34.º Reto Literario "Fluff vs Angst" – ORIGINAL: Loved thee with reckless abandon

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    QUOTE
    Loved thee with reckless abandon de › petrov.
    Written for the 34avo. Reto Literario: "Fluff vs. Angst".

    ❥ Pairing
    ORIGINAL (rp) » Cissatlas.

    ❥ [ONE-SHOT] 1.678 palabras.

    ❥ Prompt: ANGST.
    5. ¡Despierta! y 17. Necesito tu ayuda, por favor.

    ❥ Terminado.

    ❥ Rating & Advertencias.
    ? ; Menciones de heridas, alucinaciones y muerte.

    ❥ Comentarios del autor.
      El otro día me quedé pensando en lo que podría pasar después de todo el tema en In the Name of Rebellion (2021) y pensé: "Ah, ¿y si Cisseus espera su muerte con los restos de Atlas en sus manos?". Desde ahí casi se escribió solo, don't mind that's rushed or anything ahaha-

      Y, como es de costumbre, agradecerle a le bestie Juu por tenerme paciencia con los rants. Estuve pensando en esta interpretación de Lichdragon Fortissax para imaginarme la situación (ah, y para llorar más con la imagen mental).

    ❥ ¡Buena lectura!

    Loved thee with reckless abandon



    El quiebre resuena en el valle arrullado por el viento hasta que cada lado cae con un suspiro plácido, disolviendo el dolor de un cuerpo azotado por la ira divina que llueve sobre sangre seca y caballos muertos. Lo sobreviene un vértigo que lo lleva a clavar los dedos en cualquier cosa con tal de mantenerse a flote, pero a medida que cada uno de sus nervios tintinea con el esfuerzo, el príncipe mira al cielo y entre los colores destellantes reconoce el cúmulo de nubes que se abalanza sobre los restos de la rebelión.

    Hay bilis en su garganta. No puede respirar. Una luz que corta el mundo lo ciega, congelando su cuerpo hasta que no hay voz para gritar y en ello habrá sido en un pestañeo en el que perdió a Cisseus.

    Atlas cae derrotado por su dios, petrificado en un terror mudo que grita de manera que hiela la sangre de su caballero y extiende los restos de un brazo sangrante. El mundo deja de dar vueltas a medida que se acerca a su fin, quemando el aire de sus pulmones hacia el abismo de su metamorfosis, pero lejos ve el sufrimiento de su vasallo, inmovilizado por la angustia e impotencia que es perder la batalla.

    El príncipe intenta decir algo a pesar de que el esfuerzo es en vano. Ya no queda un corazón en él que se retuerza ni voz que pueda blasfemar, sólo el frío eterno que carcome los restos de su carne, extinguiendo el dolor que los ciega. Cae como peso muerto sobre el cadáver del coloso, aunque demasiado orgulloso para esperar su propia muerte hierve de rabia bajo el sarcófago en el que se ha convertido su piel, agitándose en un forcejeo titánico.

    Los restos en descomposición se abren para asimilar la estatua en la que se ha convertido como un mar viscoso, cediendo bajo su peso y atrapándolo con extremidades oscuras. Pronto no hay luz para él y la última batalla comienza en la piedra, intentando resquebrajar lo último del príncipe y poseer los restos.

    Ignora a la muerte, a las espinas bajo sus uñas que se abren paso, del veneno que se ramifica y contamina la mezcla de su sangre, se revuelca bajo el revestimiento sólido como un cordero ante el sacrificio final. No suponía posible que la criatura fuera capaz de sobrevivir cada arremetida contra su divinidad y menos en presencia del Grotesco, aquel que extermina a los de su tipo, pero si ha de caer ahora la inmortalidad de la bestia se presenta inevitable y todo aquello sacrificado nada más que una broma cruel.

    Eventualmente su resistencia es inútil porque los oye en su pomposa cacofonía de gritos y alabanzas. Son cientos de ellos arrastrándose en la oscuridad, una tropa cegada por su fe, berreando el nombre del divino hasta que llegan los sacudones y la carcasa en la que se encuentra se resquebraja con cada golpe, dejando pasar la luz de su ojo tuerto por las grietas que lo separan de todas aquellas criaturas fallidas en su imagen. Enfrenta su destino con la valentía que le queda, porque no es suficiente para romper la estatua que lo esconde del horror, de modo que la oscuridad se inunda con el séquito de horrores.

    Cree ver la oportunidad de escapar de la oscuridad, pero no podría haber estado más equivocado.

    Con los restos de su Señor petrificados en su mano izquierda, el Grotesco cae en picado con la seguridad de encontrar al príncipe en vida o muerte, dejando una carrera sangrienta en su descenso al líquido turbio en el que Atlas se hundió. A pesar de sangrar hacia una muerte segura, lo único que le queda es nadar en contra de la corriente hasta que los brazos dejen de responderle, encontrándose con capas de una criatura viva que intentan sacarlo a la fuerza. Aprieta la mandíbula y bracea con más fuerza contra las formas que flotan e intentan restringirlo, pasando por formas vagas que imitan a la tinta en el agua, pero cuando persevera un poco más lo encuentra hundiéndose en un medio tan pesado como un ataúd en el mar, aunque lo suficientemente vivo para alguien termine con su agonía.

    Cisseus da lo último de sus esfuerzos en alcanzarlo, cortando la oscuridad con el brazo que le queda libre, tan cerca de la victoria que se puede ver fuera de esta pesadilla. Bracea contra la corriente aceitosa, mordiendo la fuerza de voluntad con el aire que le quema en los pulmones.

