Vida de papel.

Flores en el ático [BartxChristopher]

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    Advertencia: spoilers.
    *

    I



    Dicen que cuando una tragedia golpea tu vida, debes sobreponerte y mirar hacia adelante, porque habrá situaciones mejores aguardando por ti.

    Hasta que cumplí catorce años así lo creía. Pensaba que el sol radiante que se izaba en el horizonte cada tarde durante los fines de semana en que solía jugar béisbol con mi padre en el jardín delantero de mi casa en Gladstone Pensilvania, duraría por siempre. Que su luz y su candor iluminarían todos los atardeceres, hasta que papá se hiciera viejo y no pudiera seguir arrojando la pelota mientras me veía con aquella sonrisa entusiasta que pretendía convencerme de que seríamos felices para siempre.

    Nuestras tardes juntos tendrían que haber durado varios años más. Pero cuando aquel policía se presentó en nuestra casa por la noche para anunciarnos sobre el deceso de papá, el sol dejó de brillar en nuestras vidas.

    No solo en la mía, sino también en la de mamá, en la de Cathy, y en la de los gemelos, Cory y Carrie.

    Habría dado cuanto poseía para cambiar ese hecho y traer a papá de vuelta. Pero la segunda lección de vida para todo hombre era que se debía ser fuerte. Mamá me lo había dicho esa misma noche, cubierto su bello rostro de muñeca de porcelana en una cascada de lágrimas.

    "Tienes que ser fuerte Chris. Serás el hombre de la familia de ahora en adelante".

    Entonces no lo entendía, pero asentí porque pensé que sería lo correcto, porque quería transmitir aunque fuera un poco de consuelo a mamá, y porque creí que papá también lo habría querido de ese modo.

    En menos de un mes lo habíamos perdido todo debido a las deudas del banco que se habían ido acumulando en la cuenta de papá a lo largo de los años.

    Su empleo en relaciones públicas le había ayudado a solventar la vida de fantasía que mamá siempre deseó. Teníamos los mejores muebles, la mejor ropa, y la casa más bella del vecindario, sin embargo nada era realmente nuestro.

    Iban a hipotecar nuestro hogar cuando mamá recurrió a su última jugada desesperada de enviar cartas a sus padres para que nos salvarán.

    Que ingenua ella, y que ingenuo yo por haber creído cuanto me decía mientras avanzábamos por la inmensa colina de Virginia, exhaustos y envueltos en la oscuridad de la noche tras horas de viaje en el tren.

    "Tendremos muchísimo dinero, ya lo verán. Saldremos adelante y seremos ricos. Muy ricos"

    A mi no me interesaba el dinero, pero cada vez que veía su triste mirada iluminarse, me convencía a mí mismo de que era lo mejor para todos.

    No había sido fácil decir adiós a nuestro hogar, mi colegio y mis amigos. Quería que mi vida fuera como antes, que papá estuviera con nosotros, eternamente sonriente y siempre listo para emprender cualquier juego que le propusieramos, por más cansado que llegara de su empleo.

    El sol y su luz habían quedado atrás para siempre, igual que nuestros recuerdos y todos los sueños que habíamos albergado.

    La abuela no nos quería, el abuelo tampoco. No comprendía por qué mamá se ufanaba en querer permanecer en un sitio en el que no éramos bienvenidos, por más ostentosa y grande que la mansión fuera.

    "Lo tendremos todo, niños" insistía a la defensiva cada vez que Cathy le hacía ver cuan mal lo pasábamos encerrados en la habitación del ático, donde se suponía estaríamos solo días, y después semanas, meses y años.

    Atrapados y aislados del mundo y el bello sol que tanta luz irradiaba cuando papá aún vivía.

    Nuestra vida se volvió de papel, igual que las flores que usamos para decorar el ático, nuestra actual vivienda y prisión.

    Si tan solo mamá no hubiera cambiado. Si tan solo hubiera hecho caso a los constantes ruegos de Cathy, o a las lágrimas de los gemelos. Ojalá hubiera visto la expresión horrorizada de sus caritas la primera vez que vieron los abominables cuadros del infierno que la abuela intencionalmente había colgado sobre la cabecera de nuestras camas.

