|| Mansión Dorland ||

« Older   Newer »
 
  Share  
.
  1.     +1   +1   -1
     
    .
    Avatar

    | Toxic Beauty |

    Group
    100% Rol
    Posts
    11,777
    Location
    Montero

    Status
    Anonymous

    Flexon-Lawn-and-Garden-Performance-Hoses-banner




    | Flam |
    SPOILER (click to view)
    Nombre: Reid Richards
    Edad: 3x años
    Cumpleaños: (variable)
    Nacionalidad: estadounidense
    Residencia actual: 2900 Mountain Brook Pkwy, Mountain Brk, AL 35223 (x.)
    Ocupación: enfermero, actualmente cuidador de ancianos (a domicilio)


    La vida en Birmingham, Alabama, no es una vida justa. Por un lado, las más de cincuenta mil familias que vivían bajo el umbral de pobreza, viéndose obligadas a mendigar y delinquir para poder llenar sus bolsillos de algo más que de sueños rotos; y, por otro lado, estaban ellos, los habitantes del «pequeño reino», así se llamaba al barrio de los ricos: Mountain Brook. Mientras que a un lado de la ciudad la gente se las vivía y deseaba para alcanzar un sueldo digno a como diera lugar, a este lado cada casa recibía, como mínimo, 165.000$ mensuales.
    Bien, la vida no es justa, y esto lo sabía Reid muy bien.

    Tuvo la mala suerte de nacer en el lado pobre de Birmingham, si tan sólo hubiera venido al mundo unas cuantas calles más allá, lo habría hecho en una de esas gigantescas mansiones coloniales, rodeado de lujos y criado entre algodones. Pero no tuvo esa suerte, nació como el hijo mayor de la señora Richards, una de tantas madres alcohólicas que abundan por la zona pobre de Birmingham. La buena señora Richards tenía más interés en empinar el codo para olvidar sus desgracias que en cuidar de su prole, y presumía de que sus hijos surgían como por arte de magia. Realmente, no recordaba haberse acostado con nadie y, durante un tiempo, tanto Reid como sus hermanos creyeron que habían caído del manzano que a duras penas crecía en el jardín de la casa familiar.

    Su infancia no fue tranquila ni fácil, tuvo que combinar exámenes y tareas con idas y venidas de trabajos tan poco agradecidos como repartir el correo o podar el césped de las mansiones donde deseaba vivir. Durante años fantaseó con la idea de que un día llegara un señor de traje y corbata a su casa, y le dijera que era su padre, que se mudarían cuanto antes a Mountain Brook poniendo fin a su vida en la pobreza. Su plan hizo aguas pues nunca supo la identidad de su padre, y su madre murió estando él a las puertas del instituto. Nunca se sintió del todo unido a aquella mujer, así que su muerte no le dolió todo lo que podría esperarse.

    Un acontecimiento tan triste como aquél estuvo lejos de ser la caída en desgracia de Reid y sus hermanos, ocurrió lo contrario: al ser incapaces de mantenerse, y sin parientes conocidos, fueron llevados a un orfanato. La suerte sonrió a los pequeños Cooter y Earl, mellizos que no cumplían los cinco años, fueron adoptados por una familia de bien y apenas tuvieron tiempo de pisar el orfanato. Ruby, con siete recién cumplidos, corrió la misma suerte a pesar de sus dientes torcidos. Reid resultó ser ya demasiado mayor con once años, y le tocó pasar su adolescencia en aquel sitio, lejos de sus hermanos. Nunca fue un niño especialmente familiar, si acaso lo contrario, se sentía un extraño en su propia casa, se sentía muy superior a ellos por el simple hecho de saber leer de corrido las palabras largas que encontraba en los libros y poder manejarse entre sumas y restas sin tener que contar con los dedos.

    La muerte de la señora Richards dejó a sus hijos una oportunidad única de educación, desde los más pequeños al mayor terminaron el instituto y, a excepción de Reid (que se decidió por otros rumbos), todos hicieron carrera universitaria. Esto, para una mujer que se desentendía totalmente de sus hijos, habría sido impensable.

