La sed de la bestia | Vampyr

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    Buenas a todo el forito~
    Hace ya un tiempo que no publico nada, y las costumbres no hay que perderlas así que aquí me tenéis de nuevo (?) Normalmente suelo dejar por aquí un gif del juego en cuestión, pero ha pasado el pobrecito tan desapercibido que no se encuentra casi nada PERO BUENO lo importante es que yo estoy obsesionada con esta pareja (¿vampiros y cazadores de vampiros? SÍ), y era sólo cuestión de tiempo que escribiera algo de ellos~ 😌🔥
    Me encantaría escribir mil cosas más, pero *cries in caracolito* 🐌

    PD. Hay spoilers del juego hasta en las notas que pongo antes del fic. Proceded con cuidado si vais a leer.


    QUOTE
    Título: La sed de la bestia
    Fandom: Vampyr
    Pareja: Geoffrey McCullum/Jonathan Reid | MCREID
    Advertencias: amor obsesivo. Demasiado. 100% toxicidad aquí
    Advertencias (2): violencia, sangre, intento de suicidio
    Longitud: 7043 palabras
    Notas: sigo el canon que conseguí en mi partida; esto es, Reid no mató a nadie, Swansea es un vampiro y McCullum es humano. Todo lo demás no importa en esta historia.
    Una canción para este fic: Don’t Fear the Reaper — Phlotilla, Mona Najib

    Disclaimer: los personajes no son míos, pero prometo tratarlos con todo el amor que se merecen~

    —————————————————————————



    LA SED DE LA BESTIA
    El doctor Jonathan Reid llevaba ya diez años lejos de Inglaterra. Su exilio —junto a lady Ashbury— le había llevado de un país a otro, recorriendo buena parte de Europa a la vez buscando una cura a la sangre maldita y siendo él mismo un ejemplo de contención al no sucumbir al instinto depredador. No había arrebatado ni una sola vida para alimentarse, al contrario, durante estos años siguió trabajando como médico en consultas clandestinas, lejos del ojo público, ayudando a cualquiera que necesitara ayuda y no pudiera costearse los servicios de un hospital.

    Terminaron, él y Elisabeth, afincándose en Francia, y en muy poco tiempo se acostumbró al lado más amable de su capital: los perfumes de las mujeres con las que se cruzaba en sus paseos nocturnos, el ruido de los coches, la música de sus teatros, incluso había aprendido a catar el vino. Jonathan se había hecho un hueco en clubs de enólogos y sumilleres, donde escupir el vino al suelo en lugar de tragarlo era un gesto de lo más distinguido. Por supuesto, lo hacía no para degustar mejor su sabor y textura, sino porque si se le ocurría beber algo que no fuera sangre, vomitaría.

    No habían perdido del todo el contacto con Londres, y recibían cartas en su código postal privado. Bien Jonathan, bien Elisabeth, iban cada par de días a la oficina postal a recoger el correo y enviar sus propias cartas a la familia o a los amigos. Tenían una rutina tranquila y agradable, todo lo tranquila que podía ser la vida para dos vampiros refugiados en un apartamento de París. Aunque es complicado poner una etiqueta a la relación entre dos seres inmortales, ¿amigos? ¿Compañeros? ¿Amantes? A veces eran todo eso y a veces no eran nada. Estaban cómodos el uno con el otro, y eso era suficiente dadas las circunstancias.

    Una tarde Elisabeth preparaba el té, no para beberlo sino para disfrutar de su aroma, cuando entró Jonathan por una de las ventanas. Normalmente bromearía señalándole la puerta, pero vio la expresión tan seria que trajo con él y supo que no era momento para bromas.

    —¿Qué ocurre?

    —He visto hombres de Priwen. —Respondió quitándose el abrigo, colgándolo en el perchero adjudicado como propio—. Han llegado a Francia.

    —Son como perros hambrientos siguiendo un rastro, el nuestro.

    Jonathan negó con la cabeza y caminó desganado hasta dejarse caer en un pequeño sofá, con la llegada de los cazadores de vampiros podía despedirse de la tranquilidad. No quiso dejar que le dominara el desánimo y buscó una distracción en las cartas. Se dedicó a leer sus remitentes y separar las suyas de las de Elisabeth.

    —Edgar te envía una carta.

    Elisabeth le miró durante unos segundos, y a Jonathan le pareció que ya sabía el contenido del sobre, porque le dio permiso para leer la carta en voz alta mientras ella se peinaba frente al tocador, no para ver su reflejo en el espejo (cosa imposible para un vampiro) sino porque había dejado su taza de té sobre la madera y podía olisquear las flores sin esfuerzo desde aquí. Elisabeth había optado por soltarse el pelo siguiendo la tendencia actual y disfrutaba peinando sus ondas rojizas. Se había aficionado también a las fragancias y perfumes, le parecían una manera estupenda de disimular el olor a sangre que siempre la acompañaba.

    —«Mi muy querida lady Ashbury». —Comenzó Jonathan a leer—. «Gracias por preocuparse tanto por mí y mi, digamos, condición, pero le aseguro que uso todos mis conocimientos en favor de la ciencia. Le detallo a continuación los resultados de mis últimos experimentos, encontrará tan fascinante como yo la capacidad regenerativa del cuerpo inmortal». —Jonathan atendió a dichos experimentos con la curiosidad científica común a todos los hombres y mujeres de ciencia. Había fruncido el ceño en un gesto de interés y concentración máximos, pero luego se alzaron sus cejas con tanta rapidez que, temía Elisabeth, había llegado a la parte más dramática de la carta—. ¡McCullm está casado!

