|| La Espada de la Diosa ||

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  1. Bananna
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    La leyenda del Dragón Negro recorre el mundo más allá de las fronteras donde se inscribieron sus múltiples hazañas, por lo que pocos son aquellos que no han oído, por lo menos, hablar de ese hombre que derrotó con un ejército invencible al rey Hilatio y a toda su corte y conquistó la capital del reino Thafheim y que, desde entonces, ha vivido recluido tras las murallas del gran castillo que regenta la capital.

    El punto trágico de la historia, el auténtico núcleo del drama, no es tanto el hecho en sí del golpe de estado como el proceso que llevó al mismo. El Dragón Negro habría pasado de ser un alto cargo del ejército de Hilatio, un amigo de los príncipes, casi un hijo para el rey, a ser el enemigo público número uno.

    Y pocos eran los que se resistían a especiar más la narración añadiendo cómo el Dragón Negro había matado a su mejor amigo, el Torbellino Rojo, con quien había formado desde su entrada en el ejército el poderoso dúo de las Dos Llamas, un equipo imbatible que le había traído la gloria a Hilatio y a Thafheim y había catapultado a la extraña pareja a lo más alto de la jerarquía social.

    El epílogo era protagonizado por Silphara, hija menor de Hilatio y única superviviente de la familia real. Nadie sabía exactamente qué había ocurrido, ella misma nunca había dado una versión clara de los hechos, por lo que daba pie a fantasear sobre si un valiente caballero que se convertiría en su esposo la había conseguido guiar en medio de la matanza a un lugar seguro o si ella misma, armada con una daga y un corazón valeroso, había logrado escapar con sus damas de compañía y la viuda del Torbellino Rojo.

    En cualquier caso, la leyenda del Dragón Negro siempre obviaba un elemento clave: sus orígenes. La historia siempre empezaba con aquel poderoso brujo guerreando en el ejército de Hilatio ya en su veintena, pero incluso los más terribles villanos han sido niños alguna vez.

    Y este niño en concreto se llamaba Vok.

    En realidad, Vok era un apodo tomado de su apellido, Voknaiv. Al chico nunca le había gustado su nombre de pila, decía que sonaba «de chica», por lo que siempre corregía a todo el mundo, incluso a su madre, y pedía que se le llamase por el apellido. Al final, Vok triunfó más que Voknaiv y así el joven quedó rebautizado.

    Al pensar en la infancia del Dragón Negro, uno se imaginaría lujos. Por lo menos, tendría que provenir de una familia de la alta burguesía, si no de la baja nobleza, por lo que habría crecido entre algodones y sirvientes.

    Nada más lejos de la verdad. Los padres de Vok apenas tenían para comer y vivían no en una casa, sino en una habitación de la posada donde su madre trabajaba como cocinera. Aun así, podría decirse que tuvo suerte, pues pudo asistir a una escuela pública que había en su pueblo. No era, desde luego, un centro de conocimientos, pero al menos los niños aprendían a leer, escribir y hacer matemáticas básicas.

    El resto del tiempo, Vok lo pasaba con su mejor amigo, Maren, en las calles, riendo y corriendo, inventándose juegos que en ocasiones les llevaban a hacer cosas tan peligrosas como trepar muros y saltar tejadillos, o que les terminaban reportando problemas con las autoridades o con la señora Calase, cuya frutería siempre terminaba sufriendo pequeños robos.

    Pero realmente los mayores problemas de esta pareja venían de la mano de algo que nadie podía realmente controlar, y es que Vok, por azares del destino, había nacido con magia.

    Unos cuantos siglos antes de que Vok naciese, hubo un rey que dominaba la magia y la utilizó para someter territorios en un proceso de conquista que pasaría a los anales de la historia como uno de los más rápidos, crueles y devastadores que se habían visto.

    Ante esto, varios reinos se agruparon en una liga que consiguió, tras distintas fases y meticulosos planes, con adelantos y retrocesos, espionaje y muchos otros factores típicos de las guerras, derrotar a este rey brujo.

    Tras esta victoria, la liga llegó a la conclusión de que permitir que los brujos ejerciesen a su libre albedrío podría ocasionar un conflicto futuro igual o peor que el que acababan de vivir, por lo que decidieron, de forma unánime, regular la magia.

    En resumidas cuentas, ningún brujo podría ejercer si no tenía un permiso oficial, el cual sólo se podría conseguir tras ser aprobado en una escuela de magia homologada. Por azares del destino —en realidad, por intereses particulares—, estas escuelas, que estaban distribuidas por todo el continente e incluso más allá —algunos miembros ajenos a la liga vieron que aquella medida era bastante inteligente—, eran de carácter privado, así que exigían un pago considerable para permitir que esos jóvenes afortunados que habían nacido bendecidos por los dioses pudiesen formarse y ejercer en el marco legal.

    Por supuesto, hecha la ley, hecha la trampa, así que no tardaron en salir otras escuelas no oficiales que falsificaban permisos. Para bien o para mal, debido a lo peligrosa que era esta práctica, sobre todo en zonas donde el castigo podía llegar a ser la ejecución pública, estas escuelas ilegales eran casi tan caras como las legales.

    No es difícil imaginar que alguien como Vok, que si bien tenía un enorme talento innato apenas podía permitirse dos comidas diarias y un par de zapatos, no podía costearse ni una opción ni la otra.

    Había un sistema de becas, pero con unas plazas tan limitadas y unos parámetros tan arbitrarios, por no hablar de la corrupción interna, que ninguna de las solicitudes presentadas por el matrimonio Voknaiv fue aceptada, incluso cuando incluían detallados informes firmados por el alcalde de su pueblo atestiguando los dones que estaba cultivando su pequeño hijo.

