuchó la tela desenvolverse y le dio otro sorbo al vino mientras Damalis ahogaba un jadeo de sorpresa.

    —¡Oh, por los dioses! —exclamó ahora Clímene —¡Es una horquilla preciosa!

    Khnum asintió. Era una horquilla de madera —negra, le había dicho Astilo—, bellamente labrada con la forma de una mariposa. Tenía alguna incrustación no de piedras preciosas, eso se les habría ido de precio, sino de otras maderas y un par de trozos de coral.

    Si se le preguntaba, no mentiría: él no habría comprado esa maldita horquilla. No porque no le pareciese un buen regalo, sino porque había sido un gasto mayor del que habría deseado. ¿Cómo podía ser que cada vez que conseguía algo de dinero, cada vez que pensaba que por fin iba a poder ahorrar, surgiese algo que le hiciese desprenderse de tantas monedas de vez?

    No se habían quedado a cero esta vez, pero aun así no estaba seguro de para cuándo les daría lo que tenían. Así que rezaba por poder exprimir un poco más Corinto antes de pasar a la siguiente ciudad.

    —Es, desde luego, muy bonita —convino Damalis —. Pero no vas a comprarme con ella.

    —No quiero comprarte —suspiró Astilo con nerviosismo. A su lado, Khnum sólo dio otro sorbito pequeño al vino —. Quiero disculparme contigo y… He pensado que no podía hacerlo con las manos vacías. Si no quieres saber más de mí, ¡te prometo que me iré! Y podrás hacer lo que quieras con la horquilla.

    Volvió a haber un poco de silencio, y entonces Clímene tomó la palabra.

    —¿Por qué no habláis a solas en la terraza? Así tendréis más libertad para expresaros…

    Su ofrecimiento fue aceptado por las dos partes y en cuestión de un par de minutos quedaron a solas Khnum y Clímene. La mujer tomó pronto el sitio de Astilo, sentándose justo al lado de su invitado, y le ofreció al otro un plato, apoyándolo con delicadeza tan cerca que el labio de la cerámica acarició su mano.

    Khnum dudó, pero movió la mano libre hacia el plato. Tocó un trozo de queso, lo cogió y lo comió, alzando un poco las cejas con sorpresa. Lo siguiente con lo que se topó fue con una uva, perfectamente dulce y en su punto preciso de madurez.

    —Son productos de primera calidad —comentó a modo de halago, ganándose una pequeña risa deleitada de Clímene.

    —¡Vaya! No esperaba que un egipcio distinguiese la calidad de los productos griegos.

    —Llevo un tiempo viajando —dijo Khnum ahora con el ceño un poco fruncido. No le había gustado la nota de desdén en la voz de la otra —. No sería justo comparar el fruto de vuestras tierras con el de las mías, pero hay una gama de calidades notoria.

    —No sé qué tipo de frutos puede dar el desierto que sean mejores que los de nuestras verdes tierras —contestó ella con calma, pero claramente con una sonrisita.

    —Los egipcios no vivimos en el desierto, sino en unas tierras tan ridículamente fértiles que se podría tirar estas pepitas en cualquier lado y brotaría una viña —dijo, mostrando las pepitas de la uva que se acababa de comer —. Claro que eso para vosotros debe parecer magia, siendo que tenéis que luchar por encontrar tierras cultivables —le respondió con una sonrisa tranquila.

    Clímene tardó un poco más en contestar.

    —Supongo que los dioses son sabios. Nosotros quizá tengamos más dificultades a la hora de cultivar, pero a cambio podemos trabajar rápido, sin tener que pararnos cada vez que veamos un halcón o una vaca para reverenciarlos.

    —¿Sí? Qué cosas, he oído que los aqueos rara vez hacen nada. No porque reverencien animales, sino porque se pierden en vino, sexo o peleas absurdas, normalmente referidas a vino y a sexo, por cierto.

    —Eso sólo dice que los aqueos sabemos vivir la vida.

    —Por supuesto. Y también que vuestras vidas son más cortas.

    Se esperaba un nuevo ataque, pero entonces escuchó la risa de Clímene. Lo tomó como una oportunidad para dar otro sorbo de vino y buscar un nuevo trozo de queso y una uva que comer a la vez.

    —¡Eres de respuesta rápida! Y hablas mi idioma mejor que algunos compatriotas. No esperaba eso de un salvaje con un escarabajo en el hombro.

    Khnum no pudo evitar llevarse una mano al hombro, donde su quitón quedaba sujeto gracias a una fíbula con forma de escarabajo. Frunció el ceño y ladeó un poco la cabeza, escuchando cómo Clímene masticaba lo que debía ser un poco de pan.

    —¿Salvaje? —preguntó despacio, y al escuchar un sonido de asentimiento de su anfitriona se mordió el labio —¿Crees que soy un salvaje?

    —Bueno, sólo basta con… ver las pintas que llevas —respondió Clímene sin atisbo de remordimiento —. Un quitón prestado, sandalias claramente más grandes de lo que corresponden… Y estás lleno de cicatrices y heridas a medio curar. No te peinas, al menos estás bien afeitado, y tus uñas están sucias. Y aun así eres de los mejores ejemplares de egipcio que he visto.

    —A esto no se le llama salvajismo, sino pobreza. Soy pobre, amada anfitriona. Salvaje me parece a mí que combines este vino con este queso. Cualquiera con un mínimo de gusto sabría que un queso de sabor tan fuerte debe combinarse con un vino joven, y no con uno de sabor complejo. Igualmente, ¿un vino afrutado acompañando uvas? ¿No te parece un poco redundante?

    —¿Ah? —consiguió balbucear Clímene.

    —Y no me hagas empezar con el olor.

    —¿El… olor?

    —Tu olor. Has combinado tantos perfumes que es hasta nauseabundo. Supongo que te has lavado el pelo con agua de rosas y la cara con agua de jazmín, y habrás perfumado tu ropa con orquídeas e hibiscos, ¿no? ¿Por qué? ¿Intentas atraer abejas? ¿No sería mejor que te restringieses a uno o dos aromas? La sencillez es la clave del éxito. Ya que tienes posibles, guarda la ropa con lavanda seca. Eso además prevendrá que se acerquen los insectos. ¿No es más económico e inteligente?

    Clímene pareció necesitar unos segundos, así que Khnum buscó en el plato hasta dar con un trozo de pan. Puso encima queso y uva y se hizo un bocadillito jugoso que ahogó en un poco de vino.

    —Damalis tenía razón —dijo por fin la mujer —. Cada vez que hablas me dan ganas de abofetearte hasta que se me caiga la mano.

    —Mn. Sí, suelo causar esa reacción. Supongo que este es el momento en el que me echas de tu casa, ¿no?

    —Oh, no, nada de eso. Eso sería muy incivilizado por mi parte, ¿no crees? Claro que seguramente estés acostumbrado a esos tratos en tus tierras. No, la verdad es que me divierte tu lengua afilada. ¡Deberías utilizarla contra la estúpida de Diona! Seguro que se quedaría boqueando como la merluza que es. Ah, ¡eso sería tan divertido de ver…!

    —Si me pagas lo suficiente, compondré una canción sobre ella.

    —Qué cosas —murmuró la mujer en tono divertido —. Empiezas a caerme bien y todo.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Ni Astilo ni Khnum esperaban regresar a casa de Alexia y Demetrio con Damalis. La chica insistía en que iba a seguir viviendo con Clímene al menos un tiempo más, pero quería ver a ese matrimonio que tan amable había sido con ella. Quería llevarle además un regalo a Alexia, un amuleto para el parto.

    Khnum no sabía de qué habían estado hablando, pero parecían bastante tranquilos y cómodos con su nuevo estatus. Habían decidido al final volver a empezar, construir poco a poco una amistad.

    Mientras esperaban a que la muchacha cogiese el amuleto, Astilo le había dicho que había prometido disculparse con el misthios cuando volviesen a encontrarse y no volver a insultarle, al menos delante de Damalis, y Khnum le había revuelto el pelo con una sonrisa.

    Así que el paseo de regreso a su hospedaje fue silencioso para el egipcio y con una conversación suave y ligeramente tímida por parte de los adolescentes, al menos hasta que Astilo se calló de pronto y se detuvo, haciendo que los otros dos parasen también.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Damalis, a lo que Astilo le indicó silencio con un «shh».

    —Astilo —increpó Khnum en un susurro.

    —La puerta está abierta.

    —¿Y? ¿Cuál es el problema? —preguntó ahora Damalis con clara incomprensión.

    Khnum, por su parte, frunció el ceño y alzó un brazo como para protegerlos, haciéndoles quedarse detrás de él.

    —Nunca dejan la puerta abierta. Nunca.

    —Voy a ver qué ocurre.

    —¡Astilo! —siseó Khnum —¡No seas idiota!

    —¡No lo soy! Tú no puedes mirar y yo sí. Seré discreto y rápido.

    Khnum chasqueó la lengua al comprender que daba igual lo que dijera, Astilo ya estaba yendo. Aceptó entonces que Damalis le tomase el brazo, buscando su protección, y maldijo no haber ido aún a buscar su maldita lanza.

    «Al menos tengo el bastón», pensó antes de que el bastón resultase absolutamente inútil, y es que ni el mejor callado habría podido hacer nada contra un golpe directo a su cabeza.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuando despertó, necesitó unos segundos de rigor para recordar que el sol no se había apagado, sino que sus ojos se habían estropeado hacía un par de años. Pasado ese susto inicial, pudo evaluar la situación.

    Y la situación era mala.

    Por lo que oía, olía y sentía, estaba en la casa de Demetrio y Alexia, con las manos atadas. Y había ahí al menos dos hombres sudorosos que hablaban en voz baja. No, había una tercera respiración que no le cuadraba.

    Hablando de respiraciones, tanto el matrimonio como los dos chicos estaban con él, cerca de su cuerpo, y vivos. De hecho, Alexia y Damalis estaban llorando y Demetrio las intentaba consolar con arrullos suaves. Astilo no hablaba, quizá también le habían dejado inconsciente.

    Ah, y le habían quitado la venda de los ojos.

    —¡Eh! —llamó el tercer hombre, el que debía estar vigilándoles. Su voz le sonaba, pero ahora no la pudo ubicar —¡El ciego se ha despertado!

    —¡Por fin! —a este sí lo pudo identificar: era el ateniense al que había golpeado hacía ya un par de semanas, durante la luna nueva —¿Cómo estás, precioso?