    —Lo estaba. —Le corrigió Elisabeth sin alzar la voz, mirando el ir y venir de Jonathan por el apartamento, se había puesto de pie y caminaba en círculos leyendo la carta—. También tiene una hija, si no recuerdo mal, de siete años.

    —No sabía nada.

    —Nunca preguntaste por él, querido. —Se le escapó una risita soltando el peine—. ¿A qué viene esa cara? ¿Un ataque de celos porque el señor McCullum te ha olvidado? Tú también le olvidarás, es sólo cuestión de tiempo. —Fue a su lado y le hizo sentarse otra vez en el sofá, sus paseos erráticos comenzaban a ponerla nerviosa—. En unos años el nombre de Geoffrey McCullum te sonará lejano, como un sueño que empiezas a olvidar al despertar. —La expresión tan triste de Jonathan incluso le dolió, y volvió a hablar usando el tono más dulce y amable en su voz. Ese tono reservado a la familia y amistades más cercanas—. Querido, el amor entre mortales e inmortales es inviable. Está destinado a fracasar y causar en nosotros un grandísimo daño, una herida que tarda en sanar. —Suspiró, por un momento ahogada en sus recuerdos, y volvió frente al tocador manteniendo el mismo ánimo—. Deja que la inmortalidad apague tus pasiones, Jonathan. Créeme, a la larga es lo mejor.

    Jonathan chasqueó la lengua y enterró la cabeza en sus manos, se mantuvo ahí quién sabe cuánto tiempo, hasta que Elisabeth le dio un golpecito en la oreja con una nueva carta, también de Edgar. Mientras él se lamentaba, ella había tenido tiempo de ir a su habitación, rebuscar en la pequeña cajita donde guardaba su correspondencia y encontrar la carta que le interesaba, enviada por Edgar hacía ya casi nueve años.

    —Sobre la boda de McCullum, el nacimiento de su hija, y la muerte de la madre a mano de un vulkod.

    Jonathan cogió la carta con cierta violencia, comenzando a leerla impaciente. Un torbellino de sensaciones quiso arrollarle mientras leía sobre todo aquello, ¡le habían ocurrido tantas cosas a McCullum de las que él no tenía ni idea!

    —Jonathan, cálmate.

    Incluso Elisabeth notó su enfado, había apretado con más fuerza el papel y ella decidió quitárselo, apreciaba demasiado su correspondencia como para dejar que se convirtiera en una hoja hecha añicos. Jonathan luchó por calmarse, sin mucho éxito viendo la velocidad con la que movía su pierna, casi taladrando el suelo con el talón.

    —Tengo que volver a Londres. Cuanto antes.

    Elisabeth había visto antes ese brillo de locura en sus ojos y, por primera vez en su vida (si es que «vida» es la palabra correcta para definir la existencia de un ser inmortal), sintió auténtica lástima por McCullum.

    *



    La salida de Francia fue discreta, pero todavía lo fue más la llegada a Inglaterra. Elisabeth y Jonathan se deslizaron por el país como lo haría una anguila entre los dedos de un pescador, de manera esquiva y casi resbaladiza (esto último por cosas de la sangre), y lograron colarse en el corazón de Londres aprovechando la oscuridad que daban las noches de luna nueva.

    Edgar esperaba impaciente a las afueras del hospital Pembroke, había mirado diez veces el canal, y diez veces se había desilusionado al no detectar movimiento alguno sobre sus aguas. Fue a la onceava vez que detectó las formas brumosas de dos vampiros acercándose a velocidad sobrehumana. La sonrisa se plantó en su rostro y les recibió con los brazos abiertos, literalmente hablando porque se lanzó hacia Jonathan y le dio tal abrazo que, de no ser ambos vampiros, habría roto más de un hueso. Fue un saludo tan efusivo que contrastó con el educado y cortés beso en la mano de Elisabeth, admirando su nuevo peinado que, en palabras de Edgar, realzaba todavía más su belleza eterna.

    —¿A qué se debe vuestro regreso a Londres? —Preguntó mientras cerraba las puertas de su despacho, desconfiaba de alguna enfermera especialmente cotilla, y prefería que esta conversación ocurriera lejos de oídos indiscretos y bocas dadas al chisme.

    —Necesito ver a McCullum. —Anunció Jonathan. Usó una voz tan firme que dejó a Edgar descolocado por unos momentos.

    —Por mi parte. —Añadió Elisabeth tomando asiento frente a la mesa que coronaba el despacho—. Intento convencerle de que no lo haga.

    —Ya lo hemos hablado, Elisabeth, no voy a permitir que me olvide.

    —Estoy segura de que McCullum te recordará incluso en su lecho de muerte. —Elisabeth esta vez resopló—. Sigues siendo su «chupasangre» favorito.

    —Vais a tener que disculparme, porque no estoy entendiendo nada.

    Edgar soltó una risita para relajar el ambiente, y mantuvo la sonrisa al comprobar que había funcionado. Los hombros de Elisabeth se relajaron y Jonathan se dedicó a pasear por el despacho sin mucho interés en lo que había por sus muebles. Edgar prefirió quitarse las gafas para poder frotar sus ojos, desde su conversión no le hacía falta ninguna ayuda para la vista, pero llevaba tantos años llevando gafas que se sentía incompleto sin ellas.

    —Decidme, ¿por qué tanto revuelo alrededor de McCullum tras tanto tiempo lejos de él? Incluso ha dejado Priwen, sus prioridades han cambiado mucho en estos años. —Insistió en el tema al tiempo que le dedicaba una mirada rápida a Elisabeth, parecía cansada de la conversación y se imaginó que ella y Jonathan habrían pasado buena parte del viaje discutiendo.