    Que ciega era mamá. Y que ostentosas las joyas y los vestidos de marca que vestía a costa de la felicidad de sus hijos.

    "Solo será hasta que mi padre muera, entonces podrán salir, iremos a donde deseen y les compraré todo lo que quieran"

    Pero todo lo que queríamos era ser libres.

    Muy pronto el dinero dejó de significar nada para nosotros, porque habíamos entendido el verdadero valor de la libertad.

    Éramos esclavos de Foxworth Hall. Esclavos del tirano abuelo Malcolm y la bruja Olivia.

    ¿Qué clase de padres podrían ser ellos si no aceptaban a sus propios nietos?

    ¿Qué tan ruin podía ser Malcolm para haber estipulado en su testamento aquel nefasto codicilio que dejaría en desamparo a nuestra madre en caso de que tuviera descendencia?

    Nuestro contacto se había visto limitado en cuestión de meses. Mamá había dejado de visitarnos a diario para hacerlo una vez a la semana y después alguna vez al mes.

    Los caros obsequios que nos llevaba al ático habían perdido todo valor ante nuestros ojos.

    Mis preciados libros de medicina, mi maletín de cuero, nada me serviría estando encerrado.

    Quería volver a clases, ansiaba ver a mis amigos, pero siempre me repetía que estaba siendo egoísta al albergar deseos que discrepaban con los de nuestra madre.

    Como la amaba. Mamá se había convertido en mi sol cuando eché en falta a papá. Mi hermana Cathy jamás lo aprobó. Siempre me increpaba por estar de su lado y no ver la ruindad que nos hacía a sus hijos al privarnos de tener una vida normal.

    Quería creer que Cathy estaba equivocada. Que mamá realmente nos amaba y buscaba solamente lo mejor para nosotros. Que cuando el abuelo muriera, tendríamos aquella vida lujosa de cuentos de hadas que con tanto esmero nos había pintado durante nuestra angustiosa travesía nocturna.

    Promesas. Simples promesas vacías, huecas, llanas.

    Yo había elegido creerle. Por años confié ciegamente, desesperadamente, en que nos sacaría.

    Era nuestra madre. Nuestra amorosa y cálida madre con la que habíamos pasado gloriosos momentos de felicidad mientras papá vivió.

    Tuvieron que pasar años para que la venda me fuera arrancada inmiscordemente de los ojos.

    Presenciar como su hermoso rostro de muñeca se contraía en una mueca rabiosa al reclamarle su larga ausencia y quererle hacer ver el deplorable estado de salud de los gemelos.

    Era como si nuestra dulce y amorosa madre hubiera sido reemplazada por una impostora. Una réplica física pero cambiada por dentro.

    Mientras Cathy y yo habíamos renunciado a tener una adolescencia normal para madurar y responsabilizarnos de nuestros hermanos pequeños, mamá había retrocedido en el tiempo y se había convertido en una niña malcriada y berrinchuda, acostumbrada a tenerlo todo.

    Y como las coloridas flores de papel de nuestro ático, me sentí tan vulnerable que creí que me rompería en cualquier momento.

    De día debía ser fuerte, el hombre de la casa, pero de noche me las arreglaba para salir al tejado a quebrarme un poco, a dejar salir las molestas lágrimas acumuladas a lo largo de los años.

    Los hombres no lloraban. Los hombres no debían ser débiles.

    Ni una sola vez vi llorar a papá.

    Imaginaba cada noche que veía la luna de plata elevarse sobre mi cabeza, lo decepcionado que debería sentirse en caso de estarme viendo.

    Los gemelos estaban muriendo, necesitaban sol, aire fresco, necesitaban el amor de su madre. Estaban pálidos enfermos, habían crecido muy poco, pero mamá se negaba a aceptarlo.

    Y cuando Cathy la confrontó en su última visita, cuando la máscara de mi madre se fisuró y dejó salir a la impostora, supe que debía hacer algo y rápido.

    Todo el amor y la devoción que había reservado para ella se hicieron añicos ante su negativa por llevarlos al médico.

    Teníamos que huir cuanto antes. Y lo haríamos.

    Había trazado un plan infalible que me llevó largas noches en vela, pero por fin tenía la respuesta. Y cuando pude labrar en madera la llave que nos cedería la libertad, nuevos obstáculos invadieron mi mente.