    —Maravillosamente bien —dijo Khnum con una sonrisa torcida —. Salvo por el dolor de cabeza y mi estatus actual de secuestrado, claro. ¿Qué pasa, me echabas tanto de menos que esto es lo único que se te ha ocurrido para conseguir mi atención?

    —¿Cómo puedes tener ganas de hablar en esta situación? —gruñó el segundo hombre antes de darle una patada que hizo que Khnum perdiese el aliento y cayese sobre Astilo.

    —¡Elpenor! —gruñó el cabecilla ateniense.

    —¿Qué? ¡No me digas que tú no tienes ganas de darle otro golpe!

    —Nikolaos prefiere hacerle otras cosas —se rio el tercero en voz baja antes de quejarse. Nikolaos le había dado un azote en el brazo.

    —Escucha atentamente, precioso —dijo mientras lo tomaba de los brazos para levantarlo, dejándolo otra vez sentado. Ahora le cogió la barbilla con una mano y se acercó a él, provocando que su aliento agrio chocase directamente contra la cara de Khnum, quien arrugó la nariz y frunció el ceño con claro disgusto —. Vas a decirme ahora mismo a dónde ha ido el tragaespadas.

    —No puedo decirte lo que no sé.

    —¿Puedo pegarle ahora? —preguntó Elpenor, recibiendo una respuesta gestual que, por razones obvias, Khnum no pudo ver. Debió ser un no por cómo Elpenor chasqueó la lengua.

    —Cada vez que me mientas, dejaré que mi hermano golpee a uno de tus amigos. ¿Sabes lo horrible que son las patadas para una mujer tan embarazada?

    Alexia soltó un gemido de pura desesperación y redobló su llanto, a lo que Khnum frunció más el ceño.

    —¡De verdad que no lo sé!

    —¿En serio quieres jugar a esto? ¿Crees que es un farol? ¡Elpenor!

    —¡No! —chilló Khnum antes de que el tal Elpenor se acercase un paso al matrimonio —¡Está bien, te lo diré! ¡Pero déjalos en paz, a todos ellos! ¡Llévame contigo, hazme lo que quieras, pero déjalos!

    —Por supuesto que vendrás con nosotros. No creas que he olvidado cómo me humillaste aquella noche.

    Khnum tuvo que morderse la lengua para no soltar un chiste sobre tamaños decepcionantes y simplemente agachó la cabeza. Recibió como compensación la caricia más aterradora de su vida, una que recorrió su mejilla, sus labios y su barbilla. Finalmente, el tercer hombre, el que aparentemente no tenía nombre, lo hizo ponerse en pie y le empujó para que caminara.

    Como resultado, Khnum chocó con un mueble, y al no tener las manos libres, terminó cayendo al suelo de mala forma. Elpenor aprovechó esta oportunidad para ponerle un pie en el pecho y apretar hasta sacarle un pequeño jadeo, y entonces Nikolaos le dio una orden en voz baja y Elpenor gruñó, pero obedeció.

    —Dejaremos a estos cuatro —dijo Nikolaos —. Pero no te confíes, precioso. Volveré a por sus cabezas si osas intentar jugar con nosotros. No eres el único aquí con cerebro.

    —Está bien. Pero no ha ido a una ciudad, sino a un campamento por el bosque.

    —Eso nos da igual —dijo el tercero.

    —Sí, sólo queremos meterle una espada por el culo —sonrió Elpenor.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Khnum no tenía ni la más remota idea de qué dirección había tomado Megacles. No sabía cuáles eran sus planes ni si tenía conocidos cerca de Corinto a los que visitar. No sabía por qué puerta había salido, o si había conseguido un caballo.

    Pero lo que sí sabía, aunque no tuviese que ver con Megacles, es qué secretos se escondían en esos bosques de la zona. Y estaba dirigiendo a ese grupo a uno de esos secretos.

    Tuvo la suerte, además, de que Nikolaos estaba más interesado en encontrar al misthios que en convertir a Khnum en su puta personal. Un par de noches le había acariciado un muslo y le había besado el cuello, pero después se había retirado asegurando que quería tomarlo como recompensa tras librar a Atenas de semejante lacra. Decía que así sería una experiencia más placentera, el premio por un trabajo bien hecho.

    Khnum simplemente contenía el escalofrío que le producía esa mano sobre su piel y se recordaba a sí mismo que faltaba poco. Pronto Nikolaos y sus hermanos se reunirían no con los generales atenienses, sino con Caronte.

    Sus deseos se cumplieron al tercer día de viaje.

    Al principio, se detuvieron porque Markos —así se llamaba el tercer hombre— encontró sospechoso no escuchar absolutamente nada. Y era cierto, no parecía haber animales por la zona. Y entonces escucharon algo, un ruido que les hizo agruparse y desenvainar las espadas.

    Khnum fue el primero en percibir la flecha, lo que le permitió agacharse y esquivar la saeta que se clavó en el hombro de Elpenor. Después, se arrojó a un lado, rodando por el suelo hasta alejarse del grupo y quedar entre unos matorrales.

    Desde ahí pudo escuchar gritos de guerra y de dolor, espadas chocando contra espadas, mujeres lanzándose al ataque en nombre de Artemisa y, al cabo de unos angustiosos minutos, risas de felicitación. Risas de mujer, no de hombre.

    —¡Falta uno! —gritó una de las mujeres.

    —¡Sí, está aquí! —dijo otra, muy cerca de Khnum —¡Y ya está atado!

    Más pronto que tarde, Khnum estaba de rodillas en el suelo, sintiendo una fría hoja de acero contra el cuello y sabiéndose rodeado por al menos cuatro Hijas de Artemisa.

    Eran una secta relativamente joven, pero esparcida por toda la Hélade. Eran mujeres fuertes y valientes, aterradoras, que se dedicaban a robar, cazar, matar hombres y realizar sacrificios y rituales en honor a Artemisa. Se consideraban cazadoras elegidas por la diosa para llevar a cabo alguna suerte de misión sagrada, o algo así.

    Khnum sólo sabía que estaban como una auténtica cabra. Por eso, cuando le pidieron sus últimas palabras, suspiró y bajó la cabeza.

    —¡Hermanas, por favor! —sollozó con una voz tan aguda y dulce que sonaba como la de una mujer —¡Si he de morir, dejadme al menos realizar un último sacrificio para la divina Artemisa!

    —No entiendo nada —escuchó murmurar a una de ellas —. Phoibe, es… un hombre, ¿no?

    —Esto es muy extraño —dijo otra mujer, seguramente la tal Phoibe —. Llevémosle con Mirrina.

    Para cuando cayó la noche, Khnum no sólo estaba vivo, sino desatado y disfrutando de un bol de sopa de carne con hierbas silvestres y cebolla.

    Les había contado una fantástica historia acerca de cómo ella, una pobre sacerdotisa ciega, había sido violentada por un soldado que no aceptaba un no por respuesta. Desesperada al saberse perseguida, se había intentado refugiar en el templo de Artemisa, pero por accidente había terminado en uno de Atenea, y ahí había sido forzada por el canalla.

    Entre llantos, elevó súplicas y oraciones a Artemisa, enfureciendo así a la auténtica patrona del templo, quien la castigó convirtiendo su cuerpo en el de un hombre para que la diosa cazadora no la escuchase nunca más.

    Desde entonces, les había contado entre un llanto que le habría ganado los primeros premios de cualquier concurso teatral, había vagado cantando a Artemisa con la esperanza de que un día la escuchase y se apiadase de ella, devolviéndole su cuerpo original.

    Y, añadió, eso era lo que estaba haciendo, cantar a Artemisa, cuando esos tres atenienses lo habían secuestrado para… No había llegado a decir para qué, sólo se había puesto a llorar con más fuerza y había empezado a agradecerles que la hubiesen salvado.

    Pero lo más fantasioso no fue la historia que había estado rumiando durante esos tres días de viaje con Nikolaos y los otros, ¡sino que las puñeteras piradas esas se la creyeron! Incluso recibió la aprobación de la tal Mirrina, que era su sacerdotisa principal, quien afirmó que, sin lugar a dudas, «había un alma femenina dentro de ese cuerpo imperfecto».

    Así que terminó cenando con ellas y pronunciando oraciones a Artemisa, y hasta les cantó alguna canción en honor a la diosa, alabando no su belleza, sino su destreza, fuerza y agilidad.

    —Hermana —le dijo Mirrina a la mañana siguiente, después de haberle proporcionado ropas acordes a su, al parecer, género auténtico —. Chrysis te ha hecho un nuevo bastón.

    —Es demasiada amabilidad —murmuró Khnum mientras tomaba el callado. El suyo había terminado en Corinto, junto a su lazarillo.

    —Las Hijas de Artemisa debemos protegernos las unas a las otras. Phoibe te acompañará hasta la ciudad más próxima… Ten cuidado, haz un sacrificio en Su Honor por nosotras y no dudes en acudir a cualquier campamento de la Familia cuando lo necesites, hayas o no recuperado tu cuerpo.

    —Mirrina… No puedo agradecéroslo lo suficiente. Cantaré por todas vosotras.

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    Pelene recibió a un egipcio ciego cansado, hambriento, asqueado, con dolor de garganta y que echaba muchísimo de menos a su lazarillo. En realidad, echaba de menos cualquier voz conocida. ¡Incluso la de Megacles le haría sonreír en esos momentos! Por los dioses, ¡si hasta echaba de menos las discusiones adolescentes!

    Quería comer, dormir, darse un buen baño y conseguir cualquier vehículo que le devolviese a Corinto para volver a reunirse con Astilo. Quería recuperar su callado, hacerse con su punta de lanza y alejarse de esa zona lo antes posible para poder continuar pronto con su miserable y aburrida vida.

    Aún debía agradecer que las Hijas de Artemisa le habían dado una escueta bolsa con monedas, suficientes para conseguir un trozo de pan que llevarse a la boca y alguna moneda que, con suerte, le permitiría ganarse la parte de atrás de alguna carreta que fuese a la Ciudad del Pecado.

    En cuanto al alojamiento, estaba a punto de conformarse con acomodarse en algún callejón con tejadillo cuando escuchó a un par de soldados hablar sobre el mal humor de su polemarca. Se sonrió a sí mismo y se acercó a ellos, retirándose la capucha cuando los alcanzó.