    Lo máximo que consiguieron, además de una pila de cartas de rechazo, fue un aviso de que si el niño continuaba ejerciendo la magia fuera del sistema se les impondría una multa so pena de cárcel. Y ese castigo se aplicaría al matrimonio, al alcalde que lo avalaba todo y al propio niño, así tuviese apenas nueve años.

    El problema aquí está en que cuando un niño tiene hambre de conocimientos, una curiosidad innata, talento y astucia, pero se le prohíbe que haga algo, se las apañará para desobedecer cualquier orden y salirse con la suya. Sobre todo, si ese niño cuenta con una serie de aliados.

    Entre los aliados que tenía Vok se incluía un viejo brujo al que se le había retirado el permiso por reincidir en una serie de infracciones que nadie se molestó en explicarle nunca a Vok, pero que claramente incluían el tráfico de objetos mágicos.

    La gracia de esos objetos es que, aunque también estén sujetos a una dura reglamentación, pueden ser utilizados por cualquiera, se tenga magia o no, por lo que había todo un mercado negro dedicado a ello, además del mercado real, que era, huelga decirlo, estúpidamente elitista y lleno de una normativa tan enrevesada que la inmensa mayoría de la gente prefería prescindir de él.

    Este viejo brujo, Ylian, pasaba buena parte del día bebiendo vino barato en algún rincón y, de vez en cuando, ejerciendo algún trabajito que se le daba por pura caridad, como ayudar a reparar algún techo o enviar algún recado.

    En esencia, no era un hombre malo. Simplemente había visto una oportunidad de lucrarse y, por un desliz de su socio, había terminado perdiéndolo todo, porque cuando salió de la cárcel su casa había sido embargada y su esposa, que no quería ni verle, se había llevado hasta al perro.

    En fin, realmente su mujer no se lo había llevado todo, básicamente porque no sabía todo sobre él. Ylian tenía una guarida secreta donde había parte de su mercancía, aunque era una parte mayoritariamente compuesta por libros de magia que nadie compraría.

    Pensó en quemarlos o dejarlos ahí, pero casi se alegró de haber decidido llevárselos cuando llegó a un pueblecito en las periferias y se encontró con un niño de mirada viva riendo mientras jugaba con una bola de fuego antes de que su madre, asustada, le gritase que se estuviese quieto y dejase de «hacer esas cosas malas».

    Ylian no era un buen ejemplo para los niños, eso estaba claro. Él mismo lo sabía, y realmente no quería perjudicar a otra familia, pero consideraba que ese chiquillo tenía demasiado potencial como para dejar que se desperdiciase simplemente porque las escuelas homologadas tenían miedo de hacerse cargo de su educación.

    Así que un día decidió no beber —mucho— y se acercó al campo donde los niños del pueblo solían jugar y hacer trastadas lejos de las miradas de los adultos una vez habían salido de clase. Se encontró con todo un patio de juegos donde la decena de criaturas que había ahí, todos entre cinco y doce años, se dedicaban a distintas actividades a las que, sinceramente, no prestó mucha atención, más concentrado en encontrar una criatura en concreto.

    Ese niño resultó estar algo alejado del resto, acompañado por un pelirrojo con el que ya lo había visto antes. De hecho, estaba seguro de que sólo había habido un par de ocasiones donde no los hubiese visto juntos, y en ambos casos había sido porque estaban ayudando a sus padres con alguna tarea. Ahora sostenían palos largos y practicaban esgrima, o al menos algo parecido a la esgrima.

    La cosa está en que Ylian se acercó a ellos y una vez los chiquillos lo hubieron visto detuvieron el juego. El que le interesaba, el de pelo negro, soltó el palo, pero el pelirrojo lo sujetó con las dos manos y se puso delante de su amigo, amenazando al adulto con su espada falsa.

    —¡Eh, eh, eh! —exclamó Ylian mientras alzaba las manos, conteniendo la risa al ver al joven brujo esconderse detrás de su amigo. El pelirrojo era más alto y corpulento, así que el otro, tan delgado que daba pena, no tenía problemas en prácticamente desaparecer a su espalda —¡Vengo en son de paz!

    —¡Mamá dice que eres un borracho y que no nos acerquemos a ti! —exclamó el pelirrojo.

    Esta vez, Ylian no pudo evitar soltar una carcajada. Se detuvo a unos metros de ellos y se llevó las manos a la cadera, viendo qué estrategia era la mejor para esa situación. Estaba claro que el pelirrojo no le dejaría acercarse a su amigo, no de buenas a primeras. Para poder hablar con el brujo, primero debía encandilar a su guardián.

    Asintió, felicitándose a sí mismo, y se acuclilló en la hierba. Subió una mano con el puño cerrado, como si contuviese algo especial en ella, y sopló en el estrecho hueco que quedaba entre su pulgar y su dedo índice. Acto seguido abrió la mano en un gesto teatral, dejando que tres mariposas de luz azul echasen a volar y empezasen a revolotear alrededor de la pareja.

    Por suerte, tuvo el efecto esperado. El pelirrojo al principio miró las mariposas con desconfianza, pero una vez su amigo le puso una mano en el hombro y se las señaló con una gran sonrisa terminó por bajar el palo y permitirse sonreír también.

    —Son preciosas… —murmuró el de pelo negro, girándose después a mirar a Ylian. Al hombre le sorprendió su mirada, era raro encontrarse con ojos ambarinos como esos —¿Eres un brujo?

    —Lo soy. Me llamo Ylian —se presentó, todavía sin acercarse más.

