|| La Espada de la Diosa ||

« Older   Newer »
 
  Share  
.
  1.     +1   -1
     
    .
    Avatar

    | Toxic Beauty |

    Group
    100% Rol
    Posts
    11,777
    Location
    Montero

    Status
    Anonymous

    jpg




    ⥅ Enir Voknaiv
    SPOILER (click to view)


    ╒═══════════════════════ ══════════════════════╕
    7XVgkbr

    Nombre: Enir Voknaiv.

    Edad: 86 años.

    Clasificación: Brujo.

    Apodos: Vok, Dragón Negro, Falso Rey.


    Le va la buena vida: música, comida, alcohol y sexo.

    Toca la flauta (y las narices); tampoco canta mal.

    Cualquiera lo tacharía de despreocupado y alegre, pero cuando se pone serio... asusta. De verdad.

    Es bastante coqueto y le gusta mostrar buenas apariencias.

    Sus ojos son de color ámbar, pero cuando usa magia se vuelven amarillos.

    Nadie sabe por qué, pero llama a su daga Nuni.



    ⥅ Kaleb Aimar
    SPOILER (click to view)


    El deber de un caballero


    profile


    ● Nombre: Kaleb Aimar.
    ● Edad: veintitrés años.
    ● Título: guardia personal del legítimo heredero al trono, el príncipe Brion.
    ● Naturaleza: humana y sin una sola gota de sangre mágica.
    ● Apodos: Kal para sus hermanas y los designados por Enir.


    Algunos datos sobre Kaleb:
    Segundo, y único varón, de los tres hijos de la familia Aimar.
    Guardia personal y fiel confidente del príncipe Brion.
    Leal como un perro y terco como burro.
    Habilidoso con la espada, decente con el arco, pero estratega de poca paciencia.
    Disfruta las apuestas y los juegos de azar.

    I - II






    || La Espada de la Diosa ||


    —¡Te digo yo que eso sólo son tonterías!

    —¡Y yo te digo que no lo son!

    —¡Que sí, que es simplemente una leyenda! Hay miles muy semejantes, ¿por qué esta es tan especial?

    —¡Pues porque es cierta!

    Con una sonrisa torcida, un tercer hombre se unió al grupo. Había estado sentado en una mesa al fondo de la taberna, pero ahora, con su jarra de cerveza tibia en la mano, caminó hasta la barra donde los dos comerciantes hablaban. Se sentó junto a ellos —más bien, se desplomó en un taburete— y les saludó con un gesto.

    —Disculpadme, me ha picado la curiosidad… ¿De qué leyenda habláis?

    Los dos comerciantes compartieron una mirada, como manteniendo una conversación silenciosa, y después se acercaron un poco más al recién llegado, como si segundos antes no hubiesen estado hablando en un tono de voz elevado y ahora les diese miedo que alguien pudiese oírles.

    —No eres de por aquí, ¿verdad? —el tercero negó con la cabeza mientras daba otro generoso trago a su jarra —Pero, ¿sabes quién es el Dragón Negro?

    —Su nombre se escucha hasta en las lejanas islas del sur —confirmó el desconocido con un encogimiento de hombros, como si le hubiesen preguntado si sabía la más típica historia de niños. Y quizá, en cierta forma, así había sido —. Un brujo tan poderoso que sólo necesitó a un puñado de hombres para derrotar a todo el ejército de Hilatio el Fuerte. Es muy sonada la traición que cometió contra su gente. Asesinó al rey, se hizo con su reino y ahí sigue.

    —Así es —dijo el primer comerciante, el incrédulo de la historia de su amigo. Cruzó los brazos sobre su oronda panza y asintió un par de veces —. Nadie ha podido arrebatarle el trono.

    —Según sé —habló el segundo —, sólo pudo escapar una hija de Hilatio. Se escabulló por algún túnel secreto y huyó con un par de damas de compañía y un guarda que la escoltó hasta una villa cercana.

    El tercero torció un poco el gesto.

    —Creía que el Dragón Negro en persona le había perdonado la vida… —comentó con tono indiferente, provocando que los otros dos prorrumpiesen en carcajadas.

    —¡¿Ese monstruo?! Si la hubiese pillado, a saber qué le habría hecho…

    —Violarla, seguramente. Y luego arrancarle la piel a tiras, o quemarla viva.

    —Un hombre como ese no se anda con mierdas. ¡Si hasta asesinó a su hermano jurado!

    —Bueno —el tercero, negándose a continuar la discusión, hizo un gesto con la mano, invitándoles a seguir hablando —. ¿Qué pasa con el Dragón Negro?

    —Ah, sí —el segundo se frotó la barbilla, pensativo, mientras le hacía un gesto al tabernero para que le pusiese otra jarra —. Ha estado ahí, encerrado en su castillo, durante, no sé, cincuenta y tantos años. Y nadie ha podido tocarle un puto pelo.

    —Exactamente —el primero contuvo una risotada —. Nadie le ha podido hacer nada. Pero viene aquí mi amigo Buton y me dice que, de la nada, ¡se ha descubierto un arma que lo matará!


    —Oh, ¿en serio? —sonrió el tercero. Dejó la jarra vacía y le pidió al tabernero que la rellenase —¿Cómo es posible que nadie lo supiese hasta ahora?

    —¡Eso digo yo!

    —¡Pues porque nadie sabía que seguía existiendo, para empezar! ¡Deja de reírte, Mido! —le dio un golpe con la mano en el brazo y miró con los ojos brillantes de emoción al desconocido —¡Es la espada de la diosa Tagdabho!

    —Oh, ¡la diosa del fuego! —suspiró el tercero, componiendo una expresión meditativa —Pero los dioses cayeron en el Sueño hace cientos de años… Me parece sospechoso que de pronto se haya localizado la espada.

    —¡Eso digo yo! —repitió el primer comerciante, esta vez acompañando sus palabras con un golpe en la barra dado con la jarra —Que no, que no me lo trago. Además, si tan localizada está, ¿por qué nadie la ha cogido aún? ¿Por qué el Dragón Negro sigue ahí, sentado en su tronito robado?

    —¡Porque no es tan fácil! —el segundo comerciante sacudió la cabeza, como si estuviese su público fuese de mollera dura —Está custodiada en el Mausoleo de la Diosa.

    —Un sitio maldito y prohibido desde hace por lo menos ochocientos años —el escéptico soltó un resoplido que podría interpretarse como un intento de contener la risa —. Sigue.

    —No, espera —el tercero, de pronto, mejoró su postura, mostrando un interés renovado en aquello —. He oído algo al respecto —chasqueó los dedos en el aire un par de veces, intentando invocar el recuerdo —. ¡Ah, sí! A unos comerciantes de las llanuras, decían que se habían descubierto unas ruinas con los signos de la diosa, pero de los que entraron a explorarlas no volvió ninguno, ¿algo así?

    —¡Sí, volvieron algunos! —el segundo comerciante parecía emocionado al ver que, por fin, alguien le seguía el juego —Pero estaban terriblemente malheridos y habían perdido el juicio. Al parecer, el Mausoleo enloquece a todo aquel que entre y no sea digno de la diosa, les hace perderse en un laberinto… Y mucha suerte si encuentras la salida.

    —Para que me aclare —el primero, al que ya se le estaban encendiendo las mejillas gracias al alcohol, sacudió una mano en el aire para llamar la atención —. Se descubren unas ruinas, entran en ellas un grupo de idiotas y los que vuelven han perdido los pocos tornillos que les quedaban. ¿Cómo podemos fiarnos de su palabra?

    —¡Oh, vamos! Había incluso menos certeza de que existían unas islas al sur del continente —volvió a la carga el segundo, buscando el apoyo del tercero, que parecía en esos momentos terminar su segunda jarra con una expresión meditativa —. Además, sé de varios que han salido ya en busca de ese Mausoleo. ¡Guerreros, brujos y aventureros!

    —La trama se complica —se rio por lo bajo el tercero. Apoyó un codo en la barra y reposó con tranquilidad la mejilla en esa mano, cruzando las piernas sobre el taburete con una elegancia casi felina —. ¿Y dónde está ese Mausoleo?

    —No puede ser que le estés haciendo caso —el primero gruñó, apretando los labios para contener un eructo.

    —No veo qué de malo puede tener escuchar historias —dijo el tercero con una sonrisa que, de nuevo, se torcía hacia un lado. Quizá no sabía sonreír derecho.

    —Al parecer, hay que atravesar el Bosque Oscuro —susurró el segundo.

    El primero, ante esto, chasqueó la lengua ruidosamente.

    —¡Bah! Quien se haya inventado esta mierda ha querido poner todo lo aterrador de a una, ¿eh? El Dragón Negro, el Bosque Oscuro, un Mausoleo maldito… Suficiente por hoy. Me voy a dormir —y dicho esto, dejó unas monedas sobre la barra y se despidió del desconocido con un gesto de cabeza.

    Su amigo le siguió con la mirada y, una vez salió de la taberna, volvió a mirar al tercero.

    —Sinceramente, creo en esta historia, pero no creo que nadie pueda conseguir la espada.

    —¿No? —el tercero seguía sonriendo, pero con una actitud calmada —Es cierto que no pinta bien. El Bosque Oscuro tiene muy mala fama y lo del Mausoleo es estremecedor… Pero, ¿qué clase de gran aventura no tiene peligros mortales?

    —Espera, ¿acaso te estás planteando ir a por la espada?

    —¿Por qué no?

    —¡Estás loco! —se rio el comerciante.

    —La locura y la genialidad suelen ir de la mano —reconoció el tercero, dejando escapar una risita.

    En ese momento, un cuarto hombre se levantó. Había escuchado toda la conversación en silencio, observando, analizando, y por fin se había decidido a acercarse. El comerciante se sorprendió, pero su acompañante no, por lo que debía haberse dado cuenta de que realmente había más orejas en esa charla informal.

    El que acababa de llegar era alto y bajo la coraza de cuero que llevaba quedaba claro que era, además, fuerte. Tenía una mirada dura, oscura, y una barba de varios días que indicaban que esta era su primera parada en un tiempo.

    Al comerciante le hizo gracia el contraste que hacía con el otro. El recién llegado parecía duro y hosco, mientras que el otro era gracioso y tenía un cierto algo que le daba elegancia. Quizá fuese su ropa, de un negro imposible para alguien que no tuviese dinero, y con una confección magnífica, o quizá sólo sus gestos y su voz.

    El mercenario —sólo podía ser un mercenario, su coraza estaba llena de rasguños de diversas armas y a su espalda cargaba una espada muy pesada— se detuvo junto a ellos. Miró de medio lado al comerciante y después de arriba abajo al rico de negro.

    —No es una aventura para alguien como tú —dijo con una voz grave y ronca.

    El rico enarcó una ceja, ensanchando un poco más su sonrisa torcida.

    —¿Te preocupo?

    El mercenario soltó un gruñidito que podría interpretarse como una risa. Se apoyó entonces en la barra, obligando al comerciante a echarse un poco hacia atrás.

    —¡Eh! —se quejó el hombre, pero la mirada que le lanzó el mercenario fue suficiente para hacerle recular.

    Resopló, murmurando la falta de educación de algunos, y después pagó sus consumiciones y se fue de la taberna.

    Quedando a solas, o todo lo a solas que se puede estar en una taberna a esas horas de la noche, el mercenario volvió a mirar al rico, esta vez de abajo arriba.

    —Es una misión muy peligrosa y tú eres demasiado bonito.

    Ante esto, el rico soltó una pequeña risa. Se echó un par de cabellos rebeldes hacia atrás con la mano, clavando sus ojos ambarinos en los oscuros del mercenario.

    —Pareces muy seguro de que me viene demasiado grande.

    —Y así es —asintió el mercenario. Lanzó una aterradora mirada al tabernero, quien rápidamente empezó a llenar dos jarras más con cerveza caliente y después ladeó la cabeza hacia el rico —. Mi hermano salió en busca de ese legendario mausoleo hace más de un mes.

    —No sé desde dónde partió, pero no creo que en un mes se pueda cruzar el Bosque Oscuro —terció el rico, acariciando con un dedo el borde de la jarra que el tabernero acababa de poner delante de él.

    —Hmn —gruñó el mercenario, al parecer con toda su atención en ese dedo —. Es cierto. Pero contactábamos cada cierto tiempo y llevo muchos días sin saber de él.

    El rico detuvo su juego con la cerámica y pasó a acariciar la jarra hasta llegar al asa. La tomó y se la llevó a los labios, conteniendo una sonrisa al ver cómo los ojos del mercenario habían seguido el movimiento de su mano casi sin pestañear.

    —Deduzco que tu hermano es un guerrero reputado.

    —Así es. Gilgar. ¿Te suena?

    —Sí… Ah, sí. Tú eres, entonces, Willins —el mercenario pareció complacido al saberse reconocido —. Dicen que sois unas mala bestias en la batalla, y que juntos sois prácticamente invencibles —el rico descruzó las piernas y las volvió a cruzar, acariciando en el proceso la cadera de Willins —. Así que me queda una duda: si sabíais de lo peligrosa de esta misión, ¿por qué no fuisteis juntos?

