38.º Reto Literario "Till the World Ends"– Good Omens, (El fin de los tiempos), [CrowleyxAzirafel].

« Older   Newer »
 
  Share  
.
  1.     +1   +1   -1
     
    .
    Avatar

    Lover. Loner. Loser.
    Image and video hosting by TinyPic

    Group
    Member
    Posts
    15,173
    Location
    Shadow Realm~

    Status
    Anonymous
    La indecisión era la llave de la perdición. Azirafel no sabía con certeza si aquello se trataba de un pensamiento propio o si lo había leído en algun libro antiguo de una de las múltiples estanterías de su librería. Puede que incluso estuviera escrito en las apergaminadas páginas del libro prohibido y anticuadamente impopular que contenía las (supuestamente) acertadas profecías de Agnes la chalada. Era, a todas luces, imposible de dictaminar. Y como no quería angustiarse tan temprano por cosas sin significancia, y que, dicho sea de paso, no correspondía a sus actividades del día, optó por dejarlo pasar.

    La impaciencia bullía dentro de él, alzándose como la espuma del suculento capuchino matutino que Azirafel había bebido horas atrás.

    Los patos nadaban despreocupadamente en el estanque, acercándose de vez en cuando para atrapar alguna miga de pan (Dependiendo del sujeto en cuestión que les alimentara).

    Azirafel contuvo un exhalido cuando la conocida silueta y el inconfundible aroma a azufre se posaron a su lado, como una sombra silenciosa salida del mismo suelo.

    –Crowley– paladeó, dándose cuenta hasta entonces de haber tensado las manos. Había pensado por unos cortos, pero tortuosos minutos, que su amigo no iba a venir.

    –Vayamos a mi Bentley– propuso el susodicho, apoyado de espaldas a la baranda del estanque, escudándose los ojos del abominable sol con sus infalibles y resplandecientes gafas oscuras. Cualquiera que le mirase creería que se trataba de una pseudo estrella de rock que deambulaba errante tras dar un nefasto concierto.

    Azirafel sonrió y tomó nota mental de preguntarle a Crowley con qué asiduidad permitían conciertos de rock pesado o metal en las profundidades del abismo, si es que tal cosa era posible.

    Mientras abordaban el vehículo, (Bien cuidado desde 1926, con sus seis cilindros y dos efectivos carburadores), que estaba estrategicamente oculto entre los arbustos de la explanada, Azirafel se reclinó un poco más en el asiento de muselina, buscando mayor comodidad. Cerró los ojos e hizo una mueca cuando el demonio encendió la bocina y sintonizó uno de aquellos famosos grupos musicales del momento. Nada de música clásica o notas bajas y relajantes, nada de lo que Azirafel escucharía de buena gana. Daba lo mismo, tampoco era su auto, pues de ser el caso, sería uno blanco y mucho más acolchado, además, seguiría estrictamente las reglas de tránsito.

    –Te has pasado un alto– se escandalizó el ángel al abrir los ojos y ver pasar el semáforo en luz roja.

    –De hecho era el cuarto– dijo Crowley con indiferencia, como si hablaran del clima. Esbozó una de sus sonrisas autosuficientes al deshacerse momentáneamente de las gafas, dejando al descubierto sus ojos dorados con finas pupilas verticales–. ¿A dónde quieres ir, angelito?

    Azirafel entornó los ojos por el apelativo. Crowley bien podría estar siendo sarcástico, o no. Nunca se enteraba si hablaba con dobles intenciones o si usaba la ironía.

    –Mientras no pidas las puertas del paraíso– agregó Crowley con suspicacia, tamborileando los dedos sobre el volante–. Escoge alguna comida en especial que sea de tu agrado.

    Mirando por la ventanilla de su lado, Azirafel apoyó la barbilla sobre su mano y recordó vagamente su llameante espada que había obsequiado al hombre varias generaciones atrás.

    No es que se arrepintiera de haberlo hecho, y ¿Para qué quería él de todos modos una espada que no pretendía usar?

    Que si. Que lo habían reprendido severamente por haberla "extraviado", pero le parecía algo cruel dejar a ese par de seres vivos vagar por ahí tan vulnerables y en espera de su primer hijo.

    Crowley le había hecho recordar aquello con su mención del cielo.

    –Azirafel...

    Pestañeó largamente, como quien sale de un profundo letargo, y luego se volvió al demonio.