    El de pelo negro hizo el amago de dar un par de pasos hacia él, pero su amigo, recuperando la desconfianza, le agarró la muñeca, impidiéndole avanzar más.

    —¿Qué quieres de nosotros? —prácticamente le ladró. Claramente, las mariposas lo habían encandilado, pero no lo suficiente.

    —Sé que tu amigo también tiene magia —reconoció Ylian con un encogimiento de hombros —. Sólo quiero ofrecerme a enseñarle.

    —Pero eso no está permitido —dijo ahora su objetivo con un gesto dubitativo, agarrándose al brazo de su amigo —. Sólo se puede enseñar en las escuelas…

    —Bueno, sí. Pero sería nuestro secreto —dijo, guiñándole un ojo —. ¿Acaso no quieres aprender magia?

    —Sí, pero… —no parecía convencido.

    —Vok —dijo entonces el pelirrojo, apretándolo más contra su cuerpo y mirándole con el ceño fruncido —. Ya oíste al alcalde. ¡Terminarías en la cárcel!

    —Ah, pero eso sería si alguien se enterase —añadió Ylian —. Y a mí tampoco me conviene que nadie se entere. ¿Pero sabéis qué nos conviene menos a todos? Que un brujo con tanto potencial no controle bien sus poderes —había conseguido otra vez la atención completa de los dos, así que se atrevió a dar un paso. No retrocedieron, pero no dio otro —. Te he visto manejar el fuego. ¿Es tu elemento natural?

    —¿Qué es eso?

    —Pues… —calló, buscando la forma más sencilla de explicarlo —Digamos que cada brujo nace siendo más… amigo de un elemento. ¿Eres amigo del fuego, pequeño?

    —¿Eso creo? Siempre me ha sido fácil invocarlo —reconoció Vok. Se miró una mano, haciendo aparecer una pequeña llama que se extinguió en el momento en el que cerró el puño.

    —Eso es increíble —murmuró Ylian —. El fuego es el elemento más caprichoso y complicado de manejar. Si la diosa Tagdabho te ha bendecido de esa manera es que estás destinado a grandes cosas.

    —¿De verdad?

    Hasta Ylian tenía que reconocer que la mirada llena de emoción del chiquillo le conmovió un poco. Incluso su amigo pelirrojo parecía estar llenándose de orgullo y felicidad.

    Asintió enérgicamente y dio un último paso, quedándose ahora quieto, con las manos cruzadas a la espalda.

    —Sin embargo, no debes confiarte. El hecho de que tengas una bendición de Tagdabho sólo implica que podrás manejar con cierta facilidad el fuego, pero no que nunca te descontrolarás. Y, por supuesto, por tu cuenta nunca alcanzarás todo tu potencial. Necesitas alguien que te guíe, que te enseñe los entresijos de la auténtica magia. Y fuera de las academias no encontrarás a nadie como yo.

    —¡Pero es algo muy peligroso! —gruñó el amigo.

    —No lo negaré. Si alguien se enterase, terminaríamos muy mal. Yo, al menos, terminaría en la horca —asintió, haciendo un gesto como si tuviese una cuerda alrededor del cuello.

    —¿Por qué quieres arriesgarte? Ni siquiera me conoces —preguntó ahora Vok con una voz suave. Sus ojos estaban llenos de curiosidad y miedo, pero también de cierta ambición que hizo que Ylian sonriese.

    —No tengo realmente un motivo concreto. Simplemente sé lo difícil que es entrar en las escuelas, y sé lo frustrante que es no poder desarrollar tu poder. Además, reconozco la grandeza cuando la veo —miró ahora al pelirrojo y lo señaló —. Tú también tienes potencial.

    —Yo no tengo magia —dijo un claramente confundido niño.

    —No, pero el potencial no es sólo para la brujería. Tienes el corazón en su sitio, protegiendo a tu amigo. Seguro que serías un gran guerrero si te entrenases.

    —¿También vas a entrenarme a mí? —bufó el niño.

    —¿Yo? No, yo no sé ni sostener una espada —dijo con sinceridad —. ¿Sabéis leer? —los niños se miraron y finalmente, volvieron a mirarle a él y asintieron un par de veces —Eso es bueno.

    Llevó entonces una mano a la bolsa que llevaba cruzada sobre el pecho y la abrió, sacando de ahí un libro con portada de cuero que tenía pinta de ser más diez veces más viejo que el propio Ylian. Quizá lo era.

    Lo tendió sin muchas ceremonias. El pelirrojo frunció el ceño y arrugó la nariz, mirando a su amigo, y después se acercó un par de pasos, todavía con el palo bien sujeto. Cogió el libro y volvió a retroceder hasta donde el moreno le esperaba, ofreciéndole el libro y volviendo a apuñalar con sus ojos a Ylian.

    —Léetelo —dijo el viejo brujo, llevándose las manos a los bolsillos con calma —. Es el manual más básico que tengo. Si cuando termines estás interesado en saber más, ven a buscarme.

    —¿Y si no entiendo algo? —preguntó el chiquillo, acariciando las letras de la portada.

    —Apúntalo y ven a preguntármelo.

    Ylian no permitió que la conversación se prolongase más. Había visto que la chica mayor que había en la zona cuidando a los pequeños les estaba mirando, como si evaluando si debía intervenir o no, y no quería alarmarla o provocar que aquello se fuese a la mierda.

    Se despidió de los niños, haciéndoles prometer que cuidarían ese libro con su vida, y después se marchó, repitiéndose a sí mismo que estaba haciendo lo correcto.

    Porque estaba haciendo lo correcto, ¿verdad?

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Cuatro meses después, Ylian podía asegurar que, efectivamente, acercarse a esos niños, por raro que sonase, había sido una de las mejores decisiones de su vida.