    —¿Quizá a vuestro polemarca le podría interesar cenar escuchando canciones sobre su patria?

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    Lo mejor de cantar para un público privado como era un polemarca es que recibiría comida, aseo, y ropa limpia, lo cual cubría dos de las tres necesidades que tenía en esos momentos. No pensaba que le fuese a costar mucho convencer a esos espartanos de que le dejasen un par de almohadones donde pasar la noche, sólo tenía que hacer una buena actuación.

    Por el momento le habían dejado una habitación donde poder descansar, preparar la garganta y prepararse, y eso estaba haciendo, bebiendo leche tibia endulzada con miel dentro de una bañera. El agua era normal y corriente y estaba fría, pero era agua y con eso le bastaba.

    Si no estuviese tan preocupado por Astilo, Alexia, Demetrio y Damalis, estaría disfrutando enormemente de esta situación. ¿Cómo estaría la mujer? Esperaba que no le hubiesen tocado ni un pelo. ¿Astilo y Damalis habrían vuelto a pelear? Y… ¿Megacles? ¿Estaría bien? ¿Y si esos tres idiotas no eran los únicos por la zona?

    Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un par de golpes a la puerta. Dio el permiso y escuchó pasos acercarse, el sonido del metal —era un soldado con armadura— y luego sintió algo suave a su lado.

    —Te he traído telas para secarte —dijo un hombre de más o menos su edad, por la voz —. Y he preparado un nuevo quitón rojo, por Esparta.

    —Perfecto, muchas gracias —contestó Khnum en voz baja. Se quedó callado unos segundos y luego alzó una mano —. Espera. ¿Me podrías ayudar? No conozco la habitación y ya me he dado un par de golpes, no quiero terminar lleno de moratones ni ponerme el quitón mal.

    —Oh, claro. De hecho, hasta lo voy a tener que agradecer —se rio con poca alegría el soldado mientras se movía por la habitación, haciendo a saber qué.

    —Ah, ¿y eso? —preguntó con calma mientras se ponía en pie para secarse. Por extraño que pareciese, no se sentía incómodo en presencia de ese espartano.

    —No tengo ahora mismo ninguna ocupación, pero no me apetece estar con mi padre.

    —¿Y tu padre es…?

    —Queimonas. El polemarca de este asentamiento.

    —¡Oh! Bien, como alguien que ha tenido muchos problemas con su padre… Gracias —agradeció la ayuda para terminar de salir de la bañera —. Eso, encantando de servirte de excusa para alejarte de él. ¿Dónde estaba la toalla?

    —Aquí, toma —dijo el muchacho mientras le entregaba la tela, ganándose un canturreo de Khnum —. ¿Puedo preguntarte algo?

    —Puedes preguntar lo que quieras. Y yo decidiré si contesto o no —sonrió Khnum mientras se secaba. La tela era mucho más suave de lo que esperaba.

    —¿Los problemas con tu padre fueron muy graves?

    —Bastante, sí.

    —Pero, quiero decir… ¿En algún momento sentiste que tu padre había perdido su humanidad?

    —Hmn… Sí —terminó por asentir mientras dejaba la toalla en un lado —. ¿Y el quitón?

    —Aquí. Extiende un poco los brazos, yo te lo pongo —Khnum obedeció y pronto sintió la tela rodearle —. ¿Pudiste solucionar esos problemas?

    —Oh, yo… No, la verdad es que no. Verás, el gran problema con mi padre fue que se perdió a sí mismo. Murió en vida, ¿sabes? Cuando mi madre murió, no levantó cabeza. Y me abandonó, incluso en mi peor momento fue incapaz de tenderme una mano. Así que me fui —resumió mientras sentía al chico trastear con la ropa, atándole su fíbula egipcia al hombro —. ¿Qué tipo de problemas tienes tú con tu padre?

    —Es un animal —suspiró el soldado —. Sólo ve a la gente como herramientas a su disposición. Incluso a mí, ¡su hijo! ¡Soy una herramienta más! Y me obliga a hacer cosas que detesto. A… satisfacer a hombres para convencerlos de que se unan a él.

    Khnum guardó silencio unos segundos. No necesitaba ver para sentir el arrepentimiento del soldado. Claramente no quería confesarle eso, pero se le había escapado. Frunció el ceño y buscó sus brazos, agarrándoselos con cierta firmeza.

    —¿Cómo te llamas?

    —Tideo —susurró el espartano. Seguramente tenía la mirada gacha y la cara roja.

    —Tideo —repitió Khnum con una voz hasta dulce —. ¿Por qué no haces como yo y simplemente te vas?

    —¿Qué? ¡No puedo hacer eso! —por su voz, parecía haberse asustado. Incluso su cuerpo se había tensado bajo las manos de Khnum.

    —Claro que puedes.

    —¡No! ¡No lo entiendes, sería deserción! ¡No puedo traicionar a Esparta!

    —¿Y es mejor dejar que tu propio padre te siga prostituyendo?

    —No… no puedo irme…

    Khnum asintió y le soltó, prefiriendo no insistir más. Recuperó su vaso con leche y dio el par de sorbos que le quedaban, arrugando un poco la nariz al notar que parte de la miel se había acumulado en el fondo, dándole un último sorbo demasiado dulce para su gusto.

    Dejó el vaso otra vez en el borde de la bañera y tanteó hasta dar con su cinturón, poniéndoselo con rapidez. Dio entonces con una silla y se sentó, rascándose la mejilla.

    —¿Puedes ayudarme con las sandalias?

    Tideo debió asentir con la cabeza, porque Khnum no recibió respuesta, pero escuchó el trasiego de telas mientras se movía, y de pronto lo sintió arrodillarse frente a él. No esperaba que le fuese a poner las sandalias, pero tampoco se quejó cuando notó esa mano callosa por el entrenamiento tomar su pie para deslizarlo en el calzado.

    Lo hizo con tanto cuidado que a Khnum le resultó hasta tierno.

    —¿Cómo lo podría hacer? —preguntó de pronto en voz queda.

    —¿Mn? ¿El qué?

    —Irme. ¿Cómo podría irme? —Tideo suspiró mientras tomaba el otro pie de Khnum —Mi padre no me quitará el ojo de encima en toda la velada, y por la noche hay también guardias que le avisarán de cualquier movimiento sospechoso.

    —Oh. Bueno. ¿Y si drogásemos a todo el campamento?

    —¿Perdón? —se rio Tideo de forma tímida, todavía arrodillado frente a Khnum.

    —Va a correr el vino en la cena, no creo que nadie se dé cuenta si hay algún somnífero dentro.

    —Tenemos adulterante… —murmuró el espartano —Lo uso cuando me manda a… Ya sabes…

    —Puedo distraerles con mi dulce voz de sirena —exageró Khnum llevándose una mano al pecho y alzando una barbilla con aires de diva —. Y cuando hayan caído, robamos un caballo y nos vamos. ¿No suena bien?

    —¿Y a dónde iríamos?

    —Yo tengo que ir a Corinto sí o sí, he dejado ahí un paquete que tengo que recoger cuanto antes.

    —Pues a Corinto iremos.

    —¿Estás nervioso?

    —Mucho, la verdad.

    —No lo jures, llevas como tres minutos apretándome el pie.

    —¡Ay, lo siento!

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    No podía creerse que hubiese funcionado. Simplemente, no podía creerlo. ¡Pero ese maldito ciego lo había conseguido! Le había dado el valor para hacer lo que llevaba años soñando hacer: huir de su padre.

    Había momentos en los que creyó que la habían cagado. Cuando alguien comentaba algo sobre el vino, o cuando alguno de los sirvientes se lo quedaba mirando durante más tiempo del que una persona no paranoica habría considerado normal, todas sus alarmas saltaban y empezaban a sudarle las manos, pero al final todo había ido bien.

    Y no era tonto, sabía que el egipcio había ayudado a acelerar las cosas. Porque al principio había cantado canciones enérgicas, con ritmos rápidos y cambios tonales bruscos muy divertidos que invitaban a bailar o al menos dar palmas, pero a medida que la droga iba haciendo efecto y los ánimos se iban calmando, las canciones se habían ido haciendo más lentas y pausadas.

    La última canción, de hecho, había sido una nana, y ni siquiera la había cantado en griego, ¡sino en egipcio! ¡Pero nadie se había dado cuenta!

    Y luego habían robado un caballo e fueron los dos en mitad de la noche en dirección a Corinto. El egipcio le había dicho que se pegase a la costa, que sería más seguro que ir por los bosques, y Tideo había aceptado sin pensar porque, en fin, ¿cómo iba a decirle que no a su salvador?

    Para cuando empezó a romper el alba, habían reducido un poco el ritmo. Nadie les perseguía y habían logrado imponer bastante distancia. Además, el egipcio le había sugerido soltar un par de caballos más, crear pistas falsas.

    Ahora, el ciego estaba totalmente apoyado en su pecho, apenas sujetándose a las crines del caballo. Se estaba quedando dormido, y Tideo no podía culparle. Así que buscó una zona más o menos tranquila, un pequeño abrigo rocoso frente a la costa, y ató el caballo a un árbol escuálido.

    Bajó al egipcio prácticamente en brazos y le invitó a sentarse en esa zona recogida que daba el terreno irregular de Grecia.

    —Voy a pescar algo de desayuno —le dijo en voz baja, ganándose una sonrisa distraída y adormilada.

    Dicho esto, se quitó parte de la armadura, aquella que era menos necesaria —salvando el hecho de que, por supuesto, toda la armadura era necesaria—, y entró más ligero que nunca en el agua, hasta que el mar le tocó los muslos.

    Con su lanza, consiguió hacerse con un par de peces que no habían sido suficientemente rápidos como para huir de él, y con su modesto botín regresó a esa suerte de campamento, encontrando que el egipcio se había terminado por quedar dormido.

    Decidió no molestarle mientras preparaba la hoguera y limpiaba los peces, pero entre tanto no pudo evitar echarle alguna mirada larga. Y, sin poder evitarlo, le recordó desnudo en su habitación. Porque, por supuesto, le habían dejado su habitación para que se asease.

    Miró su rostro y suspiró. Ahora se cubría con vendas, había sido su última petición antes de abandonar el fuerte militar —había dicho que no le gustaba ir con esos «ojos inútiles» al aire—, pero recordaba bien cómo era. Y no podía decir que le desagradase lo más mínimo.