    –La compota con nata de fresas esta bien– volvió a cavilar, nervioso de pensar en qué mentira diría a sus superiores en esta ocasión.

    Se suponía que los ángeles no mentían. Pero también se suponía que no regalaran sus armas, ni que salieran con demonios en secreto para contarse sus deberes cada cierto tiempo, y mucho menos interferir deliberadamente y en tácito acuerdo en los planes del contrario.
    ***

    Las señales empezaron a sucederse inadvertidamente. Lo que comenzó siendo un aparente eclipse, se prolongó por días enteros, envolviendo ciudad tras ciudad como el oscuro telón de un teatro.

    Tal vez si Azirafel estuviera más habituado al cambio de época (Dada su condición de ángel, apenas podía percibir el tiempo como un cambio sujeto a una ineludible mudanza. Las estaciones transcurrían como la homocromía de un camaleón o el florecimiento de los almendros) se habría tomado la molestia de sintonizar el noticiero matutino, y así se habría enterado de las noticias que hablaban de los terremotos que se suscitaban en distintos puntos del globo terráqueo.

    Las guerras nunca habían tenido cese, desde que el hombre empezó a reclamar territorios.

    El mundo estaba (según palabras de Crowley) jodido desde el inicio de los tiempos. Azirafel prefería pasar por alto determinados temas que incluían a su santidad por obviedad de razones.

    Una cosa era opinar, pero cuestionar o poner en duda las desiciones de Dios era impensable. Por ello, mientras el mesero les servía las crepas flameadas con nata de fresas y crema batida, Azirafel apuró el primer bocado.

    Como era de esperar, Crowley había empezado a quejarse de su mala suerte y de su condición de ángel caído. Durante el trayecto, había criticado a diestra y siniestra las desiciones del gran señor, y puesto en tela de juicio varias de sus acciones.

    Azirafel sabía que, una vez que el demonio empezaba a despotricar, era imposible hacerlo callar. Así pues, se guardó de comentarios y se limitó a escuchar su interminable perorata, tratando de apaciguar aquel sentimiento de reciprocidad ante determinados tópicos.

    Hasta la fecha no terminaba de entender por qué Dios había puesto semejante tentación tan cerca de sus hijos y después haberles castigado de aquella manera, expulsandolos del paraíso, sin protección ni cobijo.

    ¿Tan malo era otorgarles una...solo una oportunidad más?

    ¿Por qué hacerles sufrir de esa manera?

    Conforme Crowley abordaba aquellos temas, Azirafel empezó a interesarse un poco, luego no podía dejar de escucharlo. Y peor aún.

    ¡De estar de acuerdo!
    **

    Azirafel apenas podía recordar el día en que, ingenuamente, se dejó engatusar por Crowley. Lo había escuchado por cortesía, y se habían topado en más de una ocasión, pues sus deberes prescribían que coincidieran y se reencontraran cada tantos años en determinados lugares. Calamidades, guerras, plagas, inundaciones. El fin de una era y el inicio de otra. Aquel arsenal de memorias hizo a Azirafel recluirse en un osario de ciclos. Los milagros brotando en la tierra, obrando como esporádicas mariposas, y la devastación surgiendo en otro lado del planeta, tiñendo el espacio como murciélagos en una noche cerrada.

    Pensaba en ello a medida que removía su infusión de manzana y miraba ocasionalmente al demonio sentado delante de él. Ahora ambos estaban rodeados de un opíparo banquete de vieiras y una tarta de moras.

    De vez en cuando Crowley se las ingeniaba haciendo mal uso (o buen uso, según fuera el caso) de sus poderes para aclimatar la atmósfera que los rodeaba. Desde un súbito cambio de música, hasta travesuras vacuas a algún pobre incauto que osara o pretendiera siquiera molestarlos con comentarios soeces o miradillas desdeñosas.

    Al fin y al cabo Crowley era un demonio, y como tal, procedía del infierno. Aunque sus aportaciones al inframundo dejaban mucho que desear.

    En realidad, Azirafel se sentía mucho más cómodo en presencia suya que en la de cualquier ser celestial.

    Se veían en secreto porque Azirafel sabía de antemano que estaba terminantemente prohibido entablar relación de cualquier tipo con un demonio. Ellos eran el enemigo. Contra ellos luchaban y a ellos debían vencer. Sin embargo, Crowley era su amigo. Un aliado y alguien en quien confiar.