    —Habíamos tenido que atender asuntos separados —dijo sobriamente Willins tras beber un buen sorbo —. El plan era juntarnos a las puertas del Bosque Oscuro. Sigue siendo mi plan. Iré hasta ahí y averiguaré qué le pasó a mi hermano. El problema es que el camino al Bosque Oscuro tampoco es un sendero de vino y rosas. Hay asaltantes de caminos, algunas tribus peligrosas, pueblos que guerrean entre sí… Por no hablar de otros aventureros que buscan la gloria de Tagdabho.

    —Y nada dice que el Dragón Negro, ante estos rumores, no haya mandado él mismo a algunos hombres —el rico suspiró y miró a Willins de medio lado, con una sonrisa entre divertida y burlona —. Cada vez se pone más emocionante, ¿no crees?

    Willins, ante esta actitud tan despreocupada, no pudo contener una pequeña sonrisa.

    —Podríamos viajar juntos. Así podré… protegerte —de nuevo, sus ojos oscuros no buscaban los del otro, sino sus labios.

    —La oferta es tentadora, pero prefiero ir a mi aire. Además, si tienes que protegerte a ti mismo y a alguien más, hay más posibilidades de que ocurran desgracias. No podría permitirme ser una carga para alguien como tú —habló con una voz tan suave que sonó como un ronroneo.

    —Hmn… —el mercenario miró la taberna, que se iba vaciando poco a poco, y después volvió a mirar al rico —Quizá podríamos volver a hablarlo mañana, durante el desayuno.

    —Quizá —consintió el otro, terminándose su cerveza.

    El mercenario se lo pensó unos segundos, pero después se inclinó un poco más hacia él.

    —¿Tienes algún lugar donde pasar la noche?

    El rico sonrió otra vez y movió de nuevo las piernas. Apoyó un pie en el suelo y otro en un travesaño del taburete, resultando esto en que la rodilla flexionada había acabado contra la entrepierna del mercenario.

    —Eso parece.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Terminó de subirse la bota y miró hacia la cama. Bien, «cama» quizá era una palabra muy grande para aquello. El armazón de madera no había podido soportar los envites más pasionales de la noche y se había roto, dejando sólo un colchón con mantas y almohadas en el suelo.

    «Parece que no son sólo mala bestias en la batalla» había pensado el invitado tras soltar una risa por la situación.

    Ahora, poniéndose en pie y recuperando su chaqueta, se le escapó una sonrisita y sacudió la cabeza. Sacó del zurrón un pequeño espejo de mano y lo utilizó para comprobar un poco cómo estaba su piel. Aún quedaban algunas marcas de besos y mordiscos en su cuello, también tenía una pequeña heridita en el labio inferior… Pero no importaba, todo eso desaparecería antes del anochecer. E igualmente sólo el labio quedaba a la vista.

    Tomó su zurrón y su bolsa de viaje y miró una vez más a Willins, que dormía bocarriba, con una mano bajo la cabeza y roncando con más suavidad de la que se había esperado en un principio.

    Dulcificó un poco la expresión y se acercó al colchón. Se arrodilló y dejó un suave beso en su frente, pero cuando se iba a separar, una mano le agarraba la muñeca. La alarma le duró sólo un segundo, después volvió a mostrar una expresión tranquila.

    —Perdona, no quería despertarte —dijo, incorporándose cuando Willins le soltó.

    —¿Te vas? —gruñó, frotándose un ojo con la mano, intentando quitarse las últimas brumas del sueño —Pensaba que íbamos a desayunar juntos.

    —Se hace tarde —comentó, señalando con la cabeza la ventana.

    Era cierto, el sol estaba bastante alto. Debían rondar las diez. Ante esto, Willins soltó un improperio y empezó a levantarse, pero su último amante le puso las manos en el pecho y le empujó para que volviese a quedar tumbado.

    Con un guiño de ojo, pasó una pierna alrededor del cuerpo del mercenario, quedando de rodillas sobre él, y se inclinó para besarle, esta vez en los labios. Willins no tardó mucho en poner las manos en sus piernas, subiendo poco a poco hasta llegar a las nalgas.

    El beso terminó con un mordisco de labios y el que iba de negro se irguió, quedando sobre el mercenario. Puso las manos sobre las del otro y le dio un par de palmaditas para que le soltase.

    —Venga —le pidió, divertido, y se pudo por fin en pie cuando el otro le soltó —. Me lo he pasado maravillosamente bien, pero prefiero viajar solo. Aunque —se dio un par de golpecitos en la barbilla con un dedo índice y luego le miró con la cara de quien está pensando en una travesura —no me importaría que nuestros caminos se volviesen a cruzar.

    —¿No puedo hacer nada para convencerte de que no vayas al Bosque Oscuro? —murmuró Willins, volviendo a recostarse con un gesto perezoso.

    —Lo dudo mucho —se echó la bolsa de viaje a la espalda —. Pero no te preocupes, sé cuidar de mí mismo. Céntrate en encontrar a tu hermano, ¿hmn?

    Se dio media vuelta para irse, pero se tuvo que detener en la misma puerta cuando Willins le llamó. Se giró a mirarle, con curiosidad.

    —Ni siquiera me has dicho tu nombre —le recriminó.

    —Enir —sonrió el de negro —. Me llamo Enir.

    Con estas palabras, le lanzó un beso y se fue, cerrando la puerta tras de sí.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Hacía un día magnífico. El sol brillaba sobre un cielo tan azul que uno podría pasarse horas contemplándole, y las escasas nubes que había eran tan blancas y algodonosas que casi daba pena que la brisa las fuese deshilachando.

    Esto había puesto a Enir de muy buen humor, algo que se reflejaba no sólo en su forma de caminar, tan relajada que cualquiera diría que sólo estaba dando un paseo agradable, sino también en que iba silbando una tonadilla alegre.

    Cruzó aquella pequeña aldea así, silbando, y sólo detuvo la canción en dos ocasiones: la primera fue para comprar una manzana y la segunda para saludar a unos niños a los que había devuelto un balón.

    Bueno, quizá sería más acertado decir que detuvo la canción en tres ocasiones, con la salvedad de que a la tercera no la reanudó.

    Apenas había puesto un pie en la posada, la tonadilla se había cortado a mitad, su sonrisa había desaparecido y sus ojos se habían nublado con un ceño ligeramente fruncido y una mandíbula tensa.

    Chasqueó la lengua y apartó la mirada de ese pelirrojo lleno de pecas que había capturado su atención y había arruinado su buen humor, y rumiando varios pensamientos, se acercó a una muchacha con bandejas para pedirle mesa. Con ella habló con una sonrisa tranquila y un tono amable, pero una vez se sentó, su cara volvió a perder alegría.

    No pudo evitar volver a mirar de reojo al pelirrojo aquel. No era sólo el color del pelo, también la forma de la nariz y de la mandíbula, incluso los ojos, se parecían demasiado a…

    —¡Eh! —una voz le llamó la atención, sacándole de sus sospechas. Reconoció esa cara rellena como la del vendedor que, varios días atrás, le había hablado en una posada de la espada de Tagdabho —¡Vaya, qué sorpresa! No esperaba que nos volviésemos a encontrar.

    —El futuro es impredecible —sonrió Enir con su voz suave de siempre y una sonrisa afable y tranquila, torcida, en los labios —. ¿Cómo estás, buen amigo? —dijo mientras se echaba hacia atrás en la silla, con la comodidad y la confianza de quien está en su casa.

    —No puedo quejarme —reconoció el hombre, llevándose las manos a las caderas —. ¿Sigues con la idea de ir al Mausoleo?

    —Por supuesto —de nuevo, ensanchaba un poco su sonrisa —. Es una aventura tentadora.

    El comerciante se rio y sacudió la cabeza, claramente considerando a Enir como un loco encantador.

    —Pues estaba hablando ahora con este muchacho —dijo, señalando con el pulgar al pelirrojo. No llegó a ver el brillo afilado en los ojos de Enir, quizá porque este había durado sólo un instante, recuperando prontamente su sonrisa embaucadora —y dice que él también va a por la espada. ¡El mundo está lleno de locos!

    —Qué aburrido sería todo si no fuese así —bromeó Enir, arrancándole otra risotada al vendedor.

    —¿Por qué no te sientas con nosotros?

    —Oh, no, no quisiera molestar…

    —Insisto, insisto.

    Y tanto insistió que le agarró la muñeca y tiró de él con una fuerza que, desde luego, no aparentaba, para llevarlo a la mesa del pelirrojo. Enir contuvo un resoplido y se colocó su mejor máscara, volviendo a acomodarse, esta vez en un banco. Se repeinó con los dedos, echando el pelo hacia atrás, y miró al pecoso.

    Ahora que lo tenía tan cerca, el parecido era demasiado abrumador como para ser una mera coincidencia. Incluso estando afeitado y sin cicatrices en la cara, ese aire de familia era innegable. No pudo evitar buscar en su cuello, y al ver una cuerda asomando entre la ropa, sintió el colgante que él mismo ocultaba bajo la suya quemar contra su pecho.

    —Pareces muy joven para querer embarcarte en semejante periplo —dijo, sin dejar traslucir sus auténticas emociones.

    —¡Eso le he dicho yo, sí! —exclamó el comerciante —Aunque tú tampoco pareces un aventurero experimentado…

    —Lo soy —sonrió Enir —. No es oro todo lo que reluce.

    —No lo entiendo —reconoció el vendedor, divertido con la conversación —. Dices que las apariencias engañan, pero acabas de juzgar a mi nuevo amigo sólo por su aspecto.

    —Oh, no, en lo absoluto —Enir ladeó la cabeza y alzó una mano con la clara intención de acariciar la mejilla del pelirrojo. No llegó a hacerlo, se detuvo en el aire y cerró sus dedos, largos y finos, antes de volver a bajarlos a la mesa —. Yo era bastante más joven que él cuando empecé a hacer mis pinitos en el mundo de los viajeros. La juventud de la que hablaba yo es la que se refleja en sus ojos —le miró más atentamente y esbozó ahora una sonrisa zorruna —. ¿Es tu primera vez fuera de casa, pequeño? ¡No me rehúyas la mirada! Es de mala educación.

    Detuvo la conversación cuando la muchacha de antes se acercó con una bandeja. Llevaba ahí tres servicios de comida, así que había estado pendiente del cambio de sitio de Enir.

    Precisamente fue Enir quien se puso en pie y la ayudó a dejarlo todo sobre la mesa. Cuando sonrió a la chica le susurró un «tranquila, déjame echarte una mano», ella se sonrojó y le devolvió una sonrisa tímida. Cuando la chica se retiró a atender a otro comensal, aún se giró para mirar a Enir y dedicarle una inclinación de cabeza.

    El comerciante vio esto, pero no dijo nada y prefirió coger la jarra y servir los vasos.

    —¿Se te ha comido la lengua el gato, muchacho? ¡Con lo que estábamos hablando antes! —se rio, palmeando fuertemente la espalda del pelirrojo —¡Ah, eso me recuerda! ¿Qué pasó al final con ese bruto de la taberna?

    —¿Willins? —Enir sonrió al recordar la noche que había pasado con el mercenario —Nuestros caminos se separaron. Seguramente volvamos a encontrarnos, también va al Mausoleo.

    —¡Lo sabía! Había algo en él que me decía que también querría esa aventura. ¡Si es que soy el mejor juzgando a la gente!

    Enir ocultó una risa en su bebida, miró de soslayo al pelirrojo y decidió cambiar el tema de conversación al maravilloso día que hacía y a cómo le decían los huesos que iba a mantenerse así al menos hasta finales de semana.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    La chistó con suavidad, tan cerca que sus labios acariciaron los de ella. La muchacha acalló una risita y entreabrió los labios, esperando un beso que no llegó nunca, porque de pronto el hombre se separó de ella.

    La chiquilla hizo un amago de queja, pero no pudo evitar volver a sonreír cuando él le acarició la mejilla, recogiéndole tras la oreja algún rizo que se había soltado del recogido.

    —Debo irme —susurró Enir, con sus ojos brillando como oro con la luz de las antorchas.

    —¿Qué? ¿Por qué? —protestó ella, tomándole la mano entre las suyas y llevándosela al pecho —Mis padres tienen el sueño profundo, si no hacemos ruido…

    —No sería decoroso.

    —¡Pues llévame a tu hospedaje!

    —Lo siento —Enir le hizo soltarle con suavidad y le besó la frente en un gesto más propio de un hermano que de un posible amante.

    —No lo entiendo…

    El hombre suspiró, pensativo. Entonces chasqueó los dedos, signo de que una idea había aparecido en su cabeza, y se llevó una mano a su chaqueta, sacando del bolsillo interno una flor blanca, similar a las que habían visto durante el paseo que habían dado por los hermosos alrededores de la aldea.

    Había sido un paseo largo. La había invitado pidiéndole que, si tenía tiempo, le enseñase los mejores sitios del lugar, y la joven camarera había aceptado encantada, caminando de su brazo y conversando alegremente con él.

    Incluso habían estado un rato sentados en una colina, comiendo algunas frutas e intercambiando anécdotas. Aunque ahora que lo pensaba, ella había hablado más que él, pues, aunque el hombre le había contado cosas interesantes de sus viajes… ¿Acaso le había dicho siquiera su nombre?

