37.º Reto Literario "I Need a Hero" – La canción de Aquiles, (Amantes), [PatrocloxAquiles]

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    Advertencia: spoilers.

    *

    Desde mucho antes de conocer a Aquiles, Patroclo se había dado por vencido con su futuro. No valía la pena esforzarse en pulir habilidades inexistentes, o tratar de menoscabar su irremediable torpeza. Lo sentía en sus venas cada día en que veía la decepción aflorar en la mirada severa de su padre.

    ¿Cómo superar o siquiera compararse al resto de héroes?

    ¿De qué manera demostrar una valía o un vigor que no tenía?

    Su ánimo no había hecho más que decaer, hasta que, un buen día, dio muerte accidentalmente al hijo de uno de los súbditos de su padre, despertando un mayor oprobio sobre de él.

    El inexorable yerro, como supo Patroclo después, no residía en la acción (Fuera esta deliberada o no, según el crudo aforismo de Menecio a modo de reprimenda), sino en la torpeza de su proceder. El dejarse atrapar en aquel acto de innoble facineroso que no hizo más que arreciar las múltiples vergüenzas que ya acarreaba a la vida de su padre. Pues era la puerilidad, una ley que se pagaba.

    La muerte del chico pesaba sobre los hombros de Patroclo día y noche en una ingente y abominable zozobra. La culpa lo reconcomía por dentro como hormigas al pan. Veía charcos de sangre expandirse por doquier tan pronto cerraba los ojos al anochecer, casi con la misma asiduidad con que veía manchas blancas dispersas sin significado, como quien se restriega constantemente los párpados.

    El ruin accidente había figurado como un punto decisivo en su vida. Toda vez que fue exiliado a la isla de Ftía, viéndose enredado en una finalidad venal liderada por su propio padre, en cuyo trayecto se sintió terriblemente hundido y cabalmente desmoralizado.

    Pero con que gusto se habría dejado llevar de haber sabido la espléndida ventura que le esperaba en el palacio del rey Peleo, cuyo hijo semidios le había robado el corazón desde el mismo instante en que sus miradas se encontraron.

    Patroclo, que se sabía un ser indigno, incauto y baladí, con ninguna dote a su merced, desterrado, y con nulas habilidades de lucha, creía perdida cualquier oportunidad de acercarse a semejante adonis.

    Y fue no obstante el mismo Aquiles quien le había llamado a su lado. Quien lo eligió en un primer momento como compañero y lo retuvo, exclusivamente a él por encima de los demás. A partir de entonces Patroclo había podido gozar de ciertos privilegios por los que, cualquier súbdito de Peleo, se habría abatido en duelo de buena gana con tal de tener una sola de tales prerrogativas.

    Sentarse al lado de Aquiles en el comedor era una de ellas. Embelesarse discretamente con su presencia y sentir el suave roce de su rodilla contra la suya bajo la mesa, otra.

    Verlo practicar su puntería con el arco y las flechas, y presenciar la asombrosa celeridad de sus pies durante las tardes, y ni que decir tiene de oírlo tocar la lira como un experto melómano con sus avezados y delicados dedos.

    Pero sin duda el privilegio favorito de Patroclo era el de poder admirar y tocar la belleza etérea de tan androgino ser divino al caer la noche. De sedosa y abundante cabellera dorada, cuerpo esbelto y atlético y rasgos tan finos y primorosos como los de una doncella. No era de sorprender que los inquilinos del palacio suspiraran en el comedor cada vez que veían a Aquiles acercarse.

    Patroclo amaba sentir con sus dedos la tersura de la piel de alabastro de los angostos hombros, embeberse del agridulce efluvio que manaba de su piel, mezcla de almendras y sal de mar.

    Habían bastado apenas un par de noches para que ambos se buscaran ansiosamente a tientas en la oscuridad, enredandose en el cuerpo del otro y saboreandose los labios mutuamente como si de una dulce y adictiva ambrosía se tratara. Nada más llegar a sus aposentos, Patroclo no dudaba en hacerse partícipe a los incesantes caprichos del bello príncipe. Compartir la cama con Aquiles, equivalía a penetrar en sus profundidades, gota a gota. Asirse a su aroma, estrechar sus suspiros y palpar cada centímetro de su deliciosa y majestuosa complexión seductora.

    Ansiaba, sobretodo, degustar el candor de su regio ser, mitad mortal, mitad Dios y besar sus tibios párpados al despuntar el alba, cuando la soledad aumentaba el ardor del deseo.