    El pequeño Vok había resultado ser… ¿cómo describirlo? Inteligente, curioso, intuitivo. Había algo en él, una especie de fuente de talento, que había estado esperando pacientemente a que alguien llegase y la activase. Y ese alguien había sido Ylian.

    El niño leía, entendía y aprendía a velocidades inauditas. Al darle ese libro, una parte de Ylian había esperado que el chico apareciese en su puerta sin haber entendido más que lo básico, pero en realidad había comprendido el texto tan bien que sus preguntas le obligaron a elevar el nivel.

    Llegó a preguntarse si realmente no había recibido ningún tipo de educación mágica antes, pero Vok insistía en que no, y su amigo, Maren, que siempre estaba presente en las lecciones —serio, callado, vigilante—, afirmaba que Vok no mentía.

    Así que Vok simplemente estaba aprendiendo una base teórica y una serie de hechizos que normalmente no se enseñaban hasta los trece años. ¡Pero es que encima era insaciable! Siempre quería saber más, siempre quería probar a hacer más.

    Ylian también se preguntaba a veces cuánto tardaría ese maldito niño en superarle. ¿Durante cuánto tiempo más le podría ser útil? Imaginaba que para cuando Vok tuviese quince, estaría en condiciones de hacer el examen de maestría, aquel que le colocaría como un brujo profesional aprobado por una escuela.

    Salvo que no podría hacerlo. Porque no podía acreditar las vías por las que había aprendido magia. Porque, además, estaba aprendiendo materia que se alejaba de lo que actualmente estaba en vigor y era enseñado como correcto, aunque fuese también perfectamente válido.

    Ylian, a veces, se emocionaba al pensar en el futuro de Vok como gran brujo-genio, pero luego se obligaba a recordar que estaban haciendo algo altamente ilegal. Quizá si Vok, ya de mayor, conseguía dinero suficiente, podría… ¿quién sabe? Matricularse en un curso. Afirmar que su padre era brujo y le había ido enseñando mientras reunía dinero. Eso sí podría ser válido, ¿no? No sería el primer caso. Ylian había conocido algunos.

    Honestamente, Ylian al principio se había volcado en este proyecto personal por un motivo que ni él mismo terminaba de entender. Era como si los dioses le hubiesen hecho caer al abismo más profundo para enseñarle humildad y luego le hubiesen puesto delante a una joven promesa. Un niño que claramente tenía más capacidad de la que Ylian podría soñar con tener algún día.

    Un niño bendecido por Tagdabho, nada más y nada menos.

    La cosa está en que cuanto más tiempo pasaba con ellos, más cariño les cogía. Vok y Maren, Maren y Vok. Uña y carne, dos inseparables amigos. Eran adorables. Graciosos, juguetones, con personalidades fuertes para su edad y una dinámica que parecía establecida desde la cuna.

    Maren cuidaba de Vok, Vok tiraba de Maren. No hacía falta ser muy listo o muy observador para ver que el cariño entre ellos era real e igual de fuerte para ambas partes. Quizá eso había colaborado a que Maren, al principio tan contrario a aceptar a Ylian, se hubiese ido ablandando y ahora pareciese disfrutar un poco más los ratos que pasaban los tres juntos.

    La rutina era sencilla. Los críos llegaban temprano y despertaba al viejo, quien refunfuñaba mientras se preparaba algo de desayuno y lamentaba haber estado dejando de beber, aunque ahora se sentía física y mentalmente mejor, menos cansado. Después, repasaba con Vok la lección del día anterior mientras Maren les escuchaba en silencio. Luego llegaba el turno de las preguntas, que Ylian intentaba responder con la mayor claridad posible. A veces Maren también preguntaba cosas, quería entender mejor qué estaba aprendiendo su amigo. Una vez terminado esto, llegaba el turno de la práctica.

    Maren ayudaba a despejar la sala donde estaban, a veces colocaba objetos que serían víctimas de los hechizos. Después se apartaba y observaba, maravillado, cómo los ojos de Vok se volvían amarillos y un aura especial lo envolvía.

    La primera vez solía ser bastante mediocre. La segunda era mejor. La tercera era prácticamente impecable. Ylian le envidiaba, la verdad, pero a la vez se alegraba y enorgullecía sobremanera por los buenos avances de su tutelado.

    La última parte de la mañana se dedicaba a la nueva lección. Unas nociones básicas, después la recomendación de lectura de algunos capítulos. Una despedida, últimamente incluía revolver el pelo de los dos críos, y luego la soledad y el silencio volvían a instalarse en su hogar.

    Pero, ¡ah!, ¡qué caprichosos son los dioses!, ¡qué infames y retorcidos son sus planes!

    Ylian estaba seguro de que los dioses lo habían puesto en el camino de Vok, pero no había llegado a pensar que al niño pudiese depararle un destino plagado de trabas y desgracias, y que él.

    La primera llegó tres meses, dos semanas y cinco días después de la primera toma de contacto de Ylian con los niños, y lo hizo en forma de un terrible accidente que destruyó una posada, ocho vidas y la infancia de su prometedor alumno.

    Era difícil determinar qué había pasado, exactamente. Algo en la cocina había explotado, el fuego se había expandido a una velocidad pasmosa y en menos de dos horas la posada entera era consumida por las llamadas y una ominosa nube negra amenazaba con asfixiar a aquellos que luchaban por apagar ese infierno.

    Ylian observaba en silencio, a un lado, mezclado entre la multitud. Sobrecogido, buscó entre los supervivientes que se arracimaban cerca una cara conocida y la encontró con una capa de hollín surcada por los senderos dejados por las lágrimas.