    Miró la flor blanca y una sonrisa enternecida cruzo su cara. Quiso tomarla, pero él se adelantó a su gesto, colocándosela tras la oreja, entrecruzada con las trenzas que le despejaban la cara.

    —Quizá no ha sido buena idea —murmuró Enir al ver el resultado —. Ahora esa pobre flor acaba de perder todo su encanto. La has opacado, ¿te parece bonito?

    Ella se rio un poco y él le guiñó un ojo. La chiquilla, sin más protestas, le vio irse y se apoyó en la puerta de su casa. Respiró hondo y entró para ir a dormir.

    Enir, por su parte, caminó hasta la posada donde había conseguido una habitación. No dormiría él solo, claro, eso sólo podía conseguirse en ciudades y si se tenía suficiente dinero. Las posadas de las aldeas como aquella tenían habitaciones con varias camas, y uno sólo podía rentar un lecho. La intimidad era algo más difícil de conseguir.

    Para él estaba bien, no le importaba. Por eso no hizo ningún ruido al abrir la puerta, aunque sí se detuvo unos segundos de más al encontrarse dos ojos que le miraban desde una de las camas. Era el pelirrojo, por supuesto.

    Quizá se había desvelado por los horribles ronquidos del comerciante, quizá por algo que enturbiaba su mente. Sinceramente, a Enir le daba igual.

    Le hizo un gesto algo aséptico de saludo, sin molestarse en fingir una amabilidad y cercanía que, en esos momentos, se le hacían imposibles, y cerró la puerta para ir a su lecho. Apenas se quitó la chaqueta y las botas y se recostó en el colchón, dándole la espalda a las otras camas.

    Miró la pared en la oscuridad de la noche y se llevó una mano al pecho, donde rozó aquel colgante incompleto. Apretó el puño y se tragó su amargura y dolor, decidiendo que lo mejor sería dejar todo aquello para el día siguiente.

    SPOILER (click to view)
    La imagen de cabecera es el templo de las ruinas de Petra, en Jordania. No sé por qué me ha dado por poner esa, no se me ocurría nada mejor xdd

    He decidido dejarlo así, un poco en el aire todavía. Digamos que Enir se está montando el show de que quiere jugar a ser aventurero y esta le parece una oportunidad de oro, al menos esa es la imagen que quiere dar.

    Ah, y sobre el nombre... Imagino que la gente no sabe cómo se llama realmente el Dragón Negro. Lo llamarán así o Voknaiv, sin el nombre. Fue un reputado brujo del ejército del rey Hilatio el Fuerte (a.K.a., el abuelo de nuestro querido heredero ~), y sobre lo que pasó o dejó de pasar durante la conquista del reino... Bueno, habrá que ir viéndolo ~
     
    Top
    .
  2.     +1   -1
     
    .
    Avatar

    ɪ ᴡᴀɴᴛ ʏᴏᴜ ᴛᴏ ʜᴜʀᴛ ʟɪᴋᴇ ʏᴏᴜ ʜᴜʀᴛ ᴍᴇ ᴛᴏᴅᴀʏ

    Group
    100 % Sugar-Daddy
    Posts
    6,817

    Status
    Anonymous
    —¿Me estás siguiendo? Bien, entonces, una vez atravesado el Bosque Oscuro…

    —Llegaremos al mausoleo.

    —¡Claro! Al Mausoleo de la Diosa de la Diosa.

    —De la Diosa Tagdabho.

    —¡Ese mismo! Como decía, ingresamos al Mausoleo de la diosa Tagdabho.

    —Al mausoleo maldito de la diosa Tagdabho —intervino nuevamente su acompañante.

    —Sí, ese preciso mausoleo. Por favor, ¿podrías dejarme terminar?

    —No necesito que sigas. Llevas un cuarto de hora hablando otra vez sobre ese estúpido tema. ¡Mi respuesta ya ha sido dada! ¿Necesitas acaso que la extienda por escrito?

    La pluma en la mano del muchacho tras el escritorio pronto dejó de moverse. La expresión en su rostro no disimulaba en lo absoluto lo hastiado que se encontraba de la situación. Sus frustrados intentos por hacer entrar en razón al otro habían agotado su paciencia. Apartó la pila de documentos frente a él, estiró una pierna, y con una enérgica patada a la mesa derribó la mayor parte de los objetos sobre su superficie. Incluso el can que dormía muy cómodo a unos metros dio un salto ante el inesperado alboroto y miró con desprecio a los responsables de aquel bullicio.

    Por suerte el estruendo consiguió el efecto deseado pues el muchacho que montaba guardia junto a la puerta finalmente cerró la boca y levantó la vista hacia su amigo.

    Kaleb podía haber esperado todo menos una reacción violenta por parte del príncipe. Consternado, observó al futuro monarca soltar un suspiro y, acto seguido, sacar un pañuelo de entre sus ropas para intentar remediar el desastre ocasionado por las gotitas de tinta que brincaron tras el impacto.

    No obstante, la calma estaba lejos de hacerse presente y antes de que el príncipe tuviera tiempo de ideárselas con un nuevo tema, el guardia abandonó su puesto y cruzó la habitación para reducir la ya de por sí escasa distancia entre los dos.

    —Solo necesito que me escuches —volvió a comenzar—. Brion, ¿ves cómo te has puesto? Es obvio que la situación te indigna tanto como a mí…

    —¡Kaleb! —suplicó el príncipe, esta vez sin preocuparse en ocultar su impaciencia—, en serio, necesito que te detengas de una vez.

    Ninguno apartó la mirada del otro y un nuevo silencio, esta vez incluso más pesado e incómodo que el anterior, se propagó entre las cuatro paredes de la diminuta oficina.

    —¿No ves que estoy cansado de repetir lo mismo una y otra vez? —En un parpadeo, Brion había dejado su silla para nivelar sus alturas—. ¿Crees que no estoy harto de decirte que no me interesa arriesgar la paz de mi gente por una causa perdida?

    Sus palabras consiguieron que el rostro de su amigo se deformara en una mueca de horror; y por ello, esta vez fue Kaleb el que agitó un puño en el aire e hizo temblar la mesa de un golpe.

    —¡Causa perdida! —reclamó al tiempo que la piel de su rostro adquiría un rojo similar al de su cabello—. ¿Tu trono? ¿Tu corona? ¿Eso son para ti, Brion? ¿Una causa perdida?

    —Explícame por qué debería conquistar un reino donde probablemente la lealtad no abundará para los nuestros. ¿No has levantado recientemente algún libro de historia, Kaleb? Te recuerdo que hubo aldeas que se entregaron sin oponer resistencia alguna ante el Dragón, ¿crees que esa gente nos abrirá gustosamente sus brazos luego de que asesinemos a su líder?

    —¿Por qué le temes a ese vejestorio? —preguntó el pelirrojo sin preocuparse por haber vuelto a alzar su voz—. ¡Nadie lo ha visto en décadas! Ese demonio probablemente esté en su lecho de muerte. Solo debemos prepararnos y atacar.

    Pocas veces las riñas entre aquel par habían alcanzado tal punto. Brion, el mayor de los dos, habitualmente era el primero en buscar la salida diplomática ante las descabelladas propuestas de Kaleb; pero aquella estúpida leyenda parecía haber llegado como una maldición creada para levantar una muralla en su amistad.

    Kaleb comenzó a prepararse para una nueva respuesta, pero Brion fue más astuto y logró esquivarlo para hacerse camino hasta la puerta del corredor. Al abrirla, el primero en salir disparado hacia afuera fue el indignado Baco seguido a toda prisa por su mismo dueño. El último de los tres, sin intención de dar por concluida la conversación, no tuvo entonces otra opción más que acompañarlos a unos cuantos pasos a sus espaldas.

    —Podemos matar al Dragón —insistió Kaleb.

    —Matar al Dragón Negro… —repitió sarcástico el otro.

    —Matarlo juntos. Tú y yo…

    —Dime, Kaleb —volvió a interrumpir el mayor—, ¿quieres que sea yo quien dé a tus padres la noticia de tu muerte? ¿Me obligarás a que vea a tu madre a los ojos y le diga que dejé morir a su hijo porque este quería jugar a ser el héroe?

    El muchacho a sus espaldas se contuvo para no contestar a eso último. Una vez llegados al final del corredor, ambos jóvenes detuvieron su marcha ante el par de pesadas puertas frente a ellos. Antes de disponerse a empujarlas, Brion dio media vuelta y llevó un dedo a sus labios para indicarle a su compañero que guardara silencio. Kaleb hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, juntos, ingresaron al interior de una estancia mucho más amplia y mejor decorada que la oficina donde habían pasado la tarde.

    La terraza del modesto palacio se ubicaba justo arriba del jardín principal, por lo que todo secreto que pudiera ser dicho lo suficientemente alto fácilmente sería interceptado por cualquiera en el piso de abajo. Era bastante obvio que la elección de Brion había sido pensada para evitar que la disputa continuase a los gritos.

    Satisfecho con su decisión, el príncipe se apresuró a juntar unos cuantos cojines y almohadones que dispuso sobre el espacio de la alfombra que aún recibía unos débiles rayos del sol del ocaso. Una vez dispuesto todo tal y como quería no esperó un segundo más y se desplomó encima de ellos. Soltó un suspiro un tanto más relajado y durante los siguientes minutos mantuvo sus ojos cerrados.

    Kaleb, quien había observado todo sin decir una palabra, dio un par de pasos al frente y buscó su lugar junto a la pared más cercana. Ahí se mantuvo en pie durante todo el rato, absorto con la simple imagen del pecho de su compañero subiendo y bajando al ritmo de su respiración. Mientras más minutos transcurrían, más difícil le resultaba recordar el motivo de su enojo en primer lugar. Su atención había pasado a centrarse en estudiar cada mínimo movimiento realizado por aquel cuerpo tendido.

    Brion era una extensión de su alma y su mente, su mejor mitad. Kaleb era la fuerza, la destreza y el valor; su príncipe, la astucia, la bondad y su voz de la razón. Años al lado del otro les habían diluido en un solo ser y un solo espíritu. Entonces —se preguntaba a sí mismo en aquel preciso instante—, ¿por qué su corazón dolía tanto al permanecer así a su lado?

    Sin darse cuenta, Brion había vuelto a abrir sus ojos desde hacía un rato y lo observaba desde el piso con un semblante sereno.

    —Ven —ofreció, dando un par de palmaditas sobre el cojín a su lado.

    —No. Soy tu guardia personal y estoy de turno.

    —¿Quieres dejar de hacerte el importante y obedecerme por una vez?

    Kaleb rodó sus ojos haciéndose el ofendido, pero no tardó mucho en acceder a la tentadora oferta e ir a recostarse a su costado. Una vez acomodado, el príncipe prosiguió:

    —¿Por qué estás tan convencido de que debemos encontrar esa espada? Te he dicho mil veces que no me interesa recuperar un trono usurpado.

    —Brion, el Dragón Negro nos arrebató a nuestros abuelos. El Dragón Negro traicionó a nuestras familias. Y el Dragón Negro ahora mismo reposa y pasea por un palacio que por derecho te pertenece. —Hizo una pausa y estiró su brazo para peinarle con gentileza algunos cabellos rebeldes que se asomaban sobre su frente—. Lo mereces, no hay otra persona en este mundo que merezca gobernar tanto como tú...

    El príncipe giró su cuerpo en dirección a Kaleb y apoyó la barbilla sobre una mano al tiempo que adoptaba una pose más meditativa. Su ceño se frunció mientras parecía reflexionar sobre algo importante y solo hasta que se halló seguro de sus palabras volvió a abrir los labios:

    —Creo que todo esto es más bien la excusa que has fabricado para ocultar de ti mismo el deseo de vengar a Maren y a mi abuelo. Otra vez te estás dejando gobernar por tu comportamiento visceral.

    —¿Qué tienen que ver las vísceras en todo esto?

    Incapaz de reconocer si aquella era una pregunta sería un pequeño chiste de su amigo, Brion dejó escapar una risa que, por vergüenza, se apresuró a esconder detrás del dorso de su mano. Los ojos de Kaleb siguieron de manera inconsciente aquel recorrido de estudiándolo manera atenta.

    —¿También me dirás que realmente crees en la existencia de esa espada? ¡Es solo un mito!

    —¿Qué si puedo demostrarte lo contrario?

    —¿Lo contrario? —repitió aturdido Brion.

    —Que la espada existe y que puedo recuperar el trono para ti —refutó un tanto irritado.

    —Te diría que estás delirando, Kal. Los dioses duermen desde hace siglos, ¿quién podría conocer el verdadero paradero de esa arma? Es todo un invento para llenarle la cabeza a aventureros ingenuos.

    —¡No!—Kaleb comenzaba a agitarse otra vez.

    —¡Bien! ¿En serio crees que podrías sobrevivir a todas esas pruebas?

    —¡Por supuesto que sí!—afirmó plenamente confiado en sus palabras.

    —¿Y si te permitiera aventurarte en esa peligrosa travesía, ¿estarías satisfecho? —Brion volvió a hacer una pausa luego de verlo asentir con la cabeza—. ¿Tanto quieres verme sentado en ese trono? —interrogó, esta vez en un tono de genuina curiosidad.