    ¿Cómo pretendíamos marcharnos sin dinero?

    ¿Con que pagaríamos el transporte, el médico y las medicinas?

    Había que hacer algo.

    En una de sus visitas nuestra madre nos había avisado que se ausentaría porque iría de vacaciones a Europa con su nuevo marido. Si, mamá se había vuelto a casar, lo hizo a los pocos meses de conocer al abogado de su padre.

    Nos hablaba tanto de él, y sus ojos titilaban con más brillo que los diamantes y las perlas de los collares que adornaban su cuello, que supe de inmediato lo enamorada que estaba.

    —Encárgate de distraer a la abuela cuando suba— le pedí a Cathy una noche después de tomar la resolución de salir a robar algunas de las joyas de mamá.

    Reuniría varias, pero lo haría poco a poco. Unos cuantas cada vez, hasta que juntaramos lo suficiente para nuestros pasajes y la medicina de los gemelos.

    No teníamos otra alternativa. Nadie iba a ayudarnos, estábamos solos, atrapados bajo el techo de tiranos que nos catalogaban como hijos del diablo, engendros del mal.

    Éramos el fruto maldito de la relación de mamá y su medio tío. Jamás nos aceptarían como miembros de la familia, solo estorbabamos.

    Mis manos temblaron cuando quise abrir la cerradura. Cathy no dejaba de restregarse las suyas con nerviosismo al tiempo que me susurraba que tuviera cuidado y que no me tardara.

    Gracias a la única salida que nos había concedido nuestra madre durante un baile en la mansión varios meses atrás, pude orientarme lo suficiente para dar con la habitación del ala norte que le pertenecía.

    Me aseguré de ser silencioso al andar por los largos y solitarios pasillos hasta llegar a mi destino. Había llevado la funda de una almohada conmigo para llevar a cabo mi hurto.

    ¿Era lo correcto?

    Ya nada podía detenerme.

    Después de la traición y el abandono de nuestra madre, todo había dejado de importarme. Sólo quería salvar a mis hermanos y huir, dejar atrás la pesadilla que era la mansión.

    La puerta de la habitación de mamá estaba abierta. Tuve especial cuidado en verificar por el ojo de la cerradura que no hubiera nadie dentro. Mamá solía contarnos como pasaba las noches asistiendo a bailes y siendo presentada en la alta sociedad.

    Sus relatos que antaño avivaran la emoción, se habían eclipsado, hasta dejarme un fuertisimo malestar, mezcla de odio y resentimiento.

    Mi propia madre había despertado esos sentimientos oscuros en mi y ya era tarde para remediarlo.

    La majestuosa cama de cisne se me presentaba recién tendida. El tocador de mamá estaba repleto de polvos, perfumes caros y maquillaje, pero seguía siendo tan distraída como cuando vivíamos en Gladstone. No tuve que hurgar demasiado entre los cajones del tocador para encontrar varios juegos de aretes y brazaletes de oro.

    Antes de que terminara exitosamente mi hurto, escuché pasos en el corredor. Me petrifiqué. Iba a ser descubierto. No podía fallarle a mis hermanos.

    A prisa, me oculté con sigilo dentro del armario y cerré silenciosamente la puerta al tiempo que la principal se abría.

    Creí que se trataría de mamá, pero fue un apuesto y elegante caballero de ojos negros como el carbón y barba de candado quien entró.

    Me pegué todo lo que pude a la pared a mis espaldas y, sin dejar de aferrar la funda de la almohada, procuré normalizar mi errática respiración.

    Comprendí de quien se trataba tan pronto aquel hombre puso un pie dentro del dormitorio. Era Bartholomew Winslow, actual esposo de mi madre.

    Me invadió una rabia indecible al recordar lo mal que lo estaban pasando los gemelos mientras mamá se divertía saliendo de viaje con su esposo.

    Que rápido había olvidado sus votos matrimoniales y cuan pronto se repuso de la pérdida de papá, ¡aún cuando me había asegurado que nunca amaría a otro hombre en su vida!

    Mentiras. Todas mentiras.

    Sentía el odio brotar dentro de mi, me sentía envenenado. Estaba triste y roto.