    Los «otros rumbos» de Reid incluían estudiar el arte del engaño, la estafa y el timo. Cuando terminaba sus años de adolescente descubrió el poder que podía tener una buena sonrisa acompañada de cierto vocabulario, ¿para qué molestarse en trabajar duro si engañando al trabajador podía adueñarse de sus logros? Una caricia por aquí, un mimo por allá, y conseguía que su nombre figurara como beneficiario, ¡ganar sin hacer nada! Eso sí era una victoria plena.

    Tiene que admitir que las primeras veces fue torpe, muy torpe, le pudieron las prisas y la impaciencia. Pero, también tiene que admitir y lo hace con orgullo, ha ido mejorando con el tiempo; hoy en día se considera un auténtico experto en temas de engaños, siendo su especialidad la falsificación de documentos y suplantación de identidad. Ha ido saltando de un nombre a otro según convenga al negocio que tenga entre manos.
    A medida que iba puliendo sus habilidades, se abrió también su terreno de juego. Llegó a disfrutar del lujo en las tiendas de Beverly Hills, disfrutó de más de una fiesta en Fisher Island y las playas al sur de California. Y en cada situación se presentaba como un hombre diferente: el heredero de la industria del petróleo, Danny Thomson Jr; la joven promesa de la moda que firmaba sus diseños como Petersy; el aspirante a director de cine que buscaba algún socio… ha tenido, como los gatos, más de una vida que supo vivir al máximo. Una vez exprimida hasta la última gota, desaparece sin dejar rastro y aparece en otro lugar listo para empezar.

    La policía es otra razón de peso para acabar con la vida que lleve en ese momento, alguien que se mueve en la delgada línea de lo legal e ilegal llama la atención de cualquiera agente implicado en su trabajo. Los movimientos en comisaría son la señal de alarma, y cuando el nombre del «personaje» que haya creado resuena entre listas de sospechosos por robo (e incluso asesinatos), Reid desaparece.

    La repentina muerte del señor Martín de Obrador en su propia hacienda (un acontecimiento muy sonado en la tranquila Rolling Hills) señalaba dos nombres como principales sospechosos, uno era el de su mujer y otro el de un amigo de la familia. Se encontraron motivos para vincular esa muerte a un crimen pasional, y aunque consiguieron interrogar a la mujer, el otro sospechoso desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Números borrados, ni una pista en redes sociales o cuentas en cualquier banco, parecía habérselo tragado la tierra.

    Reid regresó a Birmingham por dos motivos: uno, huir de las sospechas que dejó en Rolling Hills; y dos, cumplir su más ambicioso sueño de la infancia. En este sueño tiene mucho que ver Alexander Dorland.

    La familia Dorland hizo fortuna con el algodón, manteniendo su «granja de negros» hasta que se convirtió en una ilegalidad. Les obligaron a cambiar de negocio para no morir de hambre, pero no de ideas, y hasta los propios hijos del señor Dorland mantienen el espíritu racista de sus abuelos.
    Alexander Dorland mantuvo vivo el negocio de las telas y demás productos hasta que consiguió retirarse y vivir de las rentas por las fincas. Se convirtió en un jubilado cascarrabias olvidado por sus hijos y nietos, que preferían una vida más urbanita lejos de Mountain Brook y su ambiente rural. Aquí entró Reid en escena, presentándose como Joe Abbot, enfermero recién graduado y llegado a Birmingham. Su CV les pareció de diez en el centro social, y no tardaron demasiado en enviarle a la mansión de los Dorland, advirtiéndole del malhumor del anciano.

    A base de bromas y sonrisas, «Joe» no sólo ha conseguido convertirse en interino, sino que también se ha ganado la confianza del señor Dorland. Sabe que es sólo cuestión de tiempo que le añada a su testamento, ¿una mansión como aquélla a su nombre? Desde luego que iba a esforzarse.


    Le gusta:
    -Alcanzar y superar sus objetivos.
    -El engaño, disfruta viendo a la gente creer sus mentiras.
    -El cine, siempre se puede aprender un truquito o dos de una buena actuación.


    No le gusta:
    -Considera los sentimientos un engorro. Huye de cualquier vínculo emocional, con personas o animales. Ni siquiera quiere plantas cerca, no quiere hacerse responsable de nada ni nadie más que sí mismo.
    -Todas las relaciones que ha tenido no superan el nivel más superficial.
    -Es un obseso del control. Su infierno personal ocurre cuando algo no va de acuerdo a sus planes.