    Kaleb afirmó nuevamente con un simple gesto. A veces sus expresiones lo hacían parecer más un cachorro obediente y su devota mirada era suficiente para suavizar el corazón de cualquiera. Solo por ello el futuro monarca accedió entonces a devolver un poco de aquel incondicional afecto repartiendo mimos sobre aquellas pecosas mejillas como si se tratase más bien de su fiel perro Baco.

    —Entonces tienes mi bendición.

    Los ojos de Kaleb parecieron aumentar de tamaño cuando abrió sus párpados de par en par tras no haber podido dar crédito a sus oídos.

    —De todos modos, te apuesto a que volverás llorando a los brazos de tu madre en menos un mes.

    —¿Sí? Pues yo te apuesto a que las próximas noticias que recibas sobre mí serán que conseguí mi ascenso como guardián del rey.

    ××××××××××××××××××××



    La novena mañana de viaje había sido, quizás, su peor amanecer hasta la fecha. Tras casi dos semanas realizando paradas de pueblo en pueblo, el inexperto aventurero apenas comenzaba a comprender la gravedad de la situación en la que se encontraba.

    Había dejado atrás su hogar para seguir el rumbo de un mapa cuyos trazos eran borrados y vueltos a dibujar cada dos días de por medio. En cada sitio aprovechaba la más mínima oportunidad para interrogar a sus locales y apuntar en su libreta infinidad de nuevos nombres y futuras referencias. El plan, por supuesto, le había llevado a dar más vueltas de las necesarias, pero su orgullo jamás le permitiría aceptar que sus métodos no eran los más acertados.

    Aquella mañana nuestro explorador se había visto obligado a despertar antes de su horario habitual debido al molesto canto de los pájaros en los árboles a su alrededor. Por ahorrarse unas cuantas monedas, o mejor dicho, para amortiguar la pérdida de las apostadas la noche anterior, Kaleb había optado por pasar su velada echado en el bosque con su bolsa de dormir. Horas atrás había levantado un pequeño campamento lo suficientemente lejos de cualquier sendero para evitar toparse con el grupo de bandidos que le habían estafado en una feria el día anterior.

    Cuando finalmente echó a andar, la posición del sol indicaba que no faltaba mucho para el mediodía, por lo que, al vislumbrar la primera aldea en el camino, Kaleb apresuró el paso y poco le importó si el sitio formaba o no parte de su itinerario. Se encontraba hambriento y malhumorado, una peligrosa combinación para un joven de actitud tan volátil como la suya.

    Deambuló por las calles buscando un lugar decente para almorzar hasta que se encontró con lo que prometía ser una posada bastante alegre. El lugar rebosaba de clientes pero aún quedaban algunos asientos disponibles.

    —¿Puesto para uno? —preguntó a su lado una muchacha de sonrisa encantadora—. Solo tengo espacios en mesas compartidas, ¿le sería un problema?

    Kaleb no supo cómo ni cuándo accedió a la oferta, pero apenas unos segundos más tarde, la muchacha ya había tomado su brazo y le conducía hasta el puesto más próximo. Lo acomodó en una mesa en donde charlaban un grupo de comensales que parecían hallarse en su segunda o tercera jarra cerveza.

    —¿A quién traes por aquí? —el sujeto más próximo pareció interesarse en el recién llegado y de inmediato abandonó la otra conversación para arrastrar su taburete más cerca de él—. ¿Te escabulliste de alguna justa, muchacho? ¿quién anda por ahí portando una espada como esa? Podrías sacarte un ojo con ella.

    —¡Dale un minuto para respirar, Buton! —exigió la moza antes de volver a dirigirse al chico— ¿Quieres que te traiga la especialidad del día? —Aunque, nuevamente, la muchacha volvió a anticiparse a su respuesta—. ¿Un especial y una cerveza, verdad? ¡No tardaré!

    Antes de alejarse, la chica volvió a sonreírle a Kaleb quien, víctima habitual de la coquetería femenina, la siguió con sus ojos hasta que la perdió tras la barra.

    —¿Y? —el hombre que parecía responder al nombre de Buton chasqueó sus dedos frente a él—. ¿Robaste esa espada, muchacho?

    —¿Qué? ¡Por supuesto que no! Soy un guardia… —estuvo por agregar “real” pero decidió abstenerse.

    —¿Un guardia tan joven? ¿Y tu uniforme? ¿Un guardia de quién?

    —¡Ya deja el interrogatorio! —un segundo sujeto que compartía la mesa con ellos abandonó el círculo contrario para intervenir en la conversación—. Ignóralo, muchacho. Buton ha tomado suficiente y ahora parece que está buscando hacer amigos. —El caballero soltó su vaso y ofreció su mano como saludo—. Mido, un gusto.

    —Kaleb —contestó el pelirrojo aceptando el estrechón que el sujeto le ofrecía mientras le ofrecía una sonrisa.

    —¿Y bien Kaleb? ¿Qué te trae por aquí? —preguntó otra vez Buton antes de vaciar el contenido de otra jarra en la boca.

    —¿No te he dicho que le dejes? —advirtió Mido arrebatando al otro el trasto vacío.

    —No tengo problema en contestar. ¡En serio! En realidad, quizás, incluso puede que me sean de bastante ayuda —Kaleb hizo una pausa y sacó de su morral un mapa de muy mal aspecto—. ¡Me encuentro en la búsqueda de la espada de la diosa Tagdabho! —anunció con orgullo.

    Ambos comerciantes intercambiaron miradas de incredulidad ante tal casualidad. ¡Otro loco interesado en la antigua leyenda! ¡Y este sin duda tenía pinta de ser el más joven e ingenuo de todos!

    —¿Pero estás seguro de lo que dices? ¿No te gustaría esperar unos años? —preguntó cauteloso Mido.

    —¿Esperar? ¡No! Necesito esa espada para derrotar al Dragón Negro.

    Esta vez ambos colegas tuvieron que hacer un gran esfuerzo por mantener sus traseros pegados a sus sillas y no caer al suelo por la fuerza de sus carcajadas. El pelirrojo apretó sus puños y rodó los ojos un tanto harto de la situación, era la quinta vez que alguien se burlaba de su propósito. Sin embargo, estando a punto de abandonar la mesa fue detenido por la muchacha que había vuelto con una bandeja con su comida.

    —No les hagas caso a ese par de tontos. Se ríen porque ninguno de los dos tendría el coraje suficiente para acompañarte hasta ese lugar. —La chica volteó a ambos lados para asegurarse de no ser vista por su padre y, una vez estuvo segura, se animó a hacerse un sitio al lado del muchacho de las pecas—. ¿Y bien? ¿Sabes qué ruta tomar? Hace no mucho un sujeto bastante robusto para mí gusto ha hecho una parada por aquí y me ha revelado tener tus mismos planes. ¿Quieres que te ayude?

    La moza se adueñó del mapa y con ayuda de su índice dibujó sobre la superficie arrugada una serie de senderos invisibles mientras iba repitiendo parte por parte lo que recordaba de aquella conversación. Mientras hablaba, los otros dos hombres lograron recuperar la compostura y, entusiasmados ante la oportunidad de volver a comentar sobre el mito, dejaron atrás su actitud inicial y se unieron entusiasmados al tema de conversación, señalando de vez en cuando ellos mismo un punto u otro sobre el papel.

    Kaleb escuchaba atento las indicaciones de los tres sintiéndose parte de una alocada fantasía.

    Aquello no podía ser otra cosa que un encuentro deparado por el destino. Una virtuosa doncella dispuesta como un ángel guía en medio de su difuso camino debía un regalo preparado por los mismísimos dioses para rescatarlo de la perdición. Observada de costado, su inesperada salvadora poseía en su perfil incluso un aire familiar que lo hizo sentir mucho más tranquilo de lo se había sentido en la última semana. Quizás era —especulaba el mismo Kaleb— porque la delicada forma de su nariz y boca compartían un pequeño conjunto de similitudes con las de cierto príncipe que volvía en aquel momento a presentarse entre sus pensamientos.

    Lastimosamente la felicidad del chico se esfumó tan pronto como llegó, un simple bullicio generado con la entrada a la taberna de una extravagante figura vestida de negro fue suficiente para separar de su regazo a la adorable doncella. La muchacha, al igual que algunos otros curiosos, había girado su cabeza en dirección al recién llegado y al sentirse cautivada por su distinguido porte se apresuró a recoger la bandeja y echó a correr apresurada para ser la primera en recibirlo.

    Las miradas de Buton y Mido no se hicieron esperar y Kaleb, soltando un penoso suspiro, llevó las manos a su cara para ocultar la clase de tristeza que uno experimenta cuando es despertado de un sueño. Buton, quien había visto con cierta pena la escena, dio un par de palmaditas en la espalda al muchacho y dejó a su alcance una pesada jarra de contenido espumoso.

    Mientras el chico reprimía sus deseos por ponerse en pie y marcharse, el recipiente en su mano no tardó en ser vaciado y Buton, ni lento ni perezoso, se apresuró a llenarlo nuevamente para complacer al chiquillo.

    Por ello, a medida el alcohol consiguió hacer su efecto, el pelirrojo comenzó a sentir sus sentidos adormecidos y un mucho menor interés en lo que acontecía a su alrededor.

    Para el cuarto brindis el rostro del infeliz ya había pasado a ser historia en su cabeza. Buton y Mido habían iniciado una nueva conversación relacionada al alto precio de los impuestos y aranceles sobre ciertos productos de cuero y Kaleb —sin entender una palabra, pero bastante inmerso en el tema como para dejar de escuchar— movía la cabeza de vez en cuando para darle razón a cada uno por turnos mientras engullía contento su plato de comida.

    —¿Eh? —La mirada de Mido parecía haberse perdido un momento en una mesa contigua a la de ellos—. ¿Me disculpan un minuto, camaradas? En seguida vuelvo.

    En un descuido el vendedor escapó de su silla y dejó atrás a sus dos confundidos acompañantes.

    —¿Qué le picó a tu socio?

    —¿Qué voy a saber yo? —Buton se volteó intentando encontrarlo, pero al no tener éxito se encogió de hombros y se llevó otra de aceituna de su plato a la boca.

    Si Kaleb debía apostar, se animaría a asegurar que alguien había lanzado magia negra sobre él con tal de poder explicar el giro de eventos que tomaría su vida a partir de aquel día.

    Contra todo pronóstico, lo que pudo acabar en una amena tarde entre sus memorias tras un día de golpes bajos, terminó por convertirse en una autentica pesadilla. No cabía duda de que alguna deidad aburrida de sus asuntos debía haberse interesado en jugar con el alma desdichada de un pobre mortal, y la suya había salido sorteada. O al menos eso fue lo que sintió cuando vio a Midas volver en compañía del indeseable sujeto.

    De haber sido advertido con anticipo, Kaleb hubiera recogido sus pertenencias y huido de la posada en menos de lo que canta un gallo. Lo último que quería era entablar conversación con su rival amoroso. Su primer reflejo fue saludar educadamente haciendo un gesto con la mano y así lo hizo, esperaba que aquello fuera suficiente interacción para pasar desapercibido unos cuantos minutos.
    Realmente no estaba interesado en continuar la conversación junto al nuevo integrante, por lo que, aburrido, mantuvo la atención en el plato aperitivos que devoraba Buton al tiempo que intentaba maquinar una excusa aceptable en su cabeza.

    Cuando estuvo listo, el chico levantó el rostro preparado a soltar con naturalidad su pequeña mentira, pero antes de siquiera chistar se encontró con una mano extendida a mitad de su camino. Sus reflejos le hicieron inclinarse hacia atrás para huir del indeseado contacto pese a que el desconocido lucía arrepentido de su propia decisión. Los otros miembros en la mesa observaron confundidos aquella curiosa primera interacción.

    Kaleb probó entonces contar hasta diez. Si el excéntrico al frente suyo era amigo de Buton y Mido, lo mínimo que podía hacer era respetar las normas de cortesía.

    No obstante, parecía que el invitado estaba obstinado con hacerle pasar un mal rato con su constante parloteo. ¿Quién se creía aquel hombre para hablarle con tanta confianza?

    —¿Quién está rehuyendo la mirada? —desafió Kaleb con un tono altanero cuando perdió la paciencia.

    El chico estuvo a punto de agregar una amenaza, pero frente a él volvió a atravesarse la chica de un rato atrás. Verlos coquetear frente a sus narices fue un golpe bastante duró para su orgullo, pero, sin embargo, su mayor dolor fue reconocer que él jamás tendría oportunidad de conquistar a alguien con la facilidad con la que contaban desgraciados como con el que se encontraba compartiendo su hora de la comida.

    Sentía que se había vuelto invisible detrás de la figura de aquel misterioso extranjero, una mera sombra que podía pasar desapercibida delante de todos los que minutos atrás habían compartido y reído junto a él. Observó al tipo de pies a cabeza en búsqueda de algún defecto con el cual consolarse, pero al parecer aquel hombre no solo era terriblemente bien parecido, sino que también gozaba de un carisma que acabó por cautivar incluso a los clientes sentados en el extremo contrario de la mesa.