    Ylian nunca olvidaría aquella imagen. Vok, que acababa de cumplir diez años, vestía una túnica vieja recortada a modo de pijama. Descalzo, con quemaduras y rasguños en manos y pies, miraba el que había sido su hogar con una expresión devastadora. El fuego arrojaba dramáticas sombras sobre su pequeño rostro, haciendo que sus ojos brillasen de forma extraña.

    No apretaba los puños, no gritaba, no corría intentando encontrar a sus padres entre los cuerpos calcinados o aplastados por vigas que los bomberos improvisados iban sacando y disponiendo a un lado del edificio humeante.

    Parecía como si fuese un fantasma presenciando algo ajeno a su vida. Parecía, simplemente, incapaz de reaccionar.

    Ylian quiso acercarse a él. Quiso abrazar a ese niño que en tan poco tiempo se había vuelto tan importante en su vida, pero no consiguió reunir el valor y, de todas formas, no se le dio la oportunidad de hacerlo. Pronto, Maren se había hecho paso entre la multitud para abrazar a Vok, le limpiaba la cara con un pañuelo y le hablaba, aunque Ylian no conseguía escuchar su voz entre el ruido.

    Otra persona se acercó a ellos, una mujer pelirroja, claramente la madre de Maren. Se había calzado a toda prisa y ahora se quitaba el chal para ponerlo sobre los hombros de Vok. Lo cogió en brazos y se fue con los dos niños.

    Ni Vok ni Maren acudieron a la casa de Ylian durante las siguientes dos semanas y media, ni Ylian fue a buscarles.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Enir abrió los ojos y se encontró flotando en un espacio irreal lleno de reflejos tornasolados que se asemejaban a lo que uno ve cuando se sumerge en aguas profundas. Pero no era agua. No había burbujas acompañando su respirando, ni sensación de ahogo en su pecho. Y no tenía miedo.

    Se miró a sí mismo. Estaba totalmente desnudo, con su piel blanca cambiando de color al ritmo de esos extraños reflejos lumínicos. No tenía frío ni calor. No se sentía mojado ni movido por el viento.

    Simplemente flotaba.

    Era aquel un espacio atemporal. Si los segundos se escurrían por alguna rendija, Enir no los sentía, y tampoco le importaba no sentirlos. El espectáculo de luces y colores que se extendía ante sus ojos era demasiado hermoso como para fijarse en esas tonterías.

    Por eso no habría sabido decir cuánto tiempo llevaba flotando ahí hasta que su pecho empezó a doler. Era un dolor que provenía del interior y se iba abriendo camino hacia fuera. Un dolor de quemadura, como un hierro candente que luchaba por salir de su cuerpo.

    Frente a él, en ese juego de reflejos, aparecieron dos ojos del color del fuego que le miraba. Se fueron disolviendo, como la arena arrastrada por el viento, arremolinándose y configurando una nueva figura, una mujer indescriptible que brillaba frente a él y apoyaba su mano en su pecho, ahí donde le dolía.

    No movió sus labios, pero Enir supo que le hablaba. Era como un mensaje sin voz que retumbaba en su mente, un susurro ensordecedor que, sin embargo, se sentía perfectamente cristalino.

    Se acerca la hora.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Ser despertado por un desconocido era malo. Recibir el pie helado de un desconocido justo en su pecho era peor. Abrir los ojos a esas horas de la mañana para recibir una en lo absoluto bienvenida verborrea hizo que quisiera con todo su corazón coger la cabeza de ese chico y golpearla contra el suelo una y otra y otra vez hasta que sus piernas dejasen de sacudirse por el impacto.

    Se obligó a respirar hondo y a armarse de paciencia. «Vamos, Enir», se dijo a sí mismo «¿Te apetece librarte de un cadáver ya de buena mañana?»

    No, no le apetecía nada. Así que hizo un increíble esfuerzo de autocontrol, incluso dejó que le tapase la boca con una mano, y le escuchó con una paciencia más frágil que la más fina de las porcelanas.

    Y por dejarse hacer, de pronto lo tenía cerca, demasiado cerca, mirándole con un brillo de emoción en los ojos. Unos ojos azules que, ahora que los veía bien, no se parecían a los de él. No tenían manchas verdes, no tenían la misma forma, no desprendían la misma sensación.

    El apellido no daba lugar a dudas, era su familia, pero no era tan parecido a él como le había parecido en un primer momento.

    No sabía si eso le aliviaba o le entristecía.

    Y, por fin, Kaleb dejó de parlotear y se le quedó mirando como un perro que espera instrucciones. Enir parpadeó de forma perezosa y, por fin, se fue incorporando. Le miró, volvió a parpadear y entonces se movió.

    Seguramente ni el propio Kaleb podría precisar en qué momento había terminado tumbado en la cama, con Enir encima y el filo de una daga presionando delicadamente su garganta, sin llegar a herirle, pero impidiéndole hacer movimientos bruscos. Los ojos de Enir brillaron con la luz matutina, fríos y burlones.

    —Primera lección —empezó a hablar con voz baja, casi ronroneante —: nunca despiertes a un desconocido. No sabes quién tiene buen despertar y quién no.

    Vio su cara de susto y orgullo herido y tuvo que apretar los labios para contener una risa mientras se incorporaba. Guardó la daga con un movimiento calculado y se puso en pie sobre la cama, vengándose al pisar ahora él el pecho de Kaleb. Sus pies no estaban fríos, pero no importaba.