    Habría sido acertado salir en cuanto el abogado se quedó profundamente dormido, pero quise tentar mi suerte, dominado e impulsado por la ira. Salí de mi escondite y miré con discreción en derredor hasta dar con una valija que desentonaba con las paredes rosadas del cuarto. Al abrirla encontré recortes de periódico que hablában sobre cierto escándalo y desliz de parte de Bartholomew.

    Mis ojos analizaron a detalle la noticia, entonces comprendí cuál era su estrategia al haberse casado con mamá.

    ¡Oh que tonta que era!

    Quería llevarme el recorte conmigo, pero habría sido demasiado osado. Antes de salir, me detuve junto a la cama a mirar el rostro apacible, comprendiendo en el acto por qué mamá se había fijado en él.

    Era indudablemente atractivo, y mamá nos había contado que administraba un buffete de abogados.

    Mientras lo observaba surgieron ante mi los rostros macilentos de mis pequeños hermanos, Cory y Carrie, el cabello arruinado de Cathy, los maltratos, los regaños y los gritos de la abuela, el interminable encierro y la estúpida lista de reglas que debíamos seguir a diario.

    Sin darme cuenta había apretado los puños. De nuevo me sentía consumir por un odio que había dormido durante años.

    Ahí estaba lo que mamá más amaba en la vida, y no eramos sus hijos.

    Esa fue la primera noche en casi dos años que no lloré. En mi mente había germinado una idea más. Una que creía ajena y habría aborrecido hasta antes de darme cuenta de lo que era mamá en realidad.

    Una idea de venganza.
    ***

    Aunque nunca lo expresaba verbalmente, me daba cuenta de que yo era a quien mamá más quería de sus hijos. Me quería porque le recordaba cada vez más a papá, ya que yo había heredado sus rasgos faciales, así como los ojos azules y el cabello rubio de los Foxworth.

    Mamá me había adorado meses atrás porque era el único que seguía creyendo sus mentiras disfrazadas de promesas. Era yo quien la defendía y justificaba ante Cathy, quien aceptaba sus eternas disculpas cada vez que se ausentaba por meses sin preocuparle en lo más mínimo cómo estaríamos.

    Para mamá yo había sido un aliado y el reflejo de mi padre. Por ello aun veía cierta chispa de luz irradiar en sus pupilas cuando me veía.

    Cuantas lágrimas había derramado yo por ella. Me había dejado sin nada.

    Le habría perdonado si tan solo nos hubiera escuchado, si hubiera hecho caso a los silenciosos gritos de auxilio de sus hijos.

    En cambio ahora no podía perdonarla. Mi corazón también había quedado atrapado en una barrera de metal que le impedía el paso a sus sonrisas falsas y su embustera mirada de ternura.

    Llegué a odiarla aun más que a la abuela. La odié tanto que temí que pudiera ver a través de la barrera que ahora protegía un corazón envenenado.

    No volví a salir del cuarto con la intención de hurtar hasta tres noches después. Le había contado brevemente a Cathy mi visita a los aposentos de nuestra madre, pero evité en lo posible mencionar la presencia del marido de mi madre. No porque desconfiara de Cathy, sino porque sabía que se molestaría conmigo por haber sido tan descuidado y haber corrido grave peligro de ser descubierto.

    Esta vez tomaría algo de efectivo. Con suerte encontraría la billetera de mamá o algunas monedas dejadas en los bolsillos de su ropa.

    Una vez más pude entrar con facilidad a la habitación de la magnifica cama cisne. Todo estaba impecable. Imaginé a mamá llegando a la medianoche, dejándose caer suavemente sobre la vaporosa cama que la atraparía entre sus sabanas de fina seda como si fuera una princesa. Dormiría hasta tarde y tendría placenteros sueños mientras era abrazada por su amado, y entretanto sus hijos moríamos lentamente, nos marchitabamos como las flores arrancadas de un bello jardín.

    Mi error fue escarbar mentalmente en el pasado, apenas esa distracción bastó para que la puerta se abriera y ahí ante el umbral se irguiera enhiesta la silueta alta y delgada del abogado.