    Información extra:
    -Es más inteligente de lo que la gente cree, puede que «Joe» sea un enfermero amable y algo distraído, pero Reid controla casi cada paso que da.
    -La historia de su nombre es curiosa, y es que su madre se equivocó al escribirlo en el Registro Civil. La idea original era llamarle Neil.
    -Reid se lee con una doble i (“riid”).
    -Ha perdido todo contacto con sus hermanos. Se alegra, no deben relacionarle con nadie en Birmingham.
    -Tiene una sonrisa arrebatadora capaz de abrir cualquier puerta.
    -Se le dan bien las imitaciones, ha suplantado más de una identidad al teléfono.
    -Tiene rutinas de belleza y es muy estricto con ellas.
    -En la intimidad prefiere a los hombres, cosa que el señor Dorland desconoce (no es un hombre de mente muy abierta).
    -Aunque ya ha pasado un año, el caso de Martín de Obrador sigue abierto.


    Apariencia:
    1’83m, va al gimnasio con regularidad para mantener el cuerpo ideal que baje la guardia de cualquier vecina cotilla (y de éstas abundan por toda Alabama).
    QUOTE


    I - II


    | Ban |
    SPOILER (click to view)
    Nombre: Casey Roberts.
    Edad: 25 años.
    Cumpleaños: 4 de julio.
    Nacionalidad: Estadounidense.
    Residencia actual: Un albergue de monjas.
    Ocupación: Jardinero.

    El señor Rafols, abogado de Alexander Dorland, se llevó una gran sorpresa cuando hizo pasar a Casey Roberts a su despacho. Para empezar, esperaba a una mujer, no a un chico, y su aspecto además no era el que uno llevaría a una entrevista tan importante como aquella. Vestía una sudadera al menos tres tallas demasiado grande, sus pantalones tenían rezurcidos y sus deportivas estaban sucias; a una de ellas se le abría la suela.

    Su currículum tampoco era una maravilla. No había grandes trabajos, ni estudios sobresalientes —había hecho un grado medio tras el instituto—. Sólo una nota de recomendación y un papel que presentar al paro conforme había acudido a la entrevista y había sido rechazado.

    Aun así, el señor Rafols lo puso en la fina carpeta para una segunda ronda, que esta vez sería con el señor Dorland. Quizá lo hizo por añadir candidatos, quizá porque la mirada de aquel chico, sincera e inocente, había removido un mínimo de compasión en él.

    Eso sí, durante la semana que había entre entrevistas, contrató a un detective para que le hiciese un informe completo. Lo que recibió no fue una interminable lista de cargos por robo y hurto, como se esperaba, sino una trágica historia.

    Nacido en Denver, cuando tenía unos once años su padre, maltratador reincidente, salió de la cárcel para matar a su exmujer y luego suicidarse, todo con el hijo en la casa. Pasó a vivir con sus tíos a Alabama y hubo otro incidente destacable unos años después: él mismo se encargó de reportar que había encontrado a unos compañeros suyos —reconocidos acosadores de Casey— medio muertos tras una fiesta. De la fatal mezcla de drogas y alcohol se recuperaron dos de cinco.

    Tras el instituto, cuando iba a ingresar a la universidad, sus tíos tuvieron un accidente letal de tráfico. El detective añadió que habían echado a Casey de su casa un par de semanas antes por motivos desconocidos y que eso le había salvado la vida.

    Los últimos años había estado dando tumbos, sin dinero suficiente para rehacer bien su vida o para conseguir estudios superiores. Ni siquiera pudo conservar la casa, por lo que había vivido en la calle y había hecho varios trabajillos temporales. Ahora estaba en un hospicio cristiano.

    Con esto en cuenta, al abogado no le sorprendió que apareciese con la misma ropa que en la primera entrevista. Lo que sí le sorprendió fue que el señor Dorland lo contratase pese a todo.