    —Recapitulemos. Me despiertas de malas formas, te atreves a darme órdenes, me pones tu maldito pie encima… —se frotó el pecho con un gesto de desagrado —y luego tienes el valor de pedirme que vaya contigo. Bueno, «pedirme». Exigirme, más bien. Si un triste «por favor», sólo una orden. «Llévame contigo» —dijo esto con una voz aguda, claramente burlona —. ¿Por qué quieres venir conmigo? ¿Es porque te sientes solo, porque estás perdido, porque no te ves capaz de hacerlo por tu cuenta…? Quizá todo a la vez.

    Movió el pie para clavarle el talón en el abdomen y después le dio un golpecito con los dedos en el mentón, alzándole así la cabeza, pero luego lo dejó ir y bajó de un saltito al suelo. Se estiró, pareciendo más un gato que una persona con el sonidito que dejó escapar, y buscó sus botas para calzarse, sin importarle al parecer que Kaleb siguiese o no con sus ojos el movimiento del calzado al subir por sus pantorrillas, rodillas y muslos.

    Al escucharle tomar aire para hablar, le miró y le volvió a empujar para que, otra vez, quedase tumbado en la cama.

    —Quieres que te acompañe en una aventura, como si fuésemos amigos de toda la vida, para robar una reliquia sagrada y matar con ella a un poderoso brujo. Pero, ¡eh! ¡Que luego me la devuelves! —su voz sonaba ácida como un limón —¿Y si no quiero que la uses? ¿Y si la quiero intacta? —hizo una pausa, ya con su chaqueta puesta y su bolsa sujeta, y cruzó los brazos sobre el pecho —¿Y si no confío en que puedas cumplir tu objetivo por muy poderosa que sea la espada?

    Le miró de arriba abajo, de forma claramente descalificativa, y se dio media vuelta. Se agachó para recoger su capa y se acercó a la puerta, pero antes de abrirla, volvió a mirar a Kaleb.

    —Vuelve a casa, Kaleb Aimar. No pintas nada en todo esto.

    Y con estas palabras crueles, le dejó solo en la habitación.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Había rechazado amablemente el ofrecimiento de Mido y Buton de desayunar con ellos, también la pequeña insistencia de la muchacha de tomar asiento y disfrutar de un servicio completo. En su lugar, se conformó con comprar un mollete relleno de carne y una jarra entera llena de cerveza de mantequilla especiada y abandonó la posada.

    Hacía un día tan bueno como el anterior, con un cielo despejado y una suave brisa que invitaba a pasear, así que eso hizo, dio un pequeño paseo hasta que encontró un sitio que le gustó para disfrutar de su desayuno.

    Este sitio resultó ser un tejado, pero eso son minucias sin importancia.

    Recostado en el tejado, se fue comiendo ese mollete sin prisa, observando el pueblo, los campos que había a un lado y la zona montañosa que había al otro. Era bonito, tranquilo y agradable. Le gustaba el ruido que formaban las gentes empezando sus rutinas de mañana, los ladridos de algunos perros, la risa de niños y el canto de pájaros.

    Pensó que no pasaría nada si se quedaba ahí todo el día. Podía retomar su camino por la tarde, o quizá incluso a la mañana siguiente.

    Sabía que cada día había más competidores, pero también que nada de eso importaba. Incluso si ciento veinte personas se sumaban a la caza del tesoro de Tagdabho, ¿cuántas llegarían siquiera hasta el Bosque Oscuro? ¿Cuántas se atreverían a cruzarlo? ¿Cuántas podrían realmente cruzarlo?

    Sí, no tenía por qué preocuparse por el resto de participantes. No hasta haber pasado del Bosque Oscuro. Los supervivientes serían sus auténticos rivales, pero hasta ese momento podía ir con calma y disfrutar del viaje y las vistas.

    Aquella iba a ser su última gran aventura, así que quería pasarlo bien y aprovechar cada momento. Ver pueblos, hablar con gentes, probar todos los alcoholes y todas las comidas a su alcance, ver cada puesta de sol, quizá algún amanecer, y no perder cualquier ocasión de encontrar algún compañero nocturno.

    Con una sonrisa satisfecha y la tripa llena, se tumbó en el tejado con los brazos cruzados bajo la cabeza y una pierna doblada sobre la otra y miró el cielo. La sonrisa se le borró, sustituida por un ceño fruncido, cuando recordó la insistente mirada de Kaleb.

    ¿Por qué, de entre todas las gentes que había en ese dichoso planeta, tenía que haber ido a cruzarse con ese chico? ¿Era acaso una jugarreta de los dioses? ¿Un castigo por sus pecados? Además… ¿Sería una piedra en el camino o una mano amiga?

    No, eso no importaba. Nada cambiaba el hecho de que no pintaba nada en este asunto. No tenía edad, ni experiencia, para enfrentarse a ese periplo. Tenía una espada y piezas de armadura, pero Enir sabía bien que eso no serviría de nada si no sabía hacer buen uso de todo ello.

    Y la imprudencia y excesiva confianza que había demostrado esa mañana no le hacía pensar, precisamente, que estaba preparado.

    Frunció todavía más el ceño y chasqueó la lengua cuando una nueva idea se abrió camino en su mente. ¿Y si los dioses querían, precisamente, que le protegiese, que le ayudase a llegar a la meta, que le enseñase lo que necesitaba saber?

    ¿Y si realmente Kaleb estaba destinado a acabar con el Dragón Negro?

    —No, eso es una tontería —gruñó para sí mismo —. Joder, y ya me ha fastidiado el día. ¡Con lo tranquilo que estaba!

    Decidió que lo mejor para despejarse sería caminar, así que bajó del tejado y empezó a callejear por el pueblo hasta que sus pies le llevaron a la plaza central, donde había un mercado. Paseó un poco entre los puestos, mirando algún objeto que le parecía curioso y bonito. De hecho, acabó comprando un bonito pañuelo de seda negra con un brocado de hilo de oro.