    Dejar de verlo le era tan inconcebible como renunciar a su colección de libros antiguos.

    En un momento dado de la velada, Crowley tomó la mano de Azirafel con discreción bajo la mesa. La sorpresa fue tal que, poco faltó para que el ángel derramara la copa de vino del otro. Azirafel emitió un sonido involuntario, distorsionado e indefinido, a medio camino entre una exclamación y una aspiración brusca. Entonces sus miradas se encontraron y se enlazaron, como la serpiente que se había enroscado a la rama del árbol prohibido para tentar a Eva.

    Y tal cual, Azirafel cayó ante los encantos de un ser supremo y, en apariencia, malvado. El ser al que debía combatir en lugar de ceder a sus variadas persuasiones.

    Fue él mismo quien aferró a su vez la mano de Crowley. Porque, extrañamente, el contacto le gustaba. Así como le gustaba sentir el pulgar de Crowley acariciándole los nudillos con un candor que, procediendo de alguien más, habría parecido artificioso.

    –C-Creo que deberíamos irnos– tartamudeó el ángel, zafandose forzosamente de la sujeción al que lo tenía Crowley, quien bufó antes de trasladar la cuenta a otro de los comensales para seguir al presuroso ángel que semejaba huir de él, pero que, en realidad, estaba siendo sometido a un debate interno entre lo que estaba bien, y lo que no lo estaba.

    Afuera, la oscuridad parecía haberse incubado en el cielo.
    **

    Dos de los cuatro jinetes del apocalipsis habían dado muestras de haberse manifestado en las cercanías de Tadfield. Polución y guerra habían dejado estragos por todo el perímetro de las colinas y llanuras. Azirafel fue informado de esto por los altos mandos celestiales mientras se concentraba en el acomodo de sus nuevos ejemplares proféticos recién traídos de Egipto.

    Durante días había hecho oídos sordos a lo que consideraba disparatadas teorías conspirativas de Crowley. Que si sus superiores planeaban esto y aquello. Las cosas ya marchaban mal en la tierra desde que cedió su espada flamígera para protección de los primeros seres mortales creados y moldeados según los preceptos del todopoderoso.

    No obstante, el crepúsculo transfiguraba el cielo en oscuras brasas ardientes de mal agüero.

    La presencia de dos de los jinetes se sumó a los presagios de la inminente hecatombe que se avecinaba.

    Oh, si. Azirafel había leído y releído cómo sería el ineludible enfrentamiento de seres alados. Los elementos que conformaban el universo ya habían sido profanados de manera irracional. Día a día, y año tras año.

    Los indicios del futuro apocalipsis ya asomaban al menos una década atrás. El deshielo de los glaciares, la excesiva combustión de carburantes que habían perjudicado irreversiblemente la capa de ozono. Las guerras no cesaban. El hombre no ponía fin a su propia destrucción y la del ecosistema.

    Consternado, Azirafel repasó visualmente los despojos territoriales que el par de jinetes habían dejado.

    De forma instantánea acudió a su mente el versículo 1-6, capítulo 24 del apocalipsis citado en una de sus biblias más antiguas.

    "Por eso la maldición devora la tierra, y sus moradores sufren el castigo. Por eso se consumen sus habitantes, y no quedan más que unos pocos"

    Sintiéndose abismalmente desmoralizado, Azirafel trató de contactar con uno de sus superiores para informar los detallados pormenores de su avistamiento. Para eso había sido enviado, precisamente. Era su deber y su trabajo. Pero en el último segundo, cambió de parecer. Cerró los ojos con fuerza e intentó enviar una misiva breve a Crowley. Después se arrepintió, pero ya era tarde. Antes de que Azirafel abandonara el enorme cráter que surcaba el llano, las luces del Bentley le iluminaron el rostro de lleno.

    A punto de pronunciar el nombre de Dios en vano, Azirafel se mordió la lengua y, en cambio, exclamó un sorpresivo y sincero "Vaya, no te esperaba tan pronto"

    La amplia sonrisa sesgada y burlesca del conductor que derrapó a su lado contribuyó a agrandar la inquietud del ángel. Uno que ya no sabía lo qué hacía, y al que, de pronto, había dejado de importarle la fina línea reglamentaria de sus actos.