    El abrigo de piel de zorro resbaló de mis manos. Sentí el corazón latirme contra la garganta y mis extremidades temblar como gelatina cuando los abismales ojos negros buscaron los míos.

    Estaba perdido. Había fracasado en mi empresa debido a mi torpe proceder. Ahora no podría ayudar a mis hermanos. Mamá se enteraría de todo y nos dejaría encerrados en el ático hasta que nos pudriesemos.

    La sola idea me hizo llevar mis manos a mi cabeza, aturdido, desconsolado, solo.

    —Sabía que no había sido un sueño la otra noche— proclamó Bart con media sonrisa de arrogancia que me hizo helar la sangre—. Creí haber visto a un jovencito salir de mi habitación y ahora henos aquí.

    —Por favor— cerré los ojos, consternado por mi yerro—. Por favor no me delate— supliqué, dejándome caer de rodillas sobre la mullida alfombra, tratando de apelar a cualquier rastro de buena voluntad de aquel hombre desconocido y segundo amor de mi madre.

    Cuando abrí los ojos noté que cerraba la puerta y se aproximaba decidido hacia mi. En sus ojos había una resolución extraña, mezcla de interés y enojo.

    —¿Con que derecho me pides guardar silencio cuando se que has venido a robar las pertenencias de mi esposa?— me incriminó con autosuficiencia—. ¿Pensaste que no me daría cuenta?, mi esposa podrá ser descuidada con estas cosas pero yo estoy al tanto de todo...esos ojos— se interrumpió, viéndome más de cerca—. No hay duda, debes ser un Foxworth. Esto lo hace más extraño aún, ¿Qué parentesco tienes con mi esposa?

    Al saberme acribillado de preguntas incómodas de responder, solo atiné a morderme la punta de la lengua. No tenía caso seguirme humillando cuando ya había sido descubierto. Me puse de pie y le sostuve la mirada con determinación.

    —Su esposa es...— quería tanto decirle la verdad. Porque mamá también nos había contado que su marido no estaba al tanto de sus hijos, que ya le hablaría de nosotros más adelante, cuando el abuelo Malcolm muriera, un hilo más en su telaraña de mentiras. Podría desbaratar su engaño en ese mismo momento. Decirle a Bart la clase de persona con la que se había casado, mostrarle a los gemelos enfermos y relatarle a detalle la vida de miseria, soledad y encierro a la que nos habíamos enfrentado los últimos años.

    Pero dudé en el último minuto.

    Mis sentimientos me traicionaron. Dentro de mi odio encapsulado, seguía amando a mi madre. Además, ¿Qué ventaja podía obtener al decirle todo eso?

    Seguramente no me creería. Le diría a mamá lo sucedido y ella se aseguraría de que no volviéramos a salir nunca más.

    Haría lo que fuera por mantenernos fuera de su vida, por impedir que opacaramos su felicidad actual.

    —Es mi prima— mentí en contra de mis deseos por comunicarle la vida de infierno a la que nos había sometido su avaricia—. Estoy pasando por dificultades económicas y solo estoy de visita, pero le ruego mantenga el secreto. Juro que no volveré a entrar a esta habitación de nuevo.

    —¿Cómo te llamas?— preguntó Bart, cambiando repentinamente su tono por uno impersonal.

    —Christopher— respondí al cabo de varios segundos de vacilación.

    —Un placer, Christopher— me estrechó la mano—. Me llamo Bartholomew Winslow.

    —Se quien es usted.

    Parpadeó azorado por mi comentario.

    —Con su permiso— me preparaba para dejar la habitación cuando su mano tiró de la manga de mi camisa para evitarme continuar mi recorrido.

    Ofuscado, me volví hacia Bart.

    —Puedes quedarte un rato— ofreció—. Mi esposa no volverá hasta tarde, fue de compras con unas amigas y me gustaría tener algo de compañía, si no te molesta, claro. Además— atajó, suavizando la mirada—. Quisiera saber más de ti. No todos los días se ve un jovencito tan encantador por estos lares.

    Supuse en primera instancia que bromeaba, pero cuando me miró fijamente, reconocí que iba en serio. Recordé sin querer el recorte del periódico y un imperceptible rubor me subió al rostro.