    —Parece hecho para usted —se rio la vendedora, a lo que Enir asintió mientras lo doblaba con cuidado y lo guardaba en un bolsillo interno de su chaleco.

    —No podría estar más de acuerdo.

    Compró también una manzana que fue comiéndose a mordiscos mientras se alejaba de la cada vez más bulliciosa plaza, hasta que salió de los límites estrictos del pueblo para ir yendo hacia la zona montañosa que había visto desde el tejado.

    No era exactamente una montaña, sólo los inicios de una. O los restos de una. Enir estaba seguro de que en su día había sido muchísimo más alta a como se veía en esos momentos, con su cima redondeada por la erosión del tiempo.

    Era un terreno rocoso, con matorrales, arbustos y árboles, aunque no suficientes para poder considerar aquello un bosque. Bueno, Enir no lo consideraría un bosque. Tenía, de todas formas, cierto encanto, así que se propuso cotillear un poco la zona y luego volver al pueblo.

    Lo que no esperaba, desde luego, era escuchar en mitad de la nada el llanto de un niño. Ese sonido hizo que su corazón se estremeciese y rápidamente se puso en camino hacia la fuente del llanto.

    Encontró a un niño de unos siete años lleno de arañazos que aún sangraban acurrucado dentro del tronco vacío de un árbol. Se tuvo que agachar, clavando las rodillas en la tierra e inclinándose hacia delante, con una mano sobre el tronco, para poder verlo. Tenía la cara sucia de polvo totalmente congestionada por el miedo y el llanto, y se abrazaba las piernas y se balanceaba suavemente hacia adelante y hacia atrás.

    —Pequeño —le llamó con la voz más dulce que pudo entonar. El niño paró momentáneamente su berrinche y alzó unos ojos totalmente anegados en lágrimas hacia él. Enir le sonrió y le tendió una mano, pero el pequeño se negó a moverse de donde estaba —. ¿Qué haces aquí sólo? ¿Por qué lloras?

    —¡Mi hermana! —casi gritó el niño, redoblando su llantera —¡No sé dónde está mi hermana!

    —Está bien, te ayudaré a encontrarla, ¿vale? —le propuso, manteniéndose calmado —¿Por qué no sales y vienes conmigo?

    El niño sacudió la cabeza tan fuerte que Enir se preguntó cómo no se había mareado.

    —¡Hay un monstruo fuera!

    —¿Un monstruo?

    Enir miró a su alrededor. No le sorprendería que hubiese realmente animales salvajes por la zona, osos, lobos, quizá incluso algún felino grande, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y silencioso.

    —Ahora no hay nada —le dijo, volviendo a mirarle con esa sonrisa suave —. ¿Cómo te llamas? —preguntó al ver que el niño seguía quieto.

    —Pu —consiguió decir el pequeño.

    —Muy bien, Pu. Yo soy Enir y voy a ayudarte a encontrar a tu hermana para que podáis volver los dos a casa sanos y salvos. ¿Te parece bien? —el niño dudó, pero acabó por asentir, así que Enir le volvió a tender la mano —Tendrás que venir conmigo, entonces.

    Pu mostró reservas, pero finalmente empezó a gatear hasta salir de ese tronco. Enir, todavía arrodillado, le sacudió un poco la ropa para quitarle algún bicho que se le había subido encima, le quitó también ramitas del pelo y finalmente sacó su nuevo y precioso pañuelo y lo usó para limpiar la cara de Pu. Le miró los raspones y las manos y terminó por darle un pequeño pellizco en la mejilla, sonriéndole para decirle que todo estaba bien.

    Se puso en pie y tomó la mano de Pu, empezando a caminar con él. Dejó que le guiase a donde había perdido a su hermana y mientras le fue haciendo preguntas.

    Al parecer, su hermana era la mayor. Tenía trece años, se llamaba Stena, y habían ido juntos para buscar unas flores concretas que sólo crecían por ahí y que su madre necesitaba para hacer medicamentos.

    Decía Pu que lo hacían una vez al mes, menos en invierno, pero que nunca les había atacado un monstruo. Sobre el monstruo, por cierto, sólo dijo que era grande, gris y aterrador, pero no pudo dar más detalles y Enir no le presionó.

    Llegaron a una pequeña explanada y Enir pudo ver las flores. Eran, desde luego, raras. Tan anchas como sus dos manos extendidas una junto a la otra, amarillas, con el centro rojo y cuatro grandes pétalos con forma de corazón. Sólo creían en ciertas zonas del continente, con un clima concreto, pero tenían usos medicinales bastante fiables.

    O eso había leído Enir.

    No quiso pensar en las flores, sino en la pequeña Stena, así que soltó un momento a Pu y empezó a mirar el entorno, buscando pistas. Vio ramas rotas y hojas aplastadas, y vio huellas de dos pisadas distintas… y luego las del animal.

    Frunció el ceño y se acuclilló junto a una de estas huellas, pensando unos minutos dónde la había visto antes. Sabía que conocía al animal, pero tenía que rebuscar en su memoria, y había tantas cosas ahí guardadas…

    —Oh, no —murmuró cuando por fin se acordó —. Pu. Pu, ven aquí.

    El niño no entendía nada, pero aceptó y tomó la mano que Enir le ofrecía. El adulto miró otra vez a su alrededor, tenso, lo que asustó otra vez a Pu, que acabó abrazándose a su pierna.