    Todavía pensaba en ello cuando, de pronto, el protagonista de sus pensamientos en curso tomó una bocanada de aire y se incorporó de un salto, movimiento las manos hasta que dio con su bastón.

    —¿Estás bien? —preguntó Tideo con suavidad, poniendo una mano sobre la del egipcio. No esperaba que la apartase tan de golpe, pero no se lo quiso tomar como algo personal —¿Un mal sueño?

    —Peor —dijo el egipcio con la voz algo ronca —. Uno agradable.

    Tideo no quiso tampoco presionarle a decir algo más, así que simplemente le ofreció un palo donde había clavado un pescado listo para ser devorado.

    Tuvo que añadir a la lista mental que acababa de empezar a elaborar que era muy gracioso verle comer. Le recordó a una ardilla, o quizá a un perro callejero. Hambriento, con miedo a que alguien le fuese a quitar la comida. Se llenaba la boca todo lo posible, masticaba y tragaba, y rápidamente daba otro bocado.

    ¿Habría pasado hambre en su vida? Estaba muy delgado, quizá demasiado. A lo mejor había días en los que ni siquiera tenía para un plato.

    Dejando a un lado sus elucubraciones, el silencio se instaló entre ellos con comodidad, dando paso al sonido de los pájaros, el mar y, cuando ya estaban terminando de recoger, el aullido de un lobo. Esa fue la señal definitiva que les hizo subir de nuevo al caballo y continuar su viaje.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Ir a caballo acortaba enormemente el viaje. Khnum había esperado necesitar otra semana para volver a Corinto, pero al ritmo al que iban seguramente llegarían al día siguiente. Significaba eso que tendrían que pasar una noche a la intemperie, pero tampoco era un gran problema.

    Pero ahora estaban a punto de parar para comer. Era ya mediodía y, de todas formas, hacía demasiado calor y el sol pegaba demasiado fuerte como para continuar, así que estaban yendo a paso lento sobre la ardiente arena, buscando un lugar con sombra donde poder refugiarse.

    Ese lugar resultó ser una cuevecita entre árboles, ya que en ese lugar el bosque se acercaba al mar hasta el punto de que en algunas zonas sorprendía que hubiese árboles vivos.

    El problema era que, a la entrada de la cueva, también cobijado por la sombra de un par de árboles, había otro caballo. Y tenía el emblema de Esparta.

    —No pasa nada —le dijo Tideo en un susurro al oído, tomándole un brazo con suavidad —. Si está aquí, no sabrá sobre nosotros. Quizá hasta podamos comer juntos antes de seguir.

    —¿Estás seguro? —preguntó Khnum, también en un susurro.

    —Quédate aquí, con el caballo listo. Si no es seguro, subiré corriendo y nos perderemos entre los árboles.

    Khnum asintió y dejó que Tideo bajase, sintiendo un escalofrío al perder ese calor constante contra su espalda. Esperó pacientemente, y entonces escuchó pasos acercarse a buen ritmo. Cogió las riendas del caballo, listo para darle la orden de salir al galope, cuando escuchó una voz detrás de Tideo.

    Movió la cabeza, sorprendido.

    —¿Misthios? —preguntó en voz alta.

    Sí, era la voz de Megacles. ¡Era la voz de Megacles!

    Sintió tal alegría que quiso bajar rápido del caballo, pero no calculó bien, y si Tideo no hubiese llegado a tiempo a su lado, habría terminado en el suelo, enredado en riendas y estribos. En vez de eso, terminó en los brazos del espartano, que intentó volver a subirlo a la grupa del caballo.

    —¡Tenemos que irnos!

    —¡No, espera! ¡Espera, yo conozco a ese misthios!

    —¡Yo también! ¡Por eso sé que tenemos que irnos ya!

    —¡Ayúdame a bajar, por favor!

    Ante esta última petición, Tideo se detuvo, dudó y terminó por soltar un gemido lastimero, pero ayudó a Khnum a llegar al suelo. El músico apoyó las manos en su pecho, le dirigió una sonrisa que consiguió que el espartano se distrajese un poco de sus pesares, y después corrió hacia Megacles.

    Y aunque iba muy decidido a abrazarle, en el último segundo se detuvo y se conformó con darle un golpecito amistoso en el hombro, sonriendo, eso sí, con el brillo del sol.

    —¡Estás bien! Estás bien, ¿verdad? Esos estúpidos atenienses a los que di una paliza vinieron a por ti a Corinto… ¡Ah, pero me encargué de ellos! O más bien dejé que las Hijas de Artemisa los matasen… ¡Tengo que volver a Corinto! ¿Vendrás conmigo, misthios?

    SPOILER (click to view)
    Vale, a ver. Esta ha sido la respuesta de las sorpresas xdd

    Cuando empecé a escribir el encuentro de Clímene y Khnum, me esperaba pelea. Y con pelea quiero decir que terminasen a gritos. De hecho, yo quería que hubiese drama y pelea, pero ellos no? xdd Una conversación sorprendentemente calmada, pero bueno. Supongo que se han hecho medio amigos o algo así.

    Esperaba darle más protagonismo a las Hijas de Artemisa, pero supongo que ya aparecerán más adelante xdd Chulo el truco de Khnum, ¿eh? Si es que los griegos tienen cada cosa...

    Y Tideo. ¿Por qué Tideo se está encoñando de Khnum? Pues no lo sé. Yo sólo sabía que Khnum le iba a ayudar a salir de ahí y que se iban a ir juntos, pero no esperaba ni que le ayudase a vestirse ni que tuviesen ese momentoTM en la playa xdd ¿Cosas que pasan?

    Vale, y anotaciones últimas. Astilo ha cogido la lanza de Khnum, así que le esperará con eso listo. Y seguramente Alexia tenga ya al bebé, que se le habrá adelantado el parto con el mega susto que le dieron los atenienses.

    Y creo que eso es todo. Si recuerdo algo o se me ocurre algo, te comento, ya sabes xdd

    Para variar, no he revisado nada. Pero tengo sueño, se va a quedar así. Mañana, los dioses dirán...
     
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    Para haber dejado Pelene sin un rumbo definido, el trote de su caballo no se desvió demasiado del camino que llevaba de regreso a Corinto. Justificó el rumbo diciéndose a sí mismo que estaba preocupado por el grupo, y que una pequeña visita para saber de ellos no podía ser algo tan malo. No se quedaría mucho tiempo en la ciudad, si acaso unas horas, las suficientes que le permitieran comprobar el estado de Axelia y Demetrio como padres primerizos, quizá les hicieran falta algunos consejos, y aunque Megacles no había sido el padre ideal (la guerra con Esparta le alejó del hogar durante meses), sí sabía desenvolverse con un recién nacido. Estuvo presente en tres de los cinco partos de su mujer, y la propia Ifianasa alabó su buen hacer, así que, se decía, que tan mal no podía dársele aquello de la paternidad.

    Por otro lado estaba Clímene, su marido ya habría regresado a su casa y, sospechaba Megacles, lo habría hecho con muchas ganas de demostrarle a su mujer lo que había aprendido. A Megacles le costaba creer que un hombre nacido y criado precisamente en Corinto no conociera los trucos que le compartió en el encargo más extraño de toda su vida, y tan torpe le pareció aquel hombre que incluso llegó a comprender los escarceos de Clímene dentro y fuera de la ciudad. Una mujer como ella, ¿alabaría las nuevas habilidades que empezaría a pulir su marido, o se seguiría riendo de su torpeza en la cama?

    Pensó entonces en Damalis, ¿habría hecho las paces con Astilo? Las emociones de dos adolescentes podían ser un verdadero quebradero de cabeza, ¿podría gestionarlas el egipcio? Confiaba en que no los intentara corregir a golpe de bastón, temía por el estado de los chicos si lo hiciera. Aunque pensar en aquella imagen le hizo sonreír, borró pronto la sonrisa con las primeras gotas cayendo sobre su cabeza. Bien, todavía quedaba un buen trecho hasta Corinto, no pensaba empaparse. Buscó refugio en una cueva cercana, decidió descansar aquí hasta que amainara la lluvia. Lo que no pensó fue que se dormiría durante tanto tiempo, cuando volvió a abrir los ojos las nubes hacía rato que habían desaparecido, dejando tras ellas un cielo azul propio del verano.

    Salió de la cueva como el oso que despierta de su hibernación, hasta le rugían las tripas. Revisaba el estado de su lanza mientras se encaminaba al caballo, pero junto a él vio a un hombre inspeccionando sus alforjas. Mal momento había decidido un ladronzuelo para aparecer, Megacles tenía hambre y defendería las dos raciones de emergencia que guardaba allí (una para él, otra para el caballo). Le dedicó un grito al ladrón con la intención de ahuyentarlo, no se esperaba reconocer al hombre en cuestión.

    Por supuesto, Tideo también le reconoció y echó a correr. A Megacles no le quedó más opción que correr tras él, gritándole que no iba a hacerle daño (a pesar de ir con lanza todavía en mano y una espada espartana descansando a un lado de su cadera). Encontrarse a Tideo ya fue una sorpresa, pero ver a Khnum le cortó hasta el habla, ¿qué hacía aquí el egipcio? Vio cómo vino corriendo hacia él y guardó la lanza a su espalda, sería peligroso con un hombre ciego tan cerca. Pero Khnum se detuvo en el último momento. Esto no detuvo a Megacles, que tiró de su muñeca para darle un abrazo, le apretujó con tanta fuerza que por unos segundos los pies de Khnum dejaron el suelo.

    —¡Nunca pensé que me alegría tanto al verte, faraón! —le dijo al soltarle—. ¿Qué hacéis vosotros aquí? Juntos, ¿os conocéis? —Preguntó mirando a Tideo esta vez, que agachó la cabeza—. Ah, entonces huis de Queimonas. Iré con vosotros, yo también iba a Corinto, y ahora con más prisa sabiendo que habéis dejado a un polemarca muy enfadado en Pelene. —Se alzó de hombros—. ¿Habéis comido? Tengo un poco de pan de trigo. Eso sí, tendréis que compartirlo con el caballo.

    Regresó con el animal para darle su parte, y le entregó a Tideo y Khnum lo que sobraba.

    —¿A dónde vas? —Preguntó Tideo mordisqueando el pan, estaba duro para su gusto pero no le haría ascos a la comida.

    —A cazar, me muero de hambre.