    Tenía dos opciones. Irme y confiar en que Bart no me delataría con mi madre, pero perder para siempre la oportunidad de conseguir el dinero para nuestro escape y con ello, la llave definitiva de nuestra libertad.

    O...

    Podría quedarme como Bart quería, me valdría de mentiras al igual que mi madre había hecho para convencerlo de perdonar mi hurto y asi tendría una oportunidad de devolver un poco a mi madre todo el daño que nos había hecho.

    —De acuerdo— accedí.

    Dos simples palabras que lo cambiaron todo.
     
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    II



    Cathy no paraba de dar vueltas alrededor del ático, levantando a cada paso nubeculas de polvo en el entarimado.

    Era de noche y la luz del bombillo apenas me permitía ver la numeración del termómetro.

    —Son más de treinta y ocho grados— anuncié espantado al retirar el instrumento médico de la axila de Cory—. ¡Llena la tina del baño con agua tibia, Cathy!

    Sabía que no debía gritar o hacer alboroto, pero en el ático nadie ajeno a nosotros podía oírnos.

    Toqué la frente la Cory y me angustié al notar lo enrojecido que estaba su rostro. A prisa, empecé a retirarle la camisa. Sabía de primeros auxilios, pero era la primera vez que los ponía en práctica y encima con un familiar. Era mi pequeño hermano quien corría peligro y lo único que podía hacer ahí encerrado era tratar de bajarle la fiebre.

    —¿Qué hago, Chris?

    Mientras tanto Carrie no dejaba de lloriquear a mi lado. La conexión de los gemelos siempre había sido muy fuerte. Si uno sufría, el otro también lo hacía. En esos momentos debía ser más un padre que un hermano para ellos.

    ¿Y mamá?

    ¿Por qué no venía?

    Entendía que no nos quisiera y que el dinero se hubiera vuelto su más grande prioridad, sin embargo éramos sus hijos.

    ¿Qué había pasado con su promesa de ser felices juntos?

    Me habría abofeteado a mi mismo para salir del ridículo ensueño, de no ser porque Cory empezó a balbucear incoherencias.

    ¡Estaba delirando por la fiebre!

    —¡Trae agua en la palangana y trapos limpios!— le ordené a Carrie en tanto tomaba a mi hermano en brazos. Estaba tan liviano como una pluma. La falta de alimento no le permitía crecer adecuadamente y, en consecuencia, sus defensas estaban bajas.

    Si tan solo mamá se fijara en ello cada vez que volvía con sus inservibles regalos luego de visitar alguna ciudad con su nuevo marido.

    Hacía una semana que no salía a buscarlo. Sabía que no tenía caso arriesgarme ahora que mamá nos había avisado sobre sus próximas vacaciones. Volverían en unos días. Y entonces retomaría mi plan.

    Ni siquiera Cathy sabía nada al respecto. Estaba siendo cauteloso porque después de la traición de mamá, sentía que ya no podía confiar en nadie.

    Adoraba a Cathy, pero la conocía lo suficiente para saber que no me dejaría hacerlo solo. Querría participar de alguna manera y yo no pensaba exponer a ninguno de mis hermanos.

    Mamá nos había quitado la libertad y la oportunidad de gozar de una feliz infancia. Ahora era mi turno de arrebatarle lo que más amaba en el mundo.

    —Aquí están.

    La pequeña Carrie llegó corriendo con un paño lila y la palangana llena de agua. Tenía la carita llena de lágrimas al ver que Cory gemía, atrapado en un mundo de fantasía donde llamaba a papá.

    Mi garganta estaba hecha un nudo cuando procedí a humedecer el paño para ponérselo de compresa.

    —¡Ya esta lista, Chris!

    Al poco rato Cathy apareció en el descansillo superior, agitada y con el rostro descompuesto por el miedo.

    Miedo de perder a otro ser querido.

    Cory era nuestra responsabilidad ahora. No de mamá, sino nuestra.

    —Estamos aquí contigo, Cory— lo tranquilicé al cargarlo para llevarlo al baño de la habitación que conectaba con el ático.

    Lentamente lo introduje dentro de la tina y Cathy hizo lo propio al tomarle la mano mientras le entonaba una de las tantas nanas que mamá solía cantarnos cuando éramos chicos y papá aún vivía.