    Cuando Enir reconoció entre la maleza un par de ojos rojos, cogió a Pu en brazos, haciéndole enterrar la cara en su hombro, y empezó a retroceder despacio, sin perder de vista esa masa gris que se adivinaba entre los arbustos.

    Hubo un pequeño sonido, como un gruñido grave y bajo, y Enir lo tomó como una señal para echar a correr, bajando la montaña en zigzag, sin mirar atrás —no necesitaba hacerlo para saber que le seguían—, mientras Pu se aferraba a él y lloraba por el miedo.

    No se detuvo hasta que vio no un tronco vacío, sino una grieta en una pared rocosa. Se dirigió ahí directamente, viendo que era lo suficientemente estrecha para pasar los dos, pero porque eran delgados. Si hubiese sido Buton, con su corpulenta barriga, le habría sido imposible.

    Se introdujo todo lo posible en la roca, apretando más a Pu contra su pecho, y cuando vio que el paso se estrechaba demasiado, se detuvo antes de quedarse atascado. Respiró hondo y miró hacia el exterior, ahora oscurecido por la presencia del animal.

    Enir lo miró a los ojos sin miedo. No era la primera vez que se enfrentaba a un lorso, un peligroso animal que parecía mezclar oso y lobo, lo mejor de cada casa, y sabía que podía con él. Si no tuviese a un niño, podría bastarse con su daga, pero en esa situación necesitaba recurrir a otra estrategia…

    O… o quizá no, porque el lorso rugió de pronto, se giró hacia la izquierda y echó a correr hacia un nuevo objetivo. Hubo un grito de guerra, un sonido de metal hundiéndose en carne, un quejido y luego un cuerpo pesado desplomándose.

    Enir frunció el ceño, confuso, pero esa confusión pasó a ser enfado cuando vio una cara conocida asomar por la grieta. Chasqueó la lengua y acarició el pelo de Pu, chistándole con suavidad para tranquilizarle antes de volver a salir de la grieta.

    Mientras acunaba al pequeño, ignorando estupendamente a Kaleb, miró al lorso, muerto y desangrándose, y suspiró.

    —Ya no hay monstruo, Pu —le dijo con dulzura.

    El pequeño se fue separando de su hombro, miró al lorso y después a Enir, haciendo un pequeño puchero.

    —¿Y mi hermana?

    Enir asintió y le besó la frente, mirando por fin a Kaleb.

    —Estos animales suelen cazar una vez por semana. Cogen todo lo que pueden, lo llevan a su guardia y lo… reservan. La chica estará viva, pero es mejor que la encontremos cuanto antes. No creas —le interrumpió al ver que iba a hablar —que me has salvado la vida. Lo tenía bajo control —miró entonces a Pu, que se llenaba un puño de babas mientras miraba al lorso. Suspiró y volvió a mirar a Kaleb —. Pero gracias.

    —¿Eres un caballero?

    —No lo es.

    —¡Pero lleva una espada!

    —Cualquiera puede llevar una espada.

    —¿Yo también? ¡Quiero una espada!

    —No. Eres muy pequeño. Y tú también —añadió, dedicándole una primera sonrisa a Kaleb.

    Al darse cuenta, carraspeó y volvió a endurecer el gesto.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Suspiró con suavidad, mirando desde cierta distancia cómo la boticaria llenaba de besos a sus dos hijos, que la abrazaban llorando de alegría por haber podido volver a casa sanos y salvos.

    Habían encontrado a Stena en una recámara de una cueva, cubierta por una sustancia viscosa e inmovilizadora que los lorsos soltaban precisamente para que sus presas no pudiesen escapar. Estaba inconsciente, seguramente por el susto, pero bien, así que la habían podido liberar y llevar de vuelta al pueblo.

    En el camino de regreso, Enir había insistido en parar para coger algunas flores amarillas, pero ese había sido su único comentario en todo el descenso.

    —¿Cómo podemos agradecérselo? —preguntó el padre de las criaturas con voz conmovida, acercándose a la extraña pareja que hacían Enir y Kaleb.

    —No hace falta nada, de verdad —respondió Enir con un gesto relajado.

    —¡Claro que sí! —ahora habló la madre, todavía abrazando a sus críos —¡Le habéis salvado la vida a nuestros pequeños!

    —Cualquiera con un poco de corazón lo habría hecho —insistió el de negro.

    —Al menos dejad que os invitemos a cenar.

    —No —declaró Enir, interrumpiendo a Kaleb —. Es mejor que comáis tranquilos y descanséis bien. Pero —sonrió un poco —es posible que mañana me pase por vuestra botica.

    —¡Por supuesto! ¡Cualquier cosa que quieras!

    Enir les sonrió otra vez, revolvió el pelo de Pu y cruzó las manos a la espalda, caminando de regreso a la posada mientras silbaba una cancioncita. Miró a Kaleb, que caminaba a su lado, y enarcó una ceja.

    —Me alegra que no hayas sido totalmente inútil. Pero no te emociones, eso no significa que vaya a ir contigo a por la espada.

    Contuvo una nueva risita y aceleró el paso lo suficiente para distanciarse un poco de él. Se moría por darse un baño, cenar bien y dormir al menos seis horas sin interrumpió alguna.

    Y sin pies helados encima, a poder ser.

    SPOILER (click to view)
    ¡Uoh! Vale. Al final la parte de Vok ha quedado ligerísimamente más larga que la de Enir, PERO BUENO. Cosas que pasan.

    Vale, había pensado que quizá los padres de los niños estos ven que están tardando mucho en volver, se preocupan, Kaleb pasa por ahí, les oye, se ofrece a ir al rescate... y eso. Ahí está la cosa. Nada más que decir por ahora XD
     
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2 replies since 31/12/2020, 14:44   112 views
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