    Fue una entrevista rara. El viejo no le hizo las preguntas retorcidas y malintencionadas de siempre, sino que le preguntó algunas cosas sobre plantas (Casey había comentado algo sobre los jardines de la mansión) y le hizo una prueba: cocinarle un souffle. El resultado, debía reconocer el señor Rafols, fue exquisito, suave y esponjoso, dulce pero no empalagoso.

    El señor Dorland le reconocería más tarde, cuando Casey se hubiese marchado a recoger sus escasas pertenencias del albergue, que ese chico le recordaba a su hermano pequeño, que tenía la misma mirada tímida, el mismo gesto introvertido, la misma sonrisa suave con hoyuelos... Y la misma edad que tenía su hermano cuando murió.

    El señor Rafols solo asintió y se retiró para preparar el contrato, sin poder evitar preguntarse cuánto duraría ese muchacho antes de dimitir o de ser despedido.

    Le gustan:
    —Los animales y las plantas. Siempre ha tenido buena mano con ellas.
    —Cocinar. ¡Aprendió solo!
    —Cantar, aunque nunca podría hacerlo delante de otra persona.

    No le gusta:
    —Los perros, ¡les tiene mucho miedo!
    —Los gritos, las malas palabras, las amenazas... La hostilidad, en general. ¿Tanto cuesta hablar con calma y educación?
    —Las grandes multitudes. Le agobian. Mucho.

    Información extra:
    —Le cuesta mirar a la gente a los ojos, al menos hasta que coge confianza. También suele jugar con sus manos con nerviosismo. Pese a esto, suele sonreír y siempre habla de forma amable. Eso sí, con voz bajita.
    —Sólo se presentó a la entrevista porque no tenía nada que perder. Ni él mismo entiende por qué le han contratado, ¡pero dará lo mejor de sí!
    —En realidad, es un chico muy inteligente, pero no lo parece por lo retraído que es. De hecho, sus tíos llegaron a plantearse si sufría algún retraso mental porque no hablaba cuando llegó a ellos. Resultó ser lo opuesto, pero se las ha apañado para no destacar nunca… salvo por su increíble puntuación en el examen de ingreso a la universidad.
    —Quiso estudiar biología con especialización en botánica. Quizá si consigue dinero y tiempo inicie por fin la carrera. Mientras tanto, ha ido aprendiendo gracias a la biblioteca municipal.
    —Una vez se siente cómodo con alguien, demuestra ser un joven muy dulce y con buen sentido del humor que parloteará durante horas sobre temas que le gusten.

    Apariencia:
    Mide 1.76 y está demasiado delgado, aunque en las últimas dos semanas, gracias a las monjas, ha podido recuperar un par de kilos. Quitando eso, sólo destaca que, al mirar con atención, se pueden ver en su cuerpo cicatrices pálidas, muy viejas, de las palizas de su padre y de sus acosadores.



    || I | II | III ||




    || Mansión Dorland ||


    Era la cuarta vez que se detenía delante de aquella mansión, pero no pudo evitar tener la misma reacción que las otras tres veces: su boca y sus ojos se abrieron como si estuviese delante de un magnífico palacio y recorrió con la mirada la fachada de forma errática, yendo de un punto a otro como si necesitase abarcarla por entero con todos sus detalles.

    Agradeció al taxista con una sonrisa, como si no le hubiese agradecido ya cuando le había pagado, y le dedicó una pequeña despedida con la mano que el hombre miró con una ceja enarcada antes de salir en busca de un nuevo cliente.

    Sin dejarse afectar por un recibimiento tan frío a su gesto de cortesía —estaba acostumbrado a esas cosas—, Casey ajustó un poco sobre sus hombros la mochila que llevaba a la espalda y dio tres pasos en la acera para llamar al interfono.

    Vio el pilotito de la cámara encenderse y saludó con una sonrisa, respirando hondo al escuchar las puertas abrirse. Recorrió el caminito que le llevaba hasta la puerta de entrada mirando ya no la casa, sino los jardines en los que trabajaría ya al día siguiente. Porque, según le habían dicho cuando firmó el contrato —esa fue su tercera visita—, el primer día podría dedicarlo a instalarse y conocer a sus compañeros.

    Una vez en la auténtica puerta, llamó al timbre, y apenas un minuto después le abría la puerta la señorita Galloway, una mujer alta y de mirada severa que enarcó una ceja, mirándole de arriba abajo. Casey siguió el recorrido de su mirada y soltó una risa nerviosa.