    **

    Cualquier humano pensaría que, tras conocerse de tanto tiempo (poco después de la creación, para ser exactos), Azirafel debería estar ya habituado a la presencia de quien consideraba su más grande amigo. Pero lo cierto es que, cada vez que se reunían a escondidas, su forma corpórea terrena experimentaba una maravillosa sensación de alborozo interno. Era increíble, extraño pero gratificante. Y, cuando las yemas de Crowley tocaron las suyas, no sintió ningún dolor o quemazón, tal como le había advertido el arcángel Gabriel.

    ¿Qué no eran las mentiras un poderoso pecado?

    ¿Tan terrible era doblegarse a emociones desconocidas que escapaban a toda racionalidad lógica?

    Porque, pese a estar al tanto de sus faltas, Azirafel no pudo (Ni quiso) esquivar los labios de quien se suponía su enemigo natural.

    Lentamente y con un movimiento espasmodico se abandonó al choque de sus bocas, a la unión de sus manos, al toque de los cuerpos que les eran prestados y que ahora se rozaban con un frenesí alucinante.

    Podrían pasar una eternidad enlazados de esa manera visceral e impulsiva, temblando de puro deseo, y Azirafel no podría sentirse mejor y más pleno.

    Ocultos en la inmensidad del bosque de West End en Londres, renunciaron a sus respectivos papeles de guardianes, de representantes e informantes. Estaban en la tierra después de todo. El centro mediador exacto entre el cielo y el infierno. En la tierra, ambos eran iguales. O al menos así quería creerlo Azirafel.

    Se aferró en cuerpo y alma a un pensamiento subyacente, un mero mecanismo de negación ante la desesperante realidad.

    Que no debían hacer aquello.

    Tenían prohibido verse y hablarse. No se diga por tanto, tocarse o besarse. Jamás se les pidió opinión alguna. Era su obligación como ángel y demonio, obedecer y atenerse a las normas.

    No había que dudar.

    No había que cuestionar.

    No había que ceder.

    Azirafel aspiró una honda bocanada de aire tan pronto Crowley lo soltó para atacar su cuello. El corazón le latía de un modo atronador. Luminosos puntos empezaron a palpitar contra sus párpados fuertemente apretados, expandiéndose y contrayendose en una arritmia sobrecogedora.

    La palabra "pecado" empezó a retumbar en los caóticos pensamientos del ángel. Se sintió arbitrariamente cayendo en un abismo y deleitándose de ello.

    Ni su colección de libros, o los deliciosos postres de restaurantes acogedores, o las bellas piezas exhibidas en las mejores tiendas de antigüedades, y tampoco su empleo, le eran tan apetecibles como los besos de Crowley.

    El sentimiento era abrumador. Era...inefable.

    Pronto entendió por qué resultaba tan fácil para los humanos ir en contra de los mandamientos celestiales.

    Ansiaba tanto las caricias de Crowley que no se enteró de la llegada de Muriel, hasta que un resplandor cegador surgió en las entrañas del bosque, iluminandolos como a un par de transgresores facinerosos en plena huida. Solo que, el femenino ángel de rango treinta y siete se interpuso entre ellos ni bien Azirafel se apartó azorado del demonio al saberse pillado a mitad de un acto tan aborrecible y primigenio.

    –Azirafel– le reprendió Muriel, endureciendo la mirada.

    Azirafel, que aún no se reponía de la agitación, fue interrumpido a mitad de su titubeante monólogo gracias a la voz rasposa y desafiante de Crowley.

    –Resulta ofensivamente sencillo atacarles en solitario– mencionó el demonio con media sonrisa displicente bordeando sus húmedas comisuras–. ¿Cuantos puntos crees que me den por esto?

    Absolutamente perplejo por el engaño, Azirafel abrió y cerró los labios. Primeramente porque no sabía cómo contradecir a Crowley sin salir perjudicado, y segundo, porque sabía lo que Crowley estaba haciendo. Intentaba encubrirlo, ayudarlo, y deslindarlo de la acción tan grotescamente obscena que habían estado llevando a cabo.

    Para infortunio de ambos, Muriel no mordió el anzuelo. Por primera vez el ángel que ocupaba la clase rango treinta y siete se mostró decepcionada y preocupada.

    Azirafel quería solucionarlo de inmediato, de tal guisa que ninguno saliera afectado. Deseaba proteger a Crowley, tanto como había ansiado sus besos momentos antes.