    Jonathan entonces abandonó su despreocupado paseo por el despacho y se acercó a la mesa dando pasos muy lentos. Apoyó ambas manos en la madera, se inclinó hacia Edgar relamiéndose los labios —siempre le había gustado crear expectación a su alrededor— y la curiosidad que pudo leer en su expresión le dio el impulso para soltar la bomba que serían sus siguientes palabras.

    —Voy a convertirle en mi progenie.

    Elisabeth bufó mientras que a Edgar se le escapó una carcajada, no creyó ni por un momento que Jonathan hablara en serio y pensaba advertirle sobre el tono de sus bromas, pero vio ese brillo en sus ojos. Era el brillo de alguien convencido de su propia idea, aunque fuera una total locura.

    —¿Por qué harías algo así, Jonathan? —Tuvo que preguntar, pues no se le ocurría ni un solo motivo que justificara aquello.

    Haciendo gala de su vena más teatral, ésa que le obligaba a no responder de pronto sino a tomarse su tiempo en medio de un festival de gestos de innecesaria galantería, Jonathan se enderezó para volver a pasearse por el despacho. Lo hizo esta vez de manera pensativa, organizando muy bien las palabras en su cabeza antes de decirlas, aunque no abrió la boca hasta casi un minuto más tarde, que decidió tomar asiento en una de las sillas frente a la mesa.

    —Mi sangre hierve al pensar en McCullum. —Su índice había comenzado a dar golpecitos en la madera del reposabrazos, y no fue plenamente consciente del gesto—. Me ataca los nervios, me altera como nunca antes ha podido alterarme nadie, y bien sabes, Edgar, que he estado involucrado en más de una guerra y he tratado a más de un paciente que creíamos imposible. —Edgar le dedicó un gesto con la cabeza, pero tuvo que mirar a Elisabeth para compartir con ella una mirada de genuina preocupación.
    »Saca lo peor de mí. —Prosiguió Jonathan su discurso—. Me convierte en una bestia sedienta y desesperada que sueña con enterrar los colmillos en su cuello. Y morder, y lamer, y chupar; y hacerle sangrar. —La sonrisa en sus labios rozaba lo macabro, y no pudo evitar pasear la lengua por sus colmillos—. Quiero convertir su sangre en un río y beberlo como hace el sediento en medio de un oasis. Quiero devorarle entero y, cuando haya acabado, volver a empezar porque será capaz de regenerarse.

    En este punto Elisabeth se puso en pie soltando una maldición que hizo que Edgar la mirara sorprendido, esta salida de tono no era algo propio de ella. Esperaba verla hecha una furia, cegada por la ira o quizá los celos, quién sabe qué habrían compartido Jonathan y ella durante el exilio, pero no vio un ápice de rabia en sus ojos, sólo vio lástima. Una mirada cargada de dolor que suplicaba por ser tenida en cuenta. Si tuvo efecto alguno en Jonathan no lo pareció, porque carraspeó volviendo su atención a Edgar.

    —Dime, ¿no te parece injusto olvidar al que despierta tantas cosas dentro de mí?

    —Me parece que tienes sentimientos complicados que gestionar, Jonathan.

    La risita que acompañó su respuesta no obtuvo los buenos resultados que consiguió hace unos minutos. De hecho, el ambiente siguió tenso y cargado un buen rato.

    —¿Estás seguro de tu decisión? —Edgar optó por preguntar en un nuevo intento de aliviar la tensión.

    Quizá sabiendo del tiempo que le dedicaba Jonathan a casi todas sus respuestas, o quizá presa de su propia impaciencia, Elisabeth se le adelantó. Aprovechó que él también se había levantado para quedar de frente, no la intimidó su altura (nunca lo había hecho, realmente) y le dedicó una última mirada conciliadora que no pareció funcionar.

    —Voy a hacerlo, Elisabeth. Aunque ello implique romper nuestra amistad.

    Edgar tuvo que llevarse una mano a los labios para acallar el gritito que quiso soltar, a Elisabeth le bastó con alzar un poco sus cejas como muestra de sorpresa. Negó con la cabeza dando un paso atrás, no era el terror lo que la hacía alejarse, tampoco la ira, se trataba de la más pura decepción. Se sentía tan decepcionada con Jonathan que de repente le pareció una criatura totalmente extraña que se veía incapaz de reconocer. Quien tenía delante no podía ser el mismo vampiro que se desvivía por no sucumbir a la sed por angustiante que fuera, o el mismo que derrochaba compasión con cada enfermo que llegara a su consulta. Quien la miraba no podía ser el doctor Jonathan Reid, había dejado de serlo.

    —Convertir en inmortal al ser amado es algo propio de una mente perturbada y retorcida. —Suspiró por última vez volviendo a mirarle, la decepción se estaba convirtiendo muy rápido en asqueo—. Hasta ahora te creía alguien bastante cuerdo, Jonathan.

    —No voy a olvidar a McCullum. Y desde luego no voy a tolerar que él se olvide de mí.

    —Ni siquiera alguien como McCullum merece tal crueldad.

    Aquello tuvo que entenderse como su frase de despedida, porque desapareció del despacho en cuestión de segundos. Edgar dio un largo silbido volviendo a quitarse las gafas, se sentía testigo de una conversación trascendental, con una de sus protagonistas ahora vagando por Londres y el otro mirándole directamente a él. Se convenció de que en un rato iría a por Elisabeth, ahora prefirió sonreír y dedicarle un guiño cómplice a Jonathan.

    —Así que, amigo mío, ¿estás enamorado de McCullum?

    *



    Se moría de ganas de entrar en la casa, una sensación del todo nueva para él estando en el barrio más pobre de Londres. Jonathan Reid, el doctor Jonathan Reid, se movía por otro tipo de ambientes radicalmente opuestos a la miseria de Whitechapel. Estas casas no invitaban a entrar en ellas, sino a salir corriendo en dirección contraria conteniendo la respiración para evitar oler el desagradable hedor de la muerte, siempre presente por este barrio.