    Cansado de todo aquello y sin intenciones de seguir compartiendo el aire con aquel adulador, Kaleb apoyó ambas manos sobre la mesa e intentó ponerse de pie para llevar a cabo una digna retirada. Sin embargo, tan pronto estiró sus piernas, la posada y sus presentes comenzaron a dar giros en su cabeza; había perdido el número de cervezas ingeridas desde que llegó. Por ello, en un intento por evitar un vergonzoso aterrizaje en el piso, buscó ayuda en el cuerpo más próximo a él.

    Una de sus manos había conseguido soltar a tiempo el extremo del mantel y ahora se encontraba cerrada con fuerza sobre la rodilla del hombre que respondía al nombre de Enir. El remolino en su cabeza le impidió apartar su mano tan pronto como hubiese querido. Su cuerpo temblaba ante aquella desagradable mezcla entre malestar físicio y vergüenza que le obligó a cerrar sus ojos un par de segundos más. Cuando finalmente recuperó el control de su equilibrio, detuvo el agarre y desvió la mirada hacia las baldosas del piso. Y así, completamente humillado, mantuvo la cabeza baja y no abrió más la boca hasta que el último de los presentes pagó su cuenta y se fue.

    ××××××××××××××××××××



    Cuando la noche cayó el muchacho encontró imposible conciliar el sueño que había anhelado durante todo el día. Envuelto de pies a cabeza con la delgada sábana provista para su camastro Kaleb luchaba por hacer callar el tumulto de voces en sus pensamientos. Los sucesos de las últimas semanas iban y volvían una y otra vez entre sus memorias consiguiendo solamente alimentar sus más recientes dudas e inseguridades.

    El Aimar mantenía su cuerpo inerte para evitar despertar a otros huéspedes con el rechinar de la cama. Temía que el más mínimo ruido fuera suficiente para exponerlo frente al resto. Sin embargo, además de algunos ronquidos y respiraciones ajenas, el único otro sonido esa madrguada era el producido dentro de los confines de su cabeza.

    Echaba de menos a sus hermanas, extrañaba terriblemente a sus padres, incluso le hacía falta agotar la paciencia del malhumorado Baco pero, por sobre todo, en aquel preciso momento anhelaba más que nada escuchar la contagiosa risa de su mejor amigo.

    Entonces otra tenebrosa idea llegó a él: ¿Brion le aceptaría de vuelta? ¿Le aceptaría si volviera con las manos vacías y la cola entre las patas? ¿Sería rechazado debido al fracaso de su estúpida campaña personal? Sabía que se trataba de algo casi imposible, pero contemplar la sola posibilidad de decepcionar a Brion era castigo bastante severo para su sensible conciencia. Todo lo anterior, por supuesto, sin contar con el dolor que supondría encarar con la misma noticia a su propia abuela. ¿Cómo podría decirle que había sido incapaz de vengar la muerte de Maren?

    Un par de gruesas lágrimas se formaron sobre las cuencas de sus ojos azules. Su boca contenía con esfuerzo un quejido que quería escapar de su interior y, cuando no pudo continuar controlando los temblores de sus extremidades, se incorporó en la cama de un solo tirón.

    Kaleb jamás se había sentido tan frágil en su vida, tan sencillo de derribar como una hoja seca ante el menor soplo de viento.

    El crujido de la puerta al ser abierta le tomó por sorpresa. Apartó la mano con la que intentaba secar las gotitas saladas que pendían de la punta de su nariz y su mirada se encontró con la de última persona con la que pudo esperar verse en aquel penoso momento.

    Deseó con todas sus fuerzas que la oscuridad de la habitación fuera suficiente para ocultar la humedad en sus mejillas. Hubiese preferido nunca ser descubierto en un estado vulnerable, pero, para ese punto, ya poca cosa podía importarle.

    ××××××××××××××××××××



    Para cuando el sol se asomó por la ventana Kaleb había conciliado apenas tres escasas horas de sueño. El llanto se había detenido hacía ya un tiempo y había sido reemplazado por un estado de completa quietud.

    Una brisa de aire fresco se colaba por la habitación y enfriaba sus pies desnudos pues no era parte de sus costumbres dormir con calcetines durante las noches de primavera. Pese a sentirse físicamente exhausto, la paz que encontró mientras observaba las manchas de humedad en el techo le permitió aclarar mejor sus pensamientos. Y finalmente entonces pudo idear un verdadero plan.

    Sin abandonar el calor de su lecho aguardó con paciencia a que los otros huéspedes iniciaran su mañana atendiendo a sus rutinas. Algunas maletas fueron desarmadas y vueltas a armar, algunos zapatos lustrados, algunas hebillas ajustadas, y la puerta de habitación fue abierta y cerrada continuamente durante la siguiente media hora.

    Tenía la ligera sospecha de que el último en haber regresado la noche anterior también sería el último en retirarse por la mañana, por lo se aseguró de sostener su acto de muchacho dormilón el tiempo que fue necesario. No se animó a separar sus párpados hasta que estuvo seguro de encontrarse a solas con la desafortunada víctima que había elegido para su plan.

    Sin perder un minuto Kaleb se deslizó fuera de las sábanas y avanzó a hurtadillas hasta llegar al pie de la única cama ocupada por alguien.

    —¡Despierta! —ordenó antes de levantar la pierna izquierda y presionar la planta helada de su pie contra el pecho del hombre aún dormido—. Escúchame muy bien, señor expedicionista, voy a ser bastante claro contigo —comenzó diciendo al tiempo sacudía impaciente la pierna para zarandear un poco el cuerpo de Enir—. No dirás una sola palabra a nadie sobre lo que viste anoche. ¿Entendido?

    Bastante fue su sorpresa cuando Enir abrió los ojos. Teniéndolo de cerca pudo experimentar de primera mano lo intimidante que podía llegar a ser aquella mirada ámbar. Quedó petrificado durante unos segundos y titubeó un par de incoherencias antes de volver a ser capaz de recobrar el control de sus emociones.

    Volvió a llenar sus pulmones de aire y acto seguido comenzó a recitar las palabras que tan meticulosamente había elegido y repasado durante la última hora.

    —Te haré una propuesta que no podrás rechazar. Escuché por ahí que estás en la búsqueda del mismo objeto que me ha trajo hasta aquí. Quieres la espada de la diosa Tagdabho y yo, Kaleb Aimar, voy a ayudarte a que la consigas.

    Enir enarcó una ceja y abrió la boca para interrumpirlo, pero su reacción no fue tan rápida como la de la mano que cubrió su boca.

    —Déjame terminar — continuó—. Sé que no hemos comenzado con el pie derecho y estoy seguro de que te simpatizo tanto como tú a mí, pero no necesitamos ser amigos para para que nuestra alianza sea efectiva. Llévame contigo, Enir. Ayúdame a encontrar esa espada, no puedo regresar a mi hogar sin ella.—Su voz dio signos de estar a punto de quebrarse y el rostro de Kaleb no tardó en enrojecer—. ¡Juro que te la devolveré! Será toda tuya, ¡lo prometo! Solo necesito resolver un pequeño asunto con ella. ¡Además ambos podríamos beneficiarnos de esta alianza! Repartiremos los gastos, cuidaremos la espalda del otro...

    A medida iba enlistando cada una de las ventajas su cuerpo se inclinaba más y más sobre el del otro. Enir se quejó un par de veces, pero Kaleb no estaba dispuesto a apartarse y arriesgarse a recibir un golpe antes de terminar.

    —No importa lo que quieras hacer en el camino, prometo que no me meteré en tus asuntos —ahora estaban tan cerca el uno del otro que la punta de sus narices no tardaron en encontrarse. Sus siguientes palabras fueron casi un susurro—. Juro que te protegeré con mi vida. Robemos juntos esa espada y ayúdame a acabar con el Dragón Negro. ¿Qué dices, Enir? ¡Dime tus condiciones! Voy a escucharlas todas. Sé que podemos tener éxito juntos...

    Y una vez concluído el discurso, Kaleb apartó su mano y aguardó por la tormenta.

    SPOILER (click to view)
    No me odies por ser una tortuga. Yo te quiero, lindo ser del mal.
    Como siempre, sabes que cualquier cosita que no te cierre o que preferirías modificar puedas decírmela y vendré a realizar los cambios correspondientes.
     
    Top
    .
  3.     +1   -1
     
    .
    Avatar

    | Toxic Beauty |

    Group
    100% Rol
    Posts
    11,777
    Location
    Montero

    Status
    Anonymous
    La leyenda del Dragón Negro recorre el mundo más allá de las fronteras donde se inscribieron sus múltiples hazañas, por lo que pocos son aquellos que no han oído, por lo menos, hablar de ese hombre que derrotó con un ejército invencible al rey Hilatio y a toda su corte y conquistó la capital del reino Thafheim y que, desde entonces, ha vivido recluido tras las murallas del gran castillo que regenta la capital.

    El punto trágico de la historia, el auténtico núcleo del drama, no es tanto el hecho en sí del golpe de estado como el proceso que llevó al mismo. El Dragón Negro habría pasado de ser un alto cargo del ejército de Hilatio, un amigo de los príncipes, casi un hijo para el rey, a ser el enemigo público número uno.

    Y pocos eran los que se resistían a especiar más la narración añadiendo cómo el Dragón Negro había matado a su mejor amigo, el Torbellino Rojo, con quien había formado desde su entrada en el ejército el poderoso dúo de las Dos Llamas, un equipo imbatible que le había traído la gloria a Hilatio y a Thafheim y había catapultado a la extraña pareja a lo más alto de la jerarquía social.

    El epílogo era protagonizado por Silphara, hija menor de Hilatio y única superviviente de la familia real. Nadie sabía exactamente qué había ocurrido, ella misma nunca había dado una versión clara de los hechos, por lo que daba pie a fantasear sobre si un valiente caballero que se convertiría en su esposo la había conseguido guiar en medio de la matanza a un lugar seguro o si ella misma, armada con una daga y un corazón valeroso, había logrado escapar con sus damas de compañía y la viuda del Torbellino Rojo.

    En cualquier caso, la leyenda del Dragón Negro siempre obviaba un elemento clave: sus orígenes. La historia siempre empezaba con aquel poderoso brujo guerreando en el ejército de Hilatio ya en su veintena, pero incluso los más terribles villanos han sido niños alguna vez.

    Y este niño en concreto se llamaba Vok.

    En realidad, Vok era un apodo tomado de su apellido, Voknaiv. Al chico nunca le había gustado su nombre de pila, decía que sonaba «de chica», por lo que siempre corregía a todo el mundo, incluso a su madre, y pedía que se le llamase por el apellido. Al final, Vok triunfó más que Voknaiv y así el joven quedó rebautizado.

    Al pensar en la infancia del Dragón Negro, uno se imaginaría lujos. Por lo menos, tendría que provenir de una familia de la alta burguesía, si no de la baja nobleza, por lo que habría crecido entre algodones y sirvientes.

    Nada más lejos de la verdad. Los padres de Vok apenas tenían para comer y vivían no en una casa, sino en una habitación de la posada donde su madre trabajaba como cocinera. Aun así, podría decirse que tuvo suerte, pues pudo asistir a una escuela pública que había en su pueblo. No era, desde luego, un centro de conocimientos, pero al menos los niños aprendían a leer, escribir y hacer matemáticas básicas.

    El resto del tiempo, Vok lo pasaba con su mejor amigo, Maren, en las calles, riendo y corriendo, inventándose juegos que en ocasiones les llevaban a hacer cosas tan peligrosas como trepar muros y saltar tejadillos, o que les terminaban reportando problemas con las autoridades o con la señora Calase, cuya frutería siempre terminaba sufriendo pequeños robos.

    Pero realmente los mayores problemas de esta pareja venían de la mano de algo que nadie podía realmente controlar, y es que Vok, por azares del destino, había nacido con magia.

    Unos cuantos siglos antes de que Vok naciese, hubo un rey que dominaba la magia y la utilizó para someter territorios en un proceso de conquista que pasaría a los anales de la historia como uno de los más rápidos, crueles y devastadores que se habían visto.

    Ante esto, varios reinos se agruparon en una liga que consiguió, tras distintas fases y meticulosos planes, con adelantos y retrocesos, espionaje y muchos otros factores típicos de las guerras, derrotar a este rey brujo.

    Tras esta victoria, la liga llegó a la conclusión de que permitir que los brujos ejerciesen a su libre albedrío podría ocasionar un conflicto futuro igual o peor que el que acababan de vivir, por lo que decidieron, de forma unánime, regular la magia.

    En resumidas cuentas, ningún brujo podría ejercer si no tenía un permiso oficial, el cual sólo se podría conseguir tras ser aprobado en una escuela de magia homologada. Por azares del destino —en realidad, por intereses particulares—, estas escuelas, que estaban distribuidas por todo el continente e incluso más allá —algunos miembros ajenos a la liga vieron que aquella medida era bastante inteligente—, eran de carácter privado, así que exigían un pago considerable para permitir que esos jóvenes afortunados que habían nacido bendecidos por los dioses pudiesen formarse y ejercer en el marco legal.