    Su mano encuentra algo sólido. Oh, tan sólo un poco más, quizá más rápido y no tendría su sangre en su cara. El cuerpo se quiebra bruscamente, salpicando icor por sus grietas y Atlas deja de ser.

    Un centenar de campanas estalla en su cabeza y siente un hormigueo en su garganta, flotando en el lago oscuro con un nudo en el cuello, cortándole el aire. Quiere gritar, tomarse los mechones de pelo y arrancárselos de su cráneo y rogar que sangre un millar de cascadas con tal de terminar con el dolor que lo sobreviene.

    A su alrededor flotan los pedazos de su piel y la forma de su cuerpo convulsiona bajo la influencia de la criatura, deshaciéndose de los confines de la piedra para trascender en su existencia. La oscuridad palpita y pronto el lago se seca en un pestañeo. Por un breve instante se sienten suspendidos en la nada y luego sobre el cadáver de la criatura, donde el silencio los envuelve con un manto cruel.

    Siente los brazos pesados, como si tuviera una cadena en cada uno, pero el vértigo vuelve apenas se encuentra con los restos del príncipe alrededor suyo. Por un segundo se siente en un túnel. Todo aquello a su alrededor deja de existir, cubierto por una niebla negra que nace de reojo y luego diluido por las lágrimas que caen con un hipo casi rítmico.

    Un hilo de voz se escapa de él cuando se dobla sobre sí mismo para reunir los restos de la estatua.

    —¿Atlas? — solloza, buscando entre la melena petrificada. Atlas no responde.

    El calor se le va del cuerpo, pero las lágrimas encuentran su lugar. Con el corazón acongojado acerca su frente a los restos de su Señor y él no lo mira. Un dolor sordo corona su frente como una fiebre y la desesperación lo hace boquear por aire.

    Cisseus se retuerce sobre el cuerpo resquebrajado del príncipe, delirando por la sangre que escurre por la pierna que echa en falta, pero todo lo que puede musitar es su nombre una y otra vez. No hay vida en los ojos de piedra y por mucho que llame por él, a pesar de los gritos, las súplicas o de las manos que intentan acercar los restos de su rostro no hay respuesta. Sostiene la cabeza de su Señor con suma reverencia a pesar de que los restos se deshacen al tacto hasta reducirse a una masa indescriptible. Enmudece incrédulo ante el rostro roto, pronto lo sobrevienen las náuseas y deriva rápidamente a una serie de plegarias, negando la mera idea de que Atlas se encuentre muerto en sus brazos.

    Muy lejano, pero está seguro de haber escuchado un par de voces conocidas acercándose al santuario del dios muerto. Ni siquiera puede levantar la vista para ver si son Cassandra e Ingaretta y, apenas una presencia divina cae sobre ellos, toda esperanza se desvanece. La criatura se materializa desde una luz intensa, derramándose como espadas al rojo vivo sobre los restos del recipiente roto con un hedor metálico a su paso.

    A su alrededor restalla un cántico atronador que lo entierra en su sitio. El duque sabe lo que eso significa, pero en sus condiciones sólo queda esperar a la ascensión. Aún así, se resiste con los restos de su Señor en un abrazo desesperado.

    ¡Despierta! — Cisseus se quiebra, abrazando los restos sangrantes del príncipe, sin embargo, cuando levanta la vista apenas puede sacar un hilo de voz que se convierte: —Te lo ruego. Necesito tu ayuda, por favor.

    La tierra se remece sobre sus cimientos, quebrándose bajo el cuerpo del coloso en latidos irregulares que ensordecen al mortal en medio de la intervención divina, pero aún así no cede a los horrores que se presentan frente a él. Sostiene los restos petrificados en manos temblorosas a pesar de que la luz divina sangra frente a él, rezando en silencio y al borde de caer inconsciente.

    Un velo fantasmal cubre a los amantes, congelando la impotencia que lo sacude desde sus huesos en una rabia tan profunda como los recovecos de su alma, retorciendo sus plegarias en maldiciones venenosas de un hombre delirante. Algo de la presencia divina entra a la fuerza al santuario que es el cuerpo de Atlas, derribando la paz solemne de sus restos mortales e intentando reanimarlos en la amalgamación horrorosa de su existencia. Cisseus abraza los restos con fervor mientras la voz de su alma hierve en luto porque no es justo, nada hace sentido ya si no tiene a un señor a quien servir, toda su existencia en vano.

    Quizá fue en esa luz aberrante con la que sus ojos dejan de funcionar y el zumbido incesante de la metamorfosis cuando Cisseus Van Garsse perdió todo honor y, en medio del éxtasis de la muerte trascendió.

    —O monarca de la muerte, ¡concédeme fuerzas y haz de mi carne tu justicia abrasadora, — Poseído por una furia sobrenatural proclama hacia el cielo y, con la voz temblorosa, proyecta sus últimos respiros: — un fuego para tus enemigos!

    La criatura se retuerce bajo los restos minerales, siseando como un centenar de serpientes al fuego que nace de la sustancia impura de la sangre mortal y el icor que revisten al agonizante, quien ni siquiera puede darse por aludido de la respuesta de su Señor más allá de la muerte. Distintas lenguas negras consumen la carne mortal, derriten la piedra y queman la nueva piel del dios renacido, quien experimenta en carne el horror y odio de aquel bendecido por la muerte.
     
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