    Entretanto me arrodillé al borde de la bañera y, con los ojos rasos de lágrimas, recé. Los médicos no lo hacían, pero necesitaba desesperadamente aferrarme a cualquier cosa que me diera la seguridad de que mi hermano se pondría bien.

    Las creencias de la abuela no podían ser las reales. Dios no nos castigaría a nosotros por el pecado de nuestros padres. Él no nos abandonaría ni nos haría sufrir, porque entonces no sería Dios...sino el diablo.

    Minutos más tarde Cory había recuperado la razón. Cathy me quitó el termómetro de las manos y ahogó un grito de felicidad al ver la línea descender unos grados.

    —Ya esta bien, Chris. Se va a poner bien— repetía sonriente y llorosa al mismo tiempo, besando la coronilla de Cory. Carrie yacía aferrada de su falda, también lloraba pero se había calmado un poco.

    Cory abrió los ojos y al verme del otro extremo de la tina me dirigió una sonrisa que no olvidaré jamás mientras movía sus labios en una oración que, al comprenderla, me hizo trizas el corazón.

    "Gracias, papá"
    **

    Aquella noche de pesadilla no podía dormir. Estuve seguro de que Cathy tampoco lo hacía porque cuando subí al ático por mi libro de medicina, escuché la melodía entonada en el gramófono de los discos de vinilo.

    El sonido de sus delicados pasos se perdían y mezclaban con el ruido de la música, pero yo sabía que bailaba. Bailar era la balsa salvavidas de Cathy, así como mis libros de medicina lo eran para mi.

    Cory dormía plácidamente junto a Carrie en la cama de abajo. Ahora que había pasado el peligro, podía emprender nuevamente mi empresa de salir a hurtar.

    Seguramente mamá habría puesto seguro a su habitación de la cama cisne, pero había docenas de recámaras por explorar, y nada ni nadie podría detenerme.

    Salvaría a mis hermanos y mamá se arrepentiría por lo que nos estaba haciendo.
     
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    III



    La abuela Olivia acababa de salir de la habitación hacía pocos minutos. Sobre la cómoda había dejado la bandeja con nuestra cena fría cubierta con un mantel bordado.

    Cathy estaba dividiendo el pan en cuatro porciones cuando subí al ático para pensar un poco en soledad.

    La oruga de papel que habían hecho Cory y Carrie era apenas visible por los rayos de luna que se filtraban por el ventanal frontal.

    Tenía en mi mano la llave que había labrado en un trozo de madera con ayuda del molde de jabón.

    No se lo había dicho a Cathy, pero esa noche tenía contemplado salir a los aposentos de nuestra madre.

    Nuestra egoísta madre que acababa de regresar hacía dos días de otro de sus pomposos viajes de placer con su esposo.

    ¿Qué pensaría papá si pudiera verla desde donde estaba?

    En tan poco tiempo un extraño ya había usurpado su lugar en el corazón de piedra de mamá. Si, era de piedra. Porque sus propios hijos no le importaban la mitad de lo que su herencia lo hacía.

    Cómo fantaseé con arrojarle aquel abrigo de hurón al rostro cuando subió entusiasmada a colmarnos de regalos ridículamente inservibles y costosos.

    ¿Para qué quería Carrie aquel vestido de chifon rosa si jamás salía del ático?

    ¿A quién presumiría Cathy ese bolso de piel de diseñador?

    ¿Es que no razonaba ya?

    No se compadeció cuando Cathy, llorando, le había explicado cuan mal lo habíamos pasado con la fiebre de Cory. En los ojos de mamá refulgía ahora un sentimiento de enajenación hacia sus propios hijos.

    ¡Era como si pensara que debíamos estarle agradecidos por tenernos allí encerrados!

    Que se estaba esforzando. Que esperasemos un poco más y nos veríamos enormemente recompensados.

    Como si el dinero fuera lo único que importara dentro de su vida.

    Decidido, aguardé a que mis hermanos durmieran para aventurarme en silencio fuera de la habitación.

    La primera vez había temido que mamá o la abuela me descubrieran, pero ahora latía dentro de mi una sensación diferente. Era el odio lo que me motivaba. Y casi deseaba toparme con alguna de ellas.