    Volviendo a la casa que le atraía, era una casa muy estrecha de dos plantas: la primera con zona de cocina, comedor y salón, y la segunda reservada a los dormitorios y un pequeño baño. No sólo su distribución era lamentable, también lo era su exterior: no existía jardín alguno, la puerta principal daba a la misma calle y las paredes laterales colindaban, a la derecha con una casa que tenía listones de madera quemada en el tejado (restos de algún incendio, suponía) y a la izquierda con una tercera casa que comunicaba con una cuarta a través de un túnel subterráneo, usado quizá para ocultar inmigrantes de las autoridades.

    El pasado de esta calle no podía interesarle menos, sí lo hacía el ritmo de los latidos que podía escuchar dentro de la casa. El primero era un pulso firme y rítmico que daba buena cuenta del estado físico del corazón y de su dueño. Esta sinfonía de latidos resultaba algo hipnotizante para un vampiro, pero más aún para Jonathan Reid, que reconocía sin ningún esfuerzo la sangre del antiguo capitán de Priwen. En parte se sintió aliviado al no detectar ninguna arritmia en sus latidos. Tampoco detectó anomalías graves en el segundo latido que descansaba en la segunda planta, con menos fuerza al tratarse del cuerpo de una niña enferma, Laura McCullum.

    No podía dar crédito, el hombre que había jurado acabar con todos los «chupasangres» de Londres había dejado las armas para convertirse en un padre de familia, abandonó una vida cargada de excitantes peligros por una existencia relajada y segura, ¿era envidia lo que sentía con esto? ¿Eran celos? Fuera lo que fuera, no era una sensación agradable. Tuvo que resoplar y sacudir sus hombros antes de caminar hasta la puerta, se atrevió entonces a llamar y esperar.

    —No son horas de visitar a nadie. —La voz de McCullum sonó cansada desde el otro lado—. Señor Carey, ¿usted otra vez? Le he dicho mil veces que su casa no es ésta, sino la de al lado, fíjese en el cartel que… —Al fin se abrió la puerta, y la frase se cortó a la mitad. Ver a Jonathan después de tantos años le hizo perder el habla.

    —Buenas noches, cazador de vampiros. —Se inclinó a modo de saludo, esperando que McCullum se echara a un lado para poder pasar, pero éste miró al interior y luego hacia él. Era evidente en lo que pensaba—. Vengo en son de paz. Sólo quiero hablar contigo. —Le aseguró alzando las manos en señal de rendición.

    —Vaya, ahora resulta que me tuteas. —Resopló para ahogar la risita que quiso soltar, volviendo a usar un tono más serio—. Un solo movimiento sospechoso y te abro un agujero en el pecho, ¿estamos?

    Jonathan sonrió, y mantuvo la sonrisa entrando en la casa.

    —¿A qué has venido? Pensé que estabas en Francia con tu mujer.

    Ante ese comentario Jonathan le miró confundido, tardó unos segundos en identificar a «su mujer» como Elisabeth.
    —No estoy casado.

    —Ahora que lo pienso, tiene sentido: los chupasangres no podéis casaros. El matrimonio es algo sagrado, y vosotros estáis malditos.

    —Interesante reflexión. —Fue lo único que dio Jonathan como respuesta, luego guardó silencio y se dedicó a estudiar la decoración de la casa.

    Teniendo en cuenta su fachada tan destartalada, no le sorprendió la falta de lujo también en el interior. La chimenea hacía su mejor esfuerzo para caldear la vivienda y no inundarla de humo, las telas de los sillones estaban roídas, quién sabe si por las ratas o por las travesuras de una niña, y tuvo que acercarse un poco más al aparador para distinguir la capa de polvo que lo cubría. Le gustaría abrir cada uno de los cajones e investigar con calma cada pertenencia que encontrara aquí dentro, pero le interrumpió el resoplido de McCullum.

    —¡Por dios santo! —Exclamó dando un pisotón, con una deshilachada alfombra absorbiendo el impacto—. ¿Qué demonios quieres, Reid? ¿A qué has venido?

    Jonathan se giró y le miró con la curiosidad propia de los médicos. No contento con esto, dio unos pasos hacia él, notando cómo de rápido se tensaba al tenerle ya a pocos centímetros. En otra ocasión este acercamiento habría causado una auténtica lluvia de sangre entre los dos, pero en este caso sólo provocó que McCullum apretara con más fuerza sus dientes, tragándose la rabia, y le dedicara una mirada furtiva al aparador.

    —Estás más viejo —dijo Jonathan después de anotarse mentalmente que en el aparador debía haber, como mínimo, un arma de fuego—. Tienes canas y arrugas.

    —Es lo que tenemos los humanos: envejecemos. —McCullum se removió impidiendo que aquellas manos heladas siquiera le rozaran la piel. Luego puso rumbo a la cocina, sentía que necesitaba del alcohol para seguir con esta conversación—. Tú, en cambio, sigues exactamente igual a como te recordaba.

    El whisky cayó libre en un vaso que no superaría ningún examen de limpieza dadas las manchas que tenía por el vidrio. Esto no impidió que McCullum se bebiera su contenido de un único sorbo, disfrutando del ardor bajando por su garganta. Desde aquí miraba a Jonathan, ahora entretenido con las pocas fotos que había colgadas en la pared.

    —Háblame de ti, Geoffrey. —Jonathan se giró hacia él dejando las manos a su espalda, desde luego, no era una postura retadora—. ¿Cómo has estado estos años sin mí?