    —Sé que no doy la mejor impresión, pero… No tengo mucha ropa —dijo en voz baja, prefiriendo mirarse a sí mismo que a la mujer.

    —Le conseguiré algo que no esté roto —dijo ella, dejándole por fin entrar en la casa —. ¿Y su equipaje?

    Como respuesta, Casey dio una palmadita a la mochila, ganándose un suspiro de lástima de la señorita Galloway. La mujer le hizo un gesto y echó a caminar, y Casey la siguió obedientemente.

    Terminó siendo aquello una visita guiada con explicaciones de dónde podía y no estar según el momento —por ejemplo, no pasaba nada si utilizaba una de las salas de estar siempre y cuando el señor no estuviese cerca y no hubiese visitas—, después cruzaron el jardín trasero y llegaron a una casita mucho más pequeña que estaba dentro del terreno de la mansión.

    —Esta es la residencia del servicio —explicó la señorita Galloway mientras abría la puerta —. Está totalmente equipada con una cocina de la que podrá disponer a placer, una sala, dos cuartos de baño y cuatro dormitorios.

    —Oh, así que estamos al completo —dijo Casey en un tono alegre.

    —En realidad, no —reconoció la señorita Galloway mientras lo guiaba escaleras arriba a la zona de dormitorios —. El señor Abbot, el enfermero del señor Dorland, vive en la residencia principal.

    —Claro… Tiene sentido —murmuró el chico, rascándose la nuca —. Facilitará resolver emergencias.

    —Efectivamente —dijo la señorita Galloway permitiéndose por primera vez dedicarle una sonrisa que al momento iluminó y dulcificó su expresión —. Para usted eso significa que no tendrá que compartir aseo.

    —¿En serio?

    La señorita Galloway juraría que los ojos de Casey brillaron de la emoción ante la idea de tener un baño propio, pero eso fue porque todavía no le había enseñado su habitación. En ese momento todo Casey pareció irradiar luz, e incluso se atrevería a decir que alguna lágrima estuvo a punto de derramar.

    En realidad, no era una habitación grande. Tenía una cama doble algo estrecha, con dos mesitas de noche muy sencillas, un armario, un espejo y una estantería al lado de la ventana. Y eso era todo. Tampoco habría cabido nada más.

    Sin embargo, para el chico debía ser mucho más de lo que había esperado nunca.

    La señorita Galloway sintió un pinchazo de afecto al ver a ese joven entrar en la habitación de forma cuidadosa, como si tuviese miedo de hacer mucho ruido o de por accidente romper algo. Le vio apoyar las manos en el colchón y hacer algo de fuerza para comprobar su firmeza, y después abrir el armario y girarse a mirarle con una enorme sonrisa.

    —¡Hay muchísimo espacio!

    —¿En serio? A mí me parece pequeño —confesó ella, cruzando los brazos sobre el pecho. Aunque sólo tenía 36 años, se sentía como una madre viendo a su pequeño descubrir su nuevo dormitorio.

    —Lo máximo que he llegado a tener en mucho tiempo ha sido un cajón —dijo Casey sin pararse a pensarlo, siendo simplemente sincero mientras dejaba la mochila en la cama y la abría para sacar su ropa.

    Eran apenas dos camisetas, una chaqueta y una bufanda, en realidad. Y ninguna de esas cuatro prendas tenía muy buen estado. Agujeros, parches, manchas de lejía o de a saber qué, adornaban las telas, y la bufanda estaba deshilachada en varias zonas.

    Lo único que quedó en la mochila fue un cuaderno con un bolígrafo ajustado en la espiral del lomo.

    —¿Estos son mis uniformes? —preguntó Casey sacando del armario uno de los conjuntos azul oscuro, casi negro, que había colgados en perchas. También había un par de botas altas en el fondo.

    —Así es. Confío en que le sea cómodo —se mordió el labio, dudando se seguir o no, pero al final decidió soltar lo que tenía en mente —. Creo que usted no necesita mucho tiempo para asentarse, así que ¿qué le parece si aprovecha la tarde para ir a comprar ropa?