    Me alegraría de ver la expresión paniqueada de mamá al descubrir que su hijo favorito iba en contra de sus deseos.

    Sonreiría gozoso si acaso era la abuela quien veía de frente a su nieto "pecador. Fruto de la semilla del diablo".

    Conté mis presurosos pasos que resonaban acompasados con mis acelerados latidos.

    El pasillo estaba vacío. La puerta de la habitación de mamá estaba entreabierta y la luz encendida. No hubo necesidad de acercarme demasiado para verla dormir cómodamente sobre el montón de edredones.

    ¿Podría hurtar algo aun así?

    Un pequeño anillo, el más diminuto pendiente nos serviría.

    Una cosa a la vez y tendríamos suficiente para pagar nuestros boletos de tren y algo de comida.

    Tenía ya la perilla entre mis dedos cuando una mano intrusa sobre mi hombro me hizo girar de improviso hacia el marido de mi madre.

    Al instante Bartholomew Winslow hizo una seña sobre sus labios para que guardara silencio y me condujo, no sin cierta violencia, hacia uno de los cuartos aledaños, abriendo la puerta con una de las tantas llaves que pendían en un manojo entero, justo como el de la abuela. Debía tener llaves de toda la casa.

    Aquel descubrimiento me dejó pasmado, e hizo vibrar en mi una renovada ola de esperanza.

    Si pudiera hacerme con esas llaves, el dinero para escapar ya no sería problema.

    -¿Se puede saber qué diablos pretendías al presentarte de esa manera en el cuarto de mi esposa?- me recriminó-. ¿Tienes idea de lo que habría pasado si ella hubiera despertado?

    La mirada de Bart era de auténtica rabia, pero no dejé que me intimidara. Pretendía infundirme miedo.

    Si solo supiera que habría sido mamá quien se habría aterrado al saber su herencia perdida por mi causa.

    Si alguien más tenía conocimientos de nuestra existencia, su vida de ensueño se acabaría y nosotros seríamos libres al fin.

    -¿Acaso la señora también tiene secretos, mister Winslow?- le increpé, vapuleando su orgullo a propósito-. ¿Otro escándalo como el que le persigue a usted?

    Dio resultado. Bart se apartó de mi como si un muro se hubiera interpuesto entre ambos. Sus ojos negros titilaban en asombro. No tenía idea de que yo había husmeado antes en su valija y dado con el recorte del periódico. Una cosa era tener un desliz casual del que no se tenían pruebas, pero una fotografía, aún en sepia, decía más que mil palabras. Aquello podría arruinar su reputación como abogado y acaso estropear su matrimonio con mi madre.

    Era como si todos los que habitabamos Foxworth hall estuviéramos sujetos a la maldición de los secretos. Todos teníamos cosas que ocultar.

    -¿Estás amenazandome?- volvió a tomarme del cuello de la camisa para acercarme hacia él. Su presencia expelía una deliciosa fragancia a sándalo y azafrán de la que quedé prendado.

    -Yo no...

    -Bien- me interrumpió dándome un empujón en el pecho. Retrocedí en contra de mi voluntad, confundido-. ¿Cuánto es lo que pides...10 mil, 15...?- tanteó terreno escudriñando mi semblante, el cual procuré mantener neutral ante su ofrecimiento.

    Una parte dentro de mi se revolvía indecisa e inquieta.

    "Acepta el dinero y podrán escapar" parecía decirme mi consciencia. Pero el veneno del odio me había alcanzado antes.

    ¿Por qué irnos cuando no eramos nosotros los intrusos?

    ¿Por qué pagar por el pecado de codicia que había dominado a nuestra madre?

    ¿Por qué perdonarla cuando podía arrebatarle lo que más amaba?

    -Me confunde nuevamente usted, míster Winslow- me ufané, acomodándome el cuello de la camisa. Me miró enormemente confundido-. No quiero su dinero. Así me ofrezca un millón entero, le aseguro que no lo tomaría.

    -¿Estás jugando conmigo?, ¿Por qué...?

    No lo dejé terminar. Resuelto, me empiné en la punta de mis zapatos y lo besé.

    Y había tanto fuego corriendo dentro de mi, que no supe si era pasión u odio lo que me consumía.
     
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