    —Conozco los terrenos, algunos soldados y yo cazábamos aquí. Los ciervos pastan hacia el oeste. —Y señaló la dirección—. Pero con ellos también hemos visto algún oso, te recomiendo el sur. Es terreno llano y abundan las liebres, pero. —Suspiró—. Pero no tienes arco, ¿cómo vas a cazar con una lanza?

    —Déjame eso a mí, vosotros haced fuego. No soporto la carne cruda.

    Tideo frunció el ceño al verle irse, saltaba a la vista que Megacles estaba demasiado acostumbrado a dar órdenes, y a Tideo nunca le había gustado mucho seguirlas. No relajó la expresión hasta que Khnum le habló, preguntándole por el mejor sitio para la hoguera.

    *



    Megacles escuchó en silencio (un silencio relativo porque estaba comiendo) la historia de Khnum: el ataque al grupo que le obligó a dejar Corinto, el encuentro con las hijas de Artemisa, su llegada a Pelene, la estrategia para salir de la ciudad sin dejar rastro del camino escogido. Tideo parecía menos abierto a compartir los detalles del plan, los recuerdos que tenía con Megacles le incomodaban y avergonzaban a la vez, deshacerse de esta sensación le iba a llevar como poco unos días.
    Las carcajadas de Megacles fueron tan escandalosas que sacaron a Tideo muy rápido de sus pensamientos.

    —¡Es totalmente voz de mujer! ¿Cómo lo haces? —Volvió a estallar de risa, Khnum le respondía con una voz mucho más aguda a la suya—. Que las hijas de Artemisa no descubran nunca el engaño o eres hombre muerto, lo sabes, ¿no? —Quiso guiñarle el ojo, pero se dio cuenta a tiempo de lo inútil del gesto y prefirió revolverle el pelo. Tuvo la cortesía de hacerlo con la mano limpia—. Debes ser de los pocos hombres que vuelve con vida después de conocerlas, han puesto en jaque incluso al ejército. Mis hombres y yo tuvimos problemas con ellas más de una vez, y es una pena que no lucharan a nuestro lado, de haberlo hecho, Esparta entera habría caído bajo una lluvia de flechas.

    —Permíteme que lo dude, ateniense. Ni con la diosa de su lado podrían contra los soldados de Esparta —dijo Tideo orgulloso del ejército del que todavía se consideraba parte—. Mi padre dice de ellas que son un grupo de salvajes sedientas de sangre, como bestias hambrientas. Y el hombre siempre acaba venciendo a las bestias.

    Le interrumpieron más carcajadas de Megacles, que entre tantas risas estuvo muy cerca de ahogarse. Tuvo que levantarse y empezar a toser, escupiendo entonces el pedazo de liebre que casi causa su muerte.

    —No entiendo a qué viene tanta risa. —Tideo se levantó también para ofrecerle un poco de agua, estaba ofendido pero ni siquiera así podía permitir que un hombre muriera de aquella manera tan humillante.

    —¡Espera! ¡Que lo decías en serio! —Y Megacles volvió a reír—. ¡Me vas a matar de la risa! ¡Para! —Se apoyó en sus rodillas luchando por recuperar el aliento—. Tideo era tu nombre, ¿verdad? «El ingenuo» a partir de ahora. —Se incorporó cogiendo aire—. Reza a la propia Artemisa para que nunca veas a una de sus hijas, porque será lo último que veas. A no ser. —Se le escapó una risita, más leve esta vez, mirando hacia Khnum—. A no ser que juegues tus cartas como el faraón y consigas engañarlas. —Volvió a su sitio para terminar con la comida, debía hacerlo rápido o no saldrían nunca hacia Corinto—. Conocí a una egipcia en Pelene —dijo de pronto al tragar, miró hacia Khnum buscando algún rasgo común a las gentes del desierto, pero en aquel rostro medio cubierto por las vendas no veía mayor similitud que la piel tostada—. Siempre oí de las egipcias que traen la magia y misticismo de los antiguos reyes, y no son pocos los que dicen que una mirada suya es capaz de perforarte el alma, ¡pero lo que casi me perfora el gaznate fue su cuchillo! De haber bajado la guardia, ahora mismo sería hombre muerto.

    Tal fue la impresión de la mujer que siguió hablando de ella hasta que terminó su comida.

    *



    La casa de Demetrio y Axelia nunca había sido una ruidosa, a excepción de alguna fiesta y reuniones de amigos que se alargaban toda la noche hasta la mañana siguiente. Pero ahora, el llanto incansable de un recién nacido volvía la tarea de dormir una casi imposible.

    Después de un evento tan traumático como un asalto bajo su propio techo, nadie podía sorprenderse de que el parto se adelantara a la fecha estimada, y el pequeño Fidón llegó al mundo pocas horas después de que Khnum y el grupo de atenienses abandonara la ciudad.

    Sólo Damalis tenía acceso a la habitación donde descansaba Axelia, con sus energías bajo mínimos. Demetrio se había desmayado al ver la sangre durante el parto, así que tanto la partera como la propia Axelia decidieron que lo mejor era que hiciera vida lejos del dormitorio. Sí pudo ver a su hijo, y abrazarlo, y besarlo, y hacerle un sinfín de promesas de cara al futuro, pero cuando llegaba la hora de alimentarlo, Damalis le echaba casi a patadas alegando que eso era cosa de Ilitía y Artemisa. Y tan aterradora era la fama de las hijas de la última que Demetrio salía de la casa y se sentaba en el patio sin hacer el menor de los ruidos por si acaso aparecían. Aquí se encontraba siempre a Astilo, mucho más preocupado por el paradero del egipcio que por la supuesta amenaza de unas hijas vengativas.

    —Ha pasado casi una semana. —Se quejó sentándose junto a Demetrio, interrumpiendo sus meditaciones—. Y no sabemos nada de mi señor. ¡Ni siquiera puedo ir a buscarle porque no sé dónde está!

    —Pero él sí sabe dónde estamos nosotros —le dijo—. Ya verás que en cualquier momento aparecerá en este mismo patio como si nada hubiera pasado.

    —Como un gato.

    —Sí, ya sabes, a Egipto le encantan los gatos. —Le apretó el hombro, satisfecho al verlo sonreír—. Volverá maullando, saltando por los tejados y con un par de arañazos nuevos.

    —Y pidiendo pescado para la cena.

    Damalis apareció en el patio ajustándose la horquilla en el pelo, no era el más lujoso de los adornos (y se abochornaba cuando lo comparaba con las joyas de Clímene en su casa) pero traía consigo una disculpa y una amistad sincera. Ni siquiera un corazón caprichoso como el suyo podía ignorar esto, además, Astilo sonreía como un idiota cuando la veía con el pedazo de madera en la cabeza, le gustaba causar ese efecto en él.

    —Axelia te llama —le dijo a Demetrio—. Ya ha dado de comer al bebé y necesita ayuda para dormirle. Me ofrecería yo misma, pero me parece más adecuado que vaya el padre.

    Demetrio se puso en pie de un salto y fue prácticamente corriendo al dormitorio, de milagro no tropezó con Calista. La joven doncella apretó las toallas contra su cuerpo evitando el golpe, ganándose un agradecimiento del inquieto señor de la casa. Su madre (vecina y amiga del matrimonio desde hacía años) le había advertido del caos con el que se encontraría, pero este caos le había dado un trabajo que le permitiría ahorrar para irse de la ciudad y buscar su propio camino, le llevara a los simposios de Atenas o al mismo corazón de Esparta.

    —Calista, cielo. —Damalis imitaba el tono arrogante de Clímene cuando hablaba con el servicio. Tras unos días con ella, había aprendido a empapar palabras dulces en una voz ácida—. ¿Has aireado mi lecho como te ordené? Hojas de lavanda y un frasco con agua de rosas blancas, esa cabecita tuya lo recuerda, ¿no? —Al igual que Clímene, también disfrutaba del pedir cosas innecesarias, por irreverentes que fueran, sólo para que fueran cumplidas sin demora.

    —Sí, señorita. —Respondía siempre Calista con un resoplido. A estas alturas de su vida, con diecinueve años recién cumplidos, atender los caprichos de una niña insoportable no era algo con lo que contara—. Tan fresco su aroma que las abejas vendrán zumbando a por ti.

    —¿Por qué me tuteas? ¿Con qué derecho te atreves a tutearme? —Se acercó a ella hecha una furia y la encaró sin importarle que Calista le sacara casi dos cabezas—. Soy amiga de la casa, una mala palabra mía y volverás a la tienducha de tus padres. Quizá lo prefieras, sí, ¡quizá deba decirles a Axelia y Demetrio ahora mismo lo torpe que es su criada!

    —¡Damalis! —Astilo fue a su lado, indignado por su comportamiento—. Calista hace muy bien su trabajo, ¿de qué estás hablando? ¡Discúlpate! ¡Y no seas caprichosa! ¡No paras de pedir cosas raras!

    —Era una broma. —Se alzó de hombros y aprovechó para apartarse—. Las damas más deseadas son las que tienen un corazón voluble, ¿qué clase de mujer sería el día de mañana si no obedeciera sus ruegos? Un lecho de flores, un perfume o una pequeña riña, ¿a quién hago daño? A nadie. —Soltó una risita ensayada que debía resultar coqueta, aunque a Astilo le pareció demasiado forzada—. Voy a hacerle una visita a Clímene, confío en que a estas horas ya haya salido de entre las piernas de su marido.

    —¡Damalis! ¡Esas cosas…! ¡No digas esas cosas en voz alta!

    —¿Y eso por qué? ¿Porque a ti te avergüenza? Por Afrodita, estamos en Corinto, si existe una ciudad en la que hablar a voz en grito de las intimidades propias o ajenas es ésta. Como os decía. —Volvió a reír de aquella forma y giró sobre sus pasos para irse—. Marcho a su casa, volveré luego. —Se detuvo y volvió la vista a Astilo—. ¿Me echarás de menos hasta entonces?

    —¡Por supuesto que no!

    —De acuerdo, entonces lo justo es que yo a ti tampoco te eche de menos. ¡Y rondan tantos hombres guapos por casa de Clímene!

    Calista se cruzó de brazos mirando primero a Damalis desaparecer calle abajo y luego a Astilo, refunfuñando con los puños apretados.