    Por supuesto, hecha la ley, hecha la trampa, así que no tardaron en salir otras escuelas no oficiales que falsificaban permisos. Para bien o para mal, debido a lo peligrosa que era esta práctica, sobre todo en zonas donde el castigo podía llegar a ser la ejecución pública, estas escuelas ilegales eran casi tan caras como las legales.

    No es difícil imaginar que alguien como Vok, que si bien tenía un enorme talento innato apenas podía permitirse dos comidas diarias y un par de zapatos, no podía costearse ni una opción ni la otra.

    Había un sistema de becas, pero con unas plazas tan limitadas y unos parámetros tan arbitrarios, por no hablar de la corrupción interna, que ninguna de las solicitudes presentadas por el matrimonio Voknaiv fue aceptada, incluso cuando incluían detallados informes firmados por el alcalde de su pueblo atestiguando los dones que estaba cultivando su pequeño hijo.

    Lo máximo que consiguieron, además de una pila de cartas de rechazo, fue un aviso de que si el niño continuaba ejerciendo la magia fuera del sistema se les impondría una multa so pena de cárcel. Y ese castigo se aplicaría al matrimonio, al alcalde que lo avalaba todo y al propio niño, así tuviese apenas nueve años.

    El problema aquí está en que cuando un niño tiene hambre de conocimientos, una curiosidad innata, talento y astucia, pero se le prohíbe que haga algo, se las apañará para desobedecer cualquier orden y salirse con la suya. Sobre todo, si ese niño cuenta con una serie de aliados.

    Entre los aliados que tenía Vok se incluía un viejo brujo al que se le había retirado el permiso por reincidir en una serie de infracciones que nadie se molestó en explicarle nunca a Vok, pero que claramente incluían el tráfico de objetos mágicos.

    La gracia de esos objetos es que, aunque también estén sujetos a una dura reglamentación, pueden ser utilizados por cualquiera, se tenga magia o no, por lo que había todo un mercado negro dedicado a ello, además del mercado real, que era, huelga decirlo, estúpidamente elitista y lleno de una normativa tan enrevesada que la inmensa mayoría de la gente prefería prescindir de él.

    Este viejo brujo, Ylian, pasaba buena parte del día bebiendo vino barato en algún rincón y, de vez en cuando, ejerciendo algún trabajito que se le daba por pura caridad, como ayudar a reparar algún techo o enviar algún recado.

    En esencia, no era un hombre malo. Simplemente había visto una oportunidad de lucrarse y, por un desliz de su socio, había terminado perdiéndolo todo, porque cuando salió de la cárcel su casa había sido embargada y su esposa, que no quería ni verle, se había llevado hasta al perro.

    En fin, realmente su mujer no se lo había llevado todo, básicamente porque no sabía todo sobre él. Ylian tenía una guarida secreta donde había parte de su mercancía, aunque era una parte mayoritariamente compuesta por libros de magia que nadie compraría.

    Pensó en quemarlos o dejarlos ahí, pero casi se alegró de haber decidido llevárselos cuando llegó a un pueblecito en las periferias y se encontró con un niño de mirada viva riendo mientras jugaba con una bola de fuego antes de que su madre, asustada, le gritase que se estuviese quieto y dejase de «hacer esas cosas malas».

    Ylian no era un buen ejemplo para los niños, eso estaba claro. Él mismo lo sabía, y realmente no quería perjudicar a otra familia, pero consideraba que ese chiquillo tenía demasiado potencial como para dejar que se desperdiciase simplemente porque las escuelas homologadas tenían miedo de hacerse cargo de su educación.

    Así que un día decidió no beber —mucho— y se acercó al campo donde los niños del pueblo solían jugar y hacer trastadas lejos de las miradas de los adultos una vez habían salido de clase. Se encontró con todo un patio de juegos donde la decena de criaturas que había ahí, todos entre cinco y doce años, se dedicaban a distintas actividades a las que, sinceramente, no prestó mucha atención, más concentrado en encontrar una criatura en concreto.

    Ese niño resultó estar algo alejado del resto, acompañado por un pelirrojo con el que ya lo había visto antes. De hecho, estaba seguro de que sólo había habido un par de ocasiones donde no los hubiese visto juntos, y en ambos casos había sido porque estaban ayudando a sus padres con alguna tarea. Ahora sostenían palos largos y practicaban esgrima, o al menos algo parecido a la esgrima.

    La cosa está en que Ylian se acercó a ellos y una vez los chiquillos lo hubieron visto detuvieron el juego. El que le interesaba, el de pelo negro, soltó el palo, pero el pelirrojo lo sujetó con las dos manos y se puso delante de su amigo, amenazando al adulto con su espada falsa.

    —¡Eh, eh, eh! —exclamó Ylian mientras alzaba las manos, conteniendo la risa al ver al joven brujo esconderse detrás de su amigo. El pelirrojo era más alto y corpulento, así que el otro, tan delgado que daba pena, no tenía problemas en prácticamente desaparecer a su espalda —¡Vengo en son de paz!

    —¡Mamá dice que eres un borracho y que no nos acerquemos a ti! —exclamó el pelirrojo.

    Esta vez, Ylian no pudo evitar soltar una carcajada. Se detuvo a unos metros de ellos y se llevó las manos a la cadera, viendo qué estrategia era la mejor para esa situación. Estaba claro que el pelirrojo no le dejaría acercarse a su amigo, no de buenas a primeras. Para poder hablar con el brujo, primero debía encandilar a su guardián.

    Asintió, felicitándose a sí mismo, y se acuclilló en la hierba. Subió una mano con el puño cerrado, como si contuviese algo especial en ella, y sopló en el estrecho hueco que quedaba entre su pulgar y su dedo índice. Acto seguido abrió la mano en un gesto teatral, dejando que tres mariposas de luz azul echasen a volar y empezasen a revolotear alrededor de la pareja.

    Por suerte, tuvo el efecto esperado. El pelirrojo al principio miró las mariposas con desconfianza, pero una vez su amigo le puso una mano en el hombro y se las señaló con una gran sonrisa terminó por bajar el palo y permitirse sonreír también.

    —Son preciosas… —murmuró el de pelo negro, girándose después a mirar a Ylian. Al hombre le sorprendió su mirada, era raro encontrarse con ojos ambarinos como esos —¿Eres un brujo?

    —Lo soy. Me llamo Ylian —se presentó, todavía sin acercarse más.

    El de pelo negro hizo el amago de dar un par de pasos hacia él, pero su amigo, recuperando la desconfianza, le agarró la muñeca, impidiéndole avanzar más.

    —¿Qué quieres de nosotros? —prácticamente le ladró. Claramente, las mariposas lo habían encandilado, pero no lo suficiente.

    —Sé que tu amigo también tiene magia —reconoció Ylian con un encogimiento de hombros —. Sólo quiero ofrecerme a enseñarle.

    —Pero eso no está permitido —dijo ahora su objetivo con un gesto dubitativo, agarrándose al brazo de su amigo —. Sólo se puede enseñar en las escuelas…

    —Bueno, sí. Pero sería nuestro secreto —dijo, guiñándole un ojo —. ¿Acaso no quieres aprender magia?

    —Sí, pero… —no parecía convencido.

    —Vok —dijo entonces el pelirrojo, apretándolo más contra su cuerpo y mirándole con el ceño fruncido —. Ya oíste al alcalde. ¡Terminarías en la cárcel!

    —Ah, pero eso sería si alguien se enterase —añadió Ylian —. Y a mí tampoco me conviene que nadie se entere. ¿Pero sabéis qué nos conviene menos a todos? Que un brujo con tanto potencial no controle bien sus poderes —había conseguido otra vez la atención completa de los dos, así que se atrevió a dar un paso. No retrocedieron, pero no dio otro —. Te he visto manejar el fuego. ¿Es tu elemento natural?

    —¿Qué es eso?

    —Pues… —calló, buscando la forma más sencilla de explicarlo —Digamos que cada brujo nace siendo más… amigo de un elemento. ¿Eres amigo del fuego, pequeño?

    —¿Eso creo? Siempre me ha sido fácil invocarlo —reconoció Vok. Se miró una mano, haciendo aparecer una pequeña llama que se extinguió en el momento en el que cerró el puño.

    —Eso es increíble —murmuró Ylian —. El fuego es el elemento más caprichoso y complicado de manejar. Si la diosa Tagdabho te ha bendecido de esa manera es que estás destinado a grandes cosas.

    —¿De verdad?

    Hasta Ylian tenía que reconocer que la mirada llena de emoción del chiquillo le conmovió un poco. Incluso su amigo pelirrojo parecía estar llenándose de orgullo y felicidad.

    Asintió enérgicamente y dio un último paso, quedándose ahora quieto, con las manos cruzadas a la espalda.

    —Sin embargo, no debes confiarte. El hecho de que tengas una bendición de Tagdabho sólo implica que podrás manejar con cierta facilidad el fuego, pero no que nunca te descontrolarás. Y, por supuesto, por tu cuenta nunca alcanzarás todo tu potencial. Necesitas alguien que te guíe, que te enseñe los entresijos de la auténtica magia. Y fuera de las academias no encontrarás a nadie como yo.

    —¡Pero es algo muy peligroso! —gruñó el amigo.

    —No lo negaré. Si alguien se enterase, terminaríamos muy mal. Yo, al menos, terminaría en la horca —asintió, haciendo un gesto como si tuviese una cuerda alrededor del cuello.

    —¿Por qué quieres arriesgarte? Ni siquiera me conoces —preguntó ahora Vok con una voz suave. Sus ojos estaban llenos de curiosidad y miedo, pero también de cierta ambición que hizo que Ylian sonriese.

    —No tengo realmente un motivo concreto. Simplemente sé lo difícil que es entrar en las escuelas, y sé lo frustrante que es no poder desarrollar tu poder. Además, reconozco la grandeza cuando la veo —miró ahora al pelirrojo y lo señaló —. Tú también tienes potencial.

    —Yo no tengo magia —dijo un claramente confundido niño.

    —No, pero el potencial no es sólo para la brujería. Tienes el corazón en su sitio, protegiendo a tu amigo. Seguro que serías un gran guerrero si te entrenases.

    —¿También vas a entrenarme a mí? —bufó el niño.

    —¿Yo? No, yo no sé ni sostener una espada —dijo con sinceridad —. ¿Sabéis leer? —los niños se miraron y finalmente, volvieron a mirarle a él y asintieron un par de veces —Eso es bueno.

    Llevó entonces una mano a la bolsa que llevaba cruzada sobre el pecho y la abrió, sacando de ahí un libro con portada de cuero que tenía pinta de ser más diez veces más viejo que el propio Ylian. Quizá lo era.

    Lo tendió sin muchas ceremonias. El pelirrojo frunció el ceño y arrugó la nariz, mirando a su amigo, y después se acercó un par de pasos, todavía con el palo bien sujeto. Cogió el libro y volvió a retroceder hasta donde el moreno le esperaba, ofreciéndole el libro y volviendo a apuñalar con sus ojos a Ylian.

    —Léetelo —dijo el viejo brujo, llevándose las manos a los bolsillos con calma —. Es el manual más básico que tengo. Si cuando termines estás interesado en saber más, ven a buscarme.

    —¿Y si no entiendo algo? —preguntó el chiquillo, acariciando las letras de la portada.

    —Apúntalo y ven a preguntármelo.

    Ylian no permitió que la conversación se prolongase más. Había visto que la chica mayor que había en la zona cuidando a los pequeños les estaba mirando, como si evaluando si debía intervenir o no, y no quería alarmarla o provocar que aquello se fuese a la mierda.

    Se despidió de los niños, haciéndoles prometer que cuidarían ese libro con su vida, y después se marchó, repitiéndose a sí mismo que estaba haciendo lo correcto.

    Porque estaba haciendo lo correcto, ¿verdad?

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuatro meses después, Ylian podía asegurar que, efectivamente, acercarse a esos niños, por raro que sonase, había sido una de las mejores decisiones de su vida.

    El pequeño Vok había resultado ser… ¿cómo describirlo? Inteligente, curioso, intuitivo. Había algo en él, una especie de fuente de talento, que había estado esperando pacientemente a que alguien llegase y la activase. Y ese alguien había sido Ylian.

    El niño leía, entendía y aprendía a velocidades inauditas. Al darle ese libro, una parte de Ylian había esperado que el chico apareciese en su puerta sin haber entendido más que lo básico, pero en realidad había comprendido el texto tan bien que sus preguntas le obligaron a elevar el nivel.

    Llegó a preguntarse si realmente no había recibido ningún tipo de educación mágica antes, pero Vok insistía en que no, y su amigo, Maren, que siempre estaba presente en las lecciones —serio, callado, vigilante—, afirmaba que Vok no mentía.

    Así que Vok simplemente estaba aprendiendo una base teórica y una serie de hechizos que normalmente no se enseñaban hasta los trece años. ¡Pero es que encima era insaciable! Siempre quería saber más, siempre quería probar a hacer más.

    Ylian también se preguntaba a veces cuánto tardaría ese maldito niño en superarle. ¿Durante cuánto tiempo más le podría ser útil? Imaginaba que para cuando Vok tuviese quince, estaría en condiciones de hacer el examen de maestría, aquel que le colocaría como un brujo profesional aprobado por una escuela.