    Casey al principio pareció emocionado con la idea, pero después bajó la mirada con el ceño algo fruncido, pensativo.

    —Me gustaría, pero no tengo más dinero para el taxi.

    —Oh, no se preocupe por eso —le quitó importancia con un gesto de la mano —. Puede utilizar el coche del servicio.

    —No tengo carnet —ahora pareció avergonzado —. No puedo pagarlo.

    La señorita Galloway parpadeó, sintiendo por primera vez en mucho tiempo auténtica lástima. Quería abrazar a ese muchacho y protegerlo del duro mundo exterior que, al parecer, se había cebado con él.

    Pensó entonces cómo arreglar aquello. Casey necesitaba ropa y zapatos nuevos, no podía permitir que se pasease por la mansión así vestido. Además, necesitaba otras cosas, como un cepillo de dientes y otros utensilios de aseo. Y quizá algo más para su trabajo. Y ella no podía acompañarle, tenía una larga lista de tareas pendientes.

    Pensó en la señorita Evans, la cocinera, pero en esos momentos estaba fuera, precisamente comprando —aunque en este caso para llenar la despensa, no un armario— y haciendo algunos recados, y conociendo su humor, no creía que fuese a querer volver a salir para acompañar al nuevo a ir de tiendas.

    Le quedaban entonces dos opciones: podía pedirle ella misma un taxi y mandarlo a comprar por su cuenta… o podía hablar con el señor Abbot. Aquel hombre era un cielo, y sería aquella una maravillosa oportunidad para que los dos fuesen conociéndose y para que Casey se sintiese bienvenido a su nuevo trabajo.

    Sonrió, orgullosa por su propia resolución, y se anotó mentalmente hablar con el señor Abbot en cuanto terminase la visita guiada.

    —Encontraremos alguna solución —le prometió, viéndole ahora mirar por la ventana. Desde ahí tenía vistas al jardín trasero, parecía estar evaluándolo desde las alturas —. Por ahora, ¿qué le parece si le enseño el cobertizo?

    —¡Claro! Ah, ¿sería posible tutearnos? Se me hace tan extraño el «usted»…

    La señorita Galloway le miró unos segundos, pero después sonrió.

    —Está bien —se llevó una mano al pecho —. Eleanor.

    —¡Oh! Qué nombre más bonito —dijo él alegremente mientras salía de la habitación para seguirla de vuelta al jardín —. Tenía una amiga que se llamaba Eleanor. Bueno, yo la llamaba Nel.

    Eleanor Galloway sonrió, aunque no contestó. Le guio hasta una caseta anexa a la residencia secundaria, apenas una habitación grande donde había sacos de fertilizantes, herramientas… En fin, todo lo necesario para las labores de jardinería.

    Casey recorrió el lugar, miró los guantes que colgaban en la zona de herramientas de mano —tenazas, tijeras, etc.— y después cogió un par de sacos, uno de fertilizantes y otro de pesticidas, para leer las composiciones.

    Por cómo arrugó la nariz, no debieron gustarle.

    —Estas cosas son muy dañinas —comentó señalando los pesticidas —, y esto es caro, pero no tiene la mejor calidad del mercado —añadió, dejando el fertilizante —. ¿Puedo cambiarlos?

    —Por supuesto. Tendrás que ajustarte al presupuesto, pero puedes hacer las modificaciones que consideres. Aunque para cambiar las plantas, plantar algo nuevo o algo del estilo, tendrás que consultarlo primero con el señor Dorland.

    —¡Claro, claro! —sonrió él, negando con las manos un poco apurado —Sólo cambiaría los productos, nada más.

    De nuevo, Eleanor asintió y sonrió, conforme con la situación.

    —Bien, te dejo para que termines de hacerte a tu nuevo hogar. Tengo tareas que atender.

    —¡Por supuesto! ¡Y muchas gracias, Eleanor!

    La señorita Galloway sonrió, enternecida, y le hizo un gesto con la mano antes de salir del cobertizo para volver a la mansión.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Margot Evans rondaba el 1.65 y era delgadita, pero tenía una presencia notoria. Eso fue algo que Casey pudo percibir desde el momento en el que la cocinera entró en la residencia secundaria gruñendo y quejándose de lo imbécil que era la gente cuando se ponía al volante de un coche.