    —Está jugando contigo, te habrás dado cuenta por lo menos, ¿no? —Él asintió en silencio y ella siguió hablando al no verse interrumpida—. Busca su propia personalidad e imita desesperada el comportamiento de las mujeres a las que se quiere parecer. En el fondo, me da pena. —Admitió—. Yo misma fui así no hace mucho y el desenlace fue… trágico. No es algo que pueda contarle a un crío.

    —¡No soy un crío!

    —Te lo contaré algún día.

    —Pero yo quiero saberlo ahora.

    —Vaya, vaya, ¿tu corazón también es caprichoso como el de una jovencita?

    —Claro que no. —Volvió a refunfuñar—. Sólo me ha picado la curiosidad.

    Calista se echó a reír, los mohines de Astilo le recordaban a su hermano, aquel que había perdido hace dos años en su desenlace trágico.

    *



    Ya anochecía cuando Damalis regresaba a casa, volviéndose a poner la horquilla de madera sobre su peinado. Siempre la ocultaba cuando visitaba a Clímene, no le gustaban sus miradas cargadas de lástima. Los ojos de Clímene tenían la capacidad de mirar, a la vez, con fingida compasión y genuina arrogancia (y esto lo sabía muy bien su marido, que llevaba años recibiendo aquellas miradas). A Damalis todavía le faltaba mucha práctica para imitar esto.

    Llegó al patio decidida a mirar de aquella forma a Calista, que no podía discutirle nada, pero cuando encontró a los recién llegados se olvidó muy rápido de las muecas de señorita caprichosa y corrió a abrazar a Megacles soltando un par de lágrimas por el camino. Sólo entonces se dio cuenta de que junto al egipcio había un joven totalmente desconocido.

    —Pero mírate, si te has pintado los labios, ¡qué guapa estás! —Las palabras de Megacles causaron un efecto automático en Damalis, que se enderezó y giró el rostro para mostrar sólo un lado de su cabeza—. Y este adorno también es nuevo, te queda muy bien. Qué buen ojo quien te lo haya comprado. —Astilo refunfuñó desde su sitio, apretando el brazo de Khnum—. Damalis, éste de aquí es Tideo. Un hijo de Esparta que se unirá a nuestros viajes.

    —Encantada de conocerte. —Saludó Damalis con toda la elegancia que pudo reunir en sus gestos—. Cualquier amigo de Megacles es también amigo mío.

    —¿Cómo no iba a ser este hombre amigo de un espartano? Será el siguiente en calentar su cama.

    —¡Astilo! —Damalis le dio un pisotón, obligando al chico a soltarse de Khnum—. ¡No toleraré esos comentarios! ¡Ni uno solo! ¡Vuelve a decir algo así y arrojaré tu adorno y tus disculpas a la cochiquera, que sirvan de alimento a los cerdos! —Después de gritar y teñirse su cara entera roja de rabia, se giró hacia Megacles con la mejor de sus sonrisas, como si nada hubiera ocurrido—. Ven, tienes que conocer al hijo de nuestros anfitriones. El pequeño Fidón es una ricura.

    —No lo es. No deja de llorar en cuanto cae la noche, es un infierno.

    —Es muy desagradable referirse de esa forma a un recién nacido. No tienes ninguna educación, Astilo.

    —¿Y qué sabrás tú de educación? ¡Si malvivías en una taberna llena de borrachos!

    —¿Qué le importa el pasado a una mujer en Corinto? El presente, Astilo, tenemos que vivir el presente. Y no pensar en el futuro más de dos veces a la semana, pensar en el futuro trae las arrugas al rostro.

    —Pero, ¿qué clase de proporción es ésa? ¡Hay que pensar siempre en el futuro! Si un futuro al que encaminarnos, no tendríamos dirección para el presente.

    —No estoy de acuerdo.

    —Tú nunca estás de acuerdo conmigo.

    —¡Pues por algo será!

    —¡Pero bueno!

    A Megacles se le escapó la risa, aliviado de que la parejita no hubiera cambiado nada.

    *



    Pasaba el mediodía cuando Clímene salió de su casa, con ella venía uno de sus guardaespaldas, pues decía Clímene que una de sus sensaciones favoritas era saber que los ojos de un hombre siempre estaban puestos en ella (aunque ese hombre fuera su empleado). Llevaba el guardaespaldas una cesta llena de pétalos de rosa, y llegó al patio de Axelia y Demetrio con una sonrisa de oreja a oreja, que sólo creció al ver a Megacles sirviendo bebidas en la mesa.

    —¡Rosas de Afrodita al salvador de mi matrimonio! —Exclamó alzando los brazos al aire, pero chasqueó la lengua mirando al guardaespaldas—. Ébalo, cariño, ¿no me has oído? ¡Rosas!

    El hombre dio un saltito y caminó hacia Megacles, vertiendo la cesta sobre su cabeza. Una lluvia de rosas cayó por él, desperdigándose los pétalos a lo largo de la mesa. Axelia cogió unos pocos y acarició con ellos el rostro dormido de Fidón, al bebé pareció gustarle el olor porque se arrebujó contra el brazo de su madre.

    —Clímene, tú siempre tan discreta. —Megacles se apartó las rosas de los hombros y aceptó encantado su abrazo—. Me alegra verte bien.

    —Estoy mejor que nunca. —Le dio un golpecito en el pecho—. Me has cambiado a mi Fincias por un hombre completamente distinto, y si bien antes era torpe e ignorante, ahora resulta que es todo un conocedor en buscarme el placer —dijo—. Ay, y el pobre lo intenta con tantas ganas, con tanto interés, ¡deberías verlo! No sé si enciende mis pasiones o despierta mi ternura, pero el resultado es maravilloso. —Le guiñó el ojo en un gesto cómplice—. Le he dejado en casa recuperando el aliento, porque pienso repetir nada más regrese.

    —Así que estás en pleno maratón sexual, me siento halagado de que lo hayas interrumpido para venir a saludarme.

    —¿Verdad que sí? ¡Así de buena amiga soy! —Se echaron los dos a reír—. Al fin puedo tener un auténtico maratón a solas con mi marido, es un mundo nuevo para ambos.

    —¡Señora, por favor! —Astilo se puso en pie dando un golpe a la mesa—. ¡Que hay un bebé aquí con nosotros! ¡No hable de esas cosas privadas!

    —Ah, ya lo había olvidado. —Clímene ignoró estupendamente al chico y hurgó entre los pliegues de su túnica, de donde sacó un paquetito—. Es para el bebé.

    —Oh, señora, no tenía por qué molestarse —le dijo Demetrio, incómodo por la conversación pero recordando a tiempo que era el anfitrión y debía responder al regalo.

    —Cualquier amigo de Megacles es también amigo mío. —Respondió Clímene.

    Tideo miró entonces a Damalis, averiguó pronto de dónde venían los gestos que ensayaba e imitaba la chica a cada rato.

    —¡Mira, Demetrio! ¡Es plata! —Axelia le mostró la cadenita a su marido, que la miró con la boca abierta—. Clímene, no puedo aceptar algo tan caro.

    —Bueno, es que no tienes que aceptarlo tú, sino ese pequeñín que duerme en tus brazos. Cuando crezca y le vaya pequeña, venid a casa, hablaremos con el joyero para un nuevo ajuste.

    Le ofrecieron té y aperitivos, y para mala suerte de Astilo, Clímene se sentó a la mesa con todos ellos. No se levantó hasta que llegó una de sus criadas, había venido corriendo desde la casa y llegó al patio con una capa de sudor empapando su frente. Llamó a su señora y Clímene se acercó bastante curiosa, le susurró algo al oído y luego fue Clímene la que dio un salto en el sitio.

    —¡Ébalo! ¡Dame tu bolsa de monedas ahora mismo! —El guardaespaldas no pudo quejarse y se la entregó, se despedía así de su sueldo—. Pídele más a tu señor cuando llegues a casa. —Le dio palmaditas en la mejilla y le entregó la bolsa a la doncella—. Toma, querida, te has ganado cada moneda. ¡Ébalo! Acompáñala a casa.

    —Pero, señora…-

    —Yo estaré bien. —Le interrumpió—. Mi buen amigo Megacles me escoltará a casa, lo quiera o no.

    Regresó a la mesa y sacudió la carta que le había entregado su criada, la leyó en absoluto silencio sin mostrar una sola expresión en su rostro. No participó en la conversación que empezaba a animarse entre unos y otros, pero no dudó en interrumpirla alzando la voz una vez terminó de leer.

    —Me considero amiga de esta casa, y como tal os doy un consejo en cuanto al servicio. —No sólo Axelia y Demetrio, también Damalis prestó atención a sus palabras—. Es bien sabido que las señoras de las buenas casas tienen como obligación mantener comunicaciones con otras señoras, pero esas misivas no sirven de nada, pura palabrería vacía entre damas aburridas. Ésta. —Y sacudió el papel varias veces—. Ésta de aquí es la comunicación importante, la que se debe tener a como dé lugar. No es entre las señoras de la casa. —Se inclinó un poco hacia adelante, bajando la voz para dar el dramatismo que buscaba—. ¡Entre las doncellas! —Volvió a enderezarse en el sitio.

    Puede que los gestos exagerados de Clímene dijeran de ella que era una comunicadora frívola y teatral, pero se trataba de todo lo contrario. Era una auténtica experta en leer el ambiente, sabía cómo causar efecto en el oyente, ya fuera la admiración que leía en el rostro de Damalis, la curiosidad de los anfitriones, la diversión en los ojos y sonrisa de Megacles, ¿y más allá? Bien, debía admitir que no había mirado a Khnum al hablar, mucho menos a Tideo o Astilo.

    —No tuerzas el morro, egipcio, que este sistema de comunicaciones debe usarse hasta en tus tierras. ¡Los secretos de los antiguos faraones debían valer su peso en oro! —Exclamó—. Pero, volviendo a suelo griego. —Para enfatizar lo que decía, pisoteó bajo la mesa con sus pies—. Una buena criada debe tener conversaciones con, al menos, tres criadas de buena casa. Y está obligada a informar de cada chisme a su señora. —Se señaló a sí misma—. Yo pago un mínimo de diez monedas por habladuría que llegue a mis oídos, aumentando la suma si se trata de información valiosa.

    —Entonces, debes tener un asunto muy jugoso entre manos —le dijo Damalis. Se preguntaba qué habría allí escrito que valía una bolsa entera de monedas.