    La vida de Patroclo se había sucedido en constantes desvíos, llena de incertidumbre y bajas expectativas, hasta que conoció a Aquiles. Fue entonces cuando descubrió su propósito, la finalidad, objeto y base de su ser. Y ese era, estar junto a Aquiles. Servirle como compañero y amante, velar por su bienestar y seguirlo hasta el fin del mundo de ser necesario.

    Y lo hizo. No dudó en emprender el largo y fatigoso viaje hasta el monte de Pelión. No había tenido que renunciar a nada porque, pese a la comodidad y el anonimato que le brindaba su estadía en el palacio de Ftía bajo la protección de Peleo, Patroclo no tenía nada, tampoco era nadie sin Aquiles. Si antes le había sido negada la gracia y el corazón de la hermosa y venerable Helena por obra de los Dioses, Patroclo estaba convencido de que éstos mismos le habían destinado su encuentro con Aquiles, no como sustituto a un amor inalcanzable e indeseado, sino como una unión (aunque secreta), anhelada, legítima y libre.

    Estar al lado de un semidios no era una labor sencilla. Los obstáculos no habían dejado de interponerse entre los dos en fatigosas e intrincadas rémoras. Y Patroclo estaba plenamente consciente de que la madre de Aquiles lo odiaba y lo deseaba lejos de su hijo.

    La partida de Aquiles al monte había sido claramente orquestada por Tetis, pero no fue impedimento para que se reencontraran. Su amor vasto e íntegro no iba a marchitarse por el designio de la Nereida. Patroclo lo sabía. Así como sabía que no estaba a la altura de Aquiles, ni era merecedor de su eminente linaje, su deslumbrante belleza o sus heroicas proezas. Sin embargo, estaba dispuesto a darlo todo de si, a encaminarse por el mismo sendero emprendido por Aquiles, así fuera el de la salvación o el de la destrucción misma. Iría tras de él como la luna sucede al sol en el ocaso.

    Traspasar la estrecha cueva, guiados por el temible centauro, supuso dejar atrás un estilo de vida completamente diferente. Ya no habría sirvientes, ni comidas en abundancia, o cómodos aposentos. No habría prendas ostentosas ni continuos festejos.

    Patroclo lo advirtió tan pronto llegaron al extenso valle bordeado de rocas, un denso follaje, enormes riscos, frondosos árboles y largas vertientes. Después serpentearon cuesta arriba hacia la montaña.

    En ningún momento Patroclo soltó la mano de Aquiles, que le infundía seguridad y paz. Que le transmitía, con su firme apretón, la felicidad que le había sido devuelta cuando escapó del palacio y corrió sin parar en la dirección señalada por los guardias.

    La recompensa había llegado con creces en una plétora de alegría pues volvían a estar juntos, como dictaban sus corazones, como debía de ser.
    **

    Había algo gratificante en el monte de Pelión. Un artificioso mundo mágico y silvestre que parecía sostenerse por si mismo, ajeno a las iniquidades externas de los hombres. Dentro del valle se respiraba armonía y, la naturaleza, reinaba con infinita majestuosidad, revistiendo la atmósfera de un excelso encanto con sus mantos cetrinos y sus argénteas riveras añiles que confluían en torno a la pradera hasta desembocar en el mar.

    Fue en este pequeño universo, recientemente descubierto, donde el par de amantes pudieron dar rienda suelta a su sentir. Al principio con titubeante tímidez, temerosos de ser juzgados y repelidos por el respetable Quirón. Pero, habida cuenta de hallarse a solas, no dudaban en encontrarse en la penumbra. Se besaban en las profundidades del bosque, así como frecuentaban los soleados y espaciosos claros, por donde gustaban de pasear juntos bajo la magnánima luz de la luna. De esta guisa gozaban enormemente de la compañía del otro.

    Entrenaban juntos, nadaban cerca de las riberas, corrían entre los árboles y las veredas, totalmente cegados a los preceptos de los Dioses. Comían en la cueva y escuchaban gustosos las efemérides relatadas por el centauro, cuyo adiestramiento continuo había ayudado a Patroclo a fortalecer su lado endeble, al grado de poder valerse por sí mismo en la caza, la pesca y los remedios naturales a diversas afecciones.

    Ambos eran sus discípulos, aunque Aquiles había accedido en primera instancia por obligación, mientras que Patroclo había terminado no solo habituandose, sino manifestando un gran alborozo de hallarse precisamente en ese lugar. Nada más le hacía falta en la vida y se encargó de demostrárselo a Aquiles, amándolo sin reparos noche tras noche.

    Durante meses, habían vivido y disfrutado de su tórrido idilio como si, además de Quirón, fueran los únicos en el mundo.