    Si. Eso era todo, se había dejado llevar. Prendado de un revoltijo de emociones, más humanas que angelicales, seducido por el inmenso éxtasis que prometía un sentimiento más puro, claro e intenso que el de las esponjosas y tupidas nubes blancas del paraíso.

    –Yo...eh...no he querido faltar a las normas– balbuceó, tocandose la nuca–. Es solo que...

    La culpa era un concepto bastante curioso que aparecía cada vez que Azirafel suponía estar cometiendo un espantoso yerro. Sin embargo, ahora también algo cercano a la vergüenza anidó en su pálido rostro, sonrosandolo.

    Listo para representar su condición de malvado, Crowley se bajó las gafas y escrutó a Muriel con descaro.

    –Ya he dicho que el mérito lo llevo yo. Lo he seguido hasta acá para atacarlo a la menor oportunidad posible.

    –Que no– negó Azirafel casi sin voz, retorciéndose las manos–. Parte de la culpa ha sido mía. No debí...

    –¡Dejad ya el embuste!– estalló Muriel, interrumpiendo una vez más las pobres excusas de Azirafel–. Os he visto– apuntó a ambos sin apartar su benévola mirada–. No es la primera vez que se ven a solas...¿Me equívoco?

    Las piernas de Azirafel perdieron fuerza a medida que escuchaba la horrorosa verdad brotar de los labios de su compañera. La gloria plañidera se había teñido de gris, como el mismo cielo.

    –El fin se acerca y en lugar de buscar tu espada, has decidido cambiar de bando.

    Azirafel agachó la cabeza en señal de remordimiento, más no de arrepentimiento. Su corazón no se ponía de acuerdo con su mente, eran como dos líneas de vagones avanzando en direcciones opuestas. Quería hacer lo correcto, pero también anhelaba la presencia de Crowley.

    Entonces imaginó a Dios, reprendiendolo y exiliandolo para siempre del cielo, como había hecho con Adán y Eva, y estuvo a punto de abrirse en dos allí mismo debido a la culpa (Otro sentimiento aparentemente humano).

    De forma inconsciente se arrodilló en el suelo terroso del bosque con las manos unidas en una muda plegaria, mientras miraba extraviado a través de las hojas de los árboles, hacia el negro cielo nublado, como si por su superficie ceniza desfilarán decenas de imágenes y recuerdos borrados por el tiempo.

    –Creo que estas exagerando la situación– trató el demonio procurando parecer desinteresado, y no que se ponía a la defensiva. Parsimoniosamente lustró sus gafas con ayuda de su aliento para después frotarlas contra su hombro sobre la tela de su jersey oscuro–. He incitado a miles de seres humanos a hacer lo que no debían. Ya sabes, comer una manzana de un árbol prohibido que literalmente está en las narices de dos seres vulnerables con voluntad propia que tarde o temprano habrían hecho lo mismo, con o sin mi habladuría.

    Indignada, Muriel bufó. Azirafel nunca la había visto tan enfadada en el pasado. Ella siempre estaba radiante, y era toda sonrisas. Pero ahora no había el menor asomo de alegría en su semblante.

    –¿Cómo te atreves a manchar el nombre del creador, víbora ponzoñosa?– acometió Muriel, dando un paso hacia Crowley.

    Azirafel intervino a tiempo, poniéndose esta vez él delante de su amigo. Parecía que tuviera dentro del estómago una maraña de hormigas rojas.

    –No hace falta ponerse violentos– externó en tono sereno, pese a sentirse claramente consternado–. ¿Podemos hablarlo?

    Muriel extendió el brazo hacia adelante.

    –Ya lo creo– tocó a Azirafel del hombro y una cortina de luz blanca se cernió sobre de ellos.

    Apabullado, Crowley se quedó mirando a la nada cuando el par de ángeles desaparecieron en medio de la cascada de cremosa luz dorada.

    –Joder– estrelló su puño contra el árbol más cercano. Esta vez si que la había liado en grande.

    Extrañamente, sentía como si le doliera algo dentro del pecho.
    **

    En apenas un parpadeo ya estaban ante la entrada del cielo. Azirafel sintió que se le aceleraba el pulso cuando Gabriel se acercó desde uno de los extremos laterales del portón para guiarlos en silencio hasta el consejo de la orden celestial suprema del paraíso.