    —Oh, querida, esto de aquí. ¡Esto de aquí! —Repitió alzando el papel hacia el cielo, como si se tratara de una escritura divina—. ¡Esto de aquí puede hacer que Atenas entera tiemble!

    —¿No estás exagerando un poco, Clímene? —Le preguntó Megacles.

    —Ay de mí, ¡ay! ¡Cómo me gustaría estar exagerando ahora mismo! Pero no, lo que hay aquí escrito es un asunto muy grave. —Suspiró con todo el dramatismo que fue capaz de reunir y miró a Megacles—. Tu Ifianasa vuelve a casarse. —No dejó que la interrumpiera—. Se casa con un banquero arruinado, Mesalio parece que se llama, cuyo objetivo es meter las garras en tus propiedades y amasar la que fuera tu fortuna. —Una vez más, alzó la mano para que Megacles no pudiera hablar. No quería interrupciones cuando daba noticias tan importantes—. Esta carta lleva la firma de la vieja File, que ya servía en tu casa cuando vivías en Atenas. La conoces, querido, sabes que es una cotilla de mucho cuidado, pero incapaz de inventar nada porque la sesera no le da para tanto, se limita a promulgar a los cuatro vientos lo que escucha. Si dice que su señora se casa, es que su señora se casa, y lo hará pronto si su prometido está en la ruina. —Le entregó la carta—. Léelo tú mismo, ¡ese dinero era para tus hijos, nunca para el prometido de tu exmujer! ¡Estabas casado con una arpía que no duda en robarte!

    —Algo de todo esto no me cuadra —dijo Megacles mientras leía, reconociendo la letra de la criada. Incluso podía imaginar su cara escribiendo todo esto—. Ifianasa nunca se casaría con un hombre arruinado. No es una mujer dada a la imprudencia, si acaso lo contrario.

    —Quizás ese banquero sea un hombre encantador. Quiero decir, un encantador de serpientes. —Apuntó Damalis muy satisfecha con su comentario, que se ganó un asentimiento de Clímene—. Quizás haya podido seducir a tu exmujer, y no le habría costado mucho llevando tantos años lejos de ti. Tendría muchos ardores que sofocar.

    —¡Eso ha debido ser! —Clímene la apoyó yendo con ella, apretando sus hombros y besando su mejilla—. Querida, ¡tan joven y ya piensas como una auténtica mujer de Corinto! ¡Qué orgullosa estoy de ti!

    Fidón empezó a llorar en ese momento, y Demetrio tardó pocos segundos en cogerlo y llevarlo adentro. No podría soportar otra conversación sobre temas tan íntimos, ahora sobre una mujer a la que ni siquiera conocía. Astilo quiso irse con él, pero aguantó refunfuñando junto a Khnum. Incluso Tideo, recién llegado al grupo, se removía algo incómodo en su asiento. No le gustaba la ligereza de Corinto tratando ciertos temas.

    —¡Lo he decidido! —Exclamó Clímene de pronto, buscó a Calista y le indicó con un gesto que se acercara—. Megacles, querido, te presento a tu jovencísima prometida. Por supuesto, está embarazada y marcha a Atenas a reclamar parte del dinero, pues quedó acordado que sería para tus hijos. La acompañarán: su doncella, un espartano exiliado que se ofrece como protector, un chico de los recados y, eh, bueno, un egipcio que cuenta historias para amenizar los viajes.

    —No puedes estar hablando en serio.

    —Hablo completamente en serio. —Le señaló—. Esa mujer, Ifianasa, debe sentirse la parte ganadora del divorcio, ¡pues no es así! Ahora verá que su exmarido se casa con una mujer mucho más joven que ella, y tan intenso es vuestro amor que ya esperáis a vuestro primer hijo en común. ¡Es un plan perfecto!

    —Señora, pero yo no soy actriz.

    —¡Pues lo serás! Y más te vale ser una estupenda porque de ti depende que las monedas vuelvan a las manos de Megacles. Hablarás tú en su nombre en Atenas.

    *



    Clímene lo había dispuesto todo para el viaje, así de emocionada estaba. Y aunque ella no dejó Corinto, una parte de ella sí lo hacía, porque el carruaje rebosaba lujos desde donde fuera que se lo mirara. De no ser por los soldados que lo flanqueaban —estos eran, Tideo y Megacles— hubiera sufrido el ataque de más de un ladrón curioso. Pero había que estar muy bien preparado para atacar un carruaje protegido por dos hombres acostumbrados a la guerra, y los asaltantes de caminos no eran precisamente los grupos más organizados para un ataque de este tipo. Bien el brazo de Megacles, bien la espada de Tideo, servían para ahuyentar a los que se acercaran, y el carruaje avanzaba hacia Atenas sin ningún problema reseñable.

    Las murallas de la capital saludaron desde lo lejos, y una oleada de nostalgia sacudió a Megacles en su caballo, teniendo que parar el trote un momento. Un sinfín de recuerdos le llenaron la cabeza todos a la vez, y aunque pidió al grupo que continuaran, Astilo —el inesperado conductor de las yeguas— hizo a un lado el carro. Decidieron comer y repasar el plan.

    Damalis bajó al suelo de un salto, estirando los brazos y las piernas, iba a quejarse de lo incómodo que era viajar en un carro compartido, pero recordó que en una de las jornadas de viaje había llovido y ni Tideo ni Megacles se refugiaron bajo el techo de lona, así que se guardó el comentario y ayudó a los demás a bajar. Realmente, sólo a Calista, Khnum prefirió esperar a Astilo.

    Tideo hacía el fuego, y Megacles miraba aquel paisaje desolado por la guerra. Veía grupos de soldados corriendo de un lado a otro frente a los muros, quizá recogían los restos de una batalla pasada o se preparaban para la siguiente. Echaba de menos todo aquello, ahora bien, no sabía si extrañaba el choque de acero contra acero, o las victorias que celebraba en la caseta de Filiso.

    —Luchaste por ella, y de ella te desterraron. Un castigo cruel —le dijo Tideo mirando la ciudad—. Muchos prefieren la muerte al ostracismo. Es algo admirable que en estos dos años no te hayas rebanado el pescuezo con tu espada; bonita espada, todo sea dicho.

    —No tanto como el hombre que la empuñó. —Sonrió acariciando el mango del arma, con forma y decoración puramente espartanas.

    Se sentaron todos alrededor del fuego, agotarían aquí las últimas reservas de carne que les había dado Clímene. El almuerzo sería un poco de pollo con una mezcla de cereales que ninguno supo decir cuáles eran exactamente.

    —¿Cómo reconoceremos a tu mujer? —Preguntó Calista. Megacles no podía entrar con ellos en Atenas, por lo que necesitaban una descripción acertada—. Debe haber muchas «Ifianasas» en la ciudad.

    —Desde luego, pero mi Ifianasa es la única capaz de helarte los tobillos con una mirada. Algo así como un águila acechando a su presa desde los cielos. Ifianasa mira de la misma forma a quien considera su enemigo. —Se le escapó una risita—. Y siento decirte que tú ahora mismo lo eres, Calista. —A la muchacha le recorrió un escalofrío—. Anímate, que el faraón irá contigo y a él no le afectarán las miradas que le eche. —Le revolvió el pelo a Khnum antes de ponerse en pie, caminó unos pasos volviendo la vista a las murallas—. Tened cuidado, Ifianasa es una depredadora sigilosa y hábil, no me sorprendería nada que ya sepa que estoy aquí.

    —La describes como una mujer feroz. —Se quejó Damalis—. No creo que sea para tanto, es sólo una mujer resentida por su divorcio. Como ella hay muchas dentro y fuera de Atenas.

    —Puede ser, pero no bajéis la guardia con ella. Os arrancará las entrañas si lo hacéis.

    —¡No digas cosas tan desagradables cuando estamos comiendo! —Se quejó Astilo esta vez, haciendo que Megacles volviera a reír.

    Calista se cambió dentro del carruaje con ayuda de Damalis. Una carísima túnica púrpura convertía a cualquiera en una auténtica dama de buena familia, aunque también ayudaban el peinado, las líneas de maquillaje y el perfume. Para señalar que era la prometida de Megacles, colgaba del cuello su anillo de polemarca, siendo demasiado ancho para sus dedos.

    De esta forma entró en Atenas, acompañada de su supuesto servicio. A Damalis no le hacía ninguna gracia ser la doncella, pero interpretaba su papel lo mejor que podía, sin adelantarse nunca a los pasos de su señora, dejando que Tideo, como guardián, tomara la delantera. En la retaguardia, Astilo y Khnum. Eran un grupo tan curioso que se ganaron más de una mirada y cuchicheo.

    La casa de Megacles estaba orientada hacia el sur, por lo que resultaba fresca en verano y cálida en invierno (o de eso presumían los arquitectos). Debía ser cierto, porque no había una flor descuidada en el jardín, donde el jardinero aprovechaba la inclinación del terreno para plantar hileras de plantas y flores que caían sin solapar a sus vecinas. Se debía atravesar ese frondoso jardín para llegar a la puerta principal, y tras ella, en el patio interior, se solía ver siempre a Calíope —tercera hija de Megacles— escribiendo o recitando versos que se le ocurrieran. A sus pies descansaba siempre algún gato callejero, seducido por su voz y los rayos del sol de la tarde.

    Cuando el grupo entró, Calíope se incorporó rápido, el gato bufó con el movimiento y se marchó a explorar el segundo piso. Calíope no tuvo tiempo de articular palabra, vio a su hermana mayor apuntando con una espada al lazarillo del ciego.

    Mimnosa —la segunda hija— apretó tanto el brazo retorcido de Astilo a su espalda como el filo de la espada contra su cuello.
    —¿Quiénes sois y por qué entráis en nuestra casa como si fuera vuestra? —El tono de su voz anulaba la pregunta y lo volvía en una orden—. Hablad rápido o seréis uno menos muy pronto.

    Un sonido tan ligero como un carraspeo bastó para que Mimnosa apartara primero el arma, y después ella misma, entrando al patio para quedar junto a su hermana. Desde aquí miró hacia arriba, en el balcón estaba su madre, asintió y desapareció por una de las habitaciones. El grupo no volvería a verla hasta que no se acomodaron en una zona más privada del patio trasero, con el servicio preparando aperitivos para todos.