    —Inmensamente más tranquilo. —McCullum se rio dejando a sus dedos juguetear con el vaso ya vacío. Lo cierto es que le gustaría tomar otro trago, pero su lado racional le decía que no debía bajar la guardia ante un vampiro, por más amistoso que pareciera en estos momentos—. Me casé con una chica de Priwen, y fui feliz hasta que un vulkod me la arrebató. Mis chicos terminaron con esa bestia, nada me hubiera gustado más que unirme a la cacería, pero. —Su propio suspiro interrumpió su relato. Chasqueó la lengua y señaló el techo con un gesto de cabeza—. Pero, soy padre soltero, ¿sabes? No puedo permitirme morir. Y mucho menos ahora que Londres vuelve a estar plagada de chupasangres. —Pronunciaba con auténtico asco aquella palabra—. Antes de salir huyendo como la rata cobarde que eres, convertiste a Swansea en un monstruo.

    —De no haberlo hecho, habría muerto.

    —Mejor morir que convertirse en algo como tú —respondió apretando sus cejas. Tardó casi un minuto en relajar la expresión, no necesitó más tiempo para recordar las responsabilidades que le habían alejado de la vida del cazador—. Mira, Reid, es muy tarde y quiero dormir. Mañana tengo que llevar a Laura… —Llegó a morderse la lengua, literalmente, para no continuar su frase—. Nada, olvídalo. Lárgate de una vez.

    —Tienes que llevarla al Pembroke, lo sé, no hace falta que lo ocultes. Se recupera de una enfermedad, ¿gripe tal vez? ¿Varicela? —Jonathan sonrió satisfecho al ver descubiertas las intenciones del otro. Había sido todo un acierto estudiar los latidos de padre e hija antes de entrar en la casa—. ¿Puedo echarle un vistazo? Soy médico, ¿lo recuerdas?

    La siguiente escena pasó tan deprisa que ninguno de sus protagonistas tuvo tiempo a parpadear. McCullum abandonó su posición relajada contra la mesa y se abalanzó sobre Jonathan como lo haría un depredador sobre una amenaza en su territorio. Había pillado a dicha amenaza —un distraído Jonathan— por sorpresa y le hizo rodar por el suelo hasta chocar su cabeza contra uno de los sofás. McCullum se levantó de un salto directo al aparador, rescató un revólver que guardaba en el tercer cajón y apuntó retirando el seguro. Jonathan, al levantarse, se contrajo de dolor con la bala perforándole el pecho, tosió algo de sangre y, aunque se inclinó hacia delante recuperando el aliento, el cañón ardiente del revólver se enterró bajo su mentón, obligándole a alzar el rostro de manera antinatural. Sintió hervir hasta la última gota de sangre que tenía en el cuerpo con la mirada que le dedicó McCullum.

    —Escúchame bien, Reid: como se te ocurra tan siquiera mirar a mi hija te arrancaré la cabeza del cuerpo, y como te atrevas a acercarte a ella te juro por Dios que desearías haber muerto en el ático del Pembroke cuando nos enfrentamos hace unos años, ¿me has entendido?

    Jonathan sonrió extasiado, como si en lugar de una brutal amenaza McCullum le hubiera recitado el más apasionado de los poemas. Se relamió los labios y a propósito mostró sus colmillos, disfrutando de cómo McCullum apretó con más fuerza el revólver contra su cuello, quemándole la piel.

    —Pero qué duro eres conmigo.

    McCullum quiso disparar por segunda vez, pero Jonathan tardó menos de un segundo en desaparecer, dejando tras de sí una pequeña nube oscura hecha de sombras.

    *



    Aquella sombra llegó flotando a West End sin levantar la más mínima de las sospechas entre los adinerados vecinos del barrio, colándose por la ventana de la única casa donde podía hacerlo: la residencia de los Reid. Lo que hace unas décadas se podría hacer pasar por un hotel de lujo, ahora no era más que un revoltijo de recuerdos viviendo entre los retratos olvidados de la familia. Si la casa se mantenía en pie era por la infinita amabilidad de Lady Ashbury, quien encargó un servicio de limpieza externo para que realizaran el mantenimiento oportuno. Sabía que a Jonathan no le hacía ninguna gracia que toquetearan sus cosas, por esta misma razón no le dijo nunca nada de estas limpiezas programadas, y por el mismo motivo fue tan grande la sorpresa de Jonathan al entrar en su antigua casa y verla prácticamente reluciente. Casi parecía que tanto su madre como su fiel mayordomo seguían con vida, claro que el silencio sepulcral que le rodeaba le hizo descartar pronto aquella idea.

    Resolvió el misterio de tan exquisita limpieza al encontrar correspondencia de Elisabeth con la empresa de limpiadores, y se anotó que la próxima vez que la viera le daría las gracias como era debido, quizás una cena o una velada al teatro, todo ello acompañado de una disculpa por las palabras que tuvieron que, ahora que lo pensaba, ¿cuáles habían sido? ¿Qué le había dicho para causar aquel enfado? Pensaría en ello en otro momento, ahora su hilo de pensamientos giraba única y exclusivamente alrededor de McCullum, impidiéndole centrarse en nada más.

    Jonathan había superado hacía mucho tiempo la barrera de lo prohibido, y dudaba que los vampiros pudieran seguir la senda de lo correcto pero, de poder reconducirse, sabía con toda certeza que la mirada iracunda de McCullum le haría volver a torcerse y caer de lleno en el pozo de lo indebido. El deseo que sentía por él estaba muy lejos del supuesto ideal romántico que practicaban los caballeros, sus emociones no brotaban del corazón sino de sus entrañas, convirtiéndose en un impulso primitivo y salvaje que le hacía desear a McCullum de manera casi animal.