    Todo marchaba de maravilla. Hacía una mañana particularmente bella, clara y centelleante.

    Patroclo había despertado mucho antes de lo habitual, ya que planeaba disponer de un banquete apetitoso y digno para satisfacer a Aquiles, puesto que ese día se cumplía un año desde que habían abandonado el palacio de Peleo.

    La primera actividad matutina consistió en recolectar los higos más dulces, jugosos y maduros, además de bayas frescas para acompañar.

    Patroclo ya tenía dispuesto el segundo preparativo tras hacerse con una de las lanzas labradas con ayuda de Quirón.

    Presuroso se presentó a orillas del río en busca de lubinas para poner a las brasas. Quería hacer un desayuno elaborado y del más puro gusto del príncipe.

    Quizá el primer error que cometiera aquella mañana fuera el de no dar aviso al centauro de sus propósitos. Sin embargo, y a pesar de la confianza desarrollada a lo largo de un año, Patroclo no se sentía lo suficientemente seguro para manifestar de forma abierta sus emociones. Temía ofender de algún modo a su mentor si llegaba a verbalizar lo que su corazón sentía y sus labios callaban.

    Un banco de escurridizas lubinas pasó nadando junto a sus tobillos. Patroclo apuntó la lanza, pero erró el tiro a pocos centímetros del último pez, por lo que tuvo que correr presto a seguir la corriente varios metros.

    Pronto amanecería del todo y Aquiles advertiría su ausencia. No quería que su sorpresa se arruinara, así que avanzó por entre las aguas, hasta que la corriente le llegó arriba de las rodillas.

    No podía, ni debía, ir más allá. Patroclo lo sabía, del mismo modo que estaba consciente de que había perdido toda oportunidad de pescar nada.

    Lo que le había hecho seguir caminando por el torrente de agua fría había sido el dulce y cautivador canto. Un sonido tan angelical y a la vez tan similar a la voz de Aquiles.

    Si. Era Aquiles quien le llamaba. Patroclo casi podía adivinar su atractivo cuerpo perfilandose metros más adelante. Aquiles lo esperaba con los brazos abiertos y una sonrisa capaz de opacar al sol mismo.

    Ya estaba llegando. Dentro de poco podría estrecharlo entre sus brazos y le contaría sobre sus planes.

    Sus dedos no alcanzaron a rozar su mejilla cuando una fuerza lo derribó, hundiendolo momentáneamente bajo el agua para después obligarlo a emerger de nuevo.

    Aspirando una gran bocanada de aire, Patroclo salió a la superficie y tosió con estrépito. Minutos más tarde se sabía arrastrado a la orilla por Aquiles.

    Ya en tierra, Patroclo logró salir del poderoso trance que lo había atraído hacia el borde mismo de la cascada.

    Con espanto, reparó entonces en el linde del arroyo que conducía hacia el abismo. Su cuerpo tiritó en un febril estremecimiento, apenas aplacado por los firmes brazos de Aquiles.

    —Tú estabas...— quiso objetar, pero bajó el dedo cuando Aquiles lo sujetó del rostro para besarlo con una necesidad acuciante.

    En algún momento Patroclo creyó oírle disculparse, pero ni aún entonces comprendió de qué iba todo, hasta que el deslumbrante y sinuoso cuerpo de la Nereida emergió en medio del río. Su mirada incisiva y llena de aversión estaba exclusivamente dirigida a Patroclo, quien no pudo seguir contemplando a la turbadora sílfide cuando Aquiles lo atrajo de nuevo hacia él para unir sus frentes en un gesto de entera protección.

    —Hablaré con ella.

    Esta vez si estuvo seguro de oírle hablar. Patroclo exhaló despacio al caer en la cuenta de que había estado a punto de morir persiguiendo un espejismo auditivo creado por Tetis.

    —¿Cómo me encontraste?— musitó, tocando la helada mejilla del príncipe.

    —Te seguí— admitió Aquiles con una sonrisa encantadora—. Siempre lo hago— reconoció con un suave rubor regandose en sus pómulos—. Cuando escuché la voz de mi madre, me adelanté por una de las orillas.

    Aunque estaba seguro de que Tetis los miraba con una indignación rayana en la locura, Patroclo abrazó a Aquiles.

    Le estaba agradecido por tantas cosas. Por existir en primer lugar, por darle un motivo a él para seguir adelante, por oponerse a las órdenes de su madre para quedarse a su lado, y ahora, por haberle salvado la vida.

    Ojalá algún día, poder regresarle el favor.
     
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