    Calíope se inclinó desde el arco de la entrada, al otro lado su hermana, eran dos pares de ojos azules mirando curiosos a aquel extraño grupo esperando por su madre. Otro carraspeo y se apartaron, una diciendo que volvería al patio y la otra corriendo a su habitación. Ifianasa entró sin decir una palabra, se mantuvo seria al acomodarse en su sitio y luego clavó sus ojos en los de Calista.

    —¿A qué se debe la visita de la jovencísima prometida de mi exmarido?

    Damalis le dio un codazo a Calista, haciéndola hablar.

    —Estoy embarazada. —Soltó de golpe, luchando para que la voz no le temblara. Apretó el anillo en su puño para buscar valor—. Vengo a reclamar parte de la fortuna para nuestro hijo.

    —Si sólo has venido a eso, estás perdiendo el tiempo. No vas a ver ni una moneda.

    —¡Oiga señora! —Damalis se puso en pie de repente—. ¡El dinero de Megacles no acabará en las manos de un banquero arruinado! ¡No lo permitiremos! ¡Así que o solucionamos este asunto aquí y ahora, o lo llevamos al corazón del ágora si hace falta!

    —Y es la doncella la que estalla en cólera, no la esposa. —Ifianasa suspiró negando con la cabeza—. ¿Acaso mi exmarido también se encama contigo, chiquilla impertinente? Abandonar Atenas le ha debido convertir en un sátiro sediento de juventud.

    —¡Eso no es verdad! —Respondió Damalis con un nuevo grito, ahora teñida entera de rojo—. ¡Pero no pienso pasar por alto esta injusticia! ¡Es su dinero!

    —Damalis, no grites. —Le susurró Astilo tirando de su ropa, haciendo que volviera a sentarse—. Sólo hemos venido a hablar, no a empezar una guerra.

    —Vosotros con tantas ganas de hablar y yo con ninguna gana de escuchar. Ya le he dicho a tu señora, de repente muda, que no verá ni una sola moneda. Así que, ¿se va a alargar mucho esta visita? Tengo compromisos que atender.

    —¡Es usted la impertinente!

    Ifianasa chasqueó la lengua antes de ponerse en pie, pareció gigante en comparación a Damalis. Bien había hecho Megacles en compararla con un águila, porque debía faltarle bastante poco para lanzarse al vuelo contra la chica y convertirla en su almuerzo.

    —Un solo grito más y te convertiré en la comida de mis perros. Tengo unas jaquecas terribles y tu voz me resulta terriblemente molesta, como el chillido de los cerdos —le dijo—. Por última vez, no os daré el dinero.

    —Aunque me eche, esta conversación no ha terminado. —Calista retomó la palabra—. Este niño tiene plenos derechos al dinero de su padre.

    —Por supuesto, los tendría de existir. —Tideo se tensó en su sitio, esperando un ataque a una mujer supuestamente embarazada, pero Ifianasa no se movió ni adoptó una postura amenazante—. Puede que nos hayamos divorciado, pero sigo conociendo a Megacles. No se ha acostado contigo, sé que nunca lo haría, sin embargo, tienes su anillo. Así que, bien eres una farsante, bien una ladrona, o bien las dos cosas. No te va a gustar cómo tratamos en Atenas a los de tu calaña. Ahora, largo.

    Por si acaso el tono firme de Ifianasa no fuera suficiente, el sonido de espadas al desenfundar fue más elocuente. De un momento a otro aparecieron seis hombres llevando el uniforme del ejército. No hizo falta mostrar violencia para que el grupo se fuera de la casa.

    Venían quejándose en el camino de regreso al carruaje, aunque Tideo se detuvo más de una vez mirando hacia atrás. Tenía la sensación de que alguien los estaba siguiendo, más allá de los vecinos curiosos, y no se deshizo de esa sensación hasta estar fuera de las murallas. Megacles escuchó la descripción del encuentro que le daban Damalis y Astilo, diciendo de Ifianasa que era un demonio de mujer pero que ofrecía muy buen vino a las visitas. Calista le devolvió el anillo, y también le dio un pedacito de queso que había robado de los aperitivos.

    —Todo esto no ha servido para nada —dijo Calista quitándose el anillo, se lo devolvió a Megacles a modo de disculpa.

    Megacles sonrió y señaló con un gesto de barbilla al lado contrario, allí, junto al camino, una figura vestida de verde se quitó la capa, dejando al aire una melena rubia y una mirada que hizo a Calista estremecerse.

    —¡Os dije que alguien nos seguía! —Tideo habló en gritos, por un lado orgulloso de no haberse equivocado en su impresión, pero también preocupado porque Ifianasa les había seguido sin levantar sospechas.

    Fue Megacles el que avanzó hasta la mujer, comenzando los dos a andar por el camino como una pareja cualquiera que saliera a dar un paseo. Damalis quiso seguirles para enterarse de la conversación, pero Astilo se lo impidió tachándola de chismosa.

    —Curioso grupo el que te acompaña —dijo Ifianasa caminando a su lado—. Aunque están dispuestos a mentir por ti, como mínimo deben apreciarte.

    —Te he subestimado. —«Una vez más», añadió ella—. Desde que vi la letra de File tendría que haber sospechado algo. Esa anciana es cotilla por naturaleza, pero te es todavía más leal, te pedía permiso antes de airear cualquier tipo de rumor. Tuvo tu visto bueno con éste pero, ¿cómo llegó la carta a Corinto? ¿Cómo diste conmigo?

    —Me confirmaron que Megacles, el amante de Esparta y traidor de Atenas (no son muchos los que tienen este título) estaba en Corinto calentando la cama de una mujer entregada sin pudor alguno a Dioniso. —Explicó—. Tu gusto en hombres no lo tengo tan claro, pero desde luego sé cómo te gustan las mujeres, por eso sé que nunca te encamarías con una tan irreverente como se la describe, pero todavía menos con la chiquilla que se presentó en mi casa alegando ser tu prometida ya embarazada. Llevaba tu anillo al cuello, así que imaginé que, de estar tú involucrado en esto, no debías estar muy lejos.

    —Mujer aterradora, si fueras tú la polemarca y no yo, esta guerra habría acabado hace años.

    —Quizás Atenas deba admitir mujeres en sus filas.

    Megacles asintió y siguieron caminando en silencio un buen rato, hasta que se detuvo con las manos en las caderas, miró su espada antes de volver la vista a Ifianasa, que se paró frente a él. Alzaba la cabeza y le miraba no con la furia que cabría esperarse en la exmujer, sino con la seriedad que tienen los militares antes de dar su discurso previo al asalto.

    —Está bien, Ifianasa, ¿qué planeas? ¿Por qué necesitas verme? No puede ser que me eches de menos a estas alturas, ¿verdad? —Se atrevió a bromear para aligerar el ambiente. Se arrepintió de haberlo hecho viendo la expresión severa que le devolvió.

    —Ha sido una broma de muy mal gusto, dejaré que reflexiones sobre ello. —Dicho esto volvió a caminar, contuvo la risa escuchando a Megacles resoplar yendo tras ella—. Como sabes, Mesalio está en la ruina. No me ama, le interesa la fortuna que dejaste aquí conmigo.

    —¿Cómo te ha podido engañar para que aceptes su compromiso?

    —No me ha engañado, Megacles, a mí no se me engaña. A mí se me traiciona o se me amenaza, pero no se me engaña.

    —Este orgullo acabará contigo algún día, Ifianasa —le dijo—. Pero dime, ¿con qué te ha amenazado? ¿Por qué estás tan angustiada?

    —Llevas tanto tiempo lejos de la rectitud de Atenas que te has vuelto un hombre frívolo. —Suspiró, no le gustaba el tono despreocupado que usaba Megacles, como si cualquier problema pudiera solucionarse chasqueando los dedos—. Ha amenazado con matar a tus hijas, Megacles. Vigila todos y cada uno de nuestros pasos, tengo militares apostados en casa sin mi consentimiento. —Al fin vio seriedad en su rostro—. Intenté rechazar el compromiso vía diplomática, pero Mesalio se las ha arreglado para prometer las ganancias del enlace. Tu fortuna, que es mía, y siempre será mía, pasará por las manos de los supuestos hombres justos defensores de la ley y la justicia.

    —Ese maldito…-

    —Por favor, ahórrate los insultos. —Le interrumpió, ahora fue ella la que se detuvo—. Hasta donde sé, eres un mercenario que pone su hoja al servicio del mejor postor. Pues te contrato: quiero a mi prometido muerto. Eso sí, no te daré ni una moneda como pago.

    —Trabajar por amor al arte no es mi estilo.

    —Trabajarás por ver a tus hijas sanas y felices. Además. —Se mordió el labio y dudó, pero terminó por ceder—. Además, Calíope quiere verte. Sólo los dioses sabrán cómo habré podido convencerla para que se quedara en casa y no me siguiera.

    —¿Están todos bien?

    —Lo sabrás cuando hagas tu trabajo. —Le tendió la mano y volvió a ceder al ver su cara—. Sí están bien: Calíope siempre estuvo de tu lado, lleva dos años echándome en cara el no poder verte; quizá puedas ganarte también el corazón de Mimnosa, se parece a ti, ha roto más de un matrimonio al encamarse con quien no debe; Exequias está de viaje, dice en sus cartas que buscando su vocación pero yo sospecho que sigue los pasos de algún amor; Elpis es demasiado joven como para entender nada de lo que ocurre fuera de sus juegos; y, créeme, será mejor que Lisipe no sepa que estás aquí, la que fuera tu ojito derecho te odia como nunca ha odiado a nadie.

    Megacles sonrió apretando su mano, con esto aceptaba el contrato. Y la sombra de la muerte planeó sobre Mesalio en este mismo instante, pero él bebía en la cocina junto a sus amigos los militares y no pareció darse cuenta de que su vida estaba por terminar de manera inminente.

    Ifianasa acompañó a Megacles hasta el carruaje, se despidió de manera correcta de todo el grupo, ahora los consideraba aliados e incluso sonreía al verlos, y volvió a la falsa seguridad del hogar, donde le contaría los avances del plan a sus hijas; todo ello de manera discreta para no levantar sospechas.

    SPOILER (click to view)
    Para la apariencia de Ifianasa busqué actrices griegas por Google, y me gustó ella: Aliki Yougiouklaki.
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    *Mimnosa (la Moira) se ha acostado con mujeres casadas, cosa que a los maridos no les gusta tanto x'd
     
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5 replies since 10/9/2020, 10:50   160 views
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