    Debía calcular con sumo cuidado su siguiente movimiento, no podía ir a por McCullum sin una estrategia bien planeada. Quería hacerle suyo, eso era evidente, y aunque tenía que medir con lupa cada paso que diera, también debía hacerlo rápido: el tiempo era el eterno compañero de los vampiros, no lo era tanto de los hombres. Y si bien Jonathan podría pasarse siglos dándole vueltas a un mismo asunto, para McCullum sería imposible.

    Decidió que su siguiente movimiento era hablar con Edgar, debía pedirle que retuviera a McCullum en el Pembroke hasta la noche.

    —Quiero a McCullum aquí —dijo de pronto apareciendo en su despacho. Le divirtió el saltito que dio Edgar en su silla, mirando luego de un lado a otro hasta que aquella nube que entró por su ventana se convirtió en Jonathan—. Me dan igual las excusas que debas darle.

    —Jonathan, no creo que los vampiros seamos inmunes a los infartos. No me des otro susto como éste, por favor. —Edgar soltó un largo suspiro llevándose la mano al pecho—. Dime, ¿cómo pretendes que retenga aquí a McCullum? Viene al Pembroke porque no tiene dinero para ir a otro hospital, y nunca se queda demasiado tiempo. Dice que el hospital entero apesta a «chupasangre».

    —Necesito que hagas lo que sea para retenerle aquí, no puedo atacarle a pleno día; el sol acabará conmigo.

    —O el propio McCullum —añadió Edgar con una pequeña sonrisa apoyando el rostro en una de sus manos, dejó la otra en el aire y se miraba las uñas al hablar, tenía restos de sangre seca bajo dos de ellas—. Se me está ocurriendo una idea. —Llevó la vista a Jonathan y esperó su asentimiento de cabeza para seguir hablando—. ¿Qué te parece si mañana descubro una posible recaída en los pulmones de la pequeña Laura McCullum? Podría recomendarle una noche de observación en el hospital, para evitar riesgos mayores, ya sabes. Conozco a McCullum, no se moverá de su lado en toda la noche.

    —Es un plan perfecto.

    —No, Jonathan. —Le interrumpió—. Sé bien cuáles son tus intenciones, y no pienso convertir el Pembroke en el comedor de un neófito que enfrenta la sed por primera vez. Esto es un hospital y velaré por la seguridad de mis pacientes. —Sacudió la mano en el aire, un gesto que cortó las quejas de Jonathan—. Le diré a McCullum que vuelva a su casa. La niña podrá necesitar ropa limpia, juguetes o libros que la libren del aburrimiento, ¿qué sé yo? Lo importante es que McCullum irá a por lo que sea que pida. —Jonathan asintió en un gesto silencioso de cabeza, y Edgar siguió explicando su plan—. Amigo mío, no se tarda mucho de aquí a Whitechapel, pero creo que tendrás el tiempo suficiente para hacer lo que planeas. —Se acomodó en su silla, satisfecho al ver aquella pequeña sonrisa—. Jonathan, entiéndeme, confío en ti, pero reducir a McCullum no será nada fácil, y mucho menos lo será saciar su sed cuando despierte. No puedo poner en riesgo mi hospital.

    Jonathan se cruzó de brazos frunciendo un poco el ceño, no emitió sonido alguno y el único gesto afirmativo que dio fue una ligera inclinación de cabeza. Regresaría a West End para estudiar con calma cada paso del plan y recuperar toda su energía. El enfrentamiento ocurriría en aquella casa destartalada de Whitechapel, un terreno desconocido donde McCullum tendría ventaja. Debía prepararse para la batalla, iba a ser de las más difíciles a las que se enfrentara y no podía permitirse el lujo de perder, no cuando había tanto en juego.

    Se marchó del Pembroke tan enfrascado en sus pensamientos que ni siquiera notó la tercera figura que descansaba en el despacho de Edgar. Elisabeth soltó un suspiro tan largo que se quedó sin aliento, se levantó del sofá donde se había recostado y caminó desanimada hasta la mesa de Edgar.

    —Es mucho peor de lo que creía —admitió.

    —Está ciego, y no lo digo porque no haya podido verla, querida: está usted radiante —le dijo Edgar limpiándose las uñas contra la tela de su bata—. Jonathan es víctima de sus propias pasiones, acabarán por consumirle. Me parece un fenómeno de lo más curioso en alguien como él, le tenía como alguien sosegado.

    —Esta barbarie no es digna de su curiosidad, Edgar. —Elisabeth negó con la cabeza—. Esa pobre niña perdió a su madre, y mañana mismo perderá a su padre a manos de… Dios santo, a manos de Jonathan. —Su voz tembló por unos segundos—. No doy crédito, estamos hablando de Jonathan. ¿En qué momento se convirtió en este monstruo? Se ha convertido en una bestia irreconocible, capaz de cualquier cosa.

    —Realmente, una única cosa. —La corrigió Edgar—. No va a parar hasta hacerse con McCullum y, por desgracia, no podemos hacer nada para impedirlo. Yo sólo he podido ofrecer un cambio de escenario, cosa que aceptó a regañadientes.

    —No se reste méritos, Edgar. El alma de McCullum ha sido condenada, pero ha salvado usted a todas las que descansan aquí en el Pembroke. —Elisabeth suspiró—. Ofreceré mi ayuda y cuidados a la pequeña, le espera un destino terrible; tanto a ella como a su padre. No puedo dejarla desamparada.

    —Es usted la viva imagen de la compasión, lady Ashbury.

    Ante el comentario, Elisabeth le regaló una sonrisa sincera que Edgar no dudó en devolver.