    Salvo que no podría hacerlo. Porque no podía acreditar las vías por las que había aprendido magia. Porque, además, estaba aprendiendo materia que se alejaba de lo que actualmente estaba en vigor y era enseñado como correcto, aunque fuese también perfectamente válido.

    Ylian, a veces, se emocionaba al pensar en el futuro de Vok como gran brujo-genio, pero luego se obligaba a recordar que estaban haciendo algo altamente ilegal. Quizá si Vok, ya de mayor, conseguía dinero suficiente, podría… ¿quién sabe? Matricularse en un curso. Afirmar que su padre era brujo y le había ido enseñando mientras reunía dinero. Eso sí podría ser válido, ¿no? No sería el primer caso. Ylian había conocido algunos.

    Honestamente, Ylian al principio se había volcado en este proyecto personal por un motivo que ni él mismo terminaba de entender. Era como si los dioses le hubiesen hecho caer al abismo más profundo para enseñarle humildad y luego le hubiesen puesto delante a una joven promesa. Un niño que claramente tenía más capacidad de la que Ylian podría soñar con tener algún día.

    Un niño bendecido por Tagdabho, nada más y nada menos.

    La cosa está en que cuanto más tiempo pasaba con ellos, más cariño les cogía. Vok y Maren, Maren y Vok. Uña y carne, dos inseparables amigos. Eran adorables. Graciosos, juguetones, con personalidades fuertes para su edad y una dinámica que parecía establecida desde la cuna.

    Maren cuidaba de Vok, Vok tiraba de Maren. No hacía falta ser muy listo o muy observador para ver que el cariño entre ellos era real e igual de fuerte para ambas partes. Quizá eso había colaborado a que Maren, al principio tan contrario a aceptar a Ylian, se hubiese ido ablandando y ahora pareciese disfrutar un poco más los ratos que pasaban los tres juntos.

    La rutina era sencilla. Los críos llegaban temprano y despertaba al viejo, quien refunfuñaba mientras se preparaba algo de desayuno y lamentaba haber estado dejando de beber, aunque ahora se sentía física y mentalmente mejor, menos cansado. Después, repasaba con Vok la lección del día anterior mientras Maren les escuchaba en silencio. Luego llegaba el turno de las preguntas, que Ylian intentaba responder con la mayor claridad posible. A veces Maren también preguntaba cosas, quería entender mejor qué estaba aprendiendo su amigo. Una vez terminado esto, llegaba el turno de la práctica.

    Maren ayudaba a despejar la sala donde estaban, a veces colocaba objetos que serían víctimas de los hechizos. Después se apartaba y observaba, maravillado, cómo los ojos de Vok se volvían amarillos y un aura especial lo envolvía.

    La primera vez solía ser bastante mediocre. La segunda era mejor. La tercera era prácticamente impecable. Ylian le envidiaba, la verdad, pero a la vez se alegraba y enorgullecía sobremanera por los buenos avances de su tutelado.

    La última parte de la mañana se dedicaba a la nueva lección. Unas nociones básicas, después la recomendación de lectura de algunos capítulos. Una despedida, últimamente incluía revolver el pelo de los dos críos, y luego la soledad y el silencio volvían a instalarse en su hogar.

    Pero, ¡ah!, ¡qué caprichosos son los dioses!, ¡qué infames y retorcidos son sus planes!

    Ylian estaba seguro de que los dioses lo habían puesto en el camino de Vok, pero no había llegado a pensar que al niño pudiese depararle un destino plagado de trabas y desgracias, y que él.

    La primera llegó tres meses, dos semanas y cinco días después de la primera toma de contacto de Ylian con los niños, y lo hizo en forma de un terrible accidente que destruyó una posada, ocho vidas y la infancia de su prometedor alumno.

    Era difícil determinar qué había pasado, exactamente. Algo en la cocina había explotado, el fuego se había expandido a una velocidad pasmosa y en menos de dos horas la posada entera era consumida por las llamadas y una ominosa nube negra amenazaba con asfixiar a aquellos que luchaban por apagar ese infierno.

    Ylian observaba en silencio, a un lado, mezclado entre la multitud. Sobrecogido, buscó entre los supervivientes que se arracimaban cerca una cara conocida y la encontró con una capa de hollín surcada por los senderos dejados por las lágrimas.

    Ylian nunca olvidaría aquella imagen. Vok, que acababa de cumplir diez años, vestía una túnica vieja recortada a modo de pijama. Descalzo, con quemaduras y rasguños en manos y pies, miraba el que había sido su hogar con una expresión devastadora. El fuego arrojaba dramáticas sombras sobre su pequeño rostro, haciendo que sus ojos brillasen de forma extraña.

    No apretaba los puños, no gritaba, no corría intentando encontrar a sus padres entre los cuerpos calcinados o aplastados por vigas que los bomberos improvisados iban sacando y disponiendo a un lado del edificio humeante.

    Parecía como si fuese un fantasma presenciando algo ajeno a su vida. Parecía, simplemente, incapaz de reaccionar.

    Ylian quiso acercarse a él. Quiso abrazar a ese niño que en tan poco tiempo se había vuelto tan importante en su vida, pero no consiguió reunir el valor y, de todas formas, no se le dio la oportunidad de hacerlo. Pronto, Maren se había hecho paso entre la multitud para abrazar a Vok, le limpiaba la cara con un pañuelo y le hablaba, aunque Ylian no conseguía escuchar su voz entre el ruido.

    Otra persona se acercó a ellos, una mujer pelirroja, claramente la madre de Maren. Se había calzado a toda prisa y ahora se quitaba el chal para ponerlo sobre los hombros de Vok. Lo cogió en brazos y se fue con los dos niños.

    Ni Vok ni Maren acudieron a la casa de Ylian durante las siguientes dos semanas y media, ni Ylian fue a buscarles.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Enir abrió los ojos y se encontró flotando en un espacio irreal lleno de reflejos tornasolados que se asemejaban a lo que uno ve cuando se sumerge en aguas profundas. Pero no era agua. No había burbujas acompañando su respirando, ni sensación de ahogo en su pecho. Y no tenía miedo.

    Se miró a sí mismo. Estaba totalmente desnudo, con su piel blanca cambiando de color al ritmo de esos extraños reflejos lumínicos. No tenía frío ni calor. No se sentía mojado ni movido por el viento.

    Simplemente flotaba.

    Era aquel un espacio atemporal. Si los segundos se escurrían por alguna rendija, Enir no los sentía, y tampoco le importaba no sentirlos. El espectáculo de luces y colores que se extendía ante sus ojos era demasiado hermoso como para fijarse en esas tonterías.

    Por eso no habría sabido decir cuánto tiempo llevaba flotando ahí hasta que su pecho empezó a doler. Era un dolor que provenía del interior y se iba abriendo camino hacia fuera. Un dolor de quemadura, como un hierro candente que luchaba por salir de su cuerpo.

    Frente a él, en ese juego de reflejos, aparecieron dos ojos del color del fuego que le miraba. Se fueron disolviendo, como la arena arrastrada por el viento, arremolinándose y configurando una nueva figura, una mujer indescriptible que brillaba frente a él y apoyaba su mano en su pecho, ahí donde le dolía.

    No movió sus labios, pero Enir supo que le hablaba. Era como un mensaje sin voz que retumbaba en su mente, un susurro ensordecedor que, sin embargo, se sentía perfectamente cristalino.

    Se acerca la hora.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Ser despertado por un desconocido era malo. Recibir el pie helado de un desconocido justo en su pecho era peor. Abrir los ojos a esas horas de la mañana para recibir una en lo absoluto bienvenida verborrea hizo que quisiera con todo su corazón coger la cabeza de ese chico y golpearla contra el suelo una y otra y otra vez hasta que sus piernas dejasen de sacudirse por el impacto.

    Se obligó a respirar hondo y a armarse de paciencia. «Vamos, Enir», se dijo a sí mismo «¿Te apetece librarte de un cadáver ya de buena mañana?»

    No, no le apetecía nada. Así que hizo un increíble esfuerzo de autocontrol, incluso dejó que le tapase la boca con una mano, y le escuchó con una paciencia más frágil que la más fina de las porcelanas.

    Y por dejarse hacer, de pronto lo tenía cerca, demasiado cerca, mirándole con un brillo de emoción en los ojos. Unos ojos azules que, ahora que los veía bien, no se parecían a los de él. No tenían manchas verdes, no tenían la misma forma, no desprendían la misma sensación.

    El apellido no daba lugar a dudas, era su familia, pero no era tan parecido a él como le había parecido en un primer momento.

    No sabía si eso le aliviaba o le entristecía.

    Y, por fin, Kaleb dejó de parlotear y se le quedó mirando como un perro que espera instrucciones. Enir parpadeó de forma perezosa y, por fin, se fue incorporando. Le miró, volvió a parpadear y entonces se movió.

    Seguramente ni el propio Kaleb podría precisar en qué momento había terminado tumbado en la cama, con Enir encima y el filo de una daga presionando delicadamente su garganta, sin llegar a herirle, pero impidiéndole hacer movimientos bruscos. Los ojos de Enir brillaron con la luz matutina, fríos y burlones.

    —Primera lección —empezó a hablar con voz baja, casi ronroneante —: nunca despiertes a un desconocido. No sabes quién tiene buen despertar y quién no.

    Vio su cara de susto y orgullo herido y tuvo que apretar los labios para contener una risa mientras se incorporaba. Guardó la daga con un movimiento calculado y se puso en pie sobre la cama, vengándose al pisar ahora él el pecho de Kaleb. Sus pies no estaban fríos, pero no importaba.

    —Recapitulemos. Me despiertas de malas formas, te atreves a darme órdenes, me pones tu maldito pie encima… —se frotó el pecho con un gesto de desagrado —y luego tienes el valor de pedirme que vaya contigo. Bueno, «pedirme». Exigirme, más bien. Si un triste «por favor», sólo una orden. «Llévame contigo» —dijo esto con una voz aguda, claramente burlona —. ¿Por qué quieres venir conmigo? ¿Es porque te sientes solo, porque estás perdido, porque no te ves capaz de hacerlo por tu cuenta…? Quizá todo a la vez.

    Movió el pie para clavarle el talón en el abdomen y después le dio un golpecito con los dedos en el mentón, alzándole así la cabeza, pero luego lo dejó ir y bajó de un saltito al suelo. Se estiró, pareciendo más un gato que una persona con el sonidito que dejó escapar, y buscó sus botas para calzarse, sin importarle al parecer que Kaleb siguiese o no con sus ojos el movimiento del calzado al subir por sus pantorrillas, rodillas y muslos.

    Al escucharle tomar aire para hablar, le miró y le volvió a empujar para que, otra vez, quedase tumbado en la cama.

    —Quieres que te acompañe en una aventura, como si fuésemos amigos de toda la vida, para robar una reliquia sagrada y matar con ella a un poderoso brujo. Pero, ¡eh! ¡Que luego me la devuelves! —su voz sonaba ácida como un limón —¿Y si no quiero que la uses? ¿Y si la quiero intacta? —hizo una pausa, ya con su chaqueta puesta y su bolsa sujeta, y cruzó los brazos sobre el pecho —¿Y si no confío en que puedas cumplir tu objetivo por muy poderosa que sea la espada?

    Le miró de arriba abajo, de forma claramente descalificativa, y se dio media vuelta. Se agachó para recoger su capa y se acercó a la puerta, pero antes de abrirla, volvió a mirar a Kaleb.

    —Vuelve a casa, Kaleb Aimar. No pintas nada en todo esto.

    Y con estas palabras crueles, le dejó solo en la habitación.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Había rechazado amablemente el ofrecimiento de Mido y Buton de desayunar con ellos, también la pequeña insistencia de la muchacha de tomar asiento y disfrutar de un servicio completo. En su lugar, se conformó con comprar un mollete relleno de carne y una jarra entera llena de cerveza de mantequilla especiada y abandonó la posada.

    Hacía un día tan bueno como el anterior, con un cielo despejado y una suave brisa que invitaba a pasear, así que eso hizo, dio un pequeño paseo hasta que encontró un sitio que le gustó para disfrutar de su desayuno.

    Este sitio resultó ser un tejado, pero eso son minucias sin importancia.

    Recostado en el tejado, se fue comiendo ese mollete sin prisa, observando el pueblo, los campos que había a un lado y la zona montañosa que había al otro. Era bonito, tranquilo y agradable. Le gustaba el ruido que formaban las gentes empezando sus rutinas de mañana, los ladridos de algunos perros, la risa de niños y el canto de pájaros.

    Pensó que no pasaría nada si se quedaba ahí todo el día. Podía retomar su camino por la tarde, o quizá incluso a la mañana siguiente.

    Sabía que cada día había más competidores, pero también que nada de eso importaba. Incluso si ciento veinte personas se sumaban a la caza del tesoro de Tagdabho, ¿cuántas llegarían siquiera hasta el Bosque Oscuro? ¿Cuántas se atreverían a cruzarlo? ¿Cuántas podrían realmente cruzarlo?

    Sí, no tenía por qué preocuparse por el resto de participantes. No hasta haber pasado del Bosque Oscuro. Los supervivientes serían sus auténticos rivales, pero hasta ese momento podía ir con calma y disfrutar del viaje y las vistas.