    Él estaba recostado en el sofá, con su cuadernito en el regazo, haciendo algunos dibujillos, pero se sentó recto y firme cuando la puerta se abrió y siguió a aquella mujer con la mirada mientras ella iba a la cocina sin siquiera prestarle atención.

    Entonces Margot volvió sobre sus pasos y se lo quedó mirando unos segundos, como si no supiese si sacar una escopeta o darle una paliza, hasta que la chispa del reconocimiento saltó en sus ojos.

    —¡Tú eres el nuevo! —exclamó con un tono más alegre, en un acento neoyorquino que tiraba para atrás.

    —Casey Roberts —saludó él poniéndose rápidamente en pie para acercarse a ofrecerle una mano.

    —Margot Evans —respondió ella, estrujándole la mano con una fuerza demoledora —. Sabía que eras joven, pero ¿tanto?

    —Parece que la plantilla es bastante joven —se rio él de forma tímida una vez su mano se vio libre del agarre.

    —Es cierto. Supongo que el viejo Dorland quiere juventud a cualquier precio —bromeó Margot —. ¿Y qué tal? ¿Te gusta tu cuarto?

    —¡Sí, es genial!

    Entonces Margot parpadeó y se fijó en su ropa.

    —No llevarás eso normalmente, ¿no?

    —¿Ah? Ah, no. Eleanor ha dicho que por la tarde me conseguirá un vehículo para ir a comprar ropa y fertilizantes.

    —¿«Eleanor»? —su sonrisa era claramente burlona mientras se llevaba las manos a la cadera —¿Te deja llamarla por su nombre de pila? —al ver al chico asentir, se le escapó una risita —Voy a tomar ventaja de eso, espero que lo sepas. ¿Quieres ayudarme con las bolsas? He comprado también algo de comida para aquí… ¿Sabes cocinar?

    —Sí, aunque no suelo tener la oportunidad…

    —Bueno, pues ha llegado tu hora. Ven conmigo, a ver qué sabes hacer.

    Una hora después, cuando Eleanor Galloway entró en la casa, fue recibida por el delicioso olor de alguna salsa. Asomó a la cocina, hambrienta y curiosa, para encontrarse a Margot premiando a Casey con un pellizquito en la mejilla mientras él rallaba queso, antes de que ella sacase una bandeja del horno.

    —¿Buenas tardes? —sonrió Eleanor, sorprendida. Margot nunca dejaba que nadie cocinase con ella.

    —¡Hey, Eleanor! —dijo Margot con un tonito malvado —¿Qué tal con Abbot y el viejo?

    —No lo llame así, señorita Evans —ella también remarcó el nombre mientras se asomaba a ver cuál era el menú de ese día. Ya había visto lo que había preparado Margot para Dorland, pero ahora estaba viendo una bandeja con pasta dispuesta a ser gratinada —. Y ha ido todo… como siempre.

    —O sea, con comentarios misóginos del viejo —bufó Margot. Eleanor la ignoró maravillosamente.

    —Casey, he hablado con el señor Abbot y ha accedido de buen grado a ir contigo a comprar después. El señor Dorland tiene toda la tarde ocupada con médicos, así que es el momento ideal.

    —¡Suena genial! —sonrió Casey —Oh, ¿quieres probar la salsa?

    Eleanor, algo sorprendida, asintió y aceptó la cuchara que Casey le pasaba. Se encontró con la sonrisa torcida de Margot, que les miraba con los brazos cruzados bajo el pecho, apoyada en la encima, y sintió sus mejillas enrojecerse, algo que le hizo bajar los ojos rápidamente.

    —Está deliciosa.

    —Sí, creo que no voy a dejar al chico tocar más la cocina. No vaya a ser que decidan prescindir de mis servicios…

    —¡No, no! —la risa tímida y nerviosa de Casey volvió a sonar mientras sus orejas se ponían incluso más rojas que las mejillas de Eleanor —Apenas he hecho nada…

    —Tranquilo, chaval —se rio Margot, pasándole un brazo por los hombros —. Sólo estaba bromeando.

    Casey bajó la cabeza, todavía con una sonrisa vacilante y algo tieso, pero no rechazó el contacto. Eleanor sonrió también.