    Su nuez de Adán se sacudió al dar otro paso. Sabía lo que venía a continuación. Él había estado presente en un par de ocasiones, hace décadas, o puede que siglos. Ahí eran enviados los ángeles para ser juzgados según la falta cometida.

    Azirafel empezó a hiperventilar al pensar en todas las veces que había estado junto a Crowley. Entonces recordó las inequívocas señales del fin del mundo y aquello le intranquilizó aún más.

    –Pasa– señaló Gabriel el enorme y majestuoso santuario.

    Mecanicamente, Azirafel se persignó, cerró los ojos y se preparó para lo que le deparaba detrás de las puertas.
    **

    Puesto que era un ser del infierno, Crowley estaba acostumbrado a ver toda clase de injurias y crímenes. Nunca había entendido del todo la finalidad de su trabajo, aunque si que sabía que no lo hacía todo lo bien que debía. Mientras Hastur incendiaba iglesias y
    Ligur persuadía a los humanos para cometer toda clase de atrocidades, Crowley se divertía haciendo simples bromas telefónicas, burlándose de las desgracias ajenas, como gente tropezando en la calle, o minucias similares.

    Nunca le gustó formar parte del infierno porque no encajaba. En cambio disfrutaba mucho viajando y reuniéndose en secreto con Azirafel.

    Así que, cuando fue convocado por uno de los duques del infierno para ver a Satanás, supo que, sin lugar a dudas, era el fin. Su fin.

    ¿Lo degradarían a vigilante de las almas del purgatorio?

    ¿Lo condenarían a vivir alguna paradoja? ¿Bailar para siempre en la punta de un alfiler?

    ¿Lo convertirían en simples moléculas subatomicas y lo encerrarían en una cinta de compact disc para toda la eternidad?

    A Crowley no le importó demasiado. Su destino estaba sellado. Y realmente, lo que más le dolía, era tener que renunciar a Azirafel.

    Habría podido aceptar de buen modo cualquier castigo...si tan solo el ángel estuviera a su lado.
    **

    El fin del mundo se suscitó sin pena ni gloria. Una onda expansiva consumió y sepultó en las sombras distritos enteros, después se hizo la luz. Y el mundo continuó su curso.

    No hubo muerte alguna ocasionada por este hecho. Las personas siguieron con sus rutinas sin haberse enterado de nada, sin sospechar siquiera que el fin de una era había transcurrido. Los jinetes se retiraron a seguir ocupando sus respectivos puestos desde el anonimato.

    Se sucedió un mes entero. El bullicio matutino galardonaba las calles de una soleada mañana en Londres.

    Y mientras tanto, un elegante sujeto trajeado con un tweed deslumbrantemente blanco avanzó cautamente hasta la barandilla del estanque del parque de Primrose hill. En sus manos llevaba una bolsa de estraza con una hogaza de pan que desmenuzó despacio para alimentar a los pocos patos que nadaban del otro lado.

    Ni siquiera sabía por qué o para qué lo hacía. Se había vuelto costumbre acudir allí los fines de semana, alentado por una fuerza desconocida. A pesar de que nada fuera de lo usual ocurría. Había personas caminando, niños jugando, ancianos leyendo los diarios matutinos en las bancas, parejas tomadas de la mano.

    Nada fuera de lo que debería ser anormal sucedía, y ese día (A su parecer) no iba a ser la excepción. Azirafel arrojó las últimas migas de pan y se quedó contemplando la resplandeciente superficie del agua. Las ondas pequeñas creciendo cuando los trozos de pan caían. Los patos amontonandose en torno a la comida. Hundiendo sus coloridos picos para disputarse hasta el último trocito de alimento.

    Azirafel miró entonces su reloj de pulsera. Casi eran las once. En diez minutos tendría que abrir la librería, limpiar los estantes y aguardar por los clientes. Así era todos los días. Y así era como debía ser. Azirafel no entendía por qué razón se sentía tan enloquecedoramente desesperado.

    Era un ser humano, común y corriente, con una vida tranquila. Le gustaba su trabajo en la librería y pasar tiempo a solas en un modesto piso de alquiler ubicado en los suburbios. Disfrutaba visitar determinados restaurantes y asistir a misa todos los domingos. En suma, no le iba tan mal.