    *



    Era noche cerrada, y los pasos de McCullum rompían el silencio de la calle como si fueran tambores de guerra. Parecía que todo Whitechapel se preparaba para el enfrentamiento que se avecinaba, hasta los gatos dejaron de maullar aquella noche, tampoco se oían las canciones de los borrachos por las tabernas ni el chillido de las ratas junto a las alcantarillas.

    Jonathan esperaba paciente sobre uno de los tejados, concretamente, sobre el de la casa a la derecha, la que tenía cicatrices de algún incendio. No emitió sonido alguno, sólo estaba allí, mirando estático como si fuera una estatua. Pudo escuchar a McCullum maldiciendo mientras buscaba sus llaves, maldijo también el nombre de Edgar y a todo el Pembroke al abrir la puerta, dejándola abierta de par en par pues planeaba regresar pronto al hospital, apenas reuniera un par de cosas. Un ruido repentino le hizo volver la cabeza, descubriendo a Jonathan frente a la puerta. Ambos sabían que no podía entrar, así que McCullum se centró en buscar por los cajones del aparador uno de los juguetes que su hija le había pedido. Pero, para McCullum —y cualquiera— era imposible calmarse sintiendo los ojos de un vampiro clavados en su nuca. Cerró de un buen golpe el cajón antes de girarse hacia Jonathan, que seguía exactamente en el mismo sitio, ni siquiera parpadeaba.

    —¡¿Qué quieres, Reid?! —Le gritó—. ¿Qué demonios quieres ahora?

    —Oh, Geoffrey. Te quiero a ti.

    McCullum retrocedió por puro instinto viendo a Jonathan entrando en su casa, se dijo que era culpa suya por haberle dirigido la palabra. Más tarde se lamentaría por este error fatal, ahora se dedicó a observar los movimientos del vampiro. Jonathan cerró la puerta con llave, dejándola sobre la mesita frente a la chimenea, y volvió su atención a McCullum.

    —Creo que, desde hace un tiempo, sólo te quiero a ti.

    —¿Qué estás…? —McCullum retrocedió un poco más, quedando su espalda contra el aparador, que empezó a tantear sin apartar ni un instante la vista de Jonathan—. Estás loco, Reid.

    Jonathan le sonrió, y McCullum sintió erizarse hasta el último vello de su cuerpo con aquella sonrisa que tenía ciertos tintes macabros. No dejó que el miedo le paralizara y sacó el revólver, ni siquiera tuvo tiempo de apuntar, pero tampoco le hizo falta dada su experiencia con las armas, la bala se enterró en el hombro izquierdo de Jonathan. No contento con esto, siguió disparando hasta vaciar el cargador, bien sabía que un par de disparos no eran suficientes para acabar con un vampiro, pero sí le darían unos segundos valiosísimos que invirtió en una carrera desesperada hacia las escaleras. Si quería acabar con Jonathan, si quería seguir con vida, necesitaba llegar a la segunda planta.

    Llegó al arcón que tenía frente a su cama, ése que su hija Laura tenía prohibido abrir porque guardaba en su interior sus antiguas armas de Priwen, ¡cómo se felicitó a sí mismo por no haberse desprendido de ninguna de ellas! Cargó los dos cartuchos de la escopeta, esta vez usaría balas de plata, y recogió también un par de frasquitos que guardaban polvo de oricalco, un ingrediente indispensable si se pretendía luchar contra un vampiro: tenía las propiedades del mismo sol. Lo último que consiguió rescatar fue un retal de cortina ultravioleta, idéntica a las que protegían el ático del Pembroke. Este pedazo de tela, junto al polvo de oricalco y la plata, serían su primera línea de ataque. Confiaba en no tener que emplear la segunda, que era, básicamente, salir huyendo.

    No le hacía falta tener el oído hiperdesarrollado de los vampiros como para poder escuchar a Jonathan acercarse a su posición, junto a chasquidos, suspiros y —su vello volvió a erizarse— le escuchó reír mientras subía las escaleras. Después de unos segundos que se le hicieron eternos le vio aparecer con los colmillos enterrados en su propia mano, y se sintió con ganas de vomitar al ver tan de cerca a un vampiro recurriendo a la autofagia, recuperándose de sus heridas al comerse a sí mismo.

    —No puedo esperar a hacerte mío. —Jonathan apartó la mano, no sin antes relamer las últimas gotas de sangre que habían caído por su piel—. Por eso, y aunque emocionante, terminaré pronto con esta lucha que estamos teniendo. Disculpa mi impaciencia.

    —Definitivamente, te has vuelto loco, Reid.

    —Pero, ¿no lo entiendes? Eres el único que da sentido a una existencia vacía como la mía. No puedo perderte. —Sonrió de aquella manera que ponía a McCullum tan nervioso—. Me niego a perderte, Geoffrey.

    —Buenas noticias, seré yo el que te pierda de vista muy pronto. Tus noches de locura acaban aquí, chupasangre.

    Esta vez fue McCullum el que cargó contra Jonathan, enterrando el cañón en su pecho y disparando las dos veces consecutivas que le permitía el arma. Aprovechó que Jonathan abrió la boca para romper uno de los frascos contra sus dientes, obligándole a tragar polvo de oricalco. Le estampó el pedazo de cortina en la cara y tomó distancia para recargar la escopeta pero cuando apuntó, no había rastro de Jonathan. Después de la sorpresa, lo que sintió fue un dolor punzante atravesándole el abdomen. Miró horrorizado hacia abajo, una especie de garra —¿estaba hecha de sombras?— le perforaba desde su espalda.