    —Voy poniendo la mesa.

    —¡Te ayudo!

    —¡Espera, Casey, que te enseño dónde están las cosas!

    —Señorita Evans, ¿lo ha tenido cocinando sin enseñarle la cocina?

    —Ah, no me seas resabidilla, Eleanor.

    ★ · ★ · ★ · ★ · ★


    Joe Abbot había resultado ser un hombre mucho más atractivo de lo que Casey había esperado. Eso había hecho que a los nervios de conocer a una persona nueva se hubiesen sumado los nervios de que le pareciese tan guapo, así que apenas se atrevía a mirarle a la cara, y cuando lo hacía sus mejillas terminaban rosadas y sus orejas rojas.

    Las presentaciones habían sido sucintas y más pronto que tarde habían subido al coche para dirigirse a la ciudad propiamente dicha. Casey contaba con un adelanto de su primer sueldo, pero creía que era muchísimo más dinero del que nadie podría necesitar para comprarse algo de ropa.

    La radio llenaba el coche con rock clásico al que Casey respondía siguiendo el ritmo con los dedos y de vez en cuando moviendo los labios como si cantase, pero ningún sonido salía de su garganta. De hecho, no había dicho una palabra en los diez minutos que llevaban de viaje y sentía que ese silencio con banda sonora estaba siendo incómodo o, al menos, algo raro.

    —Mu-muchas gracias —tartamudeó un poco de pronto, jugando con sus dedos en el regazo —. Por llevarme y eso… ¡No tardaremos mucho, de verdad! Seré… Seré rápido.

    Le miró medio segundo antes de volver a mirar por la ventana, todavía jugando con sus dedos. No volvió a comentar nada hasta que llegaron a la ciudad.

    Casey pensó que lo mejor sería primer coger la ropa y después ir a por las cosas de jardinería, así que primero fueron a un centro comercial que seguramente haría que el señor Dorland se llevase las manos a la cabeza, pues era más para gente normal y corriente que para super ricos.

    A pesar de eso, Casey pasó por delante de varias tiendas sin atreverse a detenerse en ninguna. No sabía qué ropa le gustaba, realmente, y las etiquetas que veía le parecían algo caras. Esto hacía que sintiese que se estaba tomando mucho tiempo, así que se disculpó un par de veces con Joe mientras iban a la siguiente tienda.

    Por fin vio precios que le parecieron más razonables, así que entró y pronto había encontrado cosas a su gusto. Resultaba que la ropa que le gustaba era bastante sobria, camisetas sencillas y vaqueros no demasiado ajustados. Además de algo de ropa interior y calcetines, que tampoco le sobraban.

    —Es la primera vez que escojo yo mi ropa —le confió a Joe ya en la fila. Se lo había probado todo rápido y había tenido que descartar algunas cosas, pero se iba con cinco camisetas, dos polos y tres pantalones, además de un pijama nuevo —. Llevo unos años recibiendo ropa de beneficencia —susurró con una sombra de tristeza en su voz. Parpadeó y se apuró a añadir algo más —. No está tan mal como suena, ¡de verdad! Pero tener ropa de primera mano es… No lo sé. Distinto.

    Al llegar a caja, sonrió con satisfacción al sacar las camisetas, claramente contento con su elección. Un chico sencillo de gustos sencillos, después de todo, al que le tembló un poco la mano a la hora de pagar. Pero estaba bien, el precio final había sido razonable.

    El siguiente paso fue conseguir calzado, pero de camino a la tienda más cercana pasaron por delante de una pastelería. Casey se quedó unos segundos mirando el escaparate, con la misma cara que cualquiera de los niños que pasaba diariamente por ahí.

    Pareció fijarse sobre todo en una flauta de chocolate, pero terminó por sacudir la cabeza y por mirar a Joe con una sonrisa de disculpas.

    —Sólo necesito un par de deportivas, unas pantuflas y luego ir al vivero. Pero ahí sí que tengo apuntado exactamente qué quiero, así que tardaremos más en llegar y en volver que en estar ahí. Perdona por estar ocupando toda tu tarde libre —volvió a decir.
     
    Top
    .
0 replies since 17/4/2021, 13:57   36 views
  Share  
.