    No tenía familia. No que él recordara. Y vaya si era poco lo que recordaba de su vida. Era como vivir atrapado en un constante deja vú, pues parecía que de un día a otro había perdido contacto con el mundo, como si alguien hubiera cortado de raíz parte del hipocampo de su cerebro, ubicado en el lóbulo temporal. Su mente había quedado a oscuras, sumida en una galaxia inerte. Pero no quería agobiarse pensando en esas cosas.

    Después de arrugar la bolsa, fue a arrojarla en uno de los cubos de basura junto a un árbol. Un individuo extraño, de cabello oscuro que vestía una chamarra de piel, jeans ajustados y mocasines, le obstruía el paso.

    Azirafel inspiró, contrajo un poco el ceño cuando el destello de las oscuras gafas de sol que portaba el extraño lo cegaron por breves instantes.

    –Eh, perdone– se cubrió los ojos con una mano y rodeó al hombre para tirar la bolsa, pero el sujeto se rehusaba a moverse un ápice.

    Bien. Quizá no le había escuchado. Seguro que había hablado en voz baja.

    –Disculpe– intentó nuevamente Azirafel–. ¿Podría...ya sabe, moverse un poco?

    El hombre con pinta de estrella de rock se bajó las gafas, y lo miró por encima de la montura con altanería.

    –Hay tres botes de basura por allá– señaló hacia otro más próximo.

    Azirafel negó con paciencia.

    –Es para basura orgánica– le hizo ver. Aún así el individuo no se movió.

    –¿Y?

    –Que debo tirarlo aquí– insistió Azirafel, procurando apartar la mirada del otro. De repente no podía dejar de verlo. Vaya si era apuesto.

    ¡¿Pero en qué cosas pensaba?!

    –Vale. Olvídalo. Lo tiraré en otra parte– suspiró, resignado a marcharse.

    –¿Sabías que hay espías que se reúnen en ese estanque los martes y también alimentan a los patos?– preguntó el hombre de pronto.

    Azirafel pestañeó, profundamente confundido e intrigado por la pregunta, y más aún, por la implícita indirecta tras ella.

    ¿Lo había estado observando?

    ¿Desde cuando?

    –No soy ningún espía– se defendió–. Solo me gusta alimentar a los patos.

    –Si. Es imposible que seas un espía. Llamas la atención a cinco millas a la redonda, con todo ese blanco y esa aura de femineidad.

    Ante semejante y desvergonzada jactancia, Azirafel se quedó boquiabierto, pero decidió dejarlo pasar. Era pacifista después de todo.

    –¿Te he visto en alguna otra parte?– se rascó las sienes, sin poder apartar un nuevo y exorbitante deja vú.

    –No lo creo– exhaló el extraño, alargando por fin su mano–. Me llamo Crowley. Me he mudado hace un mes. No tengo puñetera idea de por qué, pero me gusta venir aquí.

    –Eso si que es raro– externó Azirafel. Pues la apariencia de Crowley desentonaba con el pacífico sitio–. Lo siento, no he querido decir eso– se lamentó de sus palabras y se cubrió la boca al instante, como si hubiera cometido un pecado mortal.

    Aquello pareció divertir a Crowley pues un esbozo de sonrisa afloró a sus labios, haciéndolo lucir mucho más atractivo de lo que ya era.

    Azirafel desvió nervioso la mirada hacia su derecha. No quería reconocerlo, pero su pulso se había acelerado desde que sus ojos se encontraron con la silueta de Crowley.

    ¿Tenía algún sentido o se estaba volviendo loco?

    –....¿Qué dices?

    –¿Perdona?– Azirafel parpadeó por la pregunta. Se había distraído y no había escuchado lo que dijo Crowley, quien hizo una mueca de fastidio al saberse ignorado.

    –Decía que deberíamos quedar un día para conversar, aquí en el parque.

    –Puede ser– dijo Azirafel, retrocediendo apurado al recordar la hora–. Tengo que irme.

    Antes de que se alejara, Crowley lo tomó del brazo. El contacto los hizo estremecer a ambos, pero supieron disimularlo a su manera.

    Tras largos segundos de incomodidad, Crowley le quitó a Azirafel la bolsa.

    –Esto va aquí– le guiñó un ojo y lo arrojó al cubo a sus espaldas.

    –Gracias.

    Azirafel apretó el paso. Camino a la librería, no dejó de pensar en Crowley, ni en la añoranza que prometía un día nuevo.
     
    Top
    .
0 replies since 19/11/2023, 03:55   110 views
  Share  
.