    Aquella iba a ser su última gran aventura, así que quería pasarlo bien y aprovechar cada momento. Ver pueblos, hablar con gentes, probar todos los alcoholes y todas las comidas a su alcance, ver cada puesta de sol, quizá algún amanecer, y no perder cualquier ocasión de encontrar algún compañero nocturno.

    Con una sonrisa satisfecha y la tripa llena, se tumbó en el tejado con los brazos cruzados bajo la cabeza y una pierna doblada sobre la otra y miró el cielo. La sonrisa se le borró, sustituida por un ceño fruncido, cuando recordó la insistente mirada de Kaleb.

    ¿Por qué, de entre todas las gentes que había en ese dichoso planeta, tenía que haber ido a cruzarse con ese chico? ¿Era acaso una jugarreta de los dioses? ¿Un castigo por sus pecados? Además… ¿Sería una piedra en el camino o una mano amiga?

    No, eso no importaba. Nada cambiaba el hecho de que no pintaba nada en este asunto. No tenía edad, ni experiencia, para enfrentarse a ese periplo. Tenía una espada y piezas de armadura, pero Enir sabía bien que eso no serviría de nada si no sabía hacer buen uso de todo ello.

    Y la imprudencia y excesiva confianza que había demostrado esa mañana no le hacía pensar, precisamente, que estaba preparado.

    Frunció todavía más el ceño y chasqueó la lengua cuando una nueva idea se abrió camino en su mente. ¿Y si los dioses querían, precisamente, que le protegiese, que le ayudase a llegar a la meta, que le enseñase lo que necesitaba saber?

    ¿Y si realmente Kaleb estaba destinado a acabar con el Dragón Negro?

    —No, eso es una tontería —gruñó para sí mismo —. Joder, y ya me ha fastidiado el día. ¡Con lo tranquilo que estaba!

    Decidió que lo mejor para despejarse sería caminar, así que bajó del tejado y empezó a callejear por el pueblo hasta que sus pies le llevaron a la plaza central, donde había un mercado. Paseó un poco entre los puestos, mirando algún objeto que le parecía curioso y bonito. De hecho, acabó comprando un bonito pañuelo de seda negra con un brocado de hilo de oro.

    —Parece hecho para usted —se rio la vendedora, a lo que Enir asintió mientras lo doblaba con cuidado y lo guardaba en un bolsillo interno de su chaleco.

    —No podría estar más de acuerdo.

    Compró también una manzana que fue comiéndose a mordiscos mientras se alejaba de la cada vez más bulliciosa plaza, hasta que salió de los límites estrictos del pueblo para ir yendo hacia la zona montañosa que había visto desde el tejado.

    No era exactamente una montaña, sólo los inicios de una. O los restos de una. Enir estaba seguro de que en su día había sido muchísimo más alta a como se veía en esos momentos, con su cima redondeada por la erosión del tiempo.

    Era un terreno rocoso, con matorrales, arbustos y árboles, aunque no suficientes para poder considerar aquello un bosque. Bueno, Enir no lo consideraría un bosque. Tenía, de todas formas, cierto encanto, así que se propuso cotillear un poco la zona y luego volver al pueblo.

    Lo que no esperaba, desde luego, era escuchar en mitad de la nada el llanto de un niño. Ese sonido hizo que su corazón se estremeciese y rápidamente se puso en camino hacia la fuente del llanto.

    Encontró a un niño de unos siete años lleno de arañazos que aún sangraban acurrucado dentro del tronco vacío de un árbol. Se tuvo que agachar, clavando las rodillas en la tierra e inclinándose hacia delante, con una mano sobre el tronco, para poder verlo. Tenía la cara sucia de polvo totalmente congestionada por el miedo y el llanto, y se abrazaba las piernas y se balanceaba suavemente hacia adelante y hacia atrás.

    —Pequeño —le llamó con la voz más dulce que pudo entonar. El niño paró momentáneamente su berrinche y alzó unos ojos totalmente anegados en lágrimas hacia él. Enir le sonrió y le tendió una mano, pero el pequeño se negó a moverse de donde estaba —. ¿Qué haces aquí sólo? ¿Por qué lloras?

    —¡Mi hermana! —casi gritó el niño, redoblando su llantera —¡No sé dónde está mi hermana!

    —Está bien, te ayudaré a encontrarla, ¿vale? —le propuso, manteniéndose calmado —¿Por qué no sales y vienes conmigo?

    El niño sacudió la cabeza tan fuerte que Enir se preguntó cómo no se había mareado.

    —¡Hay un monstruo fuera!

    —¿Un monstruo?

    Enir miró a su alrededor. No le sorprendería que hubiese realmente animales salvajes por la zona, osos, lobos, quizá incluso algún felino grande, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y silencioso.

    —Ahora no hay nada —le dijo, volviendo a mirarle con esa sonrisa suave —. ¿Cómo te llamas? —preguntó al ver que el niño seguía quieto.

    —Pu —consiguió decir el pequeño.

    —Muy bien, Pu. Yo soy Enir y voy a ayudarte a encontrar a tu hermana para que podáis volver los dos a casa sanos y salvos. ¿Te parece bien? —el niño dudó, pero acabó por asentir, así que Enir le volvió a tender la mano —Tendrás que venir conmigo, entonces.

    Pu mostró reservas, pero finalmente empezó a gatear hasta salir de ese tronco. Enir, todavía arrodillado, le sacudió un poco la ropa para quitarle algún bicho que se le había subido encima, le quitó también ramitas del pelo y finalmente sacó su nuevo y precioso pañuelo y lo usó para limpiar la cara de Pu. Le miró los raspones y las manos y terminó por darle un pequeño pellizco en la mejilla, sonriéndole para decirle que todo estaba bien.

    Se puso en pie y tomó la mano de Pu, empezando a caminar con él. Dejó que le guiase a donde había perdido a su hermana y mientras le fue haciendo preguntas.

    Al parecer, su hermana era la mayor. Tenía trece años, se llamaba Stena, y habían ido juntos para buscar unas flores concretas que sólo crecían por ahí y que su madre necesitaba para hacer medicamentos.

    Decía Pu que lo hacían una vez al mes, menos en invierno, pero que nunca les había atacado un monstruo. Sobre el monstruo, por cierto, sólo dijo que era grande, gris y aterrador, pero no pudo dar más detalles y Enir no le presionó.

    Llegaron a una pequeña explanada y Enir pudo ver las flores. Eran, desde luego, raras. Tan anchas como sus dos manos extendidas una junto a la otra, amarillas, con el centro rojo y cuatro grandes pétalos con forma de corazón. Sólo creían en ciertas zonas del continente, con un clima concreto, pero tenían usos medicinales bastante fiables.

    O eso había leído Enir.

    No quiso pensar en las flores, sino en la pequeña Stena, así que soltó un momento a Pu y empezó a mirar el entorno, buscando pistas. Vio ramas rotas y hojas aplastadas, y vio huellas de dos pisadas distintas… y luego las del animal.

    Frunció el ceño y se acuclilló junto a una de estas huellas, pensando unos minutos dónde la había visto antes. Sabía que conocía al animal, pero tenía que rebuscar en su memoria, y había tantas cosas ahí guardadas…

    —Oh, no —murmuró cuando por fin se acordó —. Pu. Pu, ven aquí.

    El niño no entendía nada, pero aceptó y tomó la mano que Enir le ofrecía. El adulto miró otra vez a su alrededor, tenso, lo que asustó otra vez a Pu, que acabó abrazándose a su pierna.

    Cuando Enir reconoció entre la maleza un par de ojos rojos, cogió a Pu en brazos, haciéndole enterrar la cara en su hombro, y empezó a retroceder despacio, sin perder de vista esa masa gris que se adivinaba entre los arbustos.

    Hubo un pequeño sonido, como un gruñido grave y bajo, y Enir lo tomó como una señal para echar a correr, bajando la montaña en zigzag, sin mirar atrás —no necesitaba hacerlo para saber que le seguían—, mientras Pu se aferraba a él y lloraba por el miedo.

    No se detuvo hasta que vio no un tronco vacío, sino una grieta en una pared rocosa. Se dirigió ahí directamente, viendo que era lo suficientemente estrecha para pasar los dos, pero porque eran delgados. Si hubiese sido Buton, con su corpulenta barriga, le habría sido imposible.

    Se introdujo todo lo posible en la roca, apretando más a Pu contra su pecho, y cuando vio que el paso se estrechaba demasiado, se detuvo antes de quedarse atascado. Respiró hondo y miró hacia el exterior, ahora oscurecido por la presencia del animal.

    Enir lo miró a los ojos sin miedo. No era la primera vez que se enfrentaba a un lorso, un peligroso animal que parecía mezclar oso y lobo, lo mejor de cada casa, y sabía que podía con él. Si no tuviese a un niño, podría bastarse con su daga, pero en esa situación necesitaba recurrir a otra estrategia…

    O… o quizá no, porque el lorso rugió de pronto, se giró hacia la izquierda y echó a correr hacia un nuevo objetivo. Hubo un grito de guerra, un sonido de metal hundiéndose en carne, un quejido y luego un cuerpo pesado desplomándose.

    Enir frunció el ceño, confuso, pero esa confusión pasó a ser enfado cuando vio una cara conocida asomar por la grieta. Chasqueó la lengua y acarició el pelo de Pu, chistándole con suavidad para tranquilizarle antes de volver a salir de la grieta.

    Mientras acunaba al pequeño, ignorando estupendamente a Kaleb, miró al lorso, muerto y desangrándose, y suspiró.

    —Ya no hay monstruo, Pu —le dijo con dulzura.

    El pequeño se fue separando de su hombro, miró al lorso y después a Enir, haciendo un pequeño puchero.

    —¿Y mi hermana?

    Enir asintió y le besó la frente, mirando por fin a Kaleb.

    —Estos animales suelen cazar una vez por semana. Cogen todo lo que pueden, lo llevan a su guardia y lo… reservan. La chica estará viva, pero es mejor que la encontremos cuanto antes. No creas —le interrumpió al ver que iba a hablar —que me has salvado la vida. Lo tenía bajo control —miró entonces a Pu, que se llenaba un puño de babas mientras miraba al lorso. Suspiró y volvió a mirar a Kaleb —. Pero gracias.

    —¿Eres un caballero?

    —No lo es.

    —¡Pero lleva una espada!

    —Cualquiera puede llevar una espada.

    —¿Yo también? ¡Quiero una espada!

    —No. Eres muy pequeño. Y tú también —añadió, dedicándole una primera sonrisa a Kaleb.

    Al darse cuenta, carraspeó y volvió a endurecer el gesto.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Suspiró con suavidad, mirando desde cierta distancia cómo la boticaria llenaba de besos a sus dos hijos, que la abrazaban llorando de alegría por haber podido volver a casa sanos y salvos.

    Habían encontrado a Stena en una recámara de una cueva, cubierta por una sustancia viscosa e inmovilizadora que los lorsos soltaban precisamente para que sus presas no pudiesen escapar. Estaba inconsciente, seguramente por el susto, pero bien, así que la habían podido liberar y llevar de vuelta al pueblo.

    En el camino de regreso, Enir había insistido en parar para coger algunas flores amarillas, pero ese había sido su único comentario en todo el descenso.

    —¿Cómo podemos agradecérselo? —preguntó el padre de las criaturas con voz conmovida, acercándose a la extraña pareja que hacían Enir y Kaleb.

    —No hace falta nada, de verdad —respondió Enir con un gesto relajado.

    —¡Claro que sí! —ahora habló la madre, todavía abrazando a sus críos —¡Le habéis salvado la vida a nuestros pequeños!

    —Cualquiera con un poco de corazón lo habría hecho —insistió el de negro.

    —Al menos dejad que os invitemos a cenar.

    —No —declaró Enir, interrumpiendo a Kaleb —. Es mejor que comáis tranquilos y descanséis bien. Pero —sonrió un poco —es posible que mañana me pase por vuestra botica.

    —¡Por supuesto! ¡Cualquier cosa que quieras!

    Enir les sonrió otra vez, revolvió el pelo de Pu y cruzó las manos a la espalda, caminando de regreso a la posada mientras silbaba una cancioncita. Miró a Kaleb, que caminaba a su lado, y enarcó una ceja.

    —Me alegra que no hayas sido totalmente inútil. Pero no te emociones, eso no significa que vaya a ir contigo a por la espada.

    Contuvo una nueva risita y aceleró el paso lo suficiente para distanciarse un poco de él. Se moría por darse un baño, cenar bien y dormir al menos seis horas sin interrumpió alguna.

    Y sin pies helados encima, a poder ser.

    SPOILER (click to view)
    ¡Uoh! Vale. Al final la parte de Vok ha quedado ligerísimamente más larga que la de Enir, PERO BUENO. Cosas que pasan.

    Vale, había pensado que quizá los padres de los niños estos ven que están tardando mucho en volver, se preocupan, Kaleb pasa por ahí, les oye, se ofrece a ir al rescate... y eso. Ahí está la cosa. Nada más que decir por ahora XD
     
    Top
    .
2 replies since 31/12/2020, 14:44   112 views
  Share  
.