    «Cobarde». Quiso decirle, pero apenas pudo parpadear se sintió flotar en el aire y caer. Cayó con tanta fuerza que su espalda se estampó en el suelo, haciéndolo añicos y cayendo sin remedio a la primera planta. La mesita de café no consiguió aguantar el impacto, y tampoco muchos de sus huesos. Con todo, y mostrando una fortaleza inagotable, se puso en pie.

    —Es sorprendente que puedas levantarte. —La voz de Jonathan sonó algo lejana, y McCullum tuvo que alzar la cabeza para verle descender por el hueco del techo. Le rodeaban las sombras, la piel de su rostro ardía como si hubiera estado al sol, y una nueva lluvia de chasquidos le indicaban que sus heridas se estaban curando a una velocidad asombrosa—. Serás un vampiro muy poderoso, Geoffrey, ¿quién sabe? Quizá más que yo.

    McCullum, que hasta ahora usaba la escopeta como improvisado bastón para mantenerse en pie, alzó el arma una última vez pero, para sorpresa de Jonathan, no la apuntó a él, sino contra sí mismo.

    —Prefiero morir antes que convertirme en un chupasangre —dijo apoyando la longitud del arma contra su pecho y la boca del cañón bajo su mentón. Acarició el gatillo antes de que Jonathan volviera a hablar.

    —¿Qué será entonces de la pequeña Laura McCullum?

    Las palabras surtieron efecto al aturdirle, y Jonathan aprovechó esos segundos de duda para prácticamente volar hasta agarrar a McCullum por el cuello, estampándole una segunda vez contra el suelo. Escuchó el crujir de varias de sus costillas, pero no se relajó, no podía cometer el error de subestimarle, así que apartó de una patada los dos frascos con oricalco, todavía ardía su garganta y no quería llevarse ningún susto. Pensaba en cómo inmovilizarle cuando recibió dos nuevos disparos en el pecho, no le había quitado la escopeta.

    —Oh, Geoffrey, es esta faceta tuya lo que, como bien dices, me ha vuelto loco.

    La escopeta acabó hecha un nudo de metal gracias a una de las garras de sombras que surgían bajo las órdenes de Jonathan. Viéndose totalmente desarmado, McCullum se revolvió en el sitio con intenciones de huir, pero Jonathan enterró el pie en su pecho con tanta fuerza que le cortó la respiración, o quizá le costaba respirar por la herida en su abdomen y las costillas rotas que perforaban uno de sus pulmones. Lo cierto es que McCullum no estaba en posición de pensar demasiado.

    —¡Atrás! —Lo único que le quedaba con fuerza era la voz, así que se dedicó a gritar sin dejar de removerse, como si el pisotón de Jonathan no le clavara al suelo—. ¡No te acerques! ¡Ni lo pienses!

    Pero Jonathan sí lo pensaba, llevaba un tiempo pensándolo, así que unos gritos no le disuadirían de su plan. En un arrebato de fingida compasión apartó el pie, pero McCullum apenas pudo coger aire cuando sintió las garras perforándole la piel de muñecas y tobillos, imposibilitando cualquier intento de retirada.

    —Esto te dolerá un poquito —advirtió Jonathan moviendo las sombras como el titiritero a sus marionetas, levantaron a McCullum del suelo y le dejaron erguido. Le dedicó una mirada feroz a Jonathan, pero no obtuvo el resultado que esperaba—. Debo herirte de muerte para asegurar una conversión exitosa —dijo paseando la mano por la ropa ensangrentada de McCullum, no dudó en colar los dedos por entre sus pliegues para tocar directamente su piel—. No querrás convertirte en un skal, ¿cierto? Una criatura inferior como ésa no es algo digno de ti.

    —Vete al infierno.

    —Tú vendrás conmigo. —Le susurró mostrando sus colmillos, luego los enterró en su cuello y no desperdició ni una gota de sangre. Sus pupilas estaban dilatadas cuando se separó, cosa que McCullum pudo notar al estar ahora tan cerca—. Eres delicioso, Geoffrey.

    Una afiladísima garra cortó cualquier réplica a su comentario, se enterró en el cuello de McCullum como hicieron antes sus dientes, sólo que esta vez la sangre salió a borbotones. No tardaría en morir y quiso hacerlo resistiéndose hasta el final. Jonathan se mordía su muñeca y bebía su sangre, ahora le tocaría a McCullum beberla para burlar la muerte humana y renacer como un vampiro.

    La férrea resistencia de McCullum era algo con lo que Jonathan contaba, así que no le tendió su muñeca para que bebiera a su ritmo. En lugar de ello, llenó su propia boca de sangre y atacó los labios de McCullum, obligándole a beber a través de un beso sangriento.

    —Maldito chupasangre. —McCullum escupió todo lo que pudo, pero por más que quiso vomitar, no lo consiguió. Terminó por tragar sangre más que suficiente para garantizar su conversión—. No te pienso perdonar esto, Reid. No te lo perdonaré nunca.

    Era admirable que McCullum, con sus fuerzas bajo mínimos y a las puertas de la misma muerte, pudiera mirar a Jonathan con tanta rabia. Sus ojos se humedecieron sin su permiso, pero Jonathan no le vería llorar, no le daría ese placer.
    Era incluso cruel que Jonathan, ante este acto de rebeldía final, sonriera con aires de arrogancia.

    —Sí lo harás, Geoffrey. Me perdonarás. —Le era imposible dejar de sonreír, y tampoco encontró motivos para no acariciar su mejilla, llegando pronto a sus labios. Le besó y pudo sentir el último escalofrío que recorrió a McCullum—. Tienes todo el tiempo del mundo para perdonarme, querido.


    SPOILER (click to view)
    sed
    Del lat. sitis.
    f. Apetito o deseo ardiente de algo.
    🔥

